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Un extranjero

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UN EXTRANJERO



I


Desde las once de la mañana hasta las ocho de la noche, el estudiante Chistiakov daba lecciones a domicilio. Sólo un día a la semana, el miércoles, retrasaba un poco el principio de su primera lección y hacia un breve acto de presencia en la Universidad, a fin de que le viesen los inspectores.

No iba nunca a clase ni sabía siquiera dónde estaban las aulas del primer año de Derecho, pues las explicaciones de los profesores no le interesaban y estaba decidido a irse la primavera próxima al extranjero. Por eso trabajaba tanto y ahorraba todo el dinero que podía. Por la noche, al volver a casa, se ponía a estudiar alemán. Pensaba irse a Berlín, donde se encontraba, desde hacía un año, un antiguo amigo suyo, que le escribía largas cartas entusiásticas, y en todas ellas le llamaba.

Pero con frecuencia Chistiakov, inclinado sobre su gramática alemana, sentía en la cabeza un ruido semejante al de un salto de agua y unas punzadas dolorosas en el costado izquierdo. Parecíale ver desfilar ante sus ojos fatigados las caras antipáticas de sus discípulos. No pudiendo seguir estudiando, se tendía en la cama y se distraía en contar mentalmente sus ahorros o en planear su próxima vida en Berlín. Algunas noches bajaba un rato al número 64 del «Polo Norte»—que tal era el nombre de su hospedería—y echaba un párrafo con los estudiantes que después de cenar se reunían allí.

Los estudiantes no le inspiraban ningún afecto, como no se lo inspiraba nada de lo que le rodeaba: las calles por donde pasaba, la habitación donde vivía, toda aquella vida caótica, inculta, grosera y estúpida. La gente le parecía peor que la de un país bárbaro; los bárbaros, al menos, eran audaces, y aquella gente—capaz de las violencias y las crueldades más insensatas—era pusilánime y mezquina.

Pero la idea de que pronto se iría de allí para siempre y viviría entre seres humanos, mucho más estimables en lo intelectual y en lo moral, le reconciliaba con aquellos de quienes se disponía a separarse y le llenaba de una piedad suave y triste hacia ellos. Y las «buenas noches» de aquel hombre, alto, enjuto, enfermo del pecho, de ojos febriles, cuando entraba en el número 64, sonaban como un melancólico «adiós».

En el número 64 reinaba siempre una ruidosa alegría. Se bebía allí vodka en abundancia; se fumaba, se gritaba, se cantaba; el aire, azul de humo, olía a alcohol y a arenques. El desorden era en aquel cuarto tan constante, tan normal, que a Chistiakov, a veces, se le antojaba un orden sui generis.

Vanka Kostiurin y Panov—los huéspedes del 64—eran la personificación del desorden; por la mañana bebían, por la tarde dormían, por la noche velaban. Eran pobres como ratas de iglesia; pero en los huecos de sus ventanas se alineaban, cómo las pesas en una balanza, botellas de vodka de todos tamaños; colgaban en la pared, de sendos clavos, un tamboril y una guitarra; sobre la mesa se veía un hermoso acordeón. Una noche, cerca de la una, el servio Rayko Vukich, otro estudiante hospedado en el «Polo Norte», recorrió los pasillos tocando el tamboril, y los numerosos huéspedes que a aquella hora estaban durmiendo se levantaron asustados, creyendo que se había declarado un incendio. Desde entonces, todas las noches, Sergio, el camarero del piso, confiscaba, en cuanto sonaban las once, el tamboril y lo devolvía por la mañana, al entrarles a los dos amigos el desayuno, consistente en una o dos botellas de cerveza. Vanka Kostiurin, que se despertaba de mal humor, lo cogía y tamborileaba una marcha fúnebre, mientras Panov lucía sus dotes de acordeonista tocando un can-can. Así comenzaban el día. Chistiakov consideraba aquella vida el summum de lo absurdo y lo estúpido.

—¡Aquí está el extranjero!—gritaba Vanka Kostiurin al verle entrar.

