Una traducción del Quijote: 10

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


IX.

Desde esta época, hasta quince años después, los perdemos de vista para volverlos á hallar en España, viviendo en una especie de alquería, situada á media legua de Valladolid.

¿Qué causas habían motivado este cambio de localidad y de fortuna?

Decimos de fortuna, porque en su menaje se echaba de ver una medianía, rayando casi en la pobreza. Su servidumbre se reducía á un criado viejo y á una criada casi niña; D. Fernando Laso de Castilla, gran aficionado á caballos, sólo conservaba uno, en el que daba largos paseos por el campo; y en cuanto á su esposa, nadie recordaría en aquella señora, modestamente vestida, á la elegante dama de Long-champs y de las carreras británicas del Derby.

Sin duda, Paris, ese mónstruo que se alimenta de tantas fortunas, se había tragado la del banquero de Orleans, puesta en manos de sus herederos. Jóvenes estos y deslumbrados por los placeres de la gran capital, no habían podido resistir á la seducción, y se arruinaron. Esta versión es la más verosímil. Pero ¿por qué vivían en los alrededores de Valladolid, y de qué vivían?

Á esto podemos contestar.

Viéndolos reducidos á una pobreza, que ya comenzaba á ser humillante en Paris, y negándose la hija del banquero á establecerse en Orleans, en donde en su juventud había sido rica y feliz; un tio de ésta, bastante bien acomodado, y el primo de D. Fernando, de que ya hemos hecho mención, les propusieron el único partido aeeptable y compatible con el orgulloso retraimiento deseado por aquel matrimonio que había venido tan á ménos. La amnistía de 1834 abria á D. Fernando las puertas de España. Su primo puso á su disposición una alquería que poseia cerca de Valladolid, y el tio de su mujer señaló á ésta una pensión vitalicia de mil cuatrocientos francos anuales.

Don Fernando aceptó esta proposición, que era una especie de limosna. Su espíritu estaba abatido; los disgustos, y tal vez los remordimientos, habian anticipado en él la vejez. Perdida la fuerza moral, le halagó la idea de la vida solitaria en que iba á aislarse del mundo y en la cual podria entregarse de lleno á la única dicha que le quedaba.

Consistía esta en vivir al lado de su hijo, habido en el segundo año de su matrimonio, educado en una pensión de Paris, y que á la sazón contaba catorce años de edad. Su pariente y el de su mujer propusieron á D. Fernando costear la educación del niño; pero él, con irreflexivo y paternal egoísmo, no consintió. Harto comprendía que obraba mal; mas no tuvo la abnegación suficiente para privarse del único consuelo y de la postrera felicidad de su existencia, en la monótona, triste y solitaria que iba á comenzar para él. Se asió á su hijo como el náufrago á la tabla de salvación, y en esta conducta merece tal vez alguna disculpa, porque... porque el pobre caballero, no sólo habia perdido su fortuna, sino también su felicidad conyugal.

Miguel, el hijo de D. Fernando, era un niño hermoso, inteligente, perfectamente educado y de carácter algo melancólico: las desgracias de su familia pesaban sobre él, y el interior de su casa no era el más á propósito para inspirarle ideas halagüeñas. Entre su padre y su madre mediaba cierta frialdad, cierto retraimiento notorio: en aquel hogar, silencioso como una tumba, no se encendía jamás el fuego del cariño. Su madre leia ó hacia labor: su padre paseaba por el campo. El niño, á veces sorprendía á ambos cónyuges en ese estado de agitación en que termina una reyerta, y oia frases aisladas cuyo sentido comprendía vagamente.

Los juegos, las risas, los dulces llantos, las alegrías repentinas, la graciosa hilaridad de la infancia, todo le fué casi desconocido. Regla general: hogar triste, niño triste, con toda la tristeza que pueden tener los niños. De estas raras combinaciones de los destinos infantiles, nacen generalmente los caracteres apasionados: Werter nunca vio sonreír á su padre.

En el corazón de Miguel sucedió lo que en casi todos los que viven enmedio de otros corazones que están íntimamente ligados al suyo. Puesto el peso de su cariño, entre su madre y su padre, se inclinó hacia el lado de éste, y como siempre que se dá igual caso, con justicia. El niño comprendió que habia á su lado un corazón más noble, más expansivo, más herido y más merecedor de consuelo. Acompañaba á su padre á todas partes, especialmente al campo, y allí, padre é hijo se pasaban horas enteras, observando el rastro de un hormiguero sobre la yerba, el vuelo de un ave ó la tortuosa marcha de un reptil. Por la noche, sentados ambos al fuego del hogar, el padre contaba al hijo un pasaje de Historia sagrada, un episodio de novela, ó bien el trozo más maravilloso de un cuento de hadas; de suerte que Miguel confundia luego en su imaginación las grandes verdades con las risueñas ficciones; la vara de Moisés, con el talismán de la Puerca Cenicienta.