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Un conflicto

De Wikisource, la biblioteca libre.
La sala número seis (1920)
de Antón Chéjov
traducción de Nicolás Tasín
Un conflicto
 
UN CONFLICTO


Una tarde de domingo. El terrateniente Kamichov está sentado a la mesa, servida con esplendidez. A su lado se encuentra el señor Champun, un anciano francés muy limpio y muy bien afeitado. Están almorzando.

Champun ha sido en otro tiempo ayo de los hijos de Kamichov, a quienes enseñaba las buenas maneras, la buena pronunciación francesa y el baile.

Cuando los niños se hicieron hombres y entraron como oficiales en el Ejército, Champun quedó en la casa casi exclusivamente para hacer compañía al amo.

Sus deberes no son muy complicados: debe vestirse come il faut, ir muy perfumado, escuchar la charla de Kamichov, comer, beber y dormir; por todo lo cual está alojado y mantenido, y hasta cobra dinero, a veces, en cantidad que depende de la buena voluntad del amo.

Kamichov come y, según su costumbre, charla.

—¡Dios mío!—exclama—¡Qué mostaza! Es tan fuerte que me quema la lengua. La mostaza francesa pica mucho menos; puede uno comerse una libra sin que le produzca ningún efecto.

—Eso depende del gusto—responde suavemente Champun—. Hay quienes prefieren la mostaza rusa, y hay quienes optan por la francesa.

—¡Hombre, por Dios! Sólo a los franceses les gusta la mostaza francesa, porque no son demasiado exigentes. Comen de todo: ratas, ranas, insectos. ¡Qué desagradable! A usted, sin ir más lejos, no le gusta este jamón, porque es ruso; pero si le dan corcho frito, y le dicen que es francés, lo come y se chupa los dedos. Según usted, todo lo que es ruso es malo.

—Yo no digo eso.

—Si, todo lo ruso, según usted, es malo, mientras que todo lo francés es, al contrario, delicioso. Usted está seguro de que Francia es el mejor país de la tierra; pero, hablando con franqueza, ¿qué es Francia sino un trocito de terreno que puede recorrerse en un dia? Mientras que en nuestra Rusia, por mucho que se ande...

—Si, señor, Rusia es inmensa.

—¡Ya lo creo! Además, están ustedes convencidos de que el pueblo francés es el mejor del mundo: inteligente, sabio, civilizado... De acuerdo. Los franceses son muy galantes, muy corteses con las señoras, no escupen en el suelo, etc.; pero no son serios. No hay nada sólido en ellos. Yo no sabré explicarme, pero les falta algo... Todo lo que saben ustedes proviene de los libros, mientras que nosotros, los rusos, somos inteligentes por naturaleza. Los rusos dotados de una instrucción vasta, serían superiores a todos los sabios de Francia.

—Tal vez—dice sin entusiasmo Champun.

—No «tal vez», ¡seguramente! Ya sé que no le gusta a usted que se le digan estas cosas, pero son ciertísimas. El ruso es muy ingenioso; dándole campo para ello, haría maravillas. Por otra parte, es muy modesto y nada amigo de hacer valer sus cualidades. Si inventa algo notable, no lo pregona, como ustedes, a los cuatro vientos... ¡Dios mío, qué ruido arman ustedes con motivo de cualquier invención!... No, no me gustan los franceses. No me refiero a usted; hablo en general. Un pueblo sin moralidad. Completamente humano en su aspecto exterior, vive como los perros. Prueba de lo que digo es, por ejemplo, el matrimonio: nosotros, una vez casados, ya no nos separamos, mientras que ustedes viren como canallas: el marido se pasa el día entero fuera de su casa, bebiendo, mientras la mujer está rodeada de amantes y baila con ellos bailes obscenos.

—Eso no es verdad—no puede menos de protestar Champum, con el rostro encendido—. ¡En Francia, el principio de la vida familiar es muy respetado!

—¡Déjeme usted a mí de principios! ¡Ya sé yo lo que son los principios franceses! Hace usted mal en defender a sus compatriotas. Hay que confesar franca y honradamente que son unos cochinos. Me alegro en el alma de que fueran vencidos por los alemanes, a quienes agradezco de todo corazón el que les diesen a ustedes la lección que se merecían.