Los demás estudiantes se echaban a reír; con sus largos cabellos, su blusa azul, su pronunciación dulce, indolente, Chistiakov no tenia ni la más leve apariencia de extranjero.

Sus compañeros, de cuya vida se hallaba siempre como al margen y cuyas diversiones no compartía, no le miraban con buenos ojos. Su actitud entre ellos era la de un hombre que está en la estación esperando el tren: charla, fuma, se pasea, pero a cada momento saca el reloj.

Nunca contaba nada de su vida, y nadie sabía por qué, a pesar de sus veintinueve años, estaba empezando sus estudios universitarios. En cambio, hablaba por los codos del extranjero, de lo que acontecía en otros países. Y a todo el que le presentaban le refería, entre otras cosas leídas en libros y revistas, que en la mejor plaza de Cristianía el pueblo les había erigido sendos monumentos a Bjorson y a Ibsen, sin esperar a que se muriesen.

—Los dos insignes literatos—decía—se emocionan tanto al pasar por esa plaza y ver sus hermosas estatuas, muestra del amor de todo un pueblo, que lloran mirándolas.

Y volvía un poco la cabeza, tratando de ocultar las lágrimas que arrasaban sus ojos.

Una noche, hablando del dinero que había conseguido economizar para irse—y que ascendía ya a 220 rublos—, se quejó amargamente del padre de un discípulo suyo que, sin excusa alguna y del modo más.cínico, se había negado a pagarle 11 rublos que le debía. El había insistido en su justa reclamación, y entonces el otro se había reído de él en sus barbas y le había echado a la calle.

—¡Ya veis, un dinero que me he ganado con el sudor de mi frente y a costa de mi salud!

—¡Bueno, no lloriquees más!—profirió Vanka Kostiurin—. Si quieres, haremos una colecta y te daremos los once rublos.

Chistiakov rechazó indignado el ofrecimiento, que había sido hecho de corazón.

—¡No eres un buen compañero!—le contestó Vanka, ofendido.

Y los demás estudiantes asintieron.

La desdeñosa indiferencia de Chistiakov por cuanto a ellos les inspiraba un interés colectivo no les permitía hacerse ilusiones respecto a su compañerismo. Cuando todos en el número 64 hablaban apasionadamente de cualquier cosa, desde el punto de vista estudiantil, importante o grave, él guardaba silencio, tamborileando, distraído, con los dedos sobre la mesa, y si la discusión se prolongaba demasiado, empezaba a bostezar y se iba a su cuarto a estudiar alemán.

—¡Yo no soy de aquí!—decía, en tono de broma.

Pero hasta cierto punto, aunque en broma, decía la verdad, una verdad ofensiva para los otros, que se daban cuenta de que no conocían a fondo a aquel hombre de pecho angosto que marchaba tan derecho a su objeto y les ocultaba la fuente de su energía y su decisión.

El que le miraba con peores ojos era Vanka Kostiurin. En verano, en el campo, llevaba botas altas a la rusa y casaca rusa. Todo lo ruso le encantaba: el vodka, la sidra, la sopa de coles con mucha grasa, los mujiks, a quienes imitaba hablando con voz ruda y usando expresiones vulgares. No comprendía el empeño de Chistiakov en irse al extranjero y le despreciaba, como despreciaba los guantes blancos, la sobriedad, las visitas mundanas y el calzado elegante. Le llamaba, despectivamente, «el aristócrata».

Otros estudiantes, a quienes las cosas rusas les eran indiferentes, le decían a Chistiakov que, si tuvieran dinero, se irían también a vivir fuera de Rusia. El les excitaba a que lo hiciesen, y aseguraba, animándose, que, si se lo proponían, podrían reunir el dinero necesario; pero, al fijarse en la expresión, un poco abobada, de sus rostros de bebedores, al recordar su vida perezosa y desordenada, advertía que estaba predicando en desierto y callaba. Se sentaba en la cama deshecha de Vanka o de Panov y miraba desde allí, en silencio, como desde muy lejos, a los alegres contertulios.

