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Un incidente

De Wikisource, la biblioteca libre.
Malva
Malva y otros cuentos (1920)
de Máximo Gorki
traducción de Nicolás Tasín
Un incidente
Boles

Un incidente



Eramos tres compinches: Semka Kargusa, yo y Michka, un gigante barbudo, de grandes ojos azules, siempre sonrientes y siempre hinchados por la borrachera. Teníamos nuestra residencia en el campo, fuera de la ciudad, en una vieja casa medio derruída, que se llamaba, no sé por qué, "la fábrica de vidrio": acaso porque no había ni uno entero en las ventanas. Nos encargábamos de los trabajos más diversos, sin desdeñar ninguno: limpiábamos les conrs, cavábamos fosos, cuevas y pozos negros, demolíamos casas viejas y tapias, y hasta una vez intentamos construir un gallinero. Pero no pudimos construirlo: Semka, que era un hombre de una rigurosa honradez en lo tocante a sus deberes, experimentó dudas respecto a nuestros conocimientos de la arquitectura gallineril, y un día, cuando estábamos durmiendo la siesta, se llevó a la taberna los clavos que nos habían dado, dos planchas nuevas y un hacha. Como es natural, nos echaron, si bien no se nos reclamó nada en concepto de indemnización, porque nada teníamos.

Vivíamos en la miseria, y los tres nos hallábamos descontentos de nuestro destino, lo que era muy lógico en nuestra situación.

A veces, nuestro descontento tomaba una forma muy aguda, se convertía en hostilidad hacia todo lo que nos rodeaba, y nos empujaba a hazañas nada lícitas, previstas en el Código penal. Pero, por lo común, éramos unos hombres melancólicos y sombríos, que sóo nos preocupábamos de ganar algo, y que no poníamos gran interés en nada que no nos prometiese un provecho inmediato.

Nos habíamos encontrado los tres en un asilo nocturno, quince días antes de ocurrir lo que, por creerlo interesante, voy a referiros.

A los dos o tres días ya éramos amigos, es decir, íbamos siempre juntos, nos confiábamos mutuamente nuestros deseos y propósitos, partiamos entre los tres cuanto encontraba cada uno; habíamos, en fin, entablado una alianza tácita, defensiva y ofensiva, contra la vida, que nos trataba con manifiesta hostilidad.

Durante el día buscábamos, llenos de celo, la posibilidad de cavar, derribar, aserrar o transportar algo, y si teníamos la suerte de encontrarla, nos poníamos a trabajar con gran energía.

Sin embargo, a las dos horas de trabajo, la energía se nos acababa, por lo general, con motivo, quizá, de que nos creíamos destinados a funciones más elevadas que el hacer pozos negros o limpiarlos, lo que es todavía más desagradable, añadiré para ilustrar al que no conozca el oficio. Además, Semka concebía dudas en lo concerniente a la utilidad de nuestro trabajo.

—Se cava un pozo... con qué objeto? Para echar las aguas sucias? ¿Y por qué no verterlas, sencillamente, en el patio? Se pretende que olerán mal... ¡Tonterías! Las aguas sucias no exhalan mal olor. Si, por ejemplo, tiras a la calle un pepino salado, ¿qué olor puede exhalar, siendo tan pequeño? Al cabo de un día se pudrirá, ya eso se reducirá todo. Si se tratara de un hombre muerto... Dejándole al sol apestaría, efectivamente, el aire por su gran tamaño...

Semejantes razonamientos debilitaban en extremo nuestro ardor para el trabajo, lo cual era muy ventajoso para nosotros cuando trabajábamos a jornal; pero no lo era tanto cuando trabajábamos por contrata: pues sucedía a veces que cobrábamos y nos gastábamos el dinero antes de terminar el trabajo. Cuando ocurría esto, le pedíamos al propietario un suplemento, y en la mayoría de los casos nos echaba y nos amenazaba con recurrir a la justicia para obligarnos a acabar la faena que nos había ya pagado. Nosotros le contestábamos que teníamos hambre y no podíamos trabajar, y, más o menos animados, insistíamos en lo del suplemento, obteniéndolo no pocas veces.

Claro que nuestro modo de conducirnes no era muy leal; pero no se puede negar que era muy ventajoso. No es nuestra la culpa si la vida está arreglada de tal modo que la lealtad de una acción se encuentra siempre en oposición con sus ventajas.

