Varenka Olesova/II
II
El sábado por la mañana le ocurrió una pequeña desgracia: cuando estaba vistiéndose derribó la lámpara, que se hizo añicos. Algunas gotas de petróleo cayeron en una de sus botas, que no se había puesto aún. Como es natural, se la limpiaron; pero le parecía que el té, el pan, la manteca, hasta los cabellos primorosamente peinados de su hermana, olían a petróleo.
Esto le ponía de mal humor.
—Quítate la bota y colócala al sol—le aconsejó su hermana—. Así el petróleo se evaporará.
Mientras tanto, puedes ponerte las zapatillas de mi marido; están casi nuevas.
—No te molestes. Esto pasará.
—Pero ¿qué necesidad tienes de esperar a que pase? Diré que te traigan las zapatillas.
—No quiero, déjalas.
—¿Por qué? Son muy cómodas, afelpadas...
El catedrático estaba irritado por el olor a petróleo, y las palabras de su hermana le impacientaban.
—¿Piensas usarlas tú?—preguntó con una ironía maligna.
—Yo no; pero Alejandro sí las llevará.
—¿Quién es ese Alejandro?
—Benkovsky.
—Calla!—dijo Hipólito Sergueievich, con una risita seca—. ¡Vaya una fidelidad conmovedora a las zapatillas del marido! Además, es muy práctico.
—Estás hoy terrible!
La viuda miraba a su hermano con cara de mujer ofendida; su mirada era al mismo tiempo escrutadora. El lo notó y pensó enojado:
"Probablemente se figura que estoy de mal humor por la ausencia de Varenka." Es fácil que Benkovsky venga a almorzar!
—dijo la viuda, tras un corto silencio.
—Me alegro mucho—contestó él.
"Quiere que esté amable con mi futuro cuñado"—pensó.
Y tal idea despertó en su alma un sentimiento de fastidio.
Isabel Sergueievna decía, poniendo cuidadosamente manteca en un pedazo de pan:
—El sentido práctico es, a mi juicio, una cualidad muy apreciable, sobre todo en esta época en que nos amenaza la pobreza a los nobles. Y no comprendo por qué Benkovsky no puede llevar las zapatillas de mi marido.
"Y su sudario también, si has tenido cuidado de quitárselo y de guardarlo"—pensó él irónicamente, sirviéndose leche.
—Mi marido estaba bastante bien provisto de ropa. Y Benkovsky no es hombre acostumbrado al lujo; son muchos hermanos: cuatro varones y cinco hembras. Tienen la finca hipotecada. Les he comprado, en condiciones ventajosas, una biblioteca... Hay en ella muy buenos libros... Acaso encuentres algunos que puedan servirte... Alejandro sólo tiene su sueldo, que es muy mezquino.
—Hace mucho que le conoces ?—preguntó Hipólito Sergueievich, por decir algo.
Comprendía que debía hablar de Benkovsky, y no tenía ganas de hablar de nada.
—Hace cuatro años; pero de una manera más...
íntima, hace siete u ocho meses. Ya verás, es muy simpático. Apasionado, entusiasta, idealista, un poco decadente, a lo que parece... Ahora todos los jóvenes son algo decadentes; unos se inclinan al idealismo; otros, al materialismo. A mi me parece que ni unos ni otros son de una gran inteligencia.
—Hay también gente que profesa un "escepticismo de cien caballos", como dice uno de mis colegas.
Ella se echó a reir y replicó:
—Tiene gracia, aunque un poco burda. Yo también me inclino al escepticismo... al escepticismo saludable, que impide construir castillos en el aire y sirve de base a las ideas justas sobre la vida.
El catedrático se apresuró a acabar su té y se marchó, diciendo que quería poner en orden los libros que había llevado. Pero en su cuarto, a pesar de estar las ventanas abiertas, olía a petróleo. Hizo un gesto de repugnancia, y, cogiendo un libro, bajó al parque.
Allí, en la familia estrechamente unida de viejos árboles, años y años combatidos por las tempestades, reinaba un silencio melancólico y enervante. Hipólito Sergueievich se paseaba a lo largo de la avenida principal, sin abrir el libro, sin pensar en nada, sin desear nada.
Deteniéndose a la orilla del río, junto al bote, recordó el reflejo encantador de Varenka en el agua.
Me conduje como un colegial!—exclamó.
No obstante, le era grato pensar en ella.
Poco después, entró en el bote, se sentó en la popa y se puso a mirar al agua. El espectáculo era tan bello como hacía tres días; pero aquella mañana, sobre el fondo transparente del agua, no aparecía la figura blanca de la muchacha.
Encendió un cigarrillo y lo tiró al agua en seguida. "Ha sido una tontería venir—se dijo.
De qué puedo yo servir aquí? Mi hermana, por lo visto, me ha invitado, principalmente, para salvar las apariencias, para poder recibir, sin que se murmure, al señor Benkovsky. Es un papel poco respetable... En cuanto a ese señor Benkovsky, no debe de ser muy inteligente, si está en realidad enamorado de mi hermana... harto inteligente para él...
Después de pasar cerca de tres horas medio durmiendo, medio meditando, abordando con el pensamiento una porción de temas, sin detenerse mucho tiempo en ninguno, se levantó y se dirigió despacito a la casa, doliéndose de haber perdido inútilmente la mañana y decidido a entregarse lo más pronto posible al trabajo.
Al acercarse a la terraza vió a un joven esbelto, que llevaba una blusa blanca con cinturón de cuero. Estaba en pie, vuelto de espaldas a la avenida y se inclinaba sobre la mesa, como mirando algo.
Hipólito Sergueievich acortó el paso. "¿Es posible que sea Benkovsky?"—se preguntó.
El joven se irguió, se apartó de la frente, con un lindo ademán, los bucles de sus cabellos negros y se volvió hacia la avenida.
"¡Pero eso es un paje de la Edad Media!"—pensó Hipólito Sergueievich.
Benkovsky tenía un rostro oval, mate, pálido, que parecía fatigado por el brillo de sus grandes ojos negros en forma de almendra. Adornaba su linda boca un bigotito negro, y unos bucles desordenados negreaban sobre su frente comba. Era bajo, pero la flexibilidad de su cuerpo, elegante y bien proporcionado, disimulaba este defecto.
Miraba a Hipólito Sergueievich con mirada de miope y había un no sé qué muy simpático, pero al mismo tiempo enfermizo, en su pálido rostro.
Con un traje de terciopelo y un sombrero de plumas hubiera parecido, en efecto, un paje medioeval.
—¡Soy Benkovsky!—dijo, tendiendo a Hipólito Sergueievich, que subía la escalinata, su mano blanca, de dedos de músico, finos y largos.
El joven sabio se la estrechó fuertemente.
Durante cerca de un minuto, ambos callaron, un poco cohibidos. Luego, Hipólito Sergueievich empezó a elogiar el parque. El joven le contestaba brevemente, sólo por cortesía y sin manifestar el menor interés por su interlocutor.
No tardó en aparecer Isabel Sergueievna. Vestía una holgada bata blanca, con encajes negros, y rodeaba su cintura un largo cordón, negro también, con flecos en los extremos. Aquella "toilette" armonizaba con su rostro severo y prestaba cierta majestad a sus facciones regulares. El placer teñía de rosa sus mejillas, y sus ojos fríos miraban con animación.
—En seguida vamos a sentarnos a la mesa—declaró. Tendremos helado de postre... ¿Alejandro Petrovich, por qué tiene usted una cara tan triste?... A propósito, ¿no ha olvidado usted a Schubert?
—¡No, lo he traído y también los libros!—dijo el joven, mirándola con ojos de pasión y de ensueño.
Hipólito Sergueievich no se encontraba a gusto:
veía que el gentil mancebo había decidido no darse cuenta de su existencia.
—Muy bien!—sonrió la viuda a Benkovsky—.
Después de almorzar haremos música.
¡Como usted quiera!—se inclinó el joven.
El ligero saludo fué una monería; pero Hipólito Sergueievich contuvo con trabajo una sonrisa irónica.
—Sí, lo quiero!—dijo la viuda con coquetería.
—¿Le gusta a usted Schubert?—preguntó Hipólito Sergueievich.
—Sí. Naturalmente, el primero es Beethoven, el Shakespeare de la música—respondió Benkovsky, volviendo los ojos hacia él.
Hipólito Sergueievich había oído muchas veces llamar a Beethoven el Shakespeare de la música, sin que ese misterio le interesase poco ni mucho; pero el mancebo le interesaba, y preguntó seriamente:
—¿Por qué juzga usted a Beethoven superior a los demás?
—Porque es más idealista que todos los demás grandes músicos.
—¿Sí? Entonces usted se inclina ante los idealistas...
—¿Qué duda cabe? No ignoro que usted es materialista: he leído sus artículos—respondió Benkovsky, con un brillo extraño en los ojos.
"Está dispuesto a declararme la guerra—se dijo Hipólito Sergueievich—. Es un buen muchacho, franco, y, probablemente, honrado hasta la santidad." Y su simpatía por aquel idealista, condenado a llevar las zapatillas del difunto, aumentó.
—¿Entonces, somos enemigos?—sonrió.
¡Claro, no podemos ser amigos!—dijo el otro con ardor.
—¡Señores!—les gritó Isabel Sergueievna desde dentro. No olviden ustedes que acaban de conocerse.
La doncella Macha, haciendo ruido con la vajilla, ponía la mesa y lanzaba, con disimulo, a Benkovsky miradas llenas de admiración. Hipólito Sergueievich le miraba también, y pensaba que había que trataile con mucha consideración y que convenía evitar discusiones, dado que, por lo visto, el joven se apasionaba en extremo cuando discutía. Pero Benkovsky le miraba con ojos brillantes, estremecido de emoción: no podía disimular su deseo ardiente de hablar, y se veía el trabajo que le costaba dominarlo. Hipólito Sergueievich decidió ser con él reservado y cortés.
Su hermana, ya sentada a la mesa, les dirigía, ora al uno, ora al otro, frases banales y bromas; uno le respondía con la negligencia familiar de un pariente, y otro, con la solicitud de un enamorado.
Los tres se sentían un poco cohibidos, y se vigilaban unos a otros y a sí mismos.
Macha apareció con la sopera.
A la mesa, señores!—invitó la dueña de la casa, armándose de un cucharón para servir la sopa. Quieren ustedes antes una copita de "vodka"?
¡Yo, con mil amores!—dijo Hipólito Sergueievich, Y yo no, si usted me lo permite!—declaró Benkovsky.
Se lo permito gustosísima; pero... algunas veces bebe usted.
—Ahora no quiero.
"No quiere beber con un materialista" pensó Hipólito Sergueievich.