Kostiurin, Panov y sus amigos seguían bebiendo, fumando y charlando, llenos de la alegre despreocupación de su juventud fuerte y sana, como si no hubiera para ellos ayer ni mañana y hubieran resuelto previamente todos los problemas que a todo nacido le reserva la maldita realidad.

Tolkachov, un muchachote de anchos hombros, largos cabellos, cuello de toro y ojillos estúpidos, alardeaba de su fuerza muscular, levantando a pulso los objetos más pesados que había en la estancia. Era miembro de una Sociedad gimnástica y sentía un profundo desprecio por la Universidad, los estudiantes, la ciencia, los problemas sociales, todo, en suma, lo que no fuese la fuerza bruta. Muchos de sus compañeros le odiaban; pero, temerosos de sus puños y su bárbara grosería, no se atrevían ni a hablar mal de él en su ausencia. Cuando alguno, cansado de oírle decir idioteces, se decidía a contradecirle, empezaba así la discusión:

—Respetando, desde luego, tu criterio, creo que estás en un error...

Pero el hércules no sabía apreciar aquellas maneras delicadas y contestaba:

—¡No se puede hablar con imbéciles como vosotros! ¡Lástima de paliza...! ¡A la cuadra, a la cuadra!

Los tan duramente tratados fingían, tomarlo a broma y se reían.

Panov cortaba cebolla, lo que le llenaba los ojos de lágrimas. El servio Rayko Vukich, bajito, seco, musculoso, de nariz ganchuda y bigotes colgantes, miraba en silencio la botella de vodka, esperando la escancia. Era un hombre extraño. Se pasaba horas enteras sin pronunciar una palabra; pero en cuanto bebía un poco de vodka empezaba a hablar, con cierto énfasis patriótico, de su Servia en un ruso chapurreado. Los temas de sus conferencias eran muy poco interesantes: los partidos políticos servios, la perpetua enemiga entre Servia y Turquía, la ferocidad de un tal Bodemlich... Sus amigos, al oírle poner por las nubes a su exigua y pobre nación, se reían a carcajadas y le hacían rabiar.

—¡Pero si este arenque—le decía Vanka Kostiurin—es más grande que toda Servia! El mejor día se la traga el turco.

—¡Una m... se tragará!—replicaba, encrespándose, Rayko.

—Si no se la traga, será porque no le da la gana. «¡Qué porquería de país!», dirá, escupiendo desdeñoso.

Rayko se levantaba, les lanzaba a sus compañeros una mirada de cólera y desprecio y gritaba, furioso:

—¡Burros!

Proferido este terrible insulto, se marchaba a su cuarto. Sus compañeros se desternillaban de risa. Chistiakov se sonreía tristemente, no comprendiendo aquel entusiasmo por Servia, una infeliz nación, cuyos habitantes, débiles y reñidores, se pasaban la vida defendiendo a tiros ideales mezquinos y ridículos. De buena gana se hubiera llevado con él al extranjero al pobre Rayko, para que conociera allí la verdadera vida, grande, luminosa.

Cuando las botellas estaban ya medio vacías, los estudiantes empezaban a cantar y a tocar el acordeón y enviaban por Rayko, tamborilero insustituible. Rayko volvía y con cara de pocos amigos se ponía a tocar el tamboril, brillantes los ojos como los de un lobo y agudos como el aguijón de una avispa. A veces, animado, excitado por la alegría general, Vanka Kostiurin se levantaba y comenzaba a bailar la danza rusa. Lento y pesado para todo lo demás, bailando era ligero como una pluma. Mientras sus pies herían el suelo con asombrosa rapidez, su garganta lanzaba gritos salvajes. El acordeón y el tamboril parecían atacados de un frenesí musical. Los ojos brillaban, agitábanse los brazos y las piernas, sonaba en un rincón el palmoteo acompasado de alguno de los contertulios. Y Chistiakov pensaba: «¡Están locos!»

Terminada la danza rusa, Vanka Kostiurin, jadeante, enjugándose el sudor, le rogaba a Rayko que bailase la danza servia.

