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Vivac

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Vado
La guerra gaucha (1905)
de Leopoldo Lugones
Vivac
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
VIVAC


El cabo de la partida, famoso charlatán, conversaba por todos.

Al amor de la lumbre circulaba el mate, y la ceniza iba afelpándose sobre los tizones cuyo brillo decrecía en un desgranamiento de brasas. Los siete hombres, incluso el alférez, bostezando al disimulo, desacerbaban el apetito con agua caliente en aquella noche de hambre. Para peor tenían un herido. En el combate del día anterior arriesgose demasiado el hombre, y lo convirtieron en un jigote de sable; pero desde sus jergas, inmediato al fogón, también se mezclaba á los comentarios.

Como faltaran temas de conversación al cabo de un rato, divirtiéronse en echarse adivinanzas:

Una vieja con un diente
Que llama a toda la gente.

—¡La campana!

Ovillejo, ovillejo.
Cara de indio viejo...

—¡El quirquincho!

Después se pidió al cabo que contara cuentos y éste accedió de buen grado. Mientras al ritmo de su narración desviraba una lonja, otro tostaba folículos de tasi para un apósito de yesca. Los demás, fumando sus cigarros que la cascarrilla aromatizaba, oían meditabundos. El mate era mulso, y por esto, nada más, se sostenía su yerba relavada; pero tan oportuna circunstancia, debíanla á la casualidad. Aquella tarde, cuando abrevaban sus cabalgaduras en el charco vecino, una abeja se levantó del lodo y el cabo la siguió al vuelo. Por allá melificaban muchas, así es que dio luego, en los gajos de una tipa, con la lechiguana. Ese azúcar del bosque paliaba la insipidez de sus mates. Los cuentos se sucedían.

—La que les pasó á los maturrangos una vez!

Después de un temporal que los había ensopado durante dos días, el tercero despejó. Aprovecharon la ocasión para orearse y descansar, tendiendo sus trajes sobre las piedras y colgando sus gorros en unos árboles á cuya sombra se durmieron.

En los ramajes jinglaba un pueblo de monos, alguno de los cuales, más belitre, se robo un morrión; imitaron los otros, y cuando la tropa despertó, la pandilla bellaqueaba allá arriba con los gorros triunfalmente encasquetados.

Momento de ansiedad. Un tiro habría ahuyentado aquellos animales, perdiéndose todo. Por el momento no jugaban, embebidos en el encanto de la trapacería; pero bien se conjeturaba un cambio de semejante actitud en la misma exaltación de su algazara. Por fin un soldado que conocía sus costumbres, ideó el recurso. Había conservado su gorro y gesticulando vivamente para interesar á los rateros, se lo caló. Cesaron los bullicios; cien caritas que las viseras sombreaban, guiñaron con voluble ironía. El soldado trazó con su gorro un saludo grandioso. Imitaron los traviesos; mas como algunos ronceaban todavía, repitió. Levantó el brazo un instante, y de golpe, con iracundo ademán, arrojó la prenda. Al punto un chaparrón de gorros cayó de los árboles entre las carcajadas y palmoteos que celebraron el chasco.

Con exclamaciones que la sorna exageraba, comentaron aquel desenlace; y entre las risas y los retruques, un adagio filosofó, acogiendo la anécdota en su indemnidad burlona:

—Psh...! Más vale creer qu'ir á ver.

Durante un rato permanecieron silenciosos, mirando el resplandor de la seroja con que acababan de avivar el fuego, y pintando marcas en la ceniza: un mástil terminado por el extremo superior en doble gancho, por el otro en doble martillo, y atravesado en el medio por una ese horizontal; un cono truncado por una rodelita de la cual arrancaba hacia la derecha un martillo; un óvalo irregular con una tangente en la punta y paralelo á ésta un diámetro; un tridente cuyo acodillado mango remataba en media luna volcada...

Y como el cabo no se amostazaba por las burlas, los cuentos continuaron.

Un día el tigre, acompañado por su sobrino el zorro, salteaba en los montes. A eso de las doce, fatigado ya, se durmió á orillas de una represa, encargando á aquél la vigilancia de los alrededores.

Llegó á beber una manada de ovejas; pero el tigre despreció semejante gentuza.

Vino un buey. Muy viejo; no agradaba. Acudió un pollino. Mala carne; gusto á sandía!...

Por último, el centinela voceó:

—Tío, allá...á...á... viene un polvito...

—Qué polvito será, Juan?

—Un cojudo gordo como pa' rajarlo con la uña!