Siempre era Semka el encargado de discutir con los patronos, y desempeñaba su misión con una habilidad verdaderamente artística, exponiendo sus argumentos en el tono de un hombre agotado por el trabajo y aplastado bajo su peso.

Michka le miraba silencioso, guiñando los grandes ojos azules y sonriendo con su benévola sonrisa, como si quisiera decir algo y no se decidiese. Generalmente hablaba muy poco, y sólo en estado de embriaguez era capaz de pronunciar un discurso o cosa parecida.

—¡Hermanitos míos!—exclamaba entonces sonriendo, con los labios trémulos.

Tras este principio tosía y se llevaba la mano a la gargantu.

—Bueno, sigue! — animábale con impaciencia Semka.

— Hermanitos míos! Vivimos como perros.

Peor aún que los perros. Y por qué? No lo sé.

Hay que creer que tal es la voluntad de Dios:

todo ocurre conforme a su voluntad. ¿No es eso, hermanos míos? Sin duda, habremos merecido vivir como perros, porque somos malos. No es eso? Así pues, os digo: merecemos nuestra suerte. Es verdad, o no? Vivimos como merecemos, y, por consiguiente, tenemos que someternos a nuestra suerte. ¿No es eso, hermanitos míos?

—¡Imbécil!—respondía, lacónico, con tono indiferente, Semka, a las preguntas angustiosas de su compañero.

El otro, con aire contrito, sonreía tímidamente y se callaba, guiñando los ojos hinchados por la borrachera.

Un día tuvimos suerte.

Esperando que alguien necesitase de nuestras manos, íbamos y veníamos por el mercado, y tropezamos con una viejecita seca, de rostro arrugado y severo. Su cabeza temblaba, y sobre su nariz de buho saltaban unos grandes lentes con armadura de plata. Se los sujetaba a cada instante, y brillaban tras ellos sus ojuelos de mirar duro.

—Estáis libres? Buscáis trabajo—nos preguntó al ver que los tres la mirábamos con ansiedad.

—¡Bueno!—dijo cuando hubo oído de boca de Semka una respuesta afirmativa y respetuosa—.

Necesito derribar una barraca de baño y limpiar un pozo. ¿Cuánto queréis por eso?

—Ante todo, hay que ver, señora, si la barraca es muy grande—dijo Semka, cortés y razonablemente. Y el pozo también hay que verlo...

Hay pozos y pozos... Los hay muy hondos.

Se nos invitó a verlo todo. Una hora después, armados de hachas y palancas, empezamos a atacar rudamente las vigas de la barraca, comprometidos a derribarla y a limpiar el pozo por una suma de cinco rublos.

La barraca estaba en una esquina de un viejo jardín descuidado. A alguna distancia, entre dos cerezos, había un quiosco. Desde lo alto de la barraca vimos allí a la buena vieja, sentada en un banco y leyendo atenta un libro muy voluminoso, abierto sobre sus rodillas. De cuando en cuando dirigía hacia nosotros una mirada observadora y penetrante; el libro entonces se movía, y veíamos sus macizos broches, sin duda de plata, brillar al sol.

El trabajo de demolición es el que se hace con más gusto.

Trabajábamos con una energia ejemplar, envueltos en una nube de polvo seco y picante, estornudando a cada momento, tosiendo, sonándonos y frotándonos los ojos. La barraca crujía y se venía abajo, vieja y medio podrida, como su ama.

—¡Vamos, hermanos míos! ¡Un esfuerzo más!

¡Todos a la vez! ¡Una, dos! nos mandaba Semka.

Y las vigas iban cayendo una tras otra.

—Qué libro será ése? ¡Es tan grueso!—dijo Michka pensativamente, apoyándose en su palanca y secándose el sudor.

Convertido como por encanto en mulato, se escupió las manos, levantó la palanca y la balanceó para hundirla en una grieta, y realizada felizmente tal operación, añadió, con el mismo tono pensativo:

—Para ser el Evangelio, es demasiado grueso.

—Y a ti qué te importa?—preguntó Semka.

—Hombre... Me gusta oír cuando leen... sobre todo los libros santos... En nuestra aldea había un soldado, llamado Africano... ¡Dios mío, qué admirablemente leía los salmos! Como si tocara el tambor... Era hábil, no puede negarse!