Los demás estudiantes unían sus ruegos a los de Kostiurin, y Rayko, mirando tímido y receloso a sus compañeros, dejaba sobre la mesa el tamboril. Con un gesto fiero, sanguinario, hacía algunos movimientos extraños, que, más que los de un bailarín, parecían los de un piel roja enfurecido; diríase que iba a arañar a los circunstantes, a pegarlos, a degollarlos. Todos se echaban a reír, y el servio, renegando, volvía a marcharse.

«¡Qué inciviles son!», pensaba Chistiakov.

El menudo Rayko, tan amante de su exigua patria, le daba lástima.

Entre los tertulianos del número 64 figuraba el estudiante Karuyev, un muchacho alegre, sereno, un poco altivo. Su presencia operaba un notable cambio en la tertulia: se tocaba y se cantaba en serio, no se le hacía rabiar a Rayko y el hércules Tolkachov, tan sin medida en la insolencia como en el servilismo, ayudaba al simpático joven a ponerse el gabán. Kayurev, a veces, ni le saludaba. Le trataba como a un perro sabio.

—¡Eh, tú, zampatortas! ¡Levanta esa mesa con una pata!

Tolkachov, muy orondo, levantaba a pulso la mesa.

—¡Dobla esa moneda!

Tolkachov doblaba la moneda y decía, sonriéndose modestamente:

—Mi padre enroscaba una barra de hierro como si fuera un alambre.

Pero Karuyev no le escuchaba y se dirigía a la cama donde estaba sentado Chistiakov.

A éste le trataba como un médico a un enfermo.

Chistiakov le estimaba y le invitaba a irse con él a Berlín.

—¿Cuándo se va usted?—preguntaba Karuyev.

—En cuanto tenga cuatrocientos rublos. Ya tengo doscientos veinte.

—Yo que usted no me iría.

—¿Por qué?

—Está usted delicado...

—Aquel clima es mucho mejor que éste.

—Sí; pero... ¿Por qué no se va usted una temporada a Crimea?

La pálida faz de Chistiakov palidecía aún más y sus ojos se llenaban de lágrimas. Estremecido de dolor y de horror, como si le arrancasen del corazón su sueño dorado, murmuraba:

—¡Yo no puedo vivir en Rusia! ¡Me ahogo, me muero entre esta gente!

—¡Cálmese, cálmese! Y, ¡qué diablos!, váyase al extranjero, si cree que allí ha de ser feliz...

Chistiakov se calmaba.

—En Cristianía—decía en voz baja, lleno de entusiasmo—le han levantado una estatua a Bjornson... y otra a Ibsen, sin esperar a que se mueran... Y cuando los dos grandes hombres pasan por la hermosa plaza donde se alzan, lloran de gratitud... ¡Quién pudiera respirar el aire de esa noble tierra!... No estoy bien del pecho... dicen que estoy tuberculoso... Pues bien; de buena gana moriría allí...

Karuyev le daba unas palmaditas en la rodilla.

—¿Quién piensa en morirse? Usted nos enterrará a todos... ¡Esos picaros nervios...!

—No—replicaba Chistiakov, sonriendo—, no se trata de los nervios. Mi mal está aquí, amigo mío.

Y se llevaba la mano al pecho.

—Esta vida estúpida—añadía—, esta vida sórdida. En este país, el que no es rico no puede cuidarse... Todo está carísimo. Lo único barato son los hombres. En el extranjero sucede todo lo contrario: los hombres son lo único caro.


II


En el mes de diciembre, la salud de Chistiakov empeoró. El enfermo estaba cada día más débil y los dolores del costado izquierdo le hacían padecer mucho; la desaplicación, la estupidez y la insolencia de sus discípulos—casi todos desaplicados, estúpidos e insolentes—le ponían furioso.

En el número 64 no reinaba ya entre los estudiantes la alegría de siempre. Había ocurrido, a fines de noviembre, algo desagradabilísimo, que los demás no habían aún olvidado del todo y Chistiakov no podría olvidar nunca: tanto le había impresionado.