La suculenta sopa de empanaditas o quizá la conducta correcta de Hipólito Sergueievich parecieron suavizar un poco el brillo severo de los ojos negros del joven, que dijo, servido ya el segundo plato:
¡Quizá haya usted juzgado provocativa mi contestación a su pregunta de si somos enemigos.
Confieso que no he estado muy cortés; pero creo que las relaciones entre los hombres deben ser algo libre de todo convencionalismo.
—Completamente de acuerdo — le sonrió Hipólito Sergueievich—. La sencillez de las relaciones entre los hombres es una cosa que me encanta. Y su franqueza de usted, permítame que se lo diga, me ha gustado mucho.
Benkovsky sonrió tristemente.
—Somos realmente enemigos en el terreno de las ideas y no podemos ocultarlo. Elogia usted la sencillez, y estamos de acuerdo; pero... la concebimos de un modo distinto...
—¿Sí?
Claro. Si usted es fiel a las ideas expuestas en su artículo...
—Claro que lo soy, yo no me traiciono.
—Entonces, su concepto de la sencillez es un poco... brutal, demasiado materialista. Pero dejemos eso. Diga usted: concibiendo la vida como un mecanismo que lo elabora todo, incluso las ideas, no echa usted de menos ese mundo misterioso y bello que usted hace morir a manos de la química y reduce a una simple mutación de las partículas de la materia?
—No, no lo echo de menos, porque me doy clara cuenta del lugar que ocupo en el gran mecanismo de la vida, mucho más poético que todas las fantasías. En cuanto a las manifestaciones metafísicas del sentimiento y del espíritu, ¿qué quiere usted que le diga?... Es cuestión de gusto. No se sabe aún lo que sea la belleza. Desde luego, lo sensato es considerarla un fenómeno fisiológico.
Uno, al referirse al adversario y sus errores, hablaba con voz sorda, llena de tristeza, como lamentándose; el otro lo hacía con tono tranquilo, seguro de su superioridad intelectual, evitando las palabras molestas para el adversario, que se emplean tanto cuando dos hombres disputan por saber de qué lado se encuentra la verdad.
Isabel Sergueievna los contemplaba con una fina sonrisa, y comía tranquilamente, chupando con cuidado los huesos del ave. Desde la puerta, Macha miraba, curiosa, esforzándose en comprender lo que hablaban los señores, según se desprendía del trabajo mental pintado en su rostro y de la fijeza un poco estúpida de sus ojos, habitualmente acariciadores y algo picarescos.
—Usted habla de la realidad—continuó Benkovsky. Pero qué es esa famosa realidad, si todo cuanto nos rodea y nosotros mismos no somos, según usted, sino producto de la química y un mecanismo que trabaja sin tregua? En todas partes, y siempre, el movimiento, sin un segundo de reposo. ¿Cómo es posible, pues, penetrar el sentido de tal realidad, si uno cambia a cada momento y es ahora un ser distinto del que era un minuto antes? Usted y yo no somos sino materia, según usted. Pero el mejor día yaceremos sin vida bajo los iconos, apestando el aire con el olor de nuestra podredumbre. Sólo quedarán de nosotros sobre la tierra fotografías viejas, que no le dirán nunca a nadie las alegrías y las penas de nuestra existencia, devorada por lo desconocido. No es horrible pensar que todos nosotros, seres pensantes y sensibles, sólo vivimos para convertirnos en podredumbre?
Hipólito Sergueievich escuchaba atento este discurso, y pensaba:
"Si estuvieras seguro de que posees la verdad, estarías tranquilo. Pero gritas no por defender el idealismo, sino porque tienes los nervios demasiado débiles." Y Benkovsky, mirándole con ojos de fuego, continuaba sin interrupirse:
—Usted me habla de la ciencia, ¡muy bien!
Yo me inclino ante la ciencia, como ante un poderoso esfuerzo del espíritu intentando romper las cadenas del misterio que nos envuelve. Pero a la luz de la ciencia me veo en el mismo sitio en que estaban mis antepasados, que creían firmemente que el trueno era el ruido del carro del profeta Elías paseándose por el cielo. Yo no creo eso; yo sé que el trueno es producido por la electricidad; mas tal creencia, ¿es más clara que la de mis antepasados? Es más complicada, y tan incomprensible como la ley del movimiento y todas las demás leyes físicas. A veces, me parece que la ciencia no hace más que complicar las cosas. Creo que es bueno creer, y se me dice:
"No se trata de creer, sino de saber." Quiero saber qué es la materia, y me contestan, textualmente, de esta manera: "La materia es el contenido de la parte del espacio en que experimentamos tal o cual sensación." Es esto una respuesta? Es burlarse de quien busca sincera y apasionadamente soluciones a los problemas que turban su espíritu. Se responde con burlas hasta a mi deseo de conocer el objeto de mi existencia.
Y, sin embargo, yo vivo, yo sufro y yo tengo derecho a exigir de los que han monopolizado la ciencia una respuesta categórica.
Hipólito Sergueievich miraba de reojo el rostro alterado de Benkovsky, y comprendía que a aquel joven había que contestarle con palabras igualesa las suyas en ímpetu sentimental. Tenía ganas de discutir, de luchar. Los enormes ojos del poeta se habían tornado más grandes aún y más ardientes. Jadeaba y agitaba su fina mano blanca, que cerraba a veces como si amenazase a sus enemigos.
Sin dar nada, le habéis quitado mucho a la vida. A todas las quejas respondéis con un desprecio altivo, que no es otra cosa que vuestra impotencia para contestar con una respuesta precisa... y vuestra dureza de corazón. Se os pide pan espiritual, y la piedra de la negación es vuestra dádiva. Habéis devastado la vida, y si no asistimos ya a ejemplos de amor y sacrificio es por vuestra culpa, porque sois esclavos de la razón, a la que habéis entregado el alma, y la pobre alma se muere, enferma y miserable. Y, sin embargo, la vida sigue siendo una sucesión de dolores y necesita héroes. ¿Dónde están los héroes?
"¡Es un verdadero poseído!"—se dijo Hipólito Sergueievich, sintiendo una impresión desagradable al mirar agitarse ante él aquel manojo de nervios. Trataba de interrumpir la elocuencia torrencial de su futuro cuñado; pero sus esfuerzos eran inútiles; el joven, arrebatado por sus propias palabras, no oía ni veía nada. Se diría que llevaba en el fondo del corazón aquellas quejas hacía mucho tiempo, y que se complacía en lanzarlas al viento ante uno de los que, a su juicio, habían estropeado la vida.
Isabel Sergueievna le miraba con admiración, entornando los ojos, en los que brillaban de yez en cuando chispas de sensualidad.
—En todo lo que ha expuesto usted con tanta energía y elocuencia—dijo tranquilamente y con tono afectuoso Hipólito Sergueievich—hay mucha sinceridad y mucho ingenio...
"¿Qué podría yo decirle que le apaciguara?" —pensaba.
Su hermana le sacó del apuro. Había ya acabado de comer y se reclinaba en el respaldo del sillón. Su cabellera, peinada en forma de corona, a la antigua usanza, armonizaba con la expresión autoritaria de su rostro. Sus labios, entreabiertos por una sonrisa, dejaban ver la blanca hilera, fina como el filo de un cuchillo, de sus dientes. Interrumpiendo con un gracioso ademán a su hermano, dijo:
—Permítanme ustedes meter baza. Un sabio ha dicho: "Hacen mal los que declaran: Esta es la verdad; pero los que se oponen a ellos no tienen tampoco razón. Sólo tienen razón Dios y el Diablo, en cuya existencia no creo; pero que deben encontrarse en alguna parte, porque ellos han hecho la vida tan compleja. ¿No me entendéis?
Sin embargo, hablo el mismo lenguaje humano que vosotros. Pero toda la sabiduría de los siglos la encierro en una sola frase, para que podáis ver toda la mezquindad de vuestra sabiduría.
Terminado el pequeño discurso, preguntó sonriendo:
—¡Qué les parece a ustedes esta sentencia?
Su hermano se encogió de hombros con desdén.
Estaba indignado por sus palabras; pero al mismo tiempo satisfecho al ver que había apaciguado a Benkovsky.
Con éste había ocurrido algo extraño. Cuando su novia comenzó a hablar, se pintó en su rostro la admiración; pero a medida que hablaba, la admiración se iba convirtiendo en espanto. El joven quería en vano contestar; pues su lengua parecía paralizada. Ella, muy tranquila, no apartaba los ojos de la cara de Benkovsky, y observaba con satisfacción el efecto que le producían sus palabras, según se desprendía de la expresión de su semblante.
—A mí me parece—añadió tras un corto silencio que toda la ciencia de gruesos volúmenes de filosofía está concentrada en esas palabras.
—Hasta cierto punto, tienes razón—dijo su hermano, sonriendo con una sonrisa agridulce—. Sin embargo...
—Según usted—exclamó Benkovsky, mirando a su novia con dolor—, ¿hay que apagar las últimas chispas del fuego de Prometeo, que arde en nuestros corazones y ennoblece nuestra existencia?
—No... Si producen algo bueno, positivo...—replicó ella sin dejar de sonreír.
—Me parece que tu criterio sobre lo positivo es un poco... arriesgado...—le dijo secamente su hermano.
—¡Isabel Sergueievna!—exclamó Benkovsky, de nuevo lleno de pasión—. Usted que es mujer, dígame: No siente turbada su alma por el gran movimiento en pro de la emancipación femenina?
—Sí, es interesante...
—¿Nada más?
Pero yo creo que ese movimiento sólo refleja las aspiraciones de las mujeres que están... de más... Se han quedado fuera de la vida porque no son bellas, o, tal vez, porque si lo son no comprenden la fuerza de su belleza ni sienten la necesidad de dominar al hombre. Esas mujeres están de más en el festín de la vida por muchas razones... Pero dejemos eso... Tomemos el helado.
Benkovsky recibió en silencio, de manos de su novia, un vasito vende, y se puso a mirar con fijeza la masa blanca que lo llenaba, frotándose, nervioso, la frente, temblorosa la mano de emoción contenida.
El catedrático miraba a su hermana, pensando que toda aquella conversación había provocado en él un sentimiento de fastidio, al que se mezclaba la compasión por Benkovsky.
Se levantó y encendió un cigarrillo.
— Vamos a hacer música?—preguntó la viuda a Benkovsky.
El joven se inclinó dócilmente ante ella. Ambos se dirigieron al interior, donde no tardaron en oírse los sones del piano y los acordes de un violín.
Hipólito Sergueievich, sentado en un cómodo sillón, junto a la balaustrada, protegido del sol por la parra salvaje que subía hasta el tejado, a lo largo de unos bramantes, podía oir cuanto hablaban su hermana y Benkovsky: las ventanas del salón en que se encontraban daban al parque y no estaban cerradas sino por la fronda de las flores.
