Vado
En la tarde colorada, el río. Tres paredes de montaña, una violeta, otra índigo, otra azul, escalonadas en el horizonte; una arboleda hacia el fondo del valle, y sobre la barranca acurrucado un hombre.
La pequeña tropa realista puso en aquel cuadro el movimiento de su mancha. Componíanla diez jinetes extraviados en la derrota y que procuraban orientarse por esos campos.
Había sido una treta del gauchaje. Al monte los condujo sin un rumor, sin un tris de hojarasca, tendido entre las espinas ó pegado á la bifurcación de los árboles. Recordaban la peripecia desde cuando se metieron por el ramaje. Primero, manchas de bosque entrecortadas por claros que incitaban á la travesía; pero aquél, halagando de ese modo, se enzarzaba imperceptiblemente, y dos horas después perdieron el rumbo.
Con las mulas de la rienda, iban abriendo á sable la canasta de selva que vigorosamente se abovedaba detrás. Los esteros mentían firmeza con su piel de lama; y sólo el bufido de las bestias, predecía, no siempre a tiempo, el tembladal. Á más de un soldado lo engulló hasta las corvas la succión del fango. La humedad cintareaba las carnes, dolía en las cinturas el cansancio y en las lenguas amarilleaba la fiebre.
Arriba, un dulcísono vientecillo; abajo, una calma apenas interrumpida de tarde por arrullos de tórtola. Publicaba algún entendido las leyendas del monte. Meleros que en los altos ramajes, desde un columpio improvisado con sus cinchones, escarzaban á hachazos las colmenas: no pocos perdían pie, y prendidos de los sobacos sucumbían á veinte metros en el aire. Decían de las plantas á cuya sombra sarpullía el cuerpo; de los estrumosos sapos, de las víboras. En ciertos ríos había caimanes...
Seguían á veces, encorvados, el dedo en el gatillo, las galerías abiertas por las antas entre el malezal como túneles cilíndricos donde verdegueaba crepuscular media luz; y en tanto, otros piloteaban encima, cimbrándose sobre hamacas de enredaderas. Si caían al fondo, el zarzo del follaje los sepultaba en remolinos de ola.
Daban á veces con algún limpión donde un par de corzuelas botaba en ímpetu elástico al sentirlos, presto, sobre las matas; y el bosque, después de fingirles aquel término, recomenzaba otra vez. Jornadas de diez horas terminaban en el punto de partida; pues faltándoles horizontes, inclinábanse continuamente sobre la derecha al andar. Y siempre el rumoreo de la fronda! Siempre la hostilidad del monte! Aquellos brazos de leña multiplicaban cada vez más su constricción; y cada vez más apremiaba la travesía para dar con los ganados inhallables.
En ciertas espesuras arruaban siniestramente los jabalíes. La maravilla floral de la vegetación ofendía. Chorreras de jazmines destrenzábanse en amariposados cardúmenes. Rozaban los rostros corolas de una seda tan tenue, que la ennegrecía el aliento; y toda esa pompa de otoño en la que predominaban ternuras lilas, efluviaba tósigos bajo su elegante fragilidad.
Horrible fué la postrer jornada. El colchón de hojas que alfombraba el piso, mullíase con progresiva humedad. Los helechos esparcían su capciosa frescura. Enhetrábase la masiega en un amuchigamiento capilar cuyos tallos vertían al romperse urticantes aguas y leches corrosivas. Tangilizábase el hálito del bosque, remojando la piel con viscosidades de linaza. No lejos, un arroyo componía su gárrulo diálogo de agua y piedra.
La tropa detúvose agobiada de fatiga y de soledad. Ni un ruido en esas últimas horas; ni un loro que croara, ni un zorro que se deslizara entre las hierbas. Apenas, electrizados de ardores, los colibríes, orfebrándose al sol...