Una noche, en el patio de la hospedería, hallándose todos los estudiantes en un estado de embriaguez rayano en la inconsciencia, el hércules Tolkachov empezó a disputar con Vanka Kostiurin y le dió, inopinadamente, una bofetada.

—¿Por qué me pegas?—preguntó Kostiurin.

—¡Porque quiero y puedo!—contestó Tolkachov, dándole otro bofetón, tan fuerte, que le hizo tambalearse y le bañó la boca en sangre.

Todos se indignaron y prorrumpieron en gritos de protesta, pero ninguno se atrevió a intervenir, salvo Chistiakov, que, lanzando un alarido histérico, se precipitó contra el hércules y le asestó uno de esos puñetazos torpes, femeninos, más dolorosos para quien los da que para quien los recibe. ¡Nunca lo hubiera hecho! Una especie de maza cayó pesadamente sobre su cabeza y le derribó casi privado de sentido. Cuando se levantó, los demás estudiantes rodeaban furiosos a Tolkachov, si bien ninguno osaba tocarle el pelo de la ropa. El hércules, no obstante la prudencia manual de sus adversarios, estaba un poco amedrentado y trataba de sincerarse, echándole la culpa de todo a Kostiurin. El cual, escupiendo sobre la nieve saliva ensangrentada, decía:

—¡Esto es intolerable!

En diez minutos se les reconcilió. Se dieron la mano, y cambiaron un beso. Chistiakov, al verlos besarse, exclamó, llorando de vergüenza, de dolor y de cólera:

—¡Le pegan y besa al que le ha pegado! ¡Qué cobarde!

—¡Cállate—le gritó Tolchakov—, si no quieres que te tire a la calle por encima del tejado!

—¡Extranjero!—profirió Kostiurin, despectivo.

Y, gritando y cantando, se fueron todos a la calle. Chistiakov subió a su cuarto, se acostó y lloró largo rato en la obscuridad. La violencia, la injusticia, pesaban sobre su corazón como una nube negra, y los países lejanos, donde la vida era suave y decente, se le antojaron un paraíso inaccesible.

«¡Si al menos pudiera morir allí...!», pensaba.

Al día siguiente, Kostiurin tuvo remordimientos de conciencia y le hizo una visita. No había estado nunca en su cuarto.

—¡Qué cuarto más mono!— dijo—. ¡Parece la celda de una monja!

Y de pronto se echó a llorar. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, resbalaban por las largas guías de su bigote y caían sobre el rojo y sucio tapete de la mesa.

Algunos días después, Tolkachov hacía de nuevo alardes de musculatura ante sus compañeros; pero Chistiakov no podía ver su cuello de toro y sus enormes puños sin horrorizarse: se sentía en su presencia débil e indefenso como un pollo en presencia de un buitre. La fuerza bruta se alzaba ante él como una amenaza terrible.

No le daba ya la mano al hércules. Tolkachov se reía, desdeñoso, de él y le decía:

—¿Cuándo te largas, por fin, al extranjero? ¡Si tardas mucho, el mejor día te rompo los riñones!

Chistiakov le oía lleno de terror y no le contestaba. «Es tan bestia—pensaba—que le habla a una persona que no le da la mano.»

Tolchakov añadía:

—No te asustes; es una broma. Yo no sería capaz de pegarle a un alfeñique como tú.

Todos exhalaban un suspiro de alivio. Temían que Tolkachov hiciera alguna barbaridad.

—¿Por qué no te reconcilias con él?—le preguntaban a veces a Chistiakov.

Y en tono no muy entusiástico aseguraban que, en medio de todo, era un buen muchacho. Ni aun en su ausencia se atrevían a exponer su verdadera opinión sobre él.

El único que aprobó sin reservas la conducta de Chistiakov fué Karuyev. Y dejó casi en absoluto de ir al número 64.

Chistiakov tenía ya ahorrados 290 rublos y esperaba tener para abril los 400 que necesitaba. La suma de que disponía en la actualidad hubiera sido algo más crecida de no haberse negado a pagarle la mensualidad de noviembre el padre de uno de sus alumnos. Además, le había dado 15 rublos a Rayko, que vivía casi exclusivamente con lo que le daban sus compañeros, sobre todo Vanka Kostiurin, el cual le pagaba la habitación.