—¡Entonces, no le entiendo a usted, señor!—exclama Champun indignado y echándose atrás bruscamente—. Si odia usted tanto a los franceses, ¿porqué me conserva consigo?

—¿Y qué voy a hacer con usted?

—Déjeme, me iré a Francia.

—¿Cómo? ¿Usted a Francia? ¿Se figura que le dejarían entrar? ¡Nunca! Usted es un traidor a su patria.

—¿Yo?

—¡Claro! Usted admira a Napoleón, y su cochina república no le perdonará jamás. Es verdad que también admira usted a Gambetta, pero eso no le salvará.

¡Monsieur!—grita en francés Champun, con voz furiosa y estrujando colérico su servilleta—. ¡Monsieur, vous m'avez outragé d'une façon terrible! ¡Tout est fini entre nous!

Y, con un gesto trágico, tira la servilleta sobre la mesa, y, la cabeza erguida, con dignidad algo teatral, abandona el comedor.

Algunas horas después, la mesa está puesta de nuevo para la comida.

Kamichov se sienta a ella completamente solo. Se bebe una copa de «vodka» y siente la necesidad de charlar un poco. Pero no hay nadie para oírle.

—¿Qué hace Alfonso Cudovikovich?—le pregunta al criado.

—El equipaje.

—¡Vaya un imbécil!—dice Kamichov, y se dirige a la habitación de Champun.

Se lo encuentra sentado en el suelo, en medio del cuarto, junto a una maleta abierta, donde va colocando, con mano temblorosa, ropa, corbatas, tirantes, libros, frascos de perfumes. Sus ojos están arrasados en lágrimas.

—¿Qué es eso— pregunta Kamichov.

El otro no contesta.

—¿Quiere usted marcharse? Haga lo que quiera. No soy quién para retenerle, pero... ¿cómo va usted a irse sin pasaporte? Ha de saber usted que se me ha perdido. Sin duda, se ha extraviado entre algunos papeles. Y, sin pasaporte, comprenderá usted... En Rusia son muy severos en esa materia. Antes de que se haya alejado cinco kilómetros será usted detenido.

Champun levanta la cabeza y mira con desconfianza a su señor.

—¡Sí, sí! No lo dude usted. La policía comprenderá, por la expresión de su cara, que no lleva usted pasaporte y le echará mano en seguida. «¿Quién es usted.» «Adolfo Champum.» «Ya conocemos a esos Champunes. No escasean los malhechores entro ellos.» Y dispóngase usted a emprender un viaje a la Siberia, a pie, con asesinos y ladrones, escoltado por la fuerza pública.

—¿Se burla usted?

—Nada de eso, querido. Hablo con toda seriedad. Y se lo prevengo: si le detienen a usted, no me escriba cartas suplicándome que lo saque del atolladero. No haré nada, absolutamente nada, aunque me lo presenten a usted atado de pies y manos.

Champun se levanta sobresaltado y empieza a andar nerviosamente de un lado para otro. Está pálido, inquieto.

—¿Qué quiere usted hacer conmigo?—exclama desesperado y llevándose las manos a la cabeza—. ¡Maldito sea el día en que se me ocurrió dejar mi patria! ¡Sólo faltaba que me detuviesen y me mandasen a Siberia!

—Cálmese usted, es una broma—dice Kamichov. Tiene usted mucha gracia. No comprende las bromas, y lo toma todo por lo trágico.

—Amigo mío—exclama con efusión Champun, tranquilizado un poco por el tono de Kamichov—, le juro que amo a Rusia, que les tengo afecto a usted y a sus hijos. Me sería muy doloroso separarme de usted, pero... cada una de sus palabras es un puñal que se clava en mi corazón.

—Tiene usted mucha gracia. ¿Qué le importa a usted que yo hable mal de los franceses? ¿Acaso puede responder de todos sus compatriotas? Es usted de un carácter... Vamos a comer; en la mesa haremos la paz. Viva l'entente cordale!, como dicen ustedes.

Champun se pasa por la cara la borla de los polvos para borrar la huella de las lágrimas, y, precedido de Kamichov, encaminase al comedor.

Esto no es aún la paz definitiva; no es sino el armisticio, que durará muy poco; después del primer plato, las hostilidades vuelven a romperse.