—¿Ha escrito usted algo desde su última visita?—preguntó Isabel Sergueievna, acordando el piano con el violín.
—Sí; un poemita.
—¡Léalo!
—A la verdad, no estoy de humor.
—¿Quiere usted que le rueguen?
—No; pero... preferiría recitarle a usted los versos que estoy componiendo en este instante.
Se lo suplico!
—Sí, se los recitaré. Pero no han hecho más que nacer... Me los ha inspirado usted.
—Es para mí una gran alegría.
—No sé si habla usted sinceramente...
"Sería mejor que me fuese de aquí"—se dijo Hipólito Sergueievich; pero se sentía demasiado perezoso para levantarse, y se quedó, diciéndose que ellos no ignorarían probablemente su presencia en la terraza.
Momentos después oyó la voz sorda de Benkovsky:
"La luz lunar de tu beldad tranquila
turba mi corazón profundamente...
¿Te burlarás, acaso, de mis sueflos?
¿Me escucharás, quizá, sin comprenderme?"
"Temo que sea demasiado tarde para hacer esas preguntas"—pensó Hipólito Sergueievich, con una sonrisa irónica.
"No hay calor en el brillo de tus ojos;
con su ironía tus palabras hieren;
no conoces los sueñios insensatos
de mi alma"...
"Y, sin embargo, los sueños son tan bellos,
llenos de canciones y esperanzas"...
"No, yo no puedo seguir aquí!"—se dijo re sueltamente Hipólito Sergueievich.
"Esperas tu perdición"—acabó mentalmente el catedrático, levantándose e internándose por la avenida, en el corazón del parque.
Su hermana le asombraba: no era bastante bella para inspirar a aquel joven un amor tan apasionado. Seguramente lo había conseguido oponiéndose a su amor naciente. En tal caso, había que reconocer que no carecía de entereza, pues Benkovsky era hermoso, y la oposición no debía serle fácil a una mujer. Su deber de hermano y de hombre honrado era, quizá, hablarle a su hermana del verdadero carácter de sus relaciones con aquel muchacho, loco de amor? ¿Pero de qué podía servir ya semejante conversación? Además, él no era bastante competente en materias eróticas. Sin embargo, había que indicarle a Isabel que arrastraba a aquel joven a la perdición, si no le ayudaba a apagar su fuego amoroso y a ser más razonable en sus sentimientos e ideas.
"¿Qué sucedería si esta antorcha de pasión ardiese ante Varenka?"—se preguntó de pronto.
No se tomó el trabajo de contestar a esta pregunta, y empezó a pensar en la muchacha. ¿Qué haría en aquel momento? Quizá estuviera dándole bofetadas a su Nikon, o paseando, en su butaca de paralítico, a su padre. Y al pensarlo, se sintió inquieto, disgustado. Había que abrir, a toda costa, los ojos de la muchacha y hacerle conocer las corrientes modernas de las ideas. ¡Qué lástima que viviese tan lejos y no fuera posible verla con más frecuencia, para ir acabando con todos sus prejuicios!
El parque estaba lleno de calma y de frescura perfumada. De la casa llegaban los sonidos melodiosos del violín y los acordes nerviosos del piano, mezclados en ruegos, en quejas, en apasionados arrebatos.
También se oía música en el cielo: cantaban las alondras. En una rama de tilo, negro como un carbón y con las plumas erizadas, un mirlo se picoteaba el pecho y silbaba irónicamente, mirando de reojo al hombre meditabundo que se paseaba por la avenida, sonriente y con los ojos fijos en la lejanía.
A la caída de la tarde, cuando estaban tomando el té, Benkovsky, más tranquilo, no parecía ya un poseído. Isabel Sergueievna parecía también más suave. Advirtiéndolo, Hipólito Sergueievich se consideró a salvo de discusiones trascendentales, y se alegró mucho.
—¿Por qué no nos cuentas algo de Petrogrado? le preguntó su hermana.
—Qué se puede contar? Es una ciudad muy grande y populosa, muy húmeda...
La gente es seca!—le interrumpió Benkovsky.
—No toda: hay personas que más bien parecen pollos mojados y que están cubiertas por el musgo de supervivencias ancestrales. La gente en todas partes es muy diversa.
—Afortunadamente—exclamó Benkovsky.
—Sí; la vida sería terriblemente aburrida si toda la gente fuera igual—asintió Isabel Sergueievna. Bueno, y los intelectuales en Petro—grado, siguen aún entusiasmándose con el "mujik", o está ya en baja ese entusiasmo?
—Empieza a decaer.
—Eso es muy natural en los intelectuales de nuestra época— dijo soriendo Benkovsky—. No ocurría así en la época en que los intelectuales pertenecían, en su mayoría, a la nobleza. Ahora, cuando el hijo de cualquier especulador, de cualquier comerciante o de cualquier empleado público puede convertirse en intelectual con la lectura de dos o tres libros populares, la vida de los campesinos no interesa a los escritores.
Acaso nuestros intelectuales conocen el campo?
Sólo lo consideran como un lugar donde se puede pasar agradablemente el verano. La aldea es para ellos una "villégiature". Veranean toda su vida: nacen, viven y desaparecen, dejando tras ellos papeles y todo género de desperdicios, como los que vienen a veranear a la aldea y a sus alrededores. Otros vendrán tras ellos y barrerán todas esas inmundicias y hasta la memoria de los intelectuales sin corazón, sin energía, de esta triste época.
—¿Y quiénes serán esos otros? ¿La nobleza resucitada?—preguntó Hipólito Sergueievich.
—Usted me ha entendido de un modo... poco halagüeño para usted. ¡Le pido perdón!—replicó irónicamente Benkovsky.
—Le he preguntado a usted tan sólo quiénes son los que han de reemplazar a los intelectuales de hoy.
—Los representantes de la clase campesina ilustrada... hombres con un intenso sentimiento de su dignidad, sedientos de saber, fuertes, dispuestos a la acción.
Los saludo por adelantado!—dijo con tono indiferente Hipólito Sergueievich.
—Sí; hay que reconocer que la Rusia aldeana comienza a producir algo nuevo—dijo, conciliadora, Isabel Sergueievna—. Aquí, en nuestra aldea, hay muchachos muy interesantes: dos jóvenes campesinos, Ivan y Grigori Chajov, que se han echado al cuerpo la mitad de mi biblioteca, Akim Mozirev, que asegura que "lo comprende todo". Y es verdad, su capacidad es muy grande.
Le he dado a leer un tratado de Física, y después le he hecho un pequeño examen; pues bien:
me ha expuesto con tanta claridad la ley del equilibrio y de la gravedad, que me ha maravillado. "Si usted lo comprende—me ha dicho—, ¿por qué no he de comprenderlo yo también?
Los libros se han escrito para todo el mundo"...
Sí, hay campesinos muy inteligentes. Por desgracia, el sentimiento de su dignidad no es, por ahora, muy intenso y sólo se manifiesta con groserías. Son groseros hasta conmigo; pero yo no hago caso y no me quejo a las autoridades, porque estoy al tanto de que en este terreno pueden nacer flores de fuego... y el mejor día puede uno ver su casa convertida en cenizas.
Hipólito Sergueievich se sonrió. Benkovsky miro a su novia con tristeza.
Así, en una conversación superficial, sin herirse unos a otros el amor propio, permanecieron hasta las diez. Después, Isabel Sergueievna y Benkovsky entraron de nuevo en la casa y se entregaron a la música. Hipólito Sergueievich se despidió de ellos y se fué a su cuarto. Notó que su futuro cuñado no hizo el menor esfuerzo para disimular el gusto con que se separaba del hermano de su adorada.
Se sabe lo que quiere saberse, y después el fastidio acude a nuestra alma, como recompensa de nuestro deseo de saber.
Así pensaba el joven sabio, cuando se sentó ante la mesa para escribir algunas cartas. No se le ocultaban los móviles de las relaciones originales de su hermana con Benkovsky, y se daba cuenta de su papel en aquel juego. Sin embargo, era tanta su indiferencia, que ni el proceder de su hermana le indignaba.
No tardó en dejar la pluma y apagar la lámpara.
Cuando la habitación quedó a obscuras, se acercó a la ventana.
Un silencio de muerte reinaba en el parque, iluminado por la luna, que parecía verde, vista al través de los cristales.
Bajo la ventana se deslizó una sombra y desapareció en seguida, oyéndose un leve rumor de ramaje agitado. El catedrático abrió los cristales, se asomó y vió la bata blanca de la doncella Macha.
"Si la señora se limita a jugar al amor—se dijo sonriendo, al menos su doncella ama en realidad."
Lentamente fueron sucediéndose los días, a modo de gotas que cayesen en el océano de la eternidad, y todos se parecían de una manera fastidiosa. La vida era monótona, y el trabajo no adelantaba; pues el brillo ardiente del sol, los perfumes enervantes del parque y las noches llenas de luna predisponían a la perezosa inacción y al ensueño.
Hipólito Sergueievich gozaba tranquilamente de una vida vegetativa, demorando todos los días para el siguiente el cumplir su propósito de entregarse al trabajo. A veces, enojado, se reprochaba su inactividad, su falta de voluntad; pero las ganas de trabajar no llegaban nunca, y atribuía su pereza a la tendencia de su organismo a acumular energías. Despertábase por la mañana, tras un sueño profundo y sano, y, desperezándose, notaba sus músculos tensos, elástica su piel, su respiración libre y honda.
La mala costumbre de las conversaciones filosóficas, bastante arraigada en su hermana, según veía, le irritaba al principio; pero no tardó en habituarse a tal defecto. Demostró, de un modo inofensivo, con tanta amenidad, la inutilidad de la filosofía, que Isabel Sergueievna empezó a discurrir menos.
Casi todos los días, después de la visita de Benkovsky, el catedrático se prometía hablaile a su hermana de sus relaciones con el joven; pero nunca lo realizaba, renunciando, sin darse cuenta, a intervenir en tal asunto. Además, se decía que no era posible saber cuál de los dos sería másdesgraciado, cuando volviese la razón a la cabeza inflamada del amador; lo cual sucedería el día menos pensado, pues el joven ardía en un incendio de pasión, y el fuego se apagaría fatalmente. Su hermana no igncraba que era mayor que el mozo, y si resultaba castigada, ¿qué se le iba a hacer?: era justo.
Varenka iba con bastante frecuencia. Se paseaban en bote, ya los dos solos, ya en compañía de Isabel Sergeievna; pero nunca con Benkovsky. Se paseaban también por el bosque. Una tarde fueron en coche a un convento situado a veinte verstas de la aldea.