El tigre, atisbando desde las matas, saltó sobre el potro y de un zarpazo lo descalabró.

Comenzaron la carneada. Primero el tío se almorzó la sangre. Luego descuartizaron la res. Juan ayudaba en silencio, esperando las achuras; mas, según dijo el tigre, la consorte de la piel manchada apetecíale mucho; por lo que una vez acabada la faena, remuneró á su sobrino con la vejiga; y poniéndolo de atalaya otra vez, continuó su siesta.

Lo ojos hilarantes del cabo se animaban. Su tino de hombre experimentado acuminábase en malicia. Brincábale sobre el pecho la barba canosa; y remolón por habilidad de cuentista, encarnizábase con una pizca de coca que había quedado en el fondo de su escarcela.

Ah, viejo!...

Tuáutem de cualesquiera jolgorios, acreditábanlo al par sus mañas y la politrofia de su vientre insaturable.

—Bueno, pues:

Juan contemplaba la achura inservible, muerto de hambre. Por distraerse la infló, mientras combinaba proyectos de hartazgo, hasta que al fin sacó partido de su propia escasez.

Atrapó y encerró en la vejiga diez moscardones de los que la carne había atraído, atando el perendengue á la cola de su tío cuyo sueño interrumpió al grito:

—Tropel, tropel de gente!...

El tigre pegó su oreja al suelo. Engañolo el zumbido del espantajo, y abandonando su presa se hizo humo, perseguido por la vejiga de moscardones.

Desde esa vez, cada que el zorro halla una carroña, esconde antes de aprovecharla, una tajada en la inmediación; y no bien percibe al pariente, huye, pero con la provisión asegurada.


El alférez picaba tabaco en el revés de su carona. Mordía la daga el mazo, y de tiempo en tiempo su dueño iba chaireándola sobre las piedras que en trébedes sostenían la pava. Sólo aquellas lameduras de acero turbaban el silencio. Completada la ración de vicio, el hombre la embolsó en su tabaquera ajustando la jareta gravemente. En las acartonadas tejas de la lechiguana esparcidas sobre un tronco, brillaban cual ringleras de topacios los alveolillos llenos de miel.

Pidiose otro cuento al cabo, inagotable en eso. Queríanlo y respetábanlo á la vez por su capacidad, así trapaceara un pleito como cateara una mina. Ninguno era más industrioso en expedientes culinarios, desde asar envuelto en lodo el pescado para reemplazar el horno, hasta aprontar al vuelo una aloja, improvisando con un guardamonte el noque. No se desprendía de una limeta con enjundia de avestruz para las desortijaduras y de una lanceta que consistía en buido diente de vizcacha, para sajar ventosas. Celebrábase sus narraciones y se le oía noches enteras. Ahora redoblaba la atención, pues prometía un cuento de aparecidos.

—Un vecino de cierto lugar se murió y lo enterraron, practicándose á los ochos días el lavatorio de la viuda y los enseres del fallecido en un arroyo cercano. Y como de costumbre, lavaron también y ahorcaron á su perro.

Propalaban algunos que murió mal con la mujer — ánima bendita! — y que no había querido firmarle testamento. Sea como fuere, al año justo, una vez que oyera misa por su descanso en el pueblo, volvieron escoltando á la viuda hasta su hogar. Ésta se encerró en la alcoba, mientras su servidumbre agasajaba a los acompañantes sentados en torno de la casa, con chicha y coca, hasta que llegase la media noche y la patrona apareciese vestida de rojo, señalando á la vez el fin de su luto y el comienzo del baile con que se festejaba.

La noche era clara, aunque sin luna. En grupos cuchicheaban, unos de carreras, otros de noviazgos, otros del muerto. Las ropas de éste, planchadas como para la eternidad del día del lavatorio, usábalas ya un advenedizo; y la viuda, á quien habían dado por machorra las comadres, andaba con la barriga á la boca...

Así la comida de difuntos que esperaban tan rumbosa el próximo día de ánimas, quizá paraba en ambigú de casorio...

En esto de las murmuraciones, los perros se echaron á ulular. Espantáronlos; mas, á poca distancia, empezaron de nuevo; y lo mismo por tercera y cuarta vez. En balde colocaron los sombreros de los concurrentes boca abajo: el conjuro no se logró. Algunos notaron entonces que un can desconocido coreaba el lúgubre concierto; y otros que se acercaron, hubieron de reconocerlo al punto. Era el perro del finado!

Un chasquido espeluznó en ese momento á los hombres; pero el alférez, con una mirada á su bota, explicó aquello. Salía por el borde una espiga de chala, y al extraer de ella una hoja que peinaba con su puñal, había chillado...