Pero junto con el ocaso, salió un tiro de los matorrales; y como si una mazorca de balas se desgranase, brotaron éstas del suelo y de los gajos, tan cercanas algunas, que al hervir, la pólvora tatuaba como un beso vampiro. Sin atinar con la defensa, fugaban al azar del contraste. Trabados por la raigambre algunos caían y un proyectil los clavaba contra el suelo; otros, despedidos por un tropezón de la cabalgadura ó abofeteados por una rama, mordían el polvo. Las mulas, á través de la arboleda, despatarraban galopes. En la penumbra conmovida de estruendos, ascendían como garzas los copos de humo. Y ni una carabina goda respondió.
Los salvos, desde sus escondites, escucharon el degüello con que se despenaba á los caídos. Todavía sucumbieron tres o cuatro bajo la garra de la montonera. El resto salía por fin del monte, sahornado ferozmente en la marcha y plagado de cadillos hasta las cejas, junto á un río sobre cuya barranca un hombre acurrucado se aparecía.
Al percibirlo, rumbearon en su dirección. Buscaban un vado precisamente, necesitando con tal objeto hombres del país; pues un turbio caudal aplayábase en aquel álveo cuya profundidad desconocían. Además los criollos, duchos con los animales, sabían las dereceras para lanzarlos mejor y guiarlos en la corriente. En eso consistía el problema, pues ellos nadarían.
El hombre no daba señal de verlos, inmóvil siempre en sus cuclillas. Su cara de feto y su cráneo mínimo, hacían presumir acto continuo al opa; pero no importaba. Cuerdo ó cretino, á sable entendería. Y para empezar, de un cintarazo en la nuca lo auparon. El imbécil se enderezó, todo flacucho entre sus pingajos, lastimosamente chamorro. Reía, y su rostro congelado por la mueca, semejaba un higo en el cual revolvía su mucosa la jeta. Sacudíalo un temblorcillo de congoja, humedeciéndose á la vez sus lagañosos párpados. Hedía como un niño sucio, á costras lácteas y pringue dermal. Primero, sólo contestó con aquella risa; luego, ante la insinuación de algunos pinchazos, gimoteó su farfulla emulsionada en una papilla de eles.
Cóleras negras sublevaban á los soldados. Ese lenguaje baboso, adulteraba quizás importantes revelaciones. Gritaron amenazas, blasfemias; pero atemorizándose entonces, el cretino se restituyó á su risa.
Habláronle de nuevo, lentamente, silabeando sus preguntas y completándolas con ademanes. El río... La creciente... Las mulas... Los sables... El rey...
Una niebla veló el rostro del imbécil; la risa se le sumió en la garganta, y acaso por vez primera un pensamiento lo iluminó. Aquella cara, de grotesca se tornó horrorosa, como si el embotado pensamiento enmascarara de bronce su fealdad. Hesitó todavía un instante; su ademán divagó hacia el río, montaron los hombres, y el grupo, guiado por él, tranqueó.
Cerca de aquel sitio, en una tapera, percibíase á veces retumbos de yunque, ácidos chirríes de amolador, bufidos de fuelle, y por la noche torbellinos de chispas. Tratábase de un taller patriota que un indio viejo y el cretino maniobraban. Unas ovejas los nutrían, y aprovechando el fresco, trabajaban de noche.
El fuelle construido con una panza de buey, alentaba sobre el hogar; el muchacho exhibía risibles transportes cuando en la oscuridad, desnudo hasta la cintura, con los lomos rusientes de calor y medio rostro hacheado por las surgencias de la flama que esparcía sobre sus carnes como un afeite de solimán, activaba con el surtidor de chispas el baile de sombras en que los objetos, reduplicando su ser, se desdoblaban. En tanto el maestro lo aplaudía. Poco á poco, el hierro iba coloreándose con matices bermellón sombrío, de clara sangre, hasta el flavo de la miel campestre; y acababan por encariñarse con esa ascua como con una carne, transfundiéndole una especie de oscuro numen.