La muchacha seguía gustándole. Aunque le indignaba a menudo con sus palabras, su compañía le era muy grata. Le hacía reír su ingenuidad, de la que procuraba no abusar. Admiraba su rectitud, aunque la perseverancia con que se resistía a sus tentativas apostólicodocentes hería su amor propio.
Y con una frecuencia creciente se preguntaba:
"No tendré bastante energía para acabar con todos sus prejuicios, con todas sus tontunas?
Aunque cuando se hallaba solo sentía una necesidad imperiosa de romper las cadenas de estupidez, que sujetaban la inteligencia de la joven, en cuanto la veía relegaba a segundo término su decisión. A veces, la escuchaba con tanto interés como si quisiera aprender algo de ella, y se daba cuenta de que había en ella una fuerza que ponía trabas a la libertad de su espíritu. No pocas veces, cuando se le ocurría un argumento de fuerza y claridad bastantes para probarle de un modo rotundo lo equivocado de sus ideas, no lo utilizaba, diríase que no se atrevía a utilizarlo.
"Acaso se deba esto a que no estoy seguro yo mismo de poseer la verdad"—pensaba.
Una de las razones que hacían difícil su empresa era que la muchacha estaba por completo "in albis" en lo relativo a las ideas corrientes.
Había que empezar por el alfabeto. Sus "porqués" y sus "cómos" le obligaban a sumergirse en profundidades teóricas, donde ella se perdía. Una vez, cansada de sus contradicciones, la muchacha le expuso su propia filosofía, en los siguientes términos:
Dios me ha creado, como a todos los seres humanos, a su imagen y semejanza; por tanto, todo lo que hago lo hago según su voluntad, y mi vida es dirigida por él. Dios conoce mi vida, y eso me basta. Hace usted mal en atormentarme.
Con una frecuencia creciente despertaba en él la sensualidad; pero él se mantenía siempre sobre sí, y a costa de grandes esfuerzos, cada vez más violentos, lograba dominar sus impulsos eróticos.
Procuraba incluso ocultárselos a sí mismo, y cuando no lo conseguía, solía decirse, con una sonrisa confusa:
"Bueno, ¿qué tiene de particular... sobre todo siendo tan guapa? Yo soy un hombre, y mi organismo, merced al sol y al aire del campo, se fortalece de día en día... Sí, es muy natural; pero, por fortuna, los aspectos extraños de su psicología impedirán que me enamore." La razón humana adquiere una actividad y una flexibilidad grandísimas cuando el hombre quiere disfrazar sus sentimientos y ocultar el verdadero carácter de las exigencias de su naturaleza. En su estado primitivo, todos los sentimientos son rectos y francos, como todas las fuerzas; pero pierden su rectitud y se tornan meramente brutales cuando los destroza la vida o los desnaturalizan los esfuerzos para someterlos a la razón fría; y entonces, queriendo disimular su condición brutal y débil, intentan, ayudados por la razón, dar apariencias de verdad a la mentira.
Hipólito Sergueievich sabía disfrazar muy bien sus sentimientos, y se aseguraba a sí mismo que lo que sentía por Varenka era sólo interés espiritual.
A pesar de que se juzgaba incapaz de amarla de veras, en las profundidades de su alma se encendía, de cuando en cuando, la esperanza de poseerla. Esperaba secretamente incluso que se enamorase de él. Y, razonando sobre cuanto no le rebajaba a sus propios ojos, conseguía ocultarse lo que podía hacerle dudar de sí mismo.
Una tarde, tomando el té, su hermana le dijo:
—¿Sabes que mañana es el santo de Varenka Olesova? Habrá que ir a felicitarla. Yo daré con gusto ese paseo. Además, la carrera les sentará muy bien a los caballos.
—Sí, ve... Y felicítala también en mi nombre —contestó él, aunque deseaba ir también.
—Y tú? ¿No quieres acompañarme ?
—A la verdad, ni yo mismo lo sé... Me parece que no quiero; pero puedo ir, sin embargo.
—No es obligatorio—declaró la viuda, bajando los ojos para ocultar. su sonrisa.
— Naturalmente!—replicó el joven sabio con cierta irritación.
Reinó un largo silencio. Hipólito Sergueievich se reprochó severamente el querer evitar los encuentros con la muchacha, como si temiera sucumbir ante sus encantos.
—Me ha asegurado Varenka que su finca es muy pintoresca—dijo.
Y se puso encarnado, seguro de que su hermana le había comprendido muy bien; pero ella no lo dió a entender, y, por el contrario, fingió que quería persuadirle.
—¡Sí, vamos, te lo ruego! Verás qué finca má bonita. Además, iré más a gusto si vas tú conmigo. No emplearemos mucho tiempo, ¿quieres?
El aceptó, pero se puso de mal humor.
"Qué necesidad tengo de menti ?—se preguntaba con enojo. ¿Qué hay de vergonzoso o de no natural en que yo vaya a ver a una linda muchacha?" Y dejaba tales preguntas sin respuesta.
A la mañana siguiente se despertó temprano, y los primeros sonidos diurnos que llegaron a su oído fueron las palabras de su hermana:
—¡Qué sorpresa va a tener Hipólito!
Acompañaba tales palabras una alegre risa, que sólo podía ser la de Varenka.
Se incorporó en la cama, apartando la colcha, y se puso a escuchar, sonriente. Lo que sentía no llegaba a ser alegría; pero era el presentimiento de una alegría cercana, que le acariciaba los nervios.
Saltando de la cama, comenzó a vestirse con un apresuramiento que a él mismo le hacía reir.
¿Qué había ocurrido? ¿Era posible que hubiera ella ido el día de su santo a invitarlos? ¡Vaya una muchacha simpática!
Cuando entró en el salón, Varenka, con el aire cómico de una muchachita culpable bajó los ojos ante él, y, sin coger su mano tendida, dijo tímidamente:
Temo que usted...
—¡Figúrate! — exclamó Isabel Sergueievna—.
¡Se ha escapado de su casa!
—¿Cómo ha sido eso?
—En secreto—explicó Varenka.
—Ja, ja, ja!—rió la viuda.
—Pero por qué? ¿De quién ha huído usted?
—De los pretendientes!—confesó la muchacha, riendo. ¡Figúrese usted qué cara pondrán! Tía Luchitsky, que quiere casarme a toda costa, les ha dirigido invitaciones solemnes, ha preparado una porción de cosas buenas, pasteles, confituras, etcétera, como si yo tuviera lo menos un centenar de enamorados. Le he ayudado en los preparativos, y esta mañana, en cuanto me he levantado, he montado a caballo y me he venido aquí al galope. En casa he dejado unas letras diciendo que me iba a casa de Chervakov... Los Chervakov, comprende usted?, viven al lado de allá de casa, a veintitrés verstas de distancia.
El joven sabio la miraba riendo y sentía una cálida ternura invadir su corazón. Ella llevaba, como la mañana del primer paseo de ambos en bote, una holgada bata blanca, cuyos pliegues caían, a manera de arroyos, de sus hombros hasta sus pies, envolviendo su cuerpo como una nie..bla. Una sonrisa serena brillaba en sus ojos, y la alegría teñía de rosa sus mejillas.
—Le disgusta a usted?—le preguntó.
—¿El qué?
—No aprueba usted lo que he hecho? Comprendo que no ha sido correcto—dijo la muchacha con voz grave; pero al instante se echó a reir de nuevo.
Me imagino—continuó—la cara que habrán puesto! Irían, naturalmente, de punta en blanco, perfumados, y de repente... Estoy segura de que se emborracharán como cerdos para consolarse de su desventura.
—Son muchos?—preguntó Hipólito Sergueievich.
—Cuatro.
—El té está servido — anunció Isabel Sergueievna.
Y añadió:
—Te costará cara esta travesura, amiguita.
Has pensado en eso?
—No quiero pensar ahora en nada!—respondió Varenka con tono resuelto, sentándose a la mesa. No volveré hasta la noche a casa, después de haber pasado el día con ustedes. ¿A qué pensar por la mañana en lo que ocurrirá por la noche? Además, yo no le temo a nadie. Papá gruñirá, naturalmente; pero yo me iré a otra habitación para no oirle. La tía? Me quiere con locura. ¿Los enamorados? Puedo, si quiero, hacerles andar a cuatro patas. ¡Ja, ja, ja!
¡Tendría mucha gracia! Voy a ensayar... Chernoneboy no podrá hacerlo, porque padece del estómago.
—¡Varvara, estás loca!—le llamaba a la razón Isabel Sergueievna.
Ya no lo haré más!—prometió la muchacha, riendo hasta saltársele las lágrimas.
Pero durante largo rato siguió hablando de sus pretendientes de un modo humorístico, contagiándoles su alegría a sus dos interlocutores.
Mientras tomaban el té, no dejó de vibrar la risa en el aire.
Isabel Sergueievna reía con una especie de condescendencia para Varvara; Hipólito Sergueievich se esforzaba en permanecer serio y no lo conseguía.
Después del té empezaron a deliberar sobre lo que harían aquel día, cuyo principio era tan alegre.
Varenka propuso ir en bote al bosque y hacer allí té. Hipólito Sergueievich aprobó la proposición; pero su hermana declaró:
—No puedo tomar parte en vuestro paseo: tengo que ir a Sanino. Pensaba ir a tu casa, Varvara, y luego ir a Sanino, adonde ahora iré directamente.
El catedrático le dirigió a su hermana una mirada recelosa; le parecía que acababa de inventar toda aquella historia para dejarlo solo con Varvara; pero no vió pintarse en su rostro sino la contrariedad y la preocupación.
Varenka, aunque disgustada al principio por la declaración de Isabel Sergueievich, no tardó en animarse de nuevo.
—Bueno; peor para ti! Iremos, a pesar de todo. Verdad? Iremos muy lejos. Sólo te suplico que nos dejes llevar con nosotros a Grigori y a Macha.
—En cuanto a Grigori, no tengo inconveniente; pero Macha es imposible que os acompañe: tiene que servir el almuerzo.
—Si no habrá nadie para almorzar: tú te vas a casa de Benkovsky; nosotros no volveremos hasta la tarde.
—Bueno, puedes llevarte a Macha también.
Habiéndose quedado solo en el comedor, Hipólito Sergueievich encendió un cigarrillo, salió a la terraza y empezó a pasearse. La excursión le agradaba; pero Grigori y Macha le parecían una compañía inoportuna. Le cohibirían, de seguro; no podría hablar con libertad en su presencia.
Media hora después se encontraba, con Varenka, al lado del bote, mirando a Grigori prepararlo todo para la partida. Grigori era un joven campesino, rojo, de ojos azules, pecoso y aguileño.