Miráronse, sonrieron de seguridad, y el que cebaba el mate dulcificó su agua con otro poco de miel.

—... El extraño animal tomó de improviso el trote, llegó al límite del guarda-patio, y como nadie lo siguiera, repitió su trajín. Huchearon contra él á los otros perros, mas sin éxito. Entonces los mozos más guapos decidiéronse á seguirlo.

Cerca de allí quedaban unas taperas, vestigios de poblaciones que ya aun sus nombres no subsistían; y para allá se encaminaron, pero lo que pasó se ignoraba; pues cuando al rayar el día acudieron por los tales, uno sobre las piedras, otro entre las espinas, amortecidos por el insulto los hallaron. Y les quedó desde entonces un ronquido como de bestia.

¿Fué la Pacha Mama, fue el espíritu del difunto ó el diablo mismo aquello que los amedrentó?...

Apenas pudo averiguarse que uno de ellos, atrepellando al perro-fantasma, sólo asió una especie de tul evanescente, pronto evaporado entre sus dedos. La viuda malparió esa noche; y desde la misma, el animal asustó por aquellos andurriales. Temerle era lo peor, pues se empecinaba; de no, al primer latigazo que sonaba sobre su bulto fonge, se desvanecía.


La paz del bosque profundizábase en torno del fogón. El cristal de la noche vibraba con la reverberación de las estrellas, dispersando su claridad en un gris de hierro. Vahos de canícula atufaban la temperie. En las ráfagas de aroma forestal que la resina tonificaba, disolvíanse astringencias de aserrín. Destacábanse en negro las lomas como espaldas sobre la transparencia oscura. La Vía Láctea, volcando en el horizonte su curva fluvial, atordillaba de estrellas el cielo del sur. Al naciente, la luna aparecía en el borde de una nube semejante á la película del estaño en fusión. Un búho gimió á la distancia entre quién sabe qué espesuras, y ese quejido del pájaro agravó la soledad. Impregnados de infinito, los hombres experimentaron la inquietud del silencio. Allá lejísimo, una estrella errante trazó en la inmensidad su surco de lágrima...

El herido habló á su vez. Era un negro morrudo cuyos amores, así como su risa en frecuencia eterna, proverbiaban con jocoso renombre. Él sabía también, no un cuento, sino un sucedido en el que intervenía un perro.

Le aconteció en un viaje que había realizado como correo de la montonera. Un galopón tan bárbaro, que lo echó veinte días á la cama por la hinchazón de los pies.

Dirigíase á campo traviesa, rumbeando por las estrellas. Llevaba pliegos reservados cosidos en el ala de su sombrero. En las cañadas, á guisa de señales, anudaba mazos de paja que buscaría á tientas si el regreso se efectuaba de noche; y enterraba en las travesías, para asegurarse también la vuelta, odres de agua.

Cierta vez que un paso preciso de la sierra lo trajo al camino real, encontró en esa quebrada una apacheta. Aquel montón de piedras casi desaparecía bajo las mascadas de coca que depositaron encima los viajeros; pero como él no llevaba ninguna, agregó otra piedra para propiciar su viaje, y pasó, no sin advertir que un perrito flacucho, abandonando el pie del montículo, lo seguía.

Declinaba una tarde de julio, y los pájaros piaban con tristeza infinita. A través de los troncos, el poniente se diluía en sanguaza. El hombre carecía ya de provisiones, pues un poco de maíz tostado y de coca, restos del avío, formaron su último almuerzo esa mañana. Comería, si acaso, cogollos de palmera; mas ésto, á lo sumo, le entretendría el hambre...

Al anochecer desensilló en una cañada y fuese pesquisando al azar, moviendo los matorrales por si levantaba presa. Regresó con las manos vacías.

Displicente hacía su cama, tironeando los cojinillos y mascullando ternos á falta de cena mejor, cuando notó un movimiento bajo la cincha. Era el perrito que se le había apegado, y que famélico sin duda, mientras recorría él los pastizales, mascó un pedazo de correa.

Su enfado se desahogó en una furiosa puerilidad contra aquel hurto. Atropelló al animalito, y envasándole el cuchillo en la garganta, lo botó de un puntapié. El bultito peloteó, gimiendo, entre las malezas, parecido á un cepellón con sus cadejos llenos de cascarria; pero, sin tiempo para reflexionar sobre aquel acto, tal era su fatiga, el hombre se durmió arrebujado en el poncho.

