Una cristiana: 05
Capítulo V
Saltaré todos los incidentes de fin de curso y exámenes, pues al lector que más se interese por mis futuros destinos le bastará saber que aquel año aprobé mis asignaturas: las tenía corrientes como una seda. El zamorano logró la misma suerte. No así Portal y Trinito, que en alguna fueron perdigones. El cubano lo tomó con la filosofía de su indolencia; Portal en cambio se arrancaba los pelos, echando la culpa a la ojeriza del profesor, a las recomendaciones e influencias manejadas por otros alumnos, y cuyo resultado práctico era jorobarle a él. «Me han partido el eje, me han triturado», repetía el infeliz, totalmente fuera de quicio, olvidado de aquella su benigna teoría de los acomodamientos, las transacciones, las conformidades y las esperas. Su calma en el terreno ideológico se volvía furiosa impaciencia en el de la acción. ¡Tan seguro estaba él de llevarse de calle aquel demontre de año!
Dejéle dado a Barrabás, y me dirigí a ver a mi tío con el fin de participarle la buena nueva. Llenaba mi pecho cierta satisfacción a la vez dulce y sañuda: parecíame que cada paso adelante era una victoria sobre el detestable protectorado, era romper un eslabón de la cadenita de oro que me sujetaba. Vivía mi tío en el Hotel de Embajadores pero el portero me contestó con tono de persona bien enterada: «A estas horas suele estar en la casa nueva... Lo que es aquí para bien poco. ¿No sabe el señorito? La casa que tiene alquilada... sólo que no duerme en ella todavía... ¿Las señas? Pues Claudio Coello, número...».
Bajé hasta la Puerta del Sol, salté al tranvía del barrio, y descendí casi a la puerta del nuevo domicilio. Subí al piso, un segundo que tenía primero y principal, y era en consecuencia un tercero pintiparado. No necesité tirar de la campanilla, pues la puerta estaba de par en par, y en el recibimiento un hombre, sentado a lo moro, cosía con inmenso agujón tiras de fina estera de cordalillo. A mi tío, que se paseaba en una Balita bastante espaciosa y muy desmantelada de muebles, le sorprendió gratamente mi presencia.
-¡Hola!... ¡farandulero! ¡Tú por aquí! Entra, pasa, que lo verás todo.
-Me han dicho en el hotel las señas... Vengo a participarle...
-Pero entra, con mil pares, quiero que des un vistazo... A ver, ¿qué te parece de la casas? ¿Eh? Tiene bastante comodidad para el precio. Como la calle no es muy céntrica... La sala está todavía por arreglar; no han traído el entredós, ni el espejo grande, ni las colgaduras. Con los tapiceros se pierde la paciencia. El gabinete y la alcoba ya están más adelantados. Pasa, pasa...
Pasé, y miré distraídamente el gabinete, que era archivulgar, con su chimenea de mármol blanco, sus butacas de borra de seda recercadas de felpa más oscura, su escritorio chiquito, y su tocador, muy teatral, vestido de imitación de encaje y engalanado con lazos del tono de las cortinas. La angosta luna que coronaba la chimenea, no tenía marco dorado, sino de la misma felpa que guarnecía butacas y sofá. El tío quiso que yo advirtiese tanta elegancia: como los tacaños todos, cuando se decidía a un gasto extraordinario, gustaba de que lo notase la gente. «Ya ves el espejito...», me decía. «Ahora se forran así... Caprichos de la moda. Y no creas que cuestan más barato, ¡quia!... tres veces más caro, hijo. Ese hueco que queda frente a la ventana es para el piano... La novia es una profesora». Del gabinete pasamos al sancta sanctorum, al nido, o sea la alcoba, que era de columnas, espaciosa, estucada, y en su centro el anchísimo tálamo, de madera, muy bajito y de tallado copete. «Faltan el sommier y el colchón», susurró mi tío con sonrisa de complacencia. «Figúrate que al tapicero se le había metido en la cabeza hacerlos de raso magnífico. Yo le dije que damasco de algodón era bastante. Si no tengo la precaución de poner la casa, a tu futura tía, que no conoce lo que es Madrid, la envuelven, la explotan, la saquean... Mira las mesas de noche: ¿creerás que me costaron veinticinco pesos las dos? Se ha desarrollado el lujo de una manera... Ven, ven a ver mi despacho...».
