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Una traducción del Quijote: 25

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


III.

¿Qué pasaba entre tanto en el corazon de Miguel?

El pobre jóven hallábase en un estado próximo al idiotismo. Hacía un buen rato que habia recibido el recado del Príncipe de Lucko, y aún permanecía sumido en un estupor visionario, en el que creia oir todavía la voz del Mayordomo, pero muy lejana, como si saliese del fondo de una caverna.

«¿Soy yo quien ha recibido ese recado?» —Se preguntaba mentalmente.— «¿Es á mi á quien avisa la Princesa? ¿Puedo yo ir á su casa, verla de cerca, hablar con ella?» — Y cuando la verdad, sobreponiéndose á sus elucubraciones, le contestaba afirmativamente, sonreía de un modo extraño; porque un pensamiento, plácidamente lógico, hacíale comprender la realidad tan claramente, como si no se tratase de él y sí de otra persona cualquiera.

«La Princesa ha comprendido mi amor, acaso lo comprendió desde el primer dia en que mis ojos la miraron en el Retiro, y presintiendo que no puedo vivir sin ella, y que moriré por ella, quiere dar un consuelo á mi corazon. Esto es natural, —pensaba Miguel,— natural y lógico, en el noble carácter de la Princesa: me llama, con un pretexto; acaso conoce el motivo de mi duelo, sabe que he estado herido por causa suya, y me da la dulce compensación de verla todos los dias. Pero ¡Dios mio! esto es más de lo que yo podía esperar, va á ser tan grande esta dicha que no podré soportarla.»

Y el pobre jóven , como ya hemos dicho, sonreía.

Pero su semblante volvía á tomar su habitual expresión de melancolía, como si una idea triste desvaneciese sus plácidos pensamientos. entónces paseaba por la habitación á grandes pasos, murmurando esta palabra:

¡Imposible!

Luego abrió una gabeta, sacó de ella una caja de madera llena de papeles y de entre estos una carta envuelta en un sobre roto.

Leyó la carta muy lentamente, y al terminar, las lágrimas corrian por sus megillas. ¡Imposible! volvió á murmurar, y apoyando el brazo en la abierta gabeta y la cabeza en la palma de la mano, permaneció asi mucho tiempo

Al dia siguiente, á las diez de la mañana, Miguel salia de su casa.

Parecía tranquilo aunque preocupado; observábase en su semblante la expresión del que ha adoptado una resolución que no deja lugar á la duda ni á la incertidumbre.

Efectivamente era así, y puesto que tenemos esta facultad, formulemos en palabras sus pensamientos.

— Si, —se decia por la centésima vez,— me acercaré á María, no hay ningún mal en ello, y si por el contrario una felicidad que me volverá la vida, que ya me abandonaba. La veré todos los dias, oiré su voz, viviré durante una hora donde ella vive, y cuando me separe de ella, estos dulces recuerdos llenarán mi corazon. ¿Por ventura se necesita más para ser dichoso? ¿No me basta saber que ella se interesa por mi? Porque indudablemente esto no ha sido casual, podia haber elegido otro maestro, que mil habrá en San Petersburgo. Pero ¿cómo se ha informado de mi, por qué medio ha sabido mi casa?

Miguel se habia hecho muchas veces esta misma pregunta, porque Madlle. Guené, obedeciendo á una advertencia terminante de la Princesa, no le habia hablado de sus relaciones con esta.

Anduvo vagando sin objeto por las calles y por los muelles del rio. Sintiendo necesidad de aire y de movimiento, habia salido de su casa tres horas ántes de la en que debia presentarse en la del Príncipe de Lucko.

El cielo estaba plomizo, el frio era intenso y comenzaban á caer los primeros copos de una nevada.

Miguel no sentía la influencia de la atmósfera. A veces se paraba en medio de un puente, como para ver los patinadores del Neva; pero en realidad maquinalmente, absorto en sus pensamientos.

«¿Y si la Princesa me amase?» se dijo de súbito, deteniéndose bruscamente.— «¡Bah, esto no es posible! ¿Y por qué no? Y si no me ama aún, ¿no podrá quizá amarme en lo sucesivo?»

Y Miguel, al contrario de todos los amantes, se estremeció al fijarse en esta idea.

¿Por qué causa? Tal vez más adelante lo conocerá el lector. De todos modos —continuaba pensando Miguel— yo tengo fuerza de voluntad. Por mi parte no hay cuidado, no traspondré el límite que me he fijado yo mismo, y si llegan á la Princesa las chispas del fuego de mi corazon, entónces... ¡Oh! entónces huiré, y con mi muerte terminará todo.

Una idea prosáicamente vulgar, le hizo volver á las realidades de la vida. Sintiendo que la nieve humedecía su rostro, miró al piso y pensó en que su calzado podia ensuciarse, ántes de llegar á la morada del Príncipe.

Se dirigió, pues, á ésta apresuradamente; pero como aún faltase una hora para la señalada por aquél, se detuvo á corta distancia, y entrando en un café que allí habia, se sentó en una mesa, frente á un reló.

Allí oyó dar las doce y media.

Su cita era á la una, y durante aquella larga y mortal media hora, es indecible el estado de violenta agitación del pobre jóven.

Pidió un periódico, mas no pudo leer.

Miraba al reló, oia el ruido compasado de la péndola, y también los latidos de su corazon.

¡Cosa rara! hubiera querido detener la manecilla que variaba lentamente de sitio en el horario, y con ella la marcha del tiempo.

Porque Miguel no sólo estaba impaciente como un amante que espera ver al objeto de su amor, sino también agitado como el criminal que va á perpetrar un delito.

Por fin sonó la hora.

A la primera campanada del reló, el jóven se estremeció, poniéndose en pié como á impulsos de una chispa eléctrica.

Luego salió del café, y trasponiendo en pocos instántes la distancia que mediaba hasta el palacio del Príncipe de Lucko, presentó su tarjeta al portero de la verja del parque.

Este la trasmitió al del palacio, y momentos después Miguel se hallaba en presencia del Príncipe, que le examinó un tanto sorprendido de su juventud y de la extraña expresión de su semblante.

El Príncipe estaba sentado cuando entró Miguel, y continuó del mismo modo. Luego contestando con una ligera inclinación de cabeza al saludo de éste, dijo, sin ofrecerle asiento:

— ¿Ya sabéis el objeto con que os he mandado venir?

— Sin duda, —contestó Miguel,— y he creído un deber de cortesía deciros yo mismo, que abrumado de ocupaciones como estoy, no me es posible encargarme de una nueva lección.

Y dichas estas palabras, saludó y salió de la estancia dejando al Príncipe estupefacto.