Un cuento de amores/Capítulo VIII

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Capítulo VIII de Un cuento de amores
escrito en colaboración de D. José Heriberto García de Quevedo

de José Zorrilla
Capítulo VIII


I[editar]

Un año después

En una estrecha y oscura
y torcida callejuela,
de la coronada villa,
por do Manzanares lleva
su corriente tortuosa,
tan pudibunda y modesta
que más que el agua del río
se ve del fondo la arena:
en una calle, dijimos,
por lo estrecho, callejuela,
y más oscura y torcida
que el laberinto de Creta,
hay una casa de pobre,
aunque muy limpia apariencia,
que parece de artesanos
acomodada vivienda;
mas la gente que la habita,
tal vez por causas secretas,
al trato con sus vecinos
con tanto tesón se niega,
que las comadres del barrio,
aún las más duchas y arteras,
que a descifrar un enigma
al diablo se las apuestan,
averiguar no han podido
qué gentes serán aquéllas,
y eso que ha ya más de un año
que a fijarse allí vinieran.
Un viejo son y una joven,
según los curiosos piensan
del andar y la apostura
de los dos, cuando a la iglesia
parroquial, por las mañanas
a misa van; mas no aciertan
a descubrir ni su clase,
ni sus medios de existencia,
ni sus rostros, que embozado
él en una capa negra,
y ella en manto muy cumplido
el talle y la cara envuelta,
jamás vislumbrar dejaron
más que un ojo y media ceja:
–Y esto es lo que a las comadres
más enfada y desespera–.
Y ensartando a troche y moche
mil conjeturas diversas,
hay quien supone al anciano
personaje de gran cuenta,
que disfrazado se encubre
la ley temiendo severa,
de algún horrendo delito
por evitar la sentencia.
Quién dice que es un avaro
recién venido de América
que oculta inmensos tesoros
bajo hipócrita pobreza;
y no falta quien de espía
acusándole, asevera
que fué un tiempo muy su amigo
allá en la corte de Viena.
Y aquí es de escuchar el coro
de las maldicientes viejas,
que en los dos desconocidos
su impotente saña ceban;
y ensalzando al rey Felipe
hasta la azulada esfera,
juran con ardiente rabia
contra la gente tudesca.
Mas las opiniones todas
en una cosa concuerdan;
y es que al dejar al anciano
por su joven compañera,
todos suponen a una
que debe de ser muy fea,
y pues que va tan tapada,
al menos bisoja o tuerta.
Juicio común de los hombres,
que creen que les hace ofensa
quien oculta propias cuitas
de indiferencias ajenas,
y vengan culpas soñadas
con calumnias verdaderas.

II[editar]

El encuentro

Desempedrando la calle
en una andadora yegua
que del Betis cristalino
nació en la verde ribera,
cuando el moribundo rayo
del sol se vislumbra apenas
en los extremos remates
de las más altas veletas,
el dios Marte en la apostura,
si de bondad no tuviera
clara expresión amorosa
su pálida faz morena,
a trote largo va un mozo
de veinte y ocho años a treinta:
y al desusado ruido
que al chocar sobre las piedras,
producen las herraduras
de la trotadora yegua,
acuden a sus balcones
en ruidosa competencia,
hombres, mujeres y ancianos,
y chiquillos y mozuelas.
Mas no mira el pasajero
que causa gran extrañeza
en el apartado barrio
su noble y marcial presencia;
y en pensamientos profundos
sumida el alma, las riendas
sobre las trenzadas crines
al aire flotando sueltas
va cruzando, cual si el sino
dirigiese su carrera,
estatua ecuestre animada,
por la circunstante escena.
Mas al pasar por delante
de la misteriosa puerta
de aquella casa que excita
curiosidad tan intensa,
a una exclamación gozosa
que pronunció una voz tierna,
lleno de asombro el viandante
alzó la noble cabeza:
y mientras con diestra mano
el brioso animal refrena,
las espesas celosías
por atravesar se esfuerza,
con miradas que un abismo
de indómito amor revelan.
Entreabrióse la ventana,
y más hermosa que estrella
que al triste náufrago anuncia
el fin de horrible tormenta;
más plácida que la luna
cuya blanda luz riela
sobre las olas de un lago
en noche clara y serena;
más bella que la esperanza
y como la dicha bella,
asomóse un breve instante
una mujer; la sorpresa
embargó la voz del mozo
un punto, mas luego: «¡Es ella!»
exclamó: –la celosía
cayó; mas una ligera
señal de la hermosa joven,
en su sencillez compleja,
dijo al mancebo: «No tardes
en volver, que aquí te esperan».
Y en el lenguaje expresivo
de su mirada resuelta
contestóla él: «No haré falta».
Y clavando ambas espuelas
en los lucientes ijares
de la trotadora yegua,
va por la calle torcida
corriendo a toda carrera.