¡Eh, tú, rojo! ¡Date prisa! ¡Los señores están esperando! le gritó Macha, colocando en el bote el samovar y una porción de envoltorios.
¡En seguida estará todo a punto!—respondió el otro, guiñándole el ojo a la doncella.
Hipólito Sergueievich los miró y comprendió quién era el que vagaba por la noche bajo sus ventanas.
— No sabe usted?—dijo Varenka, señalando con la cabeza a Grigori, cuando estuvieron sentados ya en el bote. Tiene aquí una reputación de sabio... de jurista...
No se burle usted de mí, Varvara Vasilievna protestó Grigori, sonriendo y enseñando sus dientes sólidos.
— En serio, Hipólito Sergueievich, conoce todas las leyes!—insistió Varenka.
—¿De veras, Grigori?—preguntó Hipólito Sergueievich.
—La señorita bromea. ¿Acaso pueden conocerse todas las leyes? Nadie las conoce todas.
— Ni el que las ha escrito?
—¿El señor Speransky? Murió hace mucho tiempo.
—Lee usted mucho? ¿Qué lee usted?—preguntó Hipólito Sergueievich, contemplando el rostro inteligente del joven, que manejaba hábilmente los remos.
—Sobre todo, las leyes, como dice la señorita—respondió el otro, señalando con sus ojos risueños a Varenka—. Por casualidad cayó en mis manos el volumen X del Código penal... Vi que era una cosa interesante y útil, y me puse a estudiarlo. Ahora estoy leyendo el volumen I. El primer artículo dice: "Nadie tiene derecho a alegar la ignorancia de las leyes"; pero yo creo que nadie las conoce. Además, no es preciso, ni mucho menos, conocerlas todas... El maestro de escuela me ha prometido procurarme la colección de las que se refieren a los campesinos, que debe de ser muy interesante.
—¿Ve usted?—dijo triunfante Varenka.
—Lee usted mucho, pues?
Cuando tengo algún tiempo libre. No faltan aquí libros: sólo Isabel Sergueievna tiene lo menos mil. Lo malo es que casi todos son novelas.
El bote avanzaba tranquilamente río arriba.
Las orillas se deslizaban rápidas en dirección contraria. Todo en torno era calma y aroma campestre. Hipólito Sergueievich miró a Varenka, cuya cara se hallaba vuelta hacia el recio remero, que, al par que hería con los remos la tersura del agua, hablaba de literatura, contento de ser escuchado por un sabio. Los ojos de Macha, que le contemplaban atentos, reflejaban el cariño y el orgullo.
—No me gusta leer las descripciones del sol naciente o poniente—decía Grigori—, ni de nada de lo que concierne a la Naturaleza; pues lo he visto millares de veces por mis propios ojos. Los bosques y los ríos me los sé de memoria. ¿Qué necesidad tengo de leer sus descripciones? Sin embargo, se habla de estas cosas en casi todos los libros. Me parece completamente inútil: cada uno concibe a su modo la salida del sol, y todo el mundo tiene ojos para verla. Lo interesante es la vida de los hombres. Lee uno y piensa: "¿ Qué harías tú en el lugar de éste o del otro personaje?" Aunque sabe uno que todo es mentira.
¿Qué es lo que es mentira?—preguntó Hipólito Sergueievich.
—Pues lo que se escribe en los libros. Todo es inventado. Por ejemplo, los campesinos... ¿se parecen a los campesinos que se describen en los libros? Se habla siempre de ellos con lástima, se les pinta muy estúpidos... Eso está muy mal. La gente lee esos libros y cree que es verdad cuanto se dice en ellos, y ¡claro! no conoce nunca a los campesinos... El campesino no tiene nada de estúpido ni de malo, contra lo que afirman los libros.
Aquella conversación aburría visiblemente a Varenka, que empezó a cantar a media voz, contemplando el paisaje de las orillas.
—¿Quiere usted, Hipólito Sergueievich—propuso, que vayamos un rato a pie por el bosque ?
Es estúpido estar inmóvil en el bote, achicharrándose al sol. Grigori y Macha irán en el bote hasta el barranco Savelov, donde prepararán el té y nos esperarán... ¡Grigori, desembárcanos! Me encanta comer y beber en el bosque, bajo el cielo abierto, bajo el sol... Se siente uno libre, como los vagabundos.
Momentos después, ambos se encontraban en tierra, sobre la arena de la orilla.
— Verdad—dijo ella con animación—que cuando se toca la tierra después del agua se experimenta una impresión especial? Tengo las botas llenas de arena... y un pie mojado. Esto hace sentir la vida, produce sensaciones tan pronto agradables como desagradables... ¡Mire usted qué aprisa va el bote!
El agua corría a sus pies y, surcada por el bote, sonaba dulcemente. El bote se dirigía como una flecha hacia el bosque, dejando tras sí una larga estela que brillaba al sol como si fuera de plata. Se veía reír a Grigori, y a Macha amenazarle con el puño.
—Son novios—dijo Varenka sonriendo—. Macha ya le ha pedido a su hermana de usted permiso para casarse con Grigori; pero Isabel Sergueievna no se lo ha dado aún; no el gustan loscriados casados. Pero en otoño, Grigori terminará aquí su servicio y se llevará a Macha. Son buenas personas los dos. Grigori me ruega que le dé en arrendamiento un poquito de tierra... diez o doce hectáreas; pero mientras papá viva no puedo complacerle. Lo siento. Sé que me pagaría con puntualidad. Sabe hacerlo todo: es herrero, cerrajero y segundo cochero, ahora, de su hermana de usted... Kokovich, el jefe del distrito, uno de mis enamorados, pretende que Grigori es un hombre peligroso, que no respeta a las autoridades.
—¿Es polaco ese Kokovich?
—No lo sé; quizá sea tártaro... Tiene una lengua muy gruesa y muy larga, que no le cabe en la boca, y con ese motivo pronuncia de un modo terrible... ¡Dios mío, cuanto barro!
Les interceptaba el camino un charco cubierto de musgo y rodeado de un barro pegajoso.
Hipólito Sergueievich lo miró y dijo:
—Hay que bordearlo.
—¿Para qué? ¿No puede usted saltarlo?—preguntó Varenka con indignación—. Para bordear este charco necesitaríamos mucho tiempo... ¡Vea si puede saltar! ¡Mire qué fácil es! Una, dos...
Y dió un salto hacia delante. Le pareció que la bata se desprendía de sus hombros y se cernía en el aire.
Dios mío cómo me he puesto!—gritó al otro lado del charco, con tono lastimero. No, no salte usted, mejor es que dé la vuelta. ¡Jesús, cuánto barro!
El catedrático la miraba, sonriendo vagamente, queriendo concretar una idea obscura que se insinuaba en su cerebro y sintiendo hundirse sus pies en la tierra húmeda. Al otro lado del charco, Varenka se sacudía, con un ligero ruido, la bata. Hipólito Sergueievich veía las medias "a—yadas, ceñidas a las finas piernas de la muchacha. Durante un momento pensó que el charco que los separaba era una a modo de advertencia para él y para ella; pero rechazó brutalmente dicha idea, llamándose imbécil, y se desvió del camino hacia los matorrales que lo bordeaban.
También por allí, para avanzar, tenía que pisar el agua, oculta por la hierba. Mojándose los pies, con una vaga decisión, llegó adonde estaba Varenka, que le mostró, haciendo una mueca de repugnancia, su bata manchada.
—¡Míreme usted! ¡Estoy buena!
El la miraba las grandes manchas, que resaltaban violentamente sobre la blancura de la tela.
—¡Estoy acostumbrado a verte tan pura, y me place tanto verte así, que una mancha en tu vestido proyecta una sombra negra sobre mi alma!
pronunció lentamente.
Y calló, fijando los ojos en el rostro asombrado de Varenka y sonriendo confuso.
La mirada de la muchacha se clavó en él de una manera interrogativa. Invadieron su corazón olas de calor y de ternura, prestas a convertirse en palabras mágicas que no había él dicho nunca a nadie, por la sencilla razón de que no las conocía.
—¿Qué ha dicho usted?—preguntó con insistencia Varenka.
El tono severo de la pregunta le estremeció.
Esforzándose en conservar la calma, empezó a explicarle, con voz grave:
—Le he citado a usted versos... de un poeta extranjero, que, en ruso, parecen prosa; pero..bien se ve que son versos, ¿verdad?... Si no me engaño, son italianos... no recuerdo ya... O puede que no haya tales versos, y las palabras que le he dicho pertenezcan a alguna novela... Se me han venido de pronto a la cabeza.
— Cómo son? Recítemelos otra vez—preguntó ella pensativa.
—Estoy acostumbrado...
Se detuvo, frotándose la frente.
—Tiene gracia, se me ha olvidado lo que acabo de recitar. ¡Palabra de honor, se me ha olvidado!
¡Bueno, en marcha!
Y Varenka echó a andar con aire resuelto.
Durante algunos minutos Hipólito Sergueievich guardó silencio, esforzándose en explicarse aquella escena extraña; pero sólo logró llegar a la conclusión de que había cometido una gran torpeza con Varenka, que avanzaba a su lado muda, con la cabeza baja y sin mirarle.
Aquel mutismo le inquietaba; le parecía que Varenka pensaba en él y de un modo poco halagüeño. Sin dar con la explicación que buscaba, dijo de repente, haciendo gala de un buen humor que no sentía:
¡Si sus pretendientes de usted supieran que está usted aquí!
Ella le miró, como si sus palabras la hubiesen despertado de un profundo sueño; pero poco a poco la expresión grave de su rostro fué tornándose sencilla y dulce como la de un niño.
—Sí, se ofenderían... Sin embargo, lo han de saber, esté usted seguro. Y quizá piensen muy mal de mí.
—¿Y usted, tiene miedo?
—¿De esos señores?—preguntó Varenka con voz suave, mas llena de cólera.
—Perdone la estúpida pregunta.
—No estoy enfadada. Usted no me conoce...
Usted no sabe hasta qué punto me son antipáticos. A veces me dan ganas de tirarlos a mis pies y pisotearlos, tapándoles la boca para que no pudieran hablar. ¡Oh, qué horror de hombres!
En los ojos de la muchacha se pintaba en aquel momento tal cólera, que Hipólito Sergueievich, para no verla, volvió la cabeza.
—¡Es muy triste—dijo—que esté usted obligada a vivir entre gentes a quienes detesta. ¿Es posible que no haya entre ellos uno solo que... le haya parecido a usted más o menos interesante?
No lo hay! En general, hay muy pocos hombres interesantes sobre la tierra. Todos son blandengues, sin temperamento ni carácter, antipáticos.