Otras veces, mientras el fuelle dormía, repujaban las prendas valiosas haciéndolas florecer en sólidas rosáceas; ó grataban sangrientas herrumbres; ó fundían en rústicos crisoles de barro y lana, vaciando la pella en hoyos ahuecados para moldes...
La guerra, no obstante, perjudicaba aquella industria. No se veía sino por excepción tal cual virola o vasija de plata; y lo que es oro, ni pizca. Hierro, no más, desde en las espuelas descuajadas hasta en las argollas luidas. Y del bizarro arsenal salían, rejuveneciéndose para ojalar cuero godo otra vez, ó para piropear la muerte por esos cerros, las tercerolas, "flamantes como doncellas", decía el maestro, los chuzos despidiendo rayos de mirada.
Del contacto con tales herramientas, así como de las conversaciones que á su patrón y á los montoneros oía, despuntó en el idiota una aversión. Godos... Maturrangos...
Estas palabras equivalían a un espolazo en su instinto; algo como la interjección con que se azuza á un animal de presa.
Por la tarde, cuando el maestro suspendía la obra para coquear un poco, recorría él los circunstantes alcores con su honda en bandolera ó con su zampona. Servíanle de blanco, ora las lagartijas que se solazaban por ahí, ora sus ovejas al estabularlas. Antes, al marrar un tiro, reía; ahora se apuñeaba el pecho, furioso. Sucedíale igual cuando fisgaba los peces; y como si al calor de la ira se desligara su conciencia de la ganga de su idiocia, las viarazas concluían con un ensueño.
Durante las noches tétricas, más lo encrespaban tales enojos. Orillas del río, entre los matorrales, ayeaba con los mayuatos que allá vivían, quejas de criatura extraviada. Pasado aquel trance, permanecía las horas en algún hueco, embobado ante las sierpecillas de azogue que con el reflejo de las estrellas cabrilleaban en la onda. Pero elegía con más frecuencia la barranca, por la tarde.
Aquella pared erguíase a pico sobre el lecho, estriada por las erosiones en forma de astillas de canela. Abajo, la asoleada superficie segregaba un mundo de moléculas luminosas. Largas titilaciones rameaban de oro los remansos. Más lejos, sobre alguna piedra la corriente jaquelaba sus cristales. Un retazo de planicie verde seguía; después el bosque en una descolorida neutralidad; y sobre el último plano la serranía, inflamándose toda en rosa al ponerse el sol.
Eso, si bien reducía sus ímpetus, no desterraba sus inquinas. El espíritu de la comarca en guerra iba penetrándolo. Y aunque en idiomas sólo sabía el de los arreos, formados por silbidos: breves para los yeguarizos, melancólicamente prolongados para los vacunos, sus ojillos se taimaban cuando oía relatos de combate. Los montoneros, con afección compasiva, lo apodaron el Tontito de la Patria.
Urgía á los maturrangos la incorporación con su columna que barruntaban próxima. El muchacho trotaba por la ribera, cantando con voz bajita, aunque muy dulce, una tonada del país. El silencio de la tarde se imponía. Apenas sonaba el chacoloteo de una herradura en los guijarros, el choque de una vaina, el rumor del río que repuntaba, equivalente por lo monótono á silencio. A ratos un pez, con repentina cabriola, emergía en un lampo breve. El olor anisado de los juncos pimentábase con la creciente frescura. El limo vaporizaba su humedad en vahos de freza. Desde la distancia, un trino de pájaro se extravió en el ambiente.
En eso, oyóse por allá cerca un balido. El idiota se detuvo, variando en la dirección de donde salía; hurgó las yerbas un instante, y poco después se irguió con un corderito en los brazos. A poco trecho seguíalo la madre. La cara del muchacho se atortujó de risa, mientras prohijaba el recental; pues no obstante las rabietas cuotidianas, distribuía entre sus ovejas un amor rebañego que se parecía mucho al cariño familiar. Una era su mujer, sus hermanas las otras; y bien durante el multiplicio bregaba á morir con caranchos y zorros, bien le retribuían su quehacer los retozos de los pequeños, como garapiñados por su lana reciente; su expresión al lamerle las manos, la docilidad con que se entregaban á su protección. Hasta en el seno resguardaba á los más enclenques; y en el rebaño se avezó á la lucha, sojuzgando en pendencia singular á los carneros que le amorecían su borrega.