—Bueno, ¿y qué? preguntó de nuevo Semka, liando un cigarrillo.

—Nada... da gusto... Aunque no se entienda nada, sin embargo... hay algo... En la calle no oirás palabras parecidas... Yo no entiendo nada; pero me doy cuenta de que esas palabras se dirigen al alma.

—Yo tampoco te entiendo; pero me doy cuenta de que eres un zoquete—bromeó Semka.

—¡No haces más que irjuriar a la gente!—suspiró Michka.

—Con los imbéciles no se puede hablar de otro modo, pues no comprenden nada... ¡Vamos! ¡Ataquemos esta viga podrida! ¡Una, dos! El baño se derrumbaba, se iba rodeando de escombros y envolviéndose en nubes de polvo, que tornaban grises las hojas de los árboles próximos. El sol de julio quemaba sin piedad nuestros hombros y nuestras espaldas.

—El libro es de plata—volvió a empezar Nichka.

Semka levantó la cabeza y miró atentamente en dirección al quiosco.

—¡Parece que sí!—asintió lacónico.

—Entonces debe de ser el Evangelio.

—Supongamos que es el Evangelio; qué tenemos con eso?

Nada.

—De eso tengo llenos los bolsillos. Si tanto te gustan les Sagradas Escrituras, debías acercarte a esa señora y decirle: "Tenga usted la bondad, abuela, de leerme un poco... Nosotros no lo oímos nunca, porque nuestra porquería y nuestro aspecto indecoroso no nos permiten frecuentar la iglesia... Y, sin embargo, tenemos alma , como los demás, y la tenemos en su sitio..." ¿A qué no vas?

—En serio, voy a ir...

—¡Anda, ve!

Michka tiró la palanca, se arregló la camisa, se extendió con la manga el polvo por la cara y saltó al suelo.

—¡Te va a echar, demonio!—gruñó Semka con una sonrisa escéptica, pero siguiendo, lleno de curiosidad, con la mirada, a su compañero, que se dinigía por entre las bardanas al quiosco.

Alto, pesado, encorvada la espalda, los brazos desnudos y sucios, balanceando su corpachón y enganchándose en las zarzas, Michka avanzaba con una sonrisa confusa y dulce.

La vieja levantó los ojos al verlo acercarse, y le miró tranquilamente de alto a bajo.

Los rayos del Sol se reflejaban en los cristales y en la montura de plata de sus lentes.

No echó a Michka, a pesar de las predicciones de Semka. El ruido del follaje nos impidió oír la conversación de la propietaria con nuestro compañero; pero vimos a éste sentarse pesadamente en tierra, a los pies de la vieja, de manera que su nariz casi tocaba al libro abierto. La expresión de su rostro era grave y serena.

Se sopló la barba para desempolvánsela, hizo otros preparativos y se quedó al fin en una postura sumisa el cuello tendido hacia delante, los ojos fijos en las manecitas sarmentosas de l'a vieja, que volvían metódicamente las hojas.

—¡Calla!—dijo Semka—. ¡Mira el diablo peludo! Va a descansar un rato... ¡Vayamos nosotros también!¿Por qué no? No me hace maldita la gracia trabajar por él mientras se divierte.

¡Vamos!

Momentos después yo y Semka estábamos cada uno sentado a un lado de nuestro compañero. La vieja no dijo nada al vernos llegar; se limitó a dirigirnos una mirada seca y atenta, y siguió hojeando el grueso libro en busca de no sabíamos qué.

Estábamos sentadas en una deliciosa plazoleta de follaje fresco y aromático. Encima de nuestras cabezas se extendía la suavidad acariciante del cielo sin nubes; de cuando en cuando soplaba una ligera brisa, y la fronda empezaba a murmurar, produciendo asos dulces ruidos que enternecen el alma y despiertan en ella una placidez evocadora de algo vago é íntimo a la par, que limpia al hombre de toda impureza o le hace, al menos, olvidarla durante un rato, permitiéndole respirar leve y rítmicamente.

"Pablo, el esclavo de Jesucristo..."—leyó la 'vieja.

Su voz era trémula y cascada, pero llena de pía y severa gravedad. En cuanto comenzó a sonar, Michka se persignó devotamente; Semka empezó a agitarse en el suelo, tratando de tomar una postura cómoda. La vieja le miró, sin interrumpir la lectura.