Desde que sus ahorros se elevaban a la cantidad antedicha, Chistiakov estaba más tranquilo y más seguro de sí. Se pasaba noches enteras soñando con su próxima vida en el extranjero. Dedicaba ya algunos ratos a los preparativos del viaje. Cuando estaba inclinado sobre la maleta abierta inundaba su corazón una tristeza pura como el agua de una fuente, una añoranza vaga de algo lejano, desconocido, pero muy amado; parecíale que se le olvidaba llevarse no sabía qué muy importante...

Era a la sazón más cariñoso con sus compañeros y los tenía lástima. Los compadecía porque se quedaban junto a aquel terrible Tolkachov, porque bebían mucho, porque su vida sería insípida y triste, porque, si alguna vez soñaban, sus sueños no habían de realizarse nunca.

Compadecía sobre todo al noble y decidido Karuyev, desde hacía algún tiempo sombrío, taciturno.

—¡Vámonos juntos!—le decía.

—¿Adónde?

—¡Al extranjero!

—No, yo no me voy. Usted sí debe irse, puesto que no tiene nada que hacer aquí, y su salud, sus nervios, ganarán no poco con ello.

—Sí; quiero pasar el verano en Suiza...

—¡Excelente idea! ¡Celebraré mucho que le pruebe aquel clima!

Y Karuyev saludaba con una cortesía glacial y se iba.

A mediados de marzo, Panov, el compañero de cuarto de Kostiurin, celebró su cumpleaños e invitó a Chistiakov.

La nieve estaba ya casi fundida y los trineos habían sido reemplazados por los coches de ruedas. Cuando Chistiakov salió de su última clase aspiró con delicia el aire, ya oliente a primavera. «¡Pronto me iré!», se dijo, y su corazón se estremeció de gozo. Luego sintió esa melancólica tristeza de los que se disponen a partir para siempre; pero no tardó en ahogarla una ola de alegría triunfal.

Por la negrura del cielo nocturno cruzaban, como gigantescas aves blancas, enormes nubes misteriosas, cuya aérea carreta silente parecía invitarle a volar. «¡Pronto me iré!—pensaba, mirándolas—. ¡Pronto me iré!»

Cuando llegó al número 64, la habitación estaba ya llena de gente y se había ya bebido mucho te y mucho vodka. Iban a empezar las canciones.

Chistiakov se sentó en un rincón, sobre un montón de gabanes, y miró con una tristeza afectuosa a los reunidos: no tardaría más de un mes en partir para siempre. Primero se cantaron a coro canciones estudiantiles. Después cantó un terceto, formado por la señorita Mijailova, que tenia una hermosa voz de soprano; Panov, cuya voz de bajo era sonora y bien timbrada, y un estudiante rubio, tenor excelente. En medio de un hondo silencio, el bajo comenzó, lento y grave:

Paz y reposo a todos los cansados...

Impregnaba la noble majestad de las notas una calma solemne, toda melancolía y amor. Alguien inmenso y sombrío como la noche, alguien omnividente y, como tal, de una tristeza y de una piedad infinitas, envolvía la tierra en su manto, y su voz poderosa resonaba en todo el planeta. «¡Dios mío, esa canción me alude!», pensó Chistiakov, escuchando con avidez.

Paz y reposo a todos los cansados...

repitió el tenor, cual si la tierra contestara con una ardiente súplica a las misericordiosas palabras.

A los que sin holgar pasan el día...

añadió, lento y grave, el bajo.

Y sucedió de pronto, a las tinieblas de su voz, una sarta de perlas, bellas y puras como lágrimas caídas del cielo:

Y penan desde el orto hasta el ocaso.

«¡Sí, es ella, es ella la que canta!—pensó Chistiakov, mirando el pálido rostro de la soprano—. ¡Y me alude! ¡Si, sí, me alude!»