El se sonrió y dijo, con una ironía incomprensible para él mismo:
—Es usted todavía demasiado joven para afirmar cosas semejantes. Espere un poco aún: ya encontrará un hombre que la satisfará... que la interesará...
—¿Y quién será ese hombre?—preguntó ella bruscamente, parándose.
—Su futuro de usted.
—¿Pero quién es?
—¿Cómo puedo saberlo yo?—preguntó, encogiéndose de hombros y con visible enojo, Hipólito Sergueievich.
Entonces, ¿ para qué hablar de eso?—dijo la muchacha suspirando y echando a andar de nuevo.
Caminaba por entre la maleza, que les llegaba hasta cerca de los hombros.
La senda la surcaba, semejante a una larga cinta perdida, formando caprichosas curvas. No tardaron en encontrarse ante un espeso bosque.
—¿Se casaría usted?—preguntó él.
—No sé... No pienso en eso—respondió ella con sencillez.
La mirada de sus bellos ojos era en aquel momento tan pensativa que se diría que trataba de recordar algo lejano y querido.
—Debía usted pasar el invierno en la ciudad; su belleza de usted no tardaría en llamar la atención, y pronto encontraría usted lo que echa de menos... Porque muchos hombres sentirían un gran deseo de llamarla su mujer—dijo lenta y dulcemente el catedrático, fijos los ojos en el rostro de la muchacha.
—¡Pero tendría yo que permitírselo!
—Usted no puede prohibir a los hombres que lo deseen.
—Eso sí... Pueden desear todo lo que quieran.
Anduvieron algunos minutos en silencio. Ella miraba soñadoramente a lo lejos. El contaba maquinalmente las manchas de barro de su bata.
Eran siete: tres grandes, que parecían estrellas; dos en forma de comas, y una como una pincelada. Por su color negro y su disposición sobre la blancura de la bata, tenían un significado para él; pero no sabía cuál.
— Ha estado usted alguna vez enamorado?—preguntó ella de pronto con acento grave.
— Yo?—respondió él estremeciéndose. Sí; pero... hace mucho tiempo... cuando era un muchacho.
—Yo también he estado enamorada... Hace mucho tiempo...
—¿Y quién era él?—preguntó el joven sabio con naturalidad, arancando una rama y tirándola al punto.
—¿El? Era un... ladrón de caballos... Hace tres años que le vi... Yo tenía entonces diez y siete..le prendieron, le pegaron cruelmente y le llevaron ante nuestra casa. Tendido, fuertemente atado me miraba en silencio... Yo estaba de pie en la escalinata, a unos cuantos pasos de él. Recuerdo que la mañana era hermosísima y que todos dormían aún en casa...
Varenka calló, reuniendo sus recuerdos.
—Bajo él—continuó—había un charco de sangre, en el que seguían cayendo de sus heridas algunas gotas. Se llamaba Sachka Remesov. Unos "mujiks" se arremolinaron a su alrededor, gruñendo como perros. Todos le miraban con ojos de odio; pero él los miraba muy tranquilo. Se veía que, apaleado y atado, se consideraba superior a ellos. ¡Había que ver la mirada de sus grandes ojos claros! Yo le tenía lástima, y al mismo tiempo, miedo... Entré en casa y le escancié un gran vaso de "vodka". Salí y se lo ofrecí; pero, como estaba maniatado, no pudo cogerlo. Y levantando un poco la cabeza ensangrentada, me dijo: "Acérqueme el vaso a la boca, señorita." Se lo acerqué, bebió muy lentamente y me dijo: "Gracias, señorita, y que Dios la haga a usted feliz!" Yo le dije muy quedo: "Vea si puede huir!" Y él me respondió en alta voz: "Si estoy vivo, huiré; esté usted segura!" Me gustó muchísimo que dijese aquello en voz alta, de modo que le oyesen todos los "mujiks". Después me rogó: "Señorita, mande usted que me laven la cara." Se lo mandé a Dunia, que se la lavó... Las heridas, naturalmente, no desaparecieron... Momentos después, le subieron a un carro y se lo llevaron. Al alejarse el carro, me saludaba y se sonreía...
¡Dios mío, lo que yo lloré y lo que recé para que pudiera escaparse!
—Espera usted, quizá—le interrumpió irónicemente Hipólito Sergueievich—, que se escape y venga... a casarse con usted?
Ella no debió de oir la última parte de la pregunta; pues respondió sencillamente:
—No vendrá... No tiene nada que hacer aquí...
—Sí; pero si viniese, se casaría usted con él?
—¿Con un "mujik"?... No sé... No creo...
El joven sabio montó en cólera.
—¿Quiere usted que le sea franco?—dijo—.
¡Tiene usted la cabeza llena de estúpidas novelerías!
Su voz era seca y severa. Varenka le miró con asombro y prestó atento oído a sus palabras duras, casi de regaño. Hipólito Sergueievich se esforzaba en demostrarle que aquella literatura que le gustaba tanto a ella corrompía el alma, desnaturalizaba la realidad, era completamente extraña a las ideas nobles, indiferente a la triste verdad, a las aspiraciones, a los sufrimientos de los hombres. Su voz sonaba ásperamente en el silencio nemoroso que los envolvía. De cuando en cuando oíase un leve roce en la maleza, como si alguien, escondido en ella, acechase. Por entre el follaje curioseaban las tinieblas fragantes. A veces, un a modo de suspiro ahogado hacía temblar débilmente, soñolientamente, las hojas.
Sólo deben leerse los libros que nos enseñan a comprender el sentido de la vida, los anhelosde los hombres, los motivos de sus acciones. Hay que conocer su vida miserable y comprender hasta qué punto sería mejor esa vida si los hombres fueran inteligentes y supieran respetar los derechos ajenos. Los libros que usted lee no tratan de tales asuntos: no hacen más que mentir, y mienten de un modo brutal. Así, por ejemplo, le han dado a usted una falsa idea del heroísmo, y usted busca en la vida los héroes que no existen sino en esos libros.
—No los busco—dijo con gravedad la muchacha . Bien sé que no se encuentran. Pero ahí está precisamente lo bueno de esos libros: que nos hablan de lo que no existe... Cuanto nos rodea es vulgar, la vida es gris... Se habla sin cesar de sufrimientos, que estoy segura de que no siempre son reales. ¿Para qué hablar tanto de una mentira?... Sostiene usted que hay que buscar en los libros ideas y sentimientos ejemplares..que la gente vive en el error. Entonces... habiende los libros sido escritos por gente, ¿cómo puedo yo creer en lo que dicen? ¿Cómo puedo yo saber qué autores están en lo cierto y qué autores se engañan?... En cambio, en los libros contra los que usted tanto se indigna, un espíritu noble...
No me ha entendido usted!—exclamó el catedrático encolerizado.
—¿No? ¿Y por eso se enfada usted conmigo?—preguntó la muchacha con acento contrito.
—¡No, en modo alguno!
—¡Sí, sí! ¡Se enfada usted, lo sé! Yo también me enfado cuando los demás no comparten mis opiniones. ¿Por qué tiene usted tanto empeño en que yo piense como usted? A la verdad, tampoco yo puedo sufrir que no se piense como yo. ¿Por qué esta intransigencia? ¿Por qué los hombres disputan sin cesar y tienen un empeño tan decidido en convencerse unos a otros? Si todo el mundo estuviera de acuerdo, no habría de qué hablar.
Varenka se echó a reir, y concluyó:
—Se diría que se quiere suprimir todas las palabras y dejar sólo la palabra "sí". ¡Sería un encanto!
—Me pregunta usted por qué quiero que esté usted de acuerdo conmigo...
—No, ya no pregunto, comprendo: está usted habituado a enseñar, y no quiere que se le hagan objeciones.
—¡No es eso!—exclamó él con tristeza—. Lo que quiero es despertar en usted el espíritu crítico y que lo aplique usted a todo lo que suceda en torno suyo y en su alma.
—¿Para qué?—le preguntó ella, mirándole ingenuamente a los ojos.
—¿Para qué va a ser? Para que pueda usted juzgar sus actos, sus sentimientos, sus ideas..., para que tenga usted un concepto justo de la vida, de sí misma.
Eso debe ser muy difícil. Juzgarse, criticarse, etc... No sé cómo puedo hacer eso, siendo una sola persona y no pudiendo partirme en dos. Además, se diría, oyéndole a usted, que usted sólo conoce la verdad... Ya sé que todos creen lo mismo, y yo también... Eso prueba que todos se engañan, ya que usted mismo dice que la verdad es una para todos... ¡Mire usted qué prado más bonito!
Hipólito Sergueievich miró sin contestar a aquellas palabras. Sentía cierto descontento. Estaba acostumbrado a considerar unos estúpidos a quienes no se hallaban de acuerdo con él. Por lo menos, los consideraba incapaces de discernir sensatamente y le inspiraban una mezcla de desprecio y piedad. Pero aquella muchacha no le parecía tonta y no le inspiraba el mismo sentimiento que sus demás contradictores. "Probablemente—se decía, tratando de explicarse el fenómeno—eso obedecerá a que es muy guapa. Por otra parte, sus discursos extraños tienen cierta originalidad, y la orignalidad es tan rara, sobre todo entre las mujeres"...
Como hombre de alta cultura, procuraba tratar a las mujeres como iguales al hombre; pero en el fondo de su alma tenía de ellas un concepto escéptico e irónico.
Caminaban por un ancho prado casi completamente circular. El camino lo atravesaba y desaparecía en el bosque. Se alzaban en medio unos cuantos castaños, jóvenes y esbeltos, que proyectaban sombras de encaje sobre la hierba segada. No lejos había una choza de ramas, medio derruída, en cuyo interior se veían un montón de heno y dos urracas. El joven sabio, al verlas, pensó que maldita la falta que hacían en aquel pequeño desierto circundado por la muralla oscura del bosque, silente y misterioso. Las aves miraban de reojo a los seres humanos que avanzaban por el camino, y no manifestaban ningún temor, como si estuvieran guardando la entrada de la choza en cumplimiento de su deber.
—¿Está usted cansada ?—preguntó Hipólito Sergueievich, mirando casi con cólera a las urracas, graves y severas en su inmovilidad.
— Yo? ¿Yo cansarme paseando? ¡Vamos!
Además, sólo nos queda que andar una versta..pronto entraremos en el bosque y nos dirigiremos por una cuesta al sitio convenido. Una pinada situada en un alto. Los pinos son enormes, sin ramas en los troncos, hasta su remate, que parece por su forma el de un paraguas. Reina un silencio absoluto. El suelo está alfombrado de hojas de pino y parece cuidadosamente barrido.
Cuando me paseo por allí, pienso siempre, no sé por qué, en Dios... En torno de su trono debe de reinar un silencio parecido... pues estoy segura de que los ángeles no cantan su gloria. No tiene necesidad de eso; sin eso, sabe que es grande.