"Ardo en deseos de veros para haceros un don espiritual, que fortalecerá vuestra fe, y de poner en contacto mi alma, ávida de fe, con la vuestra." Semka, como buen pagano, bostezó; su camarada le dirigió, con sus ojos azules, una mirada de reproche, y bajó la cabeza peludísima cubierta de polvo.

La vieja, sin dejar de leer, miró severamente a Semka, que pareció turbarse; hizo un ligero ruido con la nariz, miró de reojo a la anciana y sin duda para borrar la impresión producida por el bostezo—suspiró profunda y píamente.

Durante algunos minutos, todo fué bien. La lectura, monótona, producía un efecto calmante.

"Porque la ira de Dios se manifiesta en todas las desgracias humanas." — Qué quieres?—gritó de pronto la vieja, dirigiéndose a Semka.

—¡Yo... nada! ¡Tenga usted la bondad de seguir, la escucho! —respondió Semka humildemente.

—¿Por qué tocas con tu manaza los broches ?preguntó enfadada.

Me interesan, por ser un trabajo muy fino...

Entiendo algo de eso, porque conozco un poco el oficio de cerrajero... por eso los he tocado...

—Bueno, escucha: ¿Quieres decirme qué he leído ?

—Con mucho gusto... Lo he entendido muy bien.

—Entonces, habla.

—Es un sermón que... que se refiere a la fe y la impiedad... Es muy sencillo y muy justo..llega al fondo de los corazones.

La vieja meneó tristemente la cabeza y nos miró a los tres con enojo:

—Sois unos desgraciados... sin sentimientos, igual que piedras. Id a trabajar.

Y salió del bosquecillo.

— Se ha enfadado la vieja!—dijo sonriendo, confuso, Michka.

Semka se rascó la cabeza, bostezó, y, siguiendo con la mirada al ama, que se alejaka por la estrecha senda sin volver la cabeza, dijo pensativo:

—¡Esos broches son de plata!

Y se sonrió satisfecho, como presintiendo algr muy bueno.

Después de pasar la noche junto a los escombros del baño, que habíamos ya derribado por completo, y de emplear la mañana en la limpieza del pozo, estábamos, hacia el mediodía, mojados y cubiertos de polvo, sentados en la escalinata de la casa, esperando que nos pagasen.

Charlábamos entre nosotros, pensando en buen almuerzo y una buena comida en un porvenir próximo; en cuanto al lejano, ninguno teníamos ganas de pensar en él.

—¡Pero no acaba de venir ese vejestorio?—se impacientaba Semka, hablando en voz baja, para que no le oyese el ama.

¡Haces mal en hablar así de ella!—protestó Michka, meneando la cabeza—. Es una buena anciana, suave y piadosa, y tú la injurias. ¡Dios mío, qué carácter tienes!

—Eres tonto!—sonrió Semka. ¡Tonto como un espantapájaros!

La agradable conversación entre los dos amigos fué interrumpida por la aparición del ama, que se acercó a nosotros, y tendiéndonos el dinero, dijo con desprecio:

—¡Ahí tenéis los cuartos, y largaos! Pensaba proponeros que aserraseis las vigas del baño e hicieseis con ellas leña para el fuego; pero no os lo merecéis.

No habiendo sido considerados dignos de aserrar las vigas—honor de que en aquel momento no teníamos necesidad—, tomamos el dinero y, sin decir palabra, nos fuimos.

—¡Vieja carroña!—juró Semka en cuanto traspusimos la verja—. "¡No os lo merecéis!" Vieja rana, ¿estás contenta ahora?

Se hundió la mano en el bolsillo, sacó de él dos brillantes objetos metálicos, y con gesto de triunfo nos los enseñó.

Michka se detuvo, alargando el cuello para ver mejor.

—¿Has arrancado los broches del libro?—preguntó asambrado.

¡Ya lo ves!... Son de plata. Lo menos nos darán por ellos un rublo.

—¡Sí que tienes tupé! ¿Cómo has tenido tiempo de hacer eso...? Escóndelos.

—Claro que voy a esconderlos.

Seguimos nuestro camino en silencio.

—¡Qué habilidad!—se decía, pensativo, Michka. Un verdadero golpe de audacia... Es un buen libro... La vieja, probablemente, tendrá ur disgusto.

—No, hombre—se burlaba Semka—. Se alegrará mucho. Nos llamará y nos dará una buena propina.

—¿ Cuánto quieres por los broches?

—Su último precio son noventa copecks. ¡Ni un copeck menos!... A mí me cuestan más caros. Ya ves, me he roto la uña...

—¡Véndemelos! rogó tímidamente Michka.

—A ti?¿Quieres quizás hacerte unos botones para tu camisa de gala? Bueno; cómpralos.

Te podrás hacer unos botones muy bonitos, lo único que te falta para estar guapo.

—¡De veras, véndemelos!

Y había en la voz de Michka, al insistir, una inflexión de húmilde súplica.

—Con mucho gusto. ¿Cuánto me darás?

—¿Cuánto me corresponde de los cinco rublos?

Un rublo y veinte copecks.

—Y cuánto quieres por los broches?

—Un rublo.

—Me harás una rebajita... Me pondrás un precio de amigo, ¿no?

¡Qué imbécil eres! ¿Para qué quieres los broches?

—Eso es cosa mía... ¿ Cuánto?

Al fin se hizo la venta. Michka adquirió los broches por la suma de noventa copecks.

Se detuvo y empezó a darles vueltas entre sus menos; la peluda cabeza baja, las cejas fruncidas, examinaba atentamente los dos pedacitos de plata.

—Cuélgatelos en las narices!—le recomendó Somka.

—Para qué?—replicó seriamente Michka—.

No se trata de eso. Se los llevaré a la vieja.

"Ahí tiene usted eso—le diré. Lo hemos arrancado por equivocación. Colocad de nuevo estas cositas en su sitio... en el libro..." Pero las has arrancado con carne... Eso no será fácil de arreglar.

¡Diablo! Quieres en serio llevárselas a la vieja?—exclamó Semka, boquiabierto de asombro.

—Claro que sí... Porque ya ves... un libro así..debe estar intacto y no es conveniente estropearlo... Luego, la vieja... se ofenderá... Quizá se mueta pronto, comprendéis?... Esperadme un momento, hermanos... Vuelvo a su Y antes de que pudiéramos detenerle dobló la esquina de la calle.

¡Vaya un idiota! ¡Qué sinvergüenza!—se indignaba Semka, al darse cuenta de la significación de aquel acto y de sus consecuencias posibles.

Y jurando de un modo horrible a cada dos palebras, me dijo:

—¡Vámonos en seguida! Va a hacernos prender... Estoy seguro de que le han atado ya codo con codo y de que el vejectorio ha avisado a la policía. ¡Vaya un puerco! Por una tontería puede hacernos ir a la cárcel. ¡Canalla! ¡Badulaque! Es decente hacer eso con unos compañeros? ¡Qué gente más despreciable, Dios mío!...

¡Vámonos!¿Qué haces ahí como un papamoscas?

¿Quieres esperarle? ¡Bueno; al diablo! ¡Espérale, si quieres! ¡Que el diablo os lleve a los dos, sınvergüenzas!... No vienes conmigo?... Entonces...

Me lanzó a la cara un insulto terrible, increíblemente injurioso; me dió un empujón y se alejó con rapidez.

Quise saber lo que había pasado entre Michka y nuestra vieja patrona, y me dirigí lentamente a casa de ésta. No creía arrostrar peligro ni disgusto alguno. Y no me engañaba.

Acercándome a la casa, y atisbando por una grieta de la tapia, vi y oí lo siguiente: La vieja estaba sentada en la escalinata; tenía entre las manos los broches "arrancados con carne" de la Biblia, y al través de sus lentes miraba con ojos severos y escrutadores a Michka, que se hallaba de pie ante ella, de manera que yo sólo veía la espalda.

A pesar del brillo severo y seco de sus ojuelos, se veía en las comisuras de los labios de la vieja una expresión dulce: era evidente que se esforzaba en ocultar una sonrisa suave, una sonrisa de perdón.

A espaldas de la vieja, contemplaban Michke tres rostros: dos, femeninos—uno de ellos rojo, tocado con una pañoleta de colorines, y otro con los cabellos en desorden y un ojo vacío, y el tercero, de hombre, con una perilla puntiaguda, unas patillas blancas y un mechón de pelo sobre la frente. El rostro masculino guiñaba sin cesar los ojos, como si quisiera decirle a Michka:

— Márchate! ¡Pronto!

Michka balbuceaba, esforzándose en justificarse:

—Es un libro raro... Dice que somos bestias..perros... Al oírle a usted leer, yo me decía:

"¡Dios mío, qué verdad es eso!" Hay que confesar que somos unos canallas, unos perdidos... unos granujas... Y luego me decía que el ama, usted, es decir, una anciana que quizá no tuviera sino ese libro para su consuelo... Además, los broches, ¿qué pueden valer? Una bagatela... mientras que formando parte del libro, ya es otra cosa... Bueno; me he dicho que era mejor traérselos a la buena anciana... Además, hemos ganado aquí algo, gracias a Dios, y tenemos dinero para comer... Comprende usted? Ahora, si usted no manda nada...

¡Espera un poco!—le retuvo la vieja—. ¿Entendiste lo que leí ayer?

—¿Yo? No, yo no soy capaz de entender esas cosas... Nosotros no tenemos oídos para las palabras de Dios... No las entendemos. Bueno, me voy.

—Espera un poco.

Michka lanzó un suspiro de fastidio, que se oyó en todo el jardín, y empezó a bailotear como un oso. Se veía que la explicación comenzaba a aburrirle.

—¿Quieres que te lea un poco más?

—Señora... mis compañeros me esperan.

—No te preocupes de ellos... Tú eres un buen muchacho... Déjalos.

—Bueno—asintió en voz baja Michka.

—¿Los dejarás, verdad?

—Los dejaré.

—¡Muy bien! Eres prudente... Eres como un niño, aunque la barba te llega a la cintura. Eres casado?

—Soy viudo... mi mujer murió.

—¡Por qué bebes? Eres borracho, ¿verdad?

—Sí, soy un borracho... me gusta beber.

—¿Por qué?

—¿Por qué bebo? Por tontería. Yo soy tonto.

Claro que si fuera inteligente, no lo haría—dijo con voz de enojo Michka.

—Tienes razón. Procura ser inteligente... corrígete... Frecuenta la iglesia, escucha la palabra de Dios... Toda la sabiduría humana está en eso.

—¡Claro!—dijo Michka, casi gimiendo.

—Voy, con todo, a leerte un poco más...

¿quieres?

—Como usted quiera.

La vieja cogió la Biblia, que estaba al alcance de su mano, la hojeó y resonó en todo el jardín su voz ronca:

"Y no tienes perdón, tú que juzgas a los demás, pues con la misma sentencia con que los condenas a ellos te condenas a ti mismo; porque, juzgando a los demás, obras de igual modo." Michka sacudió la cabeza y se rascó el hombro izquierdo.

"Es posible, hombre, que esperes evitar el juicio de Dios?" —¡Ama!—suplicó con voz lloriqueante Michka. ¡Déjeme usted irme, por Dios! Vendré otro día a escuchar la lectura... Ahora, tengo hambre... Desde ayer no hemos comido nada.

El ama cerró con cólera el libro.

—Vete!—dijo furiosa.

—¡Gracias, ama!

Y Michka se dirigió, casi corriendo, a la puerta del jardín.

—¡Almas perdidas!... ¡Corazones de fieras!—le gritó, fuera de sí, la vieja.

Media hora después estábamos sentados en una taberna, regalándonos con te y pan blanco.

—Parecía que me horadaba con una barrenadecía Michka con una sonrisa cariñosa en sus ojos cándidos de niño—. Yo, en pie ante ella, pensaba: "¿A qué diablos he venido aquí? ¿Por qué me atormenta la vieja?" Debió tomar los broches y dejarme ir; ¡pero, no; se puso a charlar!¡Qué gente! Se quiere ser amable con ella y, en vez de comprenderlo, empieza a darle a uno la lata... Yo le digo sencillamente: "Ahí tiene usted, ama, sus broches, para que no se queje de mí"; pero no se contenta con eso, y se empeña en que le refiera el motivo de la restitución...

¡Dios mío, qué lata me ha dado! ¡Hasta sentía calor oyéndola, palabra!

Seguía sonriendo con su sonrisa llena de bondad y dulzura.

Semka, sombrío, hosco, le dijo gravemente:

—Te aconsejo que te mueras lo antes posible, querido imbécil; de lo contrario, te comerán las moscas.

¡Qué lengua tienes! Bebamos una copita..por la terminación del asunto...

Y celebramos, en efecto, con una copa, el feliz remate de aquella curiosa aventura.