Como se funden tres colores, se unieron las tres voces en una armonía majestuosa y triste:

Paz y reposo a todos los cansados,
a los que sin holgar pasan el día
y penan desde el orto hasta el ocaso.

Luego se cantaron otras canciones tristes; pero Chistiakov no las escuchaba: se tenía una lástima infinita a sí mismo, que penaba «desde el orto hasta el ocaso», y también se la tenía a alguien, grande, desconocido, que necesitaba, como él, paz, reposo y amor.

Le sacó de su abstracción una alegre y ruidosa algazara alrededor de Rayko. Los estudiantes estaban haciéndole rabiar. El servio, contra su costumbre, callaba. Sus ojillos, agudos como el aguijón de una avispa, lanzaban en torno rápidas miradas.

—Di, Rayko—le preguntó Vanka Kostiurin—: ¿los servios tienen todos la nariz ganchuda como tú?

—Hace pocos días—dijo Rayko lentamente—un servio, llamado Boyovich, fué asesinado por los turcos, en la frontera.

Todos se imaginaron al pobre Boyovich un hombre de nariz ganchuda, como la de Rayko, con una ancha herida en el cuello. Y para ahuyentar de su mente imagen tan poco risueña, Kostiurin repuso, en tona ligero:

—¡Eso no tiene importancia! Aun quedan muchos servios.

Rayko se encrespó, palideció, y su barbilla hendida y peluda empezó a temblar.

—¡Eres un farsante!—gritó con voz ruda y metálica—. ¿Por qué bailas el baile ruso, si no tienes patria?... ¡No, no tienes patria!... ¡Eres un cerdo!

Chistiakov, como si el reproche se le hubiera dirigido a él, contestó:

—Tú sí la tienes, ¿eh? Amas mucho a Servia, ¿verdad?

—¡Sí, con toda mi alma!

Y el servio, cogiendo un cuchillo, lo levantó sobre su cabeza y vociferó:

—¡Voy a mataros a todos!... ¡No puedo más, no puedo más!

El cuchillo, lanzado violentamente contra la pared, rebotó en ella y cayó al suelo con estrépito. Rayko bajó la cabeza y salió de la estancia.

Media hora después Chistiakov fué a verle. Le daba lástima aquél pobre servio que amaba tanto a su exigua patria. Conforme avanzaba por el largo corredor semiobscuro, a cuyos dos lados se alineaban multitud de puertas numeradas, todas iguales, llegaba más claro a sus oídos el sonido de una voz humana que parecía pedir socorro.

En una de las puertas leyó este letrero, escrito con tiza: «Rayko Wukich». En aquel cuarto era donde sonaba el extraño clamor.

Chistiakov llamó y, como no le abriesen, empujó la puerta y entró. En la habitación no había luz, y sobre el fondo claro de la ventana se destacaba el cuerpecillo de Rayko, acodado en el antepecho. El menudo servio estaba cantando.

—¡Rayko!— murmuró Chistiakov.

Pero Rayko no le oyó. No había oído el ruido de la puerta ni el de los pasos de su compañero. Miraba al alto muro de ladrillos, ennegrecido, que se alzaba frente a la ventana, y cantaba. Hablaba en su canto de la patria lejana, de sus dolores, de las lágrimas de las madres y de las esposas que habían perdido a sus hijos y a sus maridos, y le pedía a la patria lejana una fosa en su suelo e imploraba de ella la dicha de besar, antes de morir, la tierra que le había visto nacer; hablaba en su canto, con odio mortal, de los enemigos, y, con amor y lástima, de los compatriotas vencidos; hablaba en su canto del servio Boyovich, vilmente asesinado, y de sí mismo, de su propio dolor, de aquel dolor inmenso que pesaba sobre su corazón, lejos de su querida e infortunada patria.

Chistiakov no entendía las palabras; pero los sones de la canción, rudos, primitivos, salvajes, cual si brotasen de la propia garganta de la tierra, dolientes como los aullidos de un perro abandonado, llenos de tristeza y de odio, eran de una elocuencia tal, que, sin entender las palabras, se veía el sangrante corazón del cantor.

