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Víctor el burlón: 2

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.

II

Era don Evaristo P., alto, grueso, cejijunto y reposado, asiduo devoto de la Merced, donde a sol y á sombra seguía no tan solo la «Salve» los sábados, sino el rosario entero todas las noches, en su vecina iglesia. Hombre intachable y honrado de una pieza enchapado á la antigua, corredor preferido de casas tan principales como las de Llavallol, jamás por una cuenta llamaron dos veces á su puerta, aunque sí muchas llamaron dos y aún sin llamar, salía á escape, en auxilio de menesterosos, llevando su dinero, su caridad, y lo que valía más, su espontánea asistencia personal.

Tan de pronto trasponía el alto umbral de su ancha puerta, que hasta en cabeza asomaba, pero nunca sin su inseparable pañuelo de seda colorado, en la mano. Sabían todos los pobres de muchas cuadras á la redonda, que en el nudo nunca faltaba un peso, siendo de los benefactores que daban cuanto tenían, y á veces, aún lo que no tenían. Otra inveterada habitud se le había pegado irremisiblemente: al menor roce en postes, esquinas ó ventanas «voladas», como las de su casa, daba un paso atrás, limpiándose con el pañuelo á cuadros. Observado por el pifión del barrio, comiendo en el «Café de Catalanes», (todavía no era de Migoni), apostó almuerzo de trece cubiertos, pues como entre ellos había más de un francés tenía á gracia molestar á éstos, invitando en viernes trece.

— ¿A que llevo reculando, — dijo, — desde la bocacalle San Martín á la de la Paz, toda la acera, sin que lo sospeche ni se enoje, el tieso vecino saludador? Entablada la apuesta, en acecho se puso á la mañana siguiente, sobre el umbral de «Catalanes», mentidero público de la época, cuando con el grueso bastón puño de oro, bajo el brazo, en una mano el sombrero de copa, y en la otra el inmenso pañolón, pasaba enjugando su relumbrosa calva. Se le cruzó en media vereda Víctor, interrumpiendo el paso con los más respetuosos saludos, palmeándole cariñosamente, (en el país de la palmadita), al final de cada frase, y deshaciéndose en cumplidos, cuya ironía ni sospechaba el buen señor.

— ¿Cómo está, usted, señor don Evaristo? ¿Cómo lo pasa usted? ¿Cómo sigue su interesante salud?

— Muy bien amiguito, muchas gracias.

Y daba un paso atrás, limpiándose, según costumbre, donde le habían tocado:

— Aquí estábamos comentando con los compañeros su beneficencia, calculando la cantidad que sumaría, desde que vino al barrio, pues apenas hay pobre ó necesitado, que no esté agradecido á su generosidad.

Y volvía á tocarle Víctor, á dar otro paso á retaguardia don Evaristo, y á pasarse el consabido pañuelo.

— Que la mano izquierda ignore lo que da la derecha, me enseñó don Rufino Sánchez, desde aquella escuela de la otra cuadra. Por lo demás no apuntó esa cuenta.

— Pues, yo no apunto otras que las que me vienen á cobrar y nunca pago, calculando, no lo más rico que por ellas me encuentro, sino cuan más pobre sería de haber prestado á tantos amigos de mala memoria, que de tal modo olvidan la hora de la devolución, á punto de que nunca llega ésta, perdiéndose siempre, el préstamo y el amigo.

Y otro paso atrás, nueva repasada.

— Pues, mire usted, lo que es á mí, señor don Evaristo, de no ser una que otra paliza, á la que no siempre llego á sacar el cuerpo, nunca me han agradecido ni dado nada, ni siquiera cuando estuve guardando esta puerta, — señalando al pasar la de anterior aventura.

Y como estribillo inacabable, dejaba caer la mano sobre el brazo de su interlocutor, quien, por costumbre, daba otro paso á retaguardia, sacudiendo su pañuelo. Tantos toques y retoques, á más de una docena ascendieron, de una á otra bocacalle. Por la vereda de enfrente, larga cola iba extendiéndose con los doce apóstoles de la apuesta, festejantes de la cargosidad del burlón tan charlatán, los que al llegar al poste de la Merced, (cañón que bala en boca, subsiste donde lo tomaron á los ingleses), nutrido palmoteo y aplausos celebró el triunfo de la gracia, sin gracia, con que Víctor burlaba á señor tan respetable.

Y como éstas eran sinnúmero, antes y después de la campaña del Brasil, donde por los chistes, (sal gruesa, que condimentaba solo en fogones de campamento), más que por heroicas hazañas, llegó á hilvanar los tres galones de capitán; terminaremos, para no ser tan pesados como él, la tercera hazaña en una misma calle, que por el barrio de las Magdalenas (detrás el Convento de Mercedarios) contaba muchas otras.