III[editar]

La cita

Cubre la tierra y los aires
de temerosa pavura,
la tétrica soberana
de las tinieblas profundas.

Entre apiñados celajes
que con su sombra la enlutan
y sin una sola estrella
que clara a su lado luzca;

fanal pálido y sin brillo,
cual la llama moribunda
de distantísimo faro,
sigue su curso la luna.

Duerme tranquilo el magnate
sobre su lecho de plumas;
y en su mal jergón el pobre
acaso en sueños se burla

del cansancio y la fatiga,
del frío y del hambre ruda,
y al despertar ¡infelice!
le aguardan nuevas angustias.

Todo duerme o todo calla,
y ni una mosca nocturna
viene a turbar con su vuelo
aquella calma profunda:

cuando a deshora, embozado,
por la callejuela oscura,
sube un hombre, con pisadas
que a duras penas se escuchan.

Mas de aquella misteriosa
casa, al llegar a la altura,
paróse la sombra viva
en actitud de quien busca:

y luego, cual si en las hondas
tinieblas que lo circundan
mirar pudiesen sus ojos,
y librarle de sus dudas;

desembozóse, apoyando
contra la pared vetusta
los hombros, mientras las manos
con suma destreza pulsan

una española vihuela;
y con voz de gran dulzura,
tal de la noche callada
el hondo silencio turba:

«Flor-del-Alba encantadora,
que excedes en hermosura
la del día;
oye, del alma señora,
el canto de mi amargura
y agonía.

Despierta, señora mía,
oye el acento angustiado
de mi queja;
o muerto me hallará el día,
contra los hierros clavado
de tu reja;

despierta, mi bien…» Y el canto
del enamorado expira;
que en lo oscuro,
con crudo, celoso espanto,
moverse otra sombra mira
junto al muro.

Y arrojando el instrumento,
y requiriendo la espada
decidido;
va más ligero que el viento
contra la sombra callada,
sin ruido.

«–¿Quién va? ¿Quién es él? ¿Qué busca?
pregunta la voz sonora
del amante.
–Pregunta es esa muy chusca,
señor don Pedro; en mal hora
vuestra errante

estrella os trajo a mi nido,
que yo día y noche velo
mi tesoro.
Y cuidad que no descuido,
¡sino guardo con desvelo
su decoro!

–Su padre seréis, sin duda,
y a tal nombre mi coraje
me abandona:
por eso mi lengua muda
no responde a vuestro ultraje…
–Quien blasona

como vos, de bien nacido,
de valiente y generoso,
no así artero
del enemigo dormido…
–¡Sellad el labio injurioso,
caballero!

Si entre las sombras oísteis
cantar sentidas endechas
a mi amor,
nunca acusarme debisteis,
ni herirme así con sospechas
de traidor.

Sólo vos tenéis la culpa
deste arrojo temerario
que os aíra:
sirva a mi alma de disculpa
este volcán incendiario
en que expira.

Fiel amaré hasta la muerte
a Flor-del-Alba, os lo juro
por mi nombre;
¡que nada puede la suerte
contra el amor firme y puro
de tal hombre!

–¿Os jactáis de caballero,
y así labráis el desdoro
de una dama,
sin averiguar primero,
cual cumple a vuestro decoro,
si ella os ama?

¡Oh don Pedro!, sois muy mozo,
mas yo a vuestra edad tenía
más prudencia:
y os declaro sin rebozo…
–¡Perdonad al alma mía
su impaciencia!

¡Oídme sólo un instante,
y os doleréis, es seguro,
de mi amor!
–Bien: ¿y de aquí en adelante
me obedeceréis? –¡Lo juro
por mi honor!

–Venid, pues, dijo el anciano,
y de una linterna oculta
haciendo lucir los rayos
que las tinieblas alumbran,

abrió la ferrada puerta
de la mezquina casucha,
y al portal angosto entraron,
dejando las hojas juntas,

detrás Téllez y él delante,
como dos sombras confusas,
quedando la callejuela
muda como antes y a oscuras.