Los soldados no perdieron esa ocasión de avituallarse, degollando en un tris oveja y cría. Al capturar ésta, el pastor, plegándose cual si le pateasen el estómago, berreó su tortura con verdaderos baladros; pero contundentes amonestaciones se lo prohibieron, y su trote recomenzó.
Algunas huellas indicaban el esguazo. Quizá el río no se explayara mucho allá, existiendo pasos mejores; mas los hombres se impacientaban. Una humareda Á lo lejos antojábaseles el vivac. Después, ya no quedaba en el horizonte sino media vara de sol.
El imbécil despojóse de sus lienzos; y su mirada, arrumbándose al albergue donde el maestro lo esperaría á esa hora, enturbió el panorama con la neblina de una tristeza. Giró luego sobre los soldados, las reses, las mulas...
Desensilladas éstas, iban tarascando las matas ávidamente. Los jinetes alistaban una almadía para sus efectos.
La mitad pasó, trabajando mucho, pues la remolcaban con los dientes. Llegaba el turno de la inmersión para los otros y las mulas.
A gritos y ademanes las enguizgaban. Vibrantes las narices, olfateando la profundidad, remoloneaban. Flic, flac! —llovían lonjazos sobre sus ancas escabrosas de flacura. Chapoteando encogidas, atollábanse en el sablón. Dos volvieron grupas de pronto, arremetiendo campo afuera. Nuevos gritos, nuevos azotes. Por fin, una tras otra, sumergiéronse poco á poco, remolinearon un momento, y ya no se vio más que una lenta desfilada de orejas oscuras como acentos sobre el renglón del río.
Con los hombres restantes, el opa chapuzó á su vez corriente abajo; y su primera ojeada al reaparecer, abarcó el paisaje como nunca magnificado por el adiós del día.
La tarde prolongaba en el occidente sus horizontales purpúreas. Una lista de sol biselaba la onda, y las chispas joyaban con dorado escalofrío de lentejuelas sobre el lustre especular. Por el sur y el naciente la sierra azulábase de lejanía; y hacia el norte una nube dilataba sus relieves en torrefacción de ocres, que iba insuflando el sol con pulverulencias de oro musivo.
Ya braceaba junto Á los animales el Tontito de la Patria: adelante en la hilera de nadadores. A cada vaivén sus espaldas bronceábanse de sol. Con chasquidos de labios y silbos enderezaba á los animales; y mientras los soldados cogíanse á sus colas, él emparejaba con el más avanzado. Anhelosos resuellos araban la onda; la operación complicábase mucho allá, pero ya mediaban el trayecto.
De repente, aconteció un percance. El opa había erguido su busto sobre la superficie, sumergiendo bajo el agua, de un cachete, la cabeza de la mula que dirigía. Prodújose un manoteo, un borbollón de espuma, y el animal derivó dominado por la corriente. Otro cedió también bajo su puño, y otros dos y un quinto, cuando los godos remaron en su defensa.
El muchacho se abalanzó sobre el más próximo, y exhalando un bramido gutural lo acogotó. Escarcearon las ondas rebullidas en un ombligo de espuma. Aquel nudo de miembros desapareció un instante, brotó más lejos, desgarrando ahogos, sumergiose otra vez, siempre rodado sobre el riel de agua. Una pierna rígida se erigió luego. El postrer tumbo mostró un fugitivo relieve de hombro, un anca heñida por desesperado apretón. Y las dos vidas hundiéronse por fin en un vórtice, mientras los restantes vencían afanosos la vaguada y dos mulas hacían pie en la ribera, á punto que el sol se apagaba en la inmensidad como un cañonazo sin estampido.