Una mañana de viento...

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​Este texto ha sido incluido en la colección Textos póstumos de Felisberto Hernández
Compilado de relatos, no agrupados en libros, revisados por la Fundación Felisberto Hernández en colaboración con Creative Commons Uruguay
Una mañana de viento...
​Una mañana de viento...​ de Felisberto Hernández

Una mañana de viento mis padres me llevaron a una farmacia. Yo tenía once años. El farmacéutico era amigo de la casa y mis padres le dijeron que yo estaba débil. Él me hizo sacar la lengua y después conversó mucho con ellos. Cuando nadie me vio fui a sacar la lengua entre dos espejos colocados uno frente al otro. Yo me repetía muchas veces con muchas lenguas; y los últimos yos del fondo subían hacia el techo –los espejos estaban inclinados hacia adelante como si se hicieran una cortesía– y al final se me veían nada más que los pies.

A la mañana siguiente había sol, mi padre ensilló la volanta muy temprano y salimos para el campo. Al rato me aburrí y después me quedé dormido. Al mediodía llegamos a un pueblito donde había un galpón de zinc que tenía pintado, con letras grandes, mi nombre y mi apellido; y debajo decía: “Minutas a toda hora”. Mi padre se reía y me dijo que yo y el dueño de aquel galpón éramos los únicos, en la república, que teníamos el mismo nombre y apellido. Dentro del galpón había mesas redondas, como en las playas y un señor en mangas de camisa le hizo señas al mozo para que nos sirviera. Mi padre encargó bifes con papas y huevos fritos. El mozo se lo dijo a una señora que estaba detrás del mostrador y en seguida ella metió la cabeza en un agujero y le dijo lo mismo a otra persona que estaba del otro lado del tabique. Éramos los únicos, en el galpón. Al rato se acercó el señor en mangas de camisa y mi padre le preguntó si era el dueño; entonces le dijo que yo me llamaba como él y los dos se rieron. Pero yo tenía angustia. El dueño conversaba moviendo unos bigotes negros muy retorcidos. El jopo también estaba retorcido y parecía otro bigote. Se escarbaba los dientes con una pajita de escoba y la uña del dedo meñique era muy larga. Yo había perdido la seguridad de mí mismo; yo podría ser aquel hombre o quién sabe quién. Cuando le escribiera a mi abuela, en vez de ponerle mi nombre, le mandaría un retrato; y cuando pensara en mí me miraría en un espejo. Entonces recordé todos los “yo” que había visto en los espejos del día anterior y los volví a ver con la lengua afuera.

Apenas comimos yo me subí a la volanta y no me di cuenta cuándo fue que vino mi padre y empezamos a andar de nuevo. Yo tenía mal humor. Pensaba que un día podía presentarse en casa –mientras yo estaba de vacaciones– otro que fuera igual a mí. Aunque él tuviera distinto nombre, podía callarse la boca y estar allí como si fuera yo. Ahora podría prevenir a mi padre; pero si le hablaba de eso con seguridad que se reiría. Bastante se habían divertido –hacía ya mucho tiempo– una vez que les había preguntado a él y a mamá, si cuando yo fuera grande ellos me conocerían. Ahora sentía modorra y miraba las ondulaciones verdes del campo. Aunque eran olas fijas muy grandes, algunos instantes yo había creído ver –mientras cerraba y abría los ojos con el movimiento de la volanta– que las olas se movían. Después vi nadar, a lo lejos, una iglesia y un montón de casas sucias y mi padre me dijo que aquél era el pueblo donde yo me quedaría hasta que él volviera a buscarme. Entonces yo le pregunté: “¿De qué color es la casa?”. Y él me contestó: “Creo que rosada”. Cuando llegamos me encontré con que la casa era distinta a como yo me la imaginaba. Estaba en una esquina y nosotros bajamos en la calle del costado. Entramos a un escritorio. Nos abrió una mamá joven con toda la cabeza blanca; y en seguida empezaron a llegar un montón de chiquilines. Después vinieron dos muchachos grandes y se los llevaron. La mujer de cabeza blanca me miró de costado y me dijo: “Me parece que tienes hambre”, pero no se rió ninguna vez. Pasamos a un comedor con una mesa larguísima y allí me sirvieron café con leche, pan casero y un pedazo de dulce de membrillo como una lengua cuadrada. Mi padre y la señora hablaban de todo. La señora me había dado el café con leche porque yo era hijo de mi padre: pero no pensaría en mi nombre. Bastante antipático le parecería si conocía al otro, el de los bigotes. De pronto vi aparecer en la puerta que quedaba frente a la otra punta de la mesa a una chiquilla gorda que venía caminando para atrás con una espiga en la mano; y en seguida llegó una gran vaca negra sin cuernos; apenas puso las dos patas de adelante entre el comedor, la señora se levantó y a mí se me cayó el café con leche; la señora y mi padre sacaron la vaca y mi café con leche empezó a correr por el piso como una víbora y se fue a meter debajo del zócalo. A la chiquilina gorda la hincaron al costado de una cama que se veía en otro cuarto y a mí me dieron otro café con leche y más dulce; me lo trajo una muchacha grande que se reía y era linda. Al rato vino el dueño de casa y mi padre le dijo: “¿Cómo le va alcalde?”. Entonces la chiquilina gorda empezó a llorar a gritos. Yo le pregunté a la muchacha linda:

–¿Por qué llora?

Y ella haciéndome señas de palmadas con la mano, me contestó:

–Porque si el padre la encuentra hincada...

Después entró un chiquilín que había estado desensillando el charret del padre; parecía menor que yo y me dio vergüenza cuando se acercó a mí y me dijo despacito:

–¿Sabés pelear?

Yo no dije nada. Nos mandaron a jugar a un jardín que había dentro de la casa y apenas llegamos él se puso en posición de box con los puños cerrados. Entonces yo le dije:

–Si me pegás te doy una patada.

Él se acercó; yo le tiré un puntapié; él se retiró para atrás, cayó sentado cerca de una ensaladera llena de agua; cuando se fue a levantar se apoyó en el borde y se echó el agua encima. Empezó a llorar y a llamar al padre. Vinieron todos y el chiquilín les dijo que yo lo había empujado. Entonces yo empecé a explicar:

–Señor alcalde...

Y como tardé en hablar los mayores se empezaron a reír –menos la señora– y todos se volvieron para adentro. Entonces el chiquilín me dijo:

–¿Sabés tirar el trompo?

Estaba oscuro, fuimos al comedor y empezamos a llenar de puazos las tablas del piso. Entonces vino el alcalde y con su mano grande, que tenía un anillo, le dio palmadas fuertes al hijo. Eran muchas, y al compás de las palmadas le decía:

–Ya - te - he - di - cho, que no quie - ro que jue - gues al trom - po en el co - me - dor.

Yo sentí la voz de mi padre en el escritorio y me fui corriendo para allí.