Oyendo estas palabras, Hipólito Sergueievich pensó: "Si yo me valiese de la autoridad del dogma para influir en su alma"...
Pero renunció al punto a tal idea; pues ponerla en práctica hubiera sido reconocer su debilidad ante la muchacha. Además, no hubiera sido honrado valerse de una cosa en la que no creía.
—¿Usted no cree... en Dios?—preguntó Varenka, como adivinando su pensamiento.
—¿Por qué lo supone usted?
—Porque, por regla general, los sabios son ateos:
—No todos!—dijo sonriendo el catedrático.
Maldita la gana que tenía de hablar con la muchacha sobre tal asunto; pero ella estaba decidida a seguir la conversación.
— ¿De veras? Si no todos, muchos lo son. ¿Quiere usted contarme algo de ellos? No comprendo cómo se puede no creer en Dios. ¡Explíquemelo usted!
El guardó silencio algunos segundos, despertando su espíritu, adormecido al arrullo de las palabras de la joven, y comenzó después a hablar del origen del mundo como él lo concebía.
—Fuerzas poderosas y desconocidas se agitan eternamente, y su movimiento produce el mundo que vemos, en el que la vida del pensamiento y la de cualquier hierbecilla están sometidas a las mismas leyes. Ese movimiento no ha tenido principio ni tendrá nunca fin...
Varenka le escuchaba con una atención sostenida, y de vez en cuando le rogaba que le explicase tal o cual cosa más detalladamente. El veía con gusto que la inteligencia de la muchacha trabajaba. ¡Al fin empezaba a pensar! Pero acabada la explicación, la joven preguntó ingenuamente, tras un corto silencio:
—Pero y el principio? El principio, no cabe duda, es Dios. No se habla de El; pero eso no impide que se crea en El.
Aunque Hipólito Sergueievich hubiera querido contestar, la expresión del rostro de Varenka le decía que sería inútil. Ella creía—lo manifestaba el fuego místico que brillaba en sus ojos—, y con voz dulce y tímida continuó:
—Cuando se ve la maldad de los hombres y se piensa luego en Dios y en el Juicio Supremo, el alma se llena de terror. Porque Dios puede siempre—hoy, mañana, dentro de una hora—pedir cuentas. Y a veces, ¿sabe usted?, se me antoja que no ha de tardar... Vendrá de día... se apagará el sol... se encenderá una llama nueva, y en medio de esa llama aparecerá El...
El joven sabio la escuchaba y se decía: "No tiene remedio, es inaccesible a la razón." Varenka estaba pálida de emoción, y en sus ojos se pintaba el espanto. Permaneció bastante tiempo en tal estado y se fué disipando la curiosidad con que la escuchaba Hipólito Sergueievich, que, al cabo, se cansó de oirla.
No lejos sonó una carcajada.
— Oye usted? —dijo ella—. Es Macha. ¡Ya hemos llegado!
Apresuró el paso y gritó:
—¡Macha!
Un minuto después se hallaban junto al río. La orilla, en la que verdeaban numerosos abedules y pobos, descendía dulcemente hacia el agua. En la orilla opuesta, muy próximos a la corriente se alzaban altos pinos mudos que llenaban el aire de un denso aroma de resina. En aquella orilla todo era quietud, sombra, solemnidad, mientras que, en esta en que ellos se encontraban, los gráciles castaños agitaban sus ramas flexibles, se estremecía la fronda plateada de los álamos blancos, y los nogales se reflejaban en el agua. En la orilla opuesta sólo se veían sobre la amarillez de la arena manchas rojizas de pinocha.
En la orilla en que estaban ellos se hundían los pies en la hierba verde y pilas de heno, dispersas entre los árboles, exhalaban una fragancia deliciosa. El río, sereno, reflejaba como un espejo ambas orillas, tan poco parecidas.
A la sombra de unos castaños había tendido un tapiz de colores vivos sobre el que se veía un samovar, del que se elevaba un humo azul. Junto al samovar estaba arrodillada Macha, con una tetera en la mano. Tenía la cara encarnada y alegre, y los cabellos húmedos.
—¿Te has bañado? — preguntó Varenka — ¿Dónde está Grigori?
—Se ha ido a bañarse él también. No tardará en estar de vuelta.
—No lo necesito. ¡Tengo hambre y sed, nada más que hambre y sed! ¿Y usted, Hipólito Sergueievich?
—Yo tampoco estoy inapetente.
—¡Anda, Macha!
—¿Por qué quieren ustedes empezar?—preguntó la doncella—. ¿Por los pollos, o por el jamón?
—Dánoslo todo a la vez y vete si quieres. Te esperan, ¿verdad?
—¿Quién ha de esperarme?—dijo Macha con una risita, dirigiéndole a Varenka una mirada de reconocimiento.
—¡Bueno bueno! ¡No te hagas la tonta!
"¡Lo dice de una manera tan sencilla!"—pensó Hipólito Sergueievich disponiéndose a comer pollo.
Varenka seguía embromando a Macha, que, confusa, con los ojos bajos y con una sonrisa feliz en los labios, permanecía en pie ante ella.
—¡Verás, si te coge Gregori!—la amenazaba Varenka.
—¡En seguida! No le dejaré que me coja...
La doncella se echó a reir, tapándose la cara con el delantal, y dijo:
—¿Sabe lo que he hecho? Le he tirado del bote al agua.
—¿De veras? ¿Y él que ha hecho?
—Nadaba detrás del bote y... me suplicaba que le dejase embarcarse. Por fin, le he echado una cuerda...
Prorrumpieron en carcajadas. Hipólito Sergueievich acabó por reirse él también, no porque le hiciera gracia imaginarse a Grigori nadando detrás del bote, sino porque la alegría rebosaba en su corazón. Le parecía sentirse libre de sí mismo. Admirábase de sí propio, como si se contemplase desde lejos, y observaba con placer que nunca había estado tan sencillamente contento como entonces.
Macha no tardó en irse, y se quedaron solos.
Varenka estaba medio tendida sobre el tapiz y bebía té. Hipólito Sergueievich la miraba, como al través del velo de un ligero sueño. Todo en torno parecía encantado. Sólo se oía el canto melodioso del samovar y, a veces, un leve roce en la maleza.
—¿Por qué se ha quedado usted tan callado?—preguntó ella—. ¿Quizá se aburre usted?
—No, estoy muy a gusto—respondió él lentamente; pero no tengo gana de hablar.
A mí también me pasa eso a menudo—dijo ella con animación. Cuando todo calla alrededor, no me gusta hablar. Las palabras no sirven para decir muchas cosas: existen sentimientos para cuya expresión no hay palabras. No se debe turbar con palabras el silencio.
Calló, miró al bosque y, señalándolo con la mano, dijo sonriente:
Mire usted! Se diría que los pinos escuchan algo. ¡Hay entre ellos un silencio tan hondo! Se me antoja a veces que lo mejor es vivir en silencio. Pero también me gusta la tempestad... ¡Oh, qué hermosura! El cielo está negro, sin más resplandores que el de los rayos... el viento aulla...
¡Qué gusto da entonces salir al campo y cantar a gritos... o correr bajo la lluvia, cara al viento... También me gusta el invierno con sus tempestades de nieve... Una vez, ¿sabe usted?, durante una de esas tempestades, me perdí y estuve a dos dedos de morir helada.
—Cuénteme usted eso—rogó el joven sabio.
Le placía escucharla; antojábasele que hablaba un idioma nuevo, aunque comprensible para él.
La muchacha se le aproximó y con los ojos clavados en su rostro dió principio al relato.
—Volvía yo de la ciudad, bastante entrada ya la noche. Conducía el carruaje Jacobo, un anciano y grave "mujik". De pronto estalló una horrible tempestad de nieve... Nos azotaba en plena faz. A cada golpe de viento, recibíamos en la cara toda una avalancha de nieve, que hacía cegar a los caballos. Jacobo se mantenía con mucho trabajo en el pescante. Alrededor hervía todo como en una olla. Estábamos como hundidos en una espuma fría. Avanzamos un poco y vi a Jacobo descubrirse y persignarse. "¿Qué pasa"—le pregunté. "Encomiéndese, usted, señorita—me dijo, a Dios y a Santa Bárbara, que puede salvar al hombre de una muerte súbita." Su acento era sencillo y sereno, de modo que no me asusté. "Nos hemos perdido?"—le pregunté. "Si" —repuso. "Pero quizá encontremos el camino perdido." "No—dijo él—, con esta tempestad de nieve no es cosa fácil. Aflojaré las riendas y dejaré en libertad a los caballos, que puede que lo encuentren... pero le aconsejo a usted, sin embargo, que rece"... Es muy devoto el buen J:
cobo... Bueno. Los caballos se pararon y no había modo de hacerles andar. Poco a poco la nieve nos iba sepultando. ¡Hacía un frío de todos los diablos! La nieve me azotaba la cara. Jacobo abandonó el pescante y se sentó a mi lado, para que nos calentásemos uno contra otro. Nos colocamos sobre la cabeza la alfombra del trineo; pero la nieve se iba amontonando sobre la alfombra, que pesaba más a cada instante. Yo me quedé inmóvil y pensaba: "¡Estoy perdida! Ya no comeré los bombones que acabo de comprar." Pero yo no tenía gran miedo, porque Jacobo estaba a mi lado y hablaba sin cesar... "La compadezco a usted, señorita: no debía usted morir." "Pero tú también vas a morir—le decía yo. ¿Por qué no piensas en ti?" "¿Yo? Ya he vivido bastante, mientras que usted"... Y no pensaba más que en mí. Me quiere mucho el viejo Jacobo. A veces me riñe. "¡Qué estúpida eres!—me dice—. ¡Tunanta! ¡No tienes vergüenza! Ya te daría yo a ti"...
Varenka ponía cara severa y hablaba con voz ronca, imitando a Jacobo.
—Bueno, ¿y cómo encontraron ustedes el camino?—le preguntó Hipólito Sergueievich, al ver que, hablando de Jacobo, se había olvidado del relato.
—Los caballos, impulsados por el frío, se pusieron en marcha. Trotaron largo rato y llegaron, por fin, a una aldea que distaba trece verstas de la nuestra...
La muchacha calló un momento y continuó:
—Nuestra finca, ¿sabe?, está muy cerca de aquí... cuatro verstas todo lo más. Avanzando por la ribera y subiendo después al bosque, se puede ver nuestra casa. Pero, claro, por el camino la distancia es mayor, lo menos de diez verstas.
Unos pajarillos audaces volaban en torno de ellos y, posándose de vez en cuando en las ramas de la maleza, gorjeaban animadamente, como si cambiaran impresiones sobre aquellos dos seres humanos solos en mitad del bosque.
