Una mata de helecho: 10
"Yo m'era mora Moraima,
Morilla de un bel catar:
Cristiano vino á mi puerta
Cuitada, por m'engañar..."
Aquí llegaba Juan de Silvela, cantando, miéntras bruñia el capacete, cuando Moraima exclamó:
— No sigais... que teneis un modo de cantar, tan triste, que me dan deseos de llorar, con sólo oíros. — Pues, vos siempre estais cantando lo mismo, —repuso el jóven.
— Así es la verdad, pero no me causa la tristeza, que cuando cantais vos.
— Eso quiere decir, que, de todas maneras, no os parece alegre.
— Cierto.
— La verdad es, que con la costumbre de oir á los soldados de Andalucía y Castilla, ni me habia detenido á pensar, en si era alegre ó triste la letra.
— La letra y la música son tristes, pero... cantadas por vos... me hacen llorar, —respondió la hermosa Moraima, llorando de veras.
— ¡No lloréis, Moraima!... Habráse visto cosa más singular, —exclamó Juan de Silvela;— llorar por unas coplas, que no tienen significación ninguna....
— ¿Que no tienen? —repuso, con dolorido acento, Moraima,— para vos, no tendrán, para mi le tienen muy grande... —y se entró en la casa llorando.
Juan puso el capacete; que, por airon ó pluma, tenia una rama de helecho; en un escaño, y sentándose en el cojin, como siempre, puesto á su disposición sobre una pequeña alfombra, á la puerta de la casa, quedóse largo rato pensativo. Por primera vez, advirtió cuánto amaba á Moraima. Amor sin esperanza, pues la hermosa hija de los Beni-Lope no habia de tornarse cristiana, y él no podria amarla, sino como esposa. Que Moraima, inocente y pura, miraba con agrado al Cristiano, harto lo sabia este tambien; pero, de allí no podia pasar el amor de entrambos. La religión de la Mora y la honra de Juan de Silvela estaban de por medio.
Después de lo que acabamos de decir, pasaron dias y semanas, haciendo ya para tres meses que el Cristiano estaba en la casa. Su herida cerrada, la salud restablecida y las fuerzas casi repuestas del todo, le habian de obligar, en breve, á partir á su tierra. A decir verdad, por más que allá le esperara su madre, no experimentaba los deseos que, en cualquiera otra ocasión habría tenido de tornar á Galicia.
Las horas de forzado reposo, habíalas empleado Juan de Silvela en arreglar sus armas y bruñirlas, siendo, para él, noble razón de orgullo mostrar la abolladura, que á la derecha del peto y debajo del brazo, habia hecho la lanza mora, ántes de abrirse paso, hiriendo entre aquel y el espaldar.
Conforme el jóven iba cobrando fuerzas, en proporción se retraía Moraima de permanecer con él á solas, pasando la mayor parte del dia encerrada con su madre en las habitaciones interiores. Así, después de las primeras horas de la mañana, en que la hermosa jóven tenía que acudir al arreglo interior de la casa, Juan de Silvela permanecía solo, sin más compañía que cuando tornaba Yusef del campo. Ya no le servían á la mesa Fátima y Moraima, como en las primeras semanas de convalecencia; y, salvo por las mañanas, y breve rato, al anochecer, en que madre é hija disponían la comida para los trabajadores; el Cristiano á nadie veía ni hablaba, doliéndose únicamente de no ver á Moraima.
En vano, después de quitar el polvo á sus sencillas armas de escudero, y de complacerse en mirarse en ellas, como en espejos, daba vueltas en derredor de la casa, deteniéndose siempre con algún pretexto delante de las pequeñísimas ventanas, con espesas celosías, de las habitaciones de Moraima. En vano aplicaba el oído, por ver de escuchar, á lo menos, su voz. Cansado, tornaba Juan de Silvela al sombrajo, donde siempre le recibía con leales caricias el fiel alano Sil.
Un dia, sin duda ya cansado de tanta soledad, determinó probarse las armas, de que en breve habia de necesitar para volver á su tierra, mas no podía hacerlo sin ayuda, y prevaliéndose de la confianza qué en la casa tenía, iba á llamar á Moraima, para que, con la esclava negra, le pusiera las hebillas.
Como lo principal para Juan de Silvela, era ver á Moraima, las cosas se arreglaron de otro modo. El cielo ha concedido á la costa de Málaga sabrosos y riquísimos frutos, mas no agua en abundancia. Háila, sin duda, en ciertos lugares; pero, en general, no abunda. En las inmediaciones de la casa de los Beni-Lope no habia agua potable, sino hacía el mismo arroyo Jabonero, por el recodo de éste, frente al sitio en que vivía Moraima, y al pié del repecho donde yace, al presente, la casa de Tellez. Aguas de arroyo con adelfas, no son buenas para beber, y los arroyos de la costa del Mediterráneo producen multitud de aquellas plantas, agradables á la vista, en especial, cuando están floridas, por lo que las han llamado los Franceses y no pocos Españoles, que ignoran el castellano, laureles-rosa; pero las aguas corrientes lo pagan, adquiriendo perniciosas calidades.
En el recodo, inmediato al arroyo de que acabamos de hablar, había excelente venero, que hoy existe de la propia suerte que entónces; tiene puertecilla de madera, cerrada con llave. Va el cauce por profundo barranco, y los tajados peñascales de pizarra arcillosa de color rojizo, ostentan á trechos tal cual mata de pita, cuyo gallardo pitón adornan graciosas flores amarillas alternadas, y espesas matas de pencas, que en verano dan sabrosísimos higos chumbos.
Nada altera el silencio de aquel desierto lugar, salvo el apagado murmullo del hilo de agua, que, en invierno y primavera, corre de poza en poza, después del torrente, que de las alturas de tierra adentro, cae cuando llueve. En verano, sólo se ve tal cual pocita ó pequeño remanso de agua, miéntras ésta se sume y corre bajo la arena.
La llave del venero ó Mina, que así se llama hoy dia, estaba en casa de los Beni-Lope, á quien pertenecía todo aquel terreno, como al presente se halla en poder de la familia de Tellez, por igual razon.
Ahora bien, cuando ya habia resuelto Juan de Silvela llamar á Moraima, para que le ayudara á ponerse las armas, llegó el esclavo de una casa inmediata, con un borriquillo moruno, que llevaba en las aguaderas cuatro cántaros, á pedir le permitiesen tomar agua de la Mina, que no sólo es excelente, como potable, pero tiene segun aseguran, muy buenas virtudes para remediar varios padecimientos.