La voz de Rayko se apagó de pronto en una nota alta y vibrante de cólera. Hubo un largo silencio. Luego, Chistiakov, acercándose a Rayko, cuyos ojos secos, iracundos, brillaban como los de un lobo, le dijo:

—Hace mucho tiempo que no has ido a tu patria. ¡Ve! Yo te daré dinero.

—Allí hay una casa...

—¿Una casa?

—Sí, una casa. ¿No sabes lo que es una casa?... Cuando pasan por delante las carretas, las ruedas chirrían, chirrían...

—¿Cuánto dinero necesitas?

—¡Déjame en paz! ¡Vete con los compañeros! Quiero estar solo... ¡No puedo más, no puedo más!

Chistiakov no se fué al número 64, sino a su cuarto. Se acodó, como Rayko, en el antepecho de la ventana y alzó los ojos al cielo, a aquel cielo negro que horas antes le había hablado tan alentadoramente a su alma. Las gigantescas aves blancas seguían surcándolo, silentes, misteriosas; mas su vuelo ya no le invitaba a él a volar. «¡Pronto emprenderé yo también el vuelo!» murmuró, tratando de reanimar sus sentimientos de ligereza y libertad; pero otro sentimiento, desconocido y fuerte, se agitaba en su corazón, como un pájaro enjaulado: era el deseo de entonar, cuál Rayko, una canción dedicada a su patria. Al darse cuenta de ello, al oír en el fondo de su alma las implorantes notas impregnadas de lágrimas, se sonrió feliz, se dirigió a la puerta y la cerró con llave, temeroso de que alguien entrase y le sorprendiese cantando, y se acercó de nuevo, andando—sin saber por qué—de puntillas, a la ventana.

«¡Bueno!», se dijo. Y empezó a cantar una informe canción sin letra, no tardando en enmudecer: tan tímidos e inexpresivos eran los sonidos que brotaban de su garganta. «Hace falta letra—pensó—; no hay canción sin letra.»

Y empezó a buscar palabras. Aunque se le ocurrieron muchas, ninguna la inspiraba, en realidad, el amor a la patria. Había leído en los libros innumerables frases bellas, sonoras; mas ninguna era digna de que un hijo triste, dolorido, se la dirigiese a la madre patria. Sólo había una que en aquel momento merecía ser pronunciada por sus labios. La sentía en su corazón, casi la veía; sabía que todas las otras eran viles y miserables como los mendigos del atrio de una iglesia y aquélla era ardiente como un ascua y luminosa como el Sol. Pero no la encontraba. Y se sentía vil y miserable como el último de los mendigos, de un alma tan pobre como la limosna de un avaro.

«¡Y sin embargo—se decía, lleno de horror—, yo soy un hombre honrado!»

En la esperanza de encontrar con más facilidad la ansiada expresión escribiendo, encendió; no sin descabezar unas cuantas cerillas, la vela; arrojó al suelo la gramática alemana, y se inclinó, pensativo, sobre una hoja de papel.

«¡Patria!», escribió su mano trémula.

Y se detuvo, indecisa.

«¡Patria!», volvió a escribir con pulso más firme.

Y añadió, resuelta:

«¡Perdóname!»

Chistiakov leyó las tres palabras, dejó caer la cabeza sobre el papel y se echó a llorar: le inspiraban una inmensa piedad su patria, él mismo, todos los cansados, todos los que penaban sin tregua. Y se horrorizó al pensar que hubiera podido partir para siempre y morir oyendo una lengua que no era la suya.

No, no se podía vivir sin patria; no se podía ser feliz cuando la patria era desgraciada. Este sentimiento ponía en su alma una inmensa alegría y, a la vez, un dolor enorme.

Su alma—rotas las cadenas que la ataban—se había unido a la de todo un pueblo. En su pecho enfermo palpitaban miles de corazones sangrantes e inflamados.

Y llorando a lágrima viva, gritó:

«¡Patria, soy tuyo!»

La canción de Rayko sonaba de nuevo, salvajemente libre, impregnada de ira y de lágrimas.