Pasaron las horas. Blanqueaba en los bordes del cobertor un musgo de escarcha. El vientecillo galicinio empezaba á levantarse en agudo tiritamiento. Con elegancia melancólica palpitaba en el horizonte el ampo del lucero, avivando de tal modo su esplendor, que los objetos proyectaban sombras. El alba venía. Las constelaciones blanqueaban en la inmensidad como canteros de flores. Sobre la turgencia de las colinas apuntó el nimbo dilucular. Una vaga lividez estañaba las hojas.

De repente, el hombre sintió que le mesaban los cabellos. Irguiose sobresaltado, descolgándose el sueño de los ojos, facón en mano. Sobre la campiña, las manchas de flores claras parecían lagunas y el pajonal silbaba indecisamente. Algo debía ocurrir en esa quietud, pues el caballo, arpada la crin, bufaba furioso, sentándose en la punta de su cabestro.

Un matorral inmediato se movió; fosforecieron dos ojos en la espesura y un berrenchín de rabia atosigó al hombre: el hedor del tigre!

En un decir Jesús combinó la defensa. Sabía el método de su padre, famoso cazador á quien pagaban en las fincas doce reales por cabeza: un cojinillo en la mano izquierda, el facón bajo, la mirada fija. El animal, gruñendo, avanzaba achatado contra el cazador, que á su vez lo cubría de injurias: Canalla!... por qué no ofendía de frente!

Así transcurrió un minuto inacabable. El hombre, seca la garganta, achicado el estómago, en bocanadas de calor desahogaba la vinagrera del miedo: mas su mirada, siempre fija, seguía conteniendo la agresión, como si de su fondo de cueva brotara un brazo tendiéndose hacia el felino.

Éste se enderezó por fin, rugiendo. El caminante le echó el cojinillo á los ojos; y en tanto que atarazaba ese cuero, lo acribilló á puñaladas.

Pero entonces, pasado el riesgo, percibió junto á su cama al perrito medio degollado y se explicó todo. Habíase arrastrado hasta él cuando olfateó á la fiera; y privado de ladrar por su herida, le zamarreó los cabellos. Eso lo despertó; recordaba claramente. Y ahora, viendo su triunfo, meneaba la cola, lamía su brazo que el tigre magulló, hablaba con los ojos, á él, su verdugo, desangrándose todavía, agonizando casi...

No era suyo, no le debía otro servicio que un tajo por una mísera pitanza — claro, de hambre qué más iba a hacer! — y sin embargo, le salvaba la vida...

Un bostezo anguló la boca del cabo con exageración tan inoportuna, que á nadie engañó la procedencia del subsiguiente lagrimeo.

El otro seguía. Se puso a curar el perrito, costeándole médica cuando llegó á su lugar; y ya bueno, resulto una maravilla.

Cabrero de su majada, tanto se amaestró á regirla, que cuando se entreveraba con otra, apartaba su rodeo, llegada la hora, á dentelladas y ladridos. De noche tapaba el fuego con el hocico, sin quemarse. Se llamaba Cuál, chasqueando así con su nombre a los que por él preguntaban.

Un orgullo casi paternal embargaba al amo agradecido; y su risa, una risa carnuda de negro, que garbeaba alardes bonachones, devolvía á la plática su amenidad.

Llevaba consigo al animalito desde el comienzo de la campaña. Durante las peleas, metíase a esperarlo en algún hueco; y de ordinario, trepábase á la grupa, sentadito como una muchacha...

Cierto. Acordábanse de aquel cuzco barcino en el cual nadie había reparado hasta entonces, y que retozaba abocardando quiméricas guaridas, ó tuneaba con las perras del camino, muy confiado en su carlanca de tachuelas. Pero el herido hablaba otra vez.

Ahora sabrían por qué abordó con tamaño desatiento la pasada refriega. Era que cuando escaseaban los bastimentos y había combate, le mataba a su compañero un godo para desayuno.

Enderezose sobre un codo, renovada quizá con el movimiento alguna hemorragia, porque su rostro patibulario amarilleó á pesar de la negrura; abrió el poncho que lo tapaba, y apareció el animal afiliado á él como un parvulillo. Miraba un tanto encandilado repapilándose con dejadez de hartura una bocera de sangraza.

Su amo, escarbando bajo la cabecera, extrajo de allí un bulto liado en anchas hojas que despegó. Era un brazo medio roído, cuya mano se mantenía aún, indevorada. Y al gesto nauseabundo que respingó las narices del jefe, la bronca risotada del negro estalló justificándose:

—Qué canejo mi alférez!... A falta 'e pan güenas son tortas!