Se oían a lo lejos risas, gritos, ruidos de remos en el agua: Grigori y Macha se paseaban en bote, sin duda.
—¡Llamémoslos y pasemos en bote a la otra orilla, a la pinada!—propuso Varenka.
El catedrático aceptó y, colocándose las manos junto a la boca, a modo de bocina, Varenka empezó a gritar:
—Venid aquí con el bote!
Los gritos dilataron e hicieron elevarse, su pe cho. Hipólito Sergueievich la admiraba en silencio.
Momentos después apareció el bote. Grigori sonreía con una sonrisa picaresca, un poco confusa. Macha se esforzaba en parecer enojada; pero no lo conseguía. Varenka, acomodándose en el bote, los miró y se echó a reir. Ellos también se echaron a reir, felices y turbados.
"Esclavos de Venus, a quienes la diosa ha sonreído" pensó Hipólito Sergueievich.
En el bosque de pinos reinaba un silencio solemne, de templo. Los troncos se alzaban esbeltos, como columnas que sustentasen la frondosa bóveda, de un verde obscuro. Un aroma cálido e intenso de resina saturaba el aire. Las hojas caídas sonaban con un leve ruido bajo los pies.
Por todos lados se veían pinos rojizos, junto a cuyas raíces y al través de la capa espesa de las hojas caídas crecía una pálida hierba.
En medio de aquel imponente silencio vagaban Hipólito Sergueievich y Varenka, torciendo ya la derecha, ya a la izquierda, por entre los árboles.
—¿No nos perderemos?—preguntó él.
—¡Vaya una idea!—exclamó ella—. Yo no puedo nunca perderme. Me basta mirar al sol para encontrar la dirección.
El no le preguntó de qué modo se las arreglaba para orientarse mirando el sol. No tenía ninguna gana de hablar, aunque había momentos en que hubiera podido decirle muchas cosas.
Caminaba junto a ella y leía en su faz una muda alegría.
Se está bien aquí?—le preguntaba la joven de cuando en cuando, con una sonrisa cariñosa.
¡Sí, muy bien!—respondía él lacónicamente.
Y ambos volvían a callarse. El se imaginaba que era aún un muchacho respetuosamente enamorado, con un amor puro ideal, y que desconocía las luchas interiores en materia de amor. Y sin darse cuenta, sin querer, suspirando, como si se quitase de encima una pesada carga, exclamó:
—¡Qué bella es usted!
Ella le miró con asombro.
—Qué le pasa a usted? Va usted sin decir una palabra, y de pronto...
El joven sabio dejó oir una risita, confuso, desconcertado por el tono tranquilo de la muchacha.
Se está tan bien aquí!... El bosque es delicioso, y usted... es, en medio de él, como un hada de cuento... o, más bien, es usted una diosa, y su templo es el bosque.
—No—replicó Varenka, sonriendo—. El bosque no es mío: pertenece al Estado. Nuestro bosque está más lejos, avanzando a lo largo del río... y señaló con la mano a lo lejos.
"¿Habla en broma... o no me ha entendido?" —pensó Hipólito Sergueievich.
Y le acometió un ansia imperiosa de hablarle de su belleza; pero la veía serena, pensativa, y no se decidía. Aunque siguieron paseándose largo rato, hablaron poco: las impresiones dulces, plácidas de aquel día habían llevado a su alma una suave fatiga que adormecía todos los deseos, salvo el de pensar en silencio en algo que no era expresable con palabras.
De vuelta en la casa, supieron que Isabel Sergueievna no había regresado aún. Macha les sirvió el té, y se sentaron a la mesa. Luego, Varenka se marchó, después de haberle hecho prometer a Hipólito Sergueievich que iría con su hermana a casa de los Olesov.
El la acompañó un poco, y cuando volvió, después de alejarse la muchacha, a la terraza, sintió una dulce cuita, como si hubiera perdido algo sin lo que no pudiera pasarse. Sentado a la mesa ante una taza de té frío, trató de apartar de su alma la dulce memoria de las emociones de aquel día; pero renunció a ello en vista de lo doloroso del intento.
"¿Para qué?—se dijo—. Nada de esto tiene importancia. A ella no le hace ningún daño, no podría hacérselo, aunque yo quisiera. Verdad es que a mí me trastorna un poco; pero... son tan buenas y tan juveniles estas emociones"...
Sonriéndose con ironía, pensó en su firme decisión de reeducar espiritualmente a Varenka y en el fracaso de sus tentativas pedagógicas.
—No, hay que emplear con ella otras palabras. Es un corazón demasiado virgen... ¡En fin, una muchacha muy extraña!
Isabel Sergueievna encontró a su hermano sumido en tales reflexiones. Llegó parlanchina y excitada, como su hermano no la había visto en la vida. Dándole orden a Macha de recalentar el samovar, se sentó frente al catedrático y empezó a hablarle de Benkovski.
En todos los rincones de su vieja casa acechaban los ojos severos de la miseria, triunfante sobre aquella familia. Parecía que no había un solo "copek" en toda la casa, ni nada que comer. Para el almuerzo habían enviado a buscar huevos a la aldea. No podían permitirse el lujo de comer carne, y por eso el viejo Benkovsky defendía el régimen vegetariano, en el que veía la regeneración de la humanidad. Se advertía en la casa un absoluto desarreglo. Todos estaban de mal humor, probablemente porque tenían hambre. Les había propuesto que le vendiesen un triangulito de terreno que penetraba en las tierras de ella.
—Para qué?—le preguntó su hermano.
—¡No comprendes mis razones de mujer práctica! Figúrate que lo hago por mis futuros hijos dijo ella riendo—. Bueno, y tú cómo has pasado el día?
—Bastante bien.
Calló ella un instante, mirando a su hermano de reojo.
—Voy a hacerte una pregunta un poco indiscreta, y te pido perdón por adelantado: ¿No temes... enamorarte un poco de Varenka?
Y qué hay en eso de temible?—preguntó a su vez Hipólito Sergueievich, con un interés que ni él mismo comprendía.
—Que te enamores seriamente.
—No me cred capaz de eso—respondió él con tono escéptico, seguro de que no mentía.
—Entonces, muy bien! No estará de más que te enamores un poquito: eres demasiado severo y... un poco seco para tus años. Yo me alegraría mucho de que Varenka consiguiese inquietarte algo... ¿Te gustaría verla más a menudo?
—Me ha hecho prometerle ir contigo a su casa.
—Bueno, ¿cuándo quieres que vayamos?
—Me es igual... Cuando quieras. Estás hoy de buen humor.
—Se advierte en seguida, ¿verdad?—rió la viuda. Sí; estoy muy contenta del día... Quizás lo que voy a decir te parezca cínico; pero... desde que he enterrado a mi marido, me siento..renacer a una nueva vida... Claro que esto denota un gran egoísmo; pero es el egoísmo jubiloso de un preso a quien se ha puesto en libertad.
No debes, pues, juzgarme demasiado severamente.
¡Dios mío, cuánta palabra para expresar una idea tan sencilla! Eres feliz, lo que me parece muy bien. Debes gozar de tu felicidad—dijo con cariño Hipólito Sergueievich.
—Hoy eres bondadoso, amable. Ya ves, un poco de felicidad cambia completamente al hombre, que se vuelve mejor, más puro. Y, sin embargo, hay quien pretende que es el sufrimiento lo que nos purifica.
"Si Varenka sufriera, qué cambio experimentaría ?" se preguntó mentalmente el joven sabio.
Poco después se separaron. Ella se puso al piano. El se fué a su cuarto, se acostó y se sumió en sus reflexiones. Qué idea tendría de él Varenka? ¿Le creería hermoso, inteligente? ¿Qué podría gustarle en él? No cabía duda de que la muchacha encontraba en él algo atrayente; pero era dudoso que lo que la atrajese fuera su talento, su saber, a juzgar por la facilidad con que rechazaba sus ideas, sus teorías. Lo más probable era que le encontrara de su gusto, sencillamente, como hombre.
Este pensamiento le llenó de una alegría orgullosá. Cerrando los ojos, se imaginó, con una sonrisa de contento, a la muchacha dócil, vencida por él, dispuesta por él a todo, ofreciéndosele tímidamente y rogándole que la enseñase a pensar, a vivir, a amar.
Cuando el carruaje de Isabel Sergueievna se detuvo ante la casa del coronel Olesov, apareció er. la escalinata la larga y enjuta figura de una mujer vestida con una blusa gris.
¡Qué agradable sorpresa!—exclamó la dama con voz opaca, arrastrando mucho las erres.
—Mi hermano Hipólito—presentó Isabel Sergueievna, luego de besar a la dama.
Margarita Luchitsky!—se nombró la otra.
Cinco dedos fríos y secos estrecharon la mano de Hípólito Sergueievich, y dos ojos grises y brillantes se clavaron en él. La dama, con voz densa, pronunció muy distintamente, como si contase las sílabas y temiese decir algo de más:
—¡Tengo mucho gusto en conocer a usted!
Después se apartó un poco y añadió, indicande con la mano la puerta que conducía a las habitaciones:
—Tenga la bondad.
Hipólito Sergueievich atravesó el umbral y oyó una tos ronca y una voz irritada que gritaba:
—Demonio, qué estúpida éres! Ve a ver... me parece que ha llegado alguien.
—¡Sigue!—animó Isabel Sergueievna a su hermano, al ver que se detenía indeciso—. Es el coronel que grita... ¡Somos nosotros, coronel, que venimos a visitarle!
En medio de una habitación amplia y baja de techo había un macizo sillón, cuyos brazos oprimían la adiposidad de un hombre corpulento, de rostro rojo, circundado, como de musgo, de cabellos blancos. La parte superior de aquella masa se agitaba pesadamente y brotaban de ella sordos ruidos.
Detrás del sillón alzábase el busto de una mujer alta y gruesa, cuyos ojos parecían sin luz.
—Me alegro mucho de ver a usted... ¿Es su hermano? Yo soy el coronel Olesov... En otro tiempo les hice morder el polvo a los turcos y a otros canallas; ahora, las enfermedades me hacen morderlo a mí... Tengo mucho gusto en conocerle. Mi hija Varvara está mareándonos todo el verano con su talento de usted, con su ciencia, etcétera, etc. ¡Pase usted al salón!... ¡Fekla, empuja!
Se oyó el ruido estridente de las ruedas del sillón. La parte superior del cuerpo del coronel se inclinó hacia delante, luego se echó atrás, y el enfermo empezó a toser balanceando la cabeza con tanta violencia como si quisiera separársela del tronco.
La tía Luchitsky gritó furiosa:
¡Te he mandado mil veces que te pares cuando el coronