Una tiple
UNA TIPLE
El teatro estaba completamente lleno; iluminado y decorado con riqueza y buen gusto, servía de marco á la espléndida guirnalda de muje. res hermosas que, con los hombros y los brazos desnudos, ocupaban los palcos y plateas, siendo la admiración de los elegantes que ocupaban la sala y del pueblo apiñado en la entrada general.
Era la noche del debut de la nueva tiple, que, precedida de gran fama, acababa de llegar á Italia, la patria del bell canto; tiple que iba á dar a conocer sus extraordinariasfacultades en Milán, donde siendo aceptada ya tenía asegurada su fama y su porvenir de artista. El renombre de la signora Giovani era grande y novelesco, uniendo á sus extraordinarias facultades una belleza poco común, que la hacía más interesante.
Se decía de la signora Giovani que poseedora de una gran fortuna y casada muy joven con un hombre, á quien adoraba, había sido abandonada por él, dejándola en la miseria con un hijo de corta edad, por el que la madre hubo de buscar en el arte un medio de ganar el pan, siendo tan aplaudida por su talento y belleza como por su intachable conducta.
El público esperaba con ansiedad el momento de levantarse el telón, que ya tardaba más de lo acostumbrado, y dejaba oir un rumor de impaciencia.
Entre tanto, la signora Giovani, pálida y temblorosa, vestida con el lujoso traje que había de lucir en la escena, decia suplicante al empresario.
—Suspend d la función, por caridad, esta noche.
—Es imposible, señora. El teatro está lleno y el público espera.
—¿Cómo queréis que cante cuan do mi hijo expira?
—Exagera usted, y, puede creerlo, no es sólo mi interés, sino el suyo lo que me obliga á rogarla que cante. Es el porvenir de usted y el de su hijo. Se diría que la tiple había tenido miedo.
—Su estado no es tan desesperado como usted cree—dijo interviniendo en la conversación otro caballero—.
Yo le ví esta mañana.
—Des de entonces está peor, doctor; no puede respirar y le dejé llorando. No quería separarse de mí.
—Las madres se alarman demasiado, señora.
—Tiene usted razón, y además es mi sola alegría, mi única dicha, el único cariño verdad que existe para mí en el mundo.
% —Tranquilícese usted; yo le prometo que voy á enviar ahora mismo á preguntar, y si está peor volaré á su lado.
—¿Me lo promete usted?
—Se lo juro.
Diez minutos después la signora Giovani era saludada por el público con un aplauso de simpatía, y de su garganta se escapaban notas sonoras y armoniosas que entusiasmaban al auditorio. Su canto era el trino del ruiseñor, cantaba de un modo tan fácil, tan vibrante y armonioso, que llenaba los ámbitos del teatro.
Un observador hubiera notado en el acento de la signora Giovani una nota triste, algo así como el lamento que exhala el moribundo, apagado por el ruido de la vecina fiesta, y que, sin darse cuenta de ello, impresionaba al público, que se sentía atraído hacia aquella figura tan ineresante, prodigándole una verda dera ovación.
Cuando terminó el primer acto las flores y las coronas cayeron á los pies de la tiple; el entusiasmo llegaba hasta el delirio. Tan pronto como pudo, la signora Giovani corrió á su cuarto y preguntó ansiosa: —¿Qué hay? ¿Qué se sabe de mi jo? ¿Dónde está el doctor?
—Tranquilícese usted, señora dijo el empresario—. Cuando nin gún recado han traído el niño estará mejor, indudablemente.
—Por Dios, no me oculten nada.
Y la pobre madre, presa de una nquietud mortal, tuvo que hacer un iolento esfuerzo para que la sonrisa asomase á sus labios al dar las gracias á los admiradores que acudían á aludarla. Iba más de la mitad del cuarto acto; la signora Giovani continuaba recibiendo el aplauso del público; estaban en la parte más difícil de la obra; la música dejaba de ser melancólica y se convertía en alegre y ligera. Se llegaba á la parte más culminante, el escollo de los artistas.
La signora Giovani tenía que cantar sola; palideció densamente y tembló de un modo tan visible, que todo el público hubo de advertirlo.
¿Tendría miedo la notable cantante?
Una nota agudisima y discorde salió de su garganta; fué como un grito de dolor que se escapara á pesar suyo; aquéllo sólo duró un segundo, y la hermosa tiple atacó la romanza con gallardía, dominándola y arrancando un murmullo de' aprobación; pero la inamovilidad de sus facciones y sus ojos, fijos en un punto del teatro, daban á conocer que cantaba maquinalmente.
En efecto, al empezar el cantable, la artista, que no separaba sus ojos de la butaca ocupada por el doctor, había visto á éste levantarse y salir apresuradamente.
Una angustia infinita llenó su alma; comprendió que su hijo estaba peor, y ella no podía volar á su lado; de garganta volvió á gritar, desafinando, y después ya no supo lo que hacía; cantaba automáticamente, sin darse cuenta de ello. Sus ojos miraban y no veían el teatro; veían una alcoba, donde su hijo, desde su lecho, le tendía las manos y la llamaba con su vocecita de ángel; sus oídos no percibían los ecos de la música; escuchaban aquella voz amada y el estertor de una penosa agonía.
El murmullo de desagrado del público la sacó de su abstracción.
La orquesta marcaba una «cavatina» y la tiple tenía que reir. La Giovani hizo un esfuerzo y la carcajada, fresca, llena, sonora, espontánea, surgió de sus labios, haciendo prorrumpir á las gentes en un aplauso y cambiando en triunfo la desaprobación que empezaba á manifestarse.
La orquesta siguió, y la signora Giovani, en vez de seguirla, repitió su carcajada con más fuerza, con más valentía; pero notándose en ella algo de seca y forzada, que conmovió tristemente á los oyentes y suspendió el aplauso.
Una tercera carcajada, seca, metálica, estridente, se escapó de su pecho, y después otra, y otra. El telón cayó; los admiradores de la bella tiple acudieron presurosos y el público tuvo que abandonar el teatro tristemente impresionado. La signora Giovani había perdido la razón.