Por una puerta de escape salimos al pasillo, y registramos el despacho, amueblado ya del todo, con su mesa ministro y su gran biblioteca, al parecer avergonzada de no encerrar más que macizos libros de administración y media docena de noveluchas tontas y obscenas, todas desencuadernadas y llenas de mugre. Mi tío abrió las encristaladas puertas, y cogiendo a dos manos el derrotado grupo en que se mezclaban Paul de Kock, Amancio Peratoner y el chino Da-gar-li-kao, me lo presentó diciéndome con risita intencionada: «Te lo regalo, chico... No te perviertas, ¿eh? entretenerse un rato y nada más... Los casados no pueden conservar en casa este género de contrabando... Envía por ellos, ¿o te los quieres llevar ahora?». Contesté que no tenía tiempo de profundizar tan graves autores, ni a decir verdad me divertían.
Reconocido el despacho, hubo que visitar el comedor, ya muy armado de aparadores y lámpara, y hasta otras oficinas más humildes, como cocina y despensa. Detrás del comedor había un cuartito alegre, con ventana que se abría sobre el horizonte despejado de unos solares y desmontes. «Este nos sobrará; hasta podremos tener un huésped», indicó mi tío.
Enterados de la mansión nupcial, recalamos en el despacho, y mi tío sacó un puro y me ofreció otro, encareciendo el mérito de la regalía; mas como yo no fumo, se lo restituí para que pudiese, según dijo él trismo, «cumplir con otra persona». Al aspirar la primer chupada, acerté a comunicarle la buena noticia del año aprobado. Su fisonomía se iluminó, revelando júbilo sincero. Dos o tres veces le vi llevarse la mano al chaleco, por una especie de movimiento instintivo, mientras murmuraba con la voz atascada por la acción de sostener el puro entre los dientes: «Bien, hombre, bien... Conque otro añito, otro... Ya sólo faltan dos... Alsa, pilili... a ese paso pronto vas a echar puentes sobre el Lérez. Deja, que ya te empujaremos en las obras de la Diputación... Hay que saber tocar los registros. Tú entenderás de problemas de álgebra, y mucha ecuación por aquí y mucho logaritmo por allá; pero yo... yo conozco el teclado». Cuando me levantaba para irme, mi tío se determinó, introdujo la mano no en el chaleco, sino en el bolsillo interior del gabán, y sacó una carterita que abrió sin decir palabra, de la cual extrajo un billete todo bisunto. ¡Cuántas veces notara yo en mi tío este rápido combate entre la cicatería y el instinto inteligente que le dictaba cómo y cuándo era forzoso, reproductivo o extremadamente agradable gastar! Nunca le vi desprenderse de una peseta sin percibir el esfuerzo y la angustia interior del ánimo, despedida dolorosa y llena de nostalgia que daba a sus monises. Era evidente que la razón le imponía el gasto, pero siempre riñendo batallas con el temperamento. Para observadores superficiales, si mi tío no pasaba por espléndido, tampoco era ni mucho menos el tipo del avaro; para mí, que le estudiaba con la perspicacia cruel de la repulsión, la avaricia asomaba su pico de lechuza, pero recatándose, larvada y latente, en el estado a que reduce la civilización a muchas pasiones o monomanías que en otras épocas de mayor iniciativa individual alcanzaban su trágica plenitud. Mi tío era un avaro frustrado; la reflexión, el poder del medio ambiente y los apetitos de bienestar y goce que ha desarrollado la sociedad moderna contrarrestaban su inclinación, porque actualmente el avaro a la antigua se pondría en ridículo y no podría alternar con nadie. Pero bajo el hombre aprovechado de hoy, que sabe adquirir para gozar, yo veía al hebreo de la Edad Media, de ávidos y ganchudos dedos. Siempre que aflojaba alguna suma, las mejillas de mi tío palidecían un poco, su boca se hundía, y sus ojos vagaban por el suelo, como si quisiese ocultar la expresión de la mirada.
En fin, él me alargó el billete. «Para que vayas a mi boda. Ahora hay unos viajecitos baratos de ida y vuelta ¿te haces cargo? Sí, se toma por dos meses, o no sé por cuánto tiempo, y resulta arregladísimo. Por supuesto, que tú viajarás en segunda: en tercera se va muy mal. Ya puedes escribirle a tu madre el día que piensas salir. Cuanto más pronto mejor, porque respiras más aire de campo, y te ahorras posada. Tu madre está en la Ullosa. Desde allí a Pontevedra y al Teixo... un paso. Algunos días antes de la boda... que no sé si te lo dije: será el día del Carmen. En el Teixo hay habitación para todo el mundo; es una torre antigua, recompuesta y arreglada hace poco. No estorbarás. Anima a tu madre: temo que con sus cosas sea capaz de no ir».
Caía la tarde y el esterero daba por terminada su faena; así es que mi tío, embolsando el llavín, salió conmigo de la casa. Echamos calle abajo y nos metimos en el tranvía descendente. Llegados a la Puerta del Sol, en vez de dirigirnos al hotel, subimos a otro tranvía, el que conduce a la calle Ancha de San Bernardo. «Vente conmigo», me dijo el hebreo. «Ya que estás en vacaciones, ¡pch! no te perjudicará la distracción. ¡Vas a ver género fino!».
Aunque ya me sospechaba lo que podía ser el género fino, no dejé de sorprenderme cuando una realísima moza nos abrió la puerta de un tercero, en la extraviada calle del Rubio. La hermosa hembra vestía bata de percal granate con flores rosa; calzaba chinelas; llevaba ese peinado de exageradas peteneras, sujetas con goma, que las mujeres del pueblo bajo de Madrid han desechado hoy para usar un retorcidillo puntiagudo. Admiré sin desinterés alguno su negrísimo pelo, sus gallardas formas, sus mejillas, en que una fresca palidez luchaba con los polvos de arroz, ordinarios y dados aprisa; y sus ojos de terciopelo, atrevidos, pero dulces por las buenas pestañas, claváronse en los míos, y me dijeron algo a que inmediatamente respondí con el propio lenguaje mudo. Detrás de este bello ejemplar del tipo madrileño, asomó la cabeza de una mocita más joven, menos guapa, desmedradilla, burlona, tan repeinada y empolvada como su hermana mayor. Mi tío entró con fueros de conquistador y amo. «A ver... inmediatamente... aquí todo el mundo... hoy os traigo un pollo... cuidadito cómo me lo obsequiáis». Diciendo así guió por el pasillo de desencajados baldosines, a una salita estrecha, sin otro mobiliario más que un sofá y dos butacas resguardadas por camisones de percal, una consola de caoba, muy antigua, algunos cromos «de frailes», un veladorcito donde se destacaban varios frascos de gorra, platos desportillados, pinceles y tijeras; y por sillas, sofá, piso, consola y hasta creo que por el techo y las paredes, andaban esparcidos infinidad de retales de gro, raso y felpa, azules, amarillos, verdes, rosa, de todos los colores del arco iris, mezclados y revueltos con tiras de cartón, redondeles de lo mismo, recortes de papel dorado y plateado, esterillas y galones, cromos y estampas, florecitas y otros mil accesorios pertenecientes a la graciosa industria de cubrir y guarnecer cajas de dulces «para bodas y bautizos»: que este era el oficio oficial de aquellas barbianas.
Una mujer como de cincuenta años, ajada, sucia y de ojos muy tiernos, se ocupaba en decorar una especie de saquito de tafetán lila, pegándole en cada lado un ramo de azucenas y la cara de un ángel, que recortaba de una hoja de cromos, donde había por lo menos diez legiones celestiales. Saludó a mi tío con un «felices» bastante seco y continuó pegando ángeles y azucenas. Entonces mi tío, volviéndose hacia las muchachas que nos seguían, las agarró por la barbilla consecutivamente y me las presentó. «La señorita Belén... La señorita Cinta...». Después, acercándose al velador, exclamó en tono chancero: «Está tan ocupado esto... Qué barricada... A ver si lo desembarazáis un poco, chicas. Hay que festejar a mi sobrino». Entonces intervino la vieja, exclamando con acritud: «¡Eso, a perder la tarde! Cuando toquen a entregar la labor, le decimos al de la fábrica que hubo palique, ¿verdausté? Y de comer no hay aquí na, sino una pobreza de almejas con arroz». Los labios de mi tío sufrieron aquella contracción especial que precedía a un gasto; pero fue instantáneo el estremecimiento, y sacando del bolsillo del chaleco algo que abultaba más que un billete, pero que no debía valer tanto como el más chico, se lo puso en la mano a la mozuela, diciendo: «Cintita, tráete Jerez y pasteles... y también naranjas». El argumento fue convincente para la vieja. «Asnos, me largaré al otro cuarto con la música de pegar estos angelotes. Pa que desocupen el velador y estén ustés a gusto».
Vinieron los pasteles y el vinillo; aparecieron algunos vasos desportillados y verdosos, traídos de las profundidades del antro de la cocina, y se animó bastante la escena. Belén descolgó una guitarra, y se cantó no sé qué, con esa ronquera flamenca que recuerda el arrullo de la paloma, y con el salero de su meridional belleza, luciendo el pie tentador y curvo apoyado sobre las barras de la silla. Cinta trajo una pandereta, y se la puso a guisa de calañés, sacudiendo la cabeza, riendo a borbotones y divirtiéndose en arrojarnos cáscaras de naranja: después desenterró de un cajón un viejo mantoncillo de Manila, con sus flecos y su bordado charro, y empezó a hacer contorsiones declarando que quería matar la culebra. Hubo olés, empujones, carreras, butacas volcadas y recortes de seda volando por los aires; después nos obligaron a nosotros a rascar la guitarra y a Jalear, mientras bailaban las señoritas. Armose la juerga, y el Jerez corría que era una bendición de Dios. No habiendo sacacorchos, mi tío rompió la botella contra la arista del velador de mármol, y como el licor desapareciese rápidamente, mandó a Cinta subir otra botella. «Se me han acabado los cuartos», alegó la muchacha. Mi tío frunció algún tanto el entrecejo. «Si te di cuatro duros...». Intervino la señorita Belén: «Galleguito, no hay que ser roñoso... Aquí estamos necesitando horror de cosas, y en la tienda no les da la gana de fiarnos por nuestra cara bonita... Cállese usted, cuentacominos, cicatero». Entre regaños y bromas, aflojó el pagano otros dos duritos, y no nos faltó con qué remojar el gaznate. La cara de mi tío echaba chispas; por cada poro de la piel diríase que asomaba una gota de sangre; su lengua, si no trabada del todo, al menos se revolvía con dificultad; en cambio sus miradas relucían más que nunca, y una expresión de beatitud, el regocijo de la materia, se acentuaba en sus facciones. Yo también advertía los efectos del licor, que con no ser muy auténtico, se subía a las narices, y entre esta excitación y otras muy naturales en la mocedad y en presencia de dos hembras -la una arrogante y la otra picante y salada, pero ambas capaces de volver tarumba a un ermitaño, cuanto más a un estudiante-, encontrábame fuera de quicio.
Sin embargo, no sería justo decir que me achispé. El innoble embrutecimiento por la bebida es un estado a que me había propuesto no llegar nunca. Muchas veces viera a Botello completamente beodo, tropezando aquí y acullá, ya caído en tierra como un cesto, ya alborotado, frenético, loco; y nunca olvidaba el espectáculo de aquella hermosa criatura convertida en bestia, diciendo absurdos o llorando como un becerro. Luis Portal, el hombre del justo medio en el epicureísmo, solía decir: «En bromas, para sacar partido, hay que estar unas miajas alumbrado, pero borracho nunca: al contrario, debe conservarse la sangre fría, y divertirse a cuenta de los borrachines». Observé esta máxima, y pude mantenerme en el límite de la animación sin embriaguez; hice disparates comprendiendo que los hacía, y saboreando el hacerlos.
Y que la juerga iba siendo redonda. Mi tío se corrió a soltar otros tres pesos; Cinta bajó distintas veces, ya por vino, ya por una ensaladita de langostinos, ya por dulces, ya por fruta; a última hora, sangría nueva para que subiesen café y licores; en fin, acabó por reunirse una apetitosa comida-cena. La vieja debió de engullirse solita, allá en la cocina, la cazuela de arroz con almejas que pensaban cenar todas, pues este plato casero no salió a relucir.
De aquella gazapera diabólica no nos despedimos hasta la una bien dada. Por la gibosa y angustiada escalera nos alumbró la mamá, amparando con la mano un reverbero de petróleo, que sacaba flecha de apestosa luz: y cuando nos vimos en la calle, la primer bocanada de aire relativamente puro me sorprendió como el despertar de un sueño. Al bajar la calle Ancha, se relamía mi tío, rumiando la humorada. «¿Qué tal las chicas? ¿Eh? Son de lo que no se gasta por nuestra tierra. ¿Cuál te chista más a ti? ¡Ah, claro, Belén es de órdago! ¡Qué esto, y qué aquello, y qué lo otro tiene la indina! ¡Por supuesto, me figuro que tú eres ya un hombre formal, y... chitón! De estas pavas que uno corre por aquí no conviene que se hagan cargo por allá; son guasas inocentes, que a nadie perjudican. Hay que pasar el rato, chico; por lo mismo que va uno a entrar en otro estado muy diferente... Una cana al aire siempre gusta echarla. Y la Belén y la Cinta no son de las más exigentes, aunque si pueden, todo el día ha de estar uno chorreando pesetillas».
-¿Por qué no les dio usted desde luego un billete o dos? Mejor fuera eso que andar regateando el duro ahora y el duro después.
-¡Psstt! ¿Tú por lo visto eres algún príncipe raso? Pues con estas pájaras, si abre uno la mano... se soliviantan de modo que se hacen imposibles. Si acierto a enseñarles la cartera... Hasta me había pesado llevarla, porque, en estas bromas, nunca sabe uno...
Se detuvo de repente, completamente disipados los vapores del jerez, pálido y alarmadísimo, y echando con precipitación mano al gabán, exclamó:
-Pues... mi cartera... lo que es mi cartera no va aquí... ¡Puñales, navajas! no está, no está... ¡Aquellas tías ladronas me la habrán cogido! Tres billetes de a cien nada menos... ¡Centellas, chispas! Que no está, te digo... ¡Vamos a sacársela!
-Mire usted bien... -murmuré disimulando a duras penas el tedio y la repugnancia-. Mire usted... ¡No le han robado, qué disparate! Por aquí se me figura que abulta el sobretodo...
Respiró profundamente: la cartera había parecido. La palpó gozoso y se detuvo bajo la luz de un farol para asegurarse de que el contenido estaba intacto. Recobrado el buen humor, y registrando en los rincones de la cartera, añadió:
-Y para más iba con el dinero el retrato de mi novia. Buena se armaba si me lo pillan. La Belén es muy capaz de picarle los ojos con un alfiler de a ochavo.
Me alargó la fotografía. Era chica, de tarjeta, de esas que se dan a las personas muy queridas, y vi un rostro juvenil, un peinado sencillo, que descubría una frente ancha y convexa, y unos ojos vivos, con un rayo de pasión y voluntad que me sorprendió, pues yo me figuraba a la novia de mi tío apagada y dulce, sometida a todas las imposiciones por su pasividad. Lo que no la encontré fue tan fea como aseguraba mi madre. Tenía una de esas caras que, sin irradiación de belleza, atraen la mirada segunda vez.
Dejé a mi tío a la puerta del hotel y me recogí a horas ya no muy distantes de la del alba. Decir lo que me mareó Portal al día siguiente, sería el cuento de no acabar nunca. Me olfateaba la ropa y luego se relamía exclamando: «¡Ah trucha, perdis, apunte! ¡Odor di femina!». De repente soltó la carcajada: «¿Qué es esto?».
En la pierna izquierda de mi pantalón había pegadas dos cabecitas de angelote, una rosa, una vara de azucenas, y no sé qué atributos más. No hubo remedio sino cantar de plano y hacer una descripción fiel, circunstanciada y afrodisíaca de las artistas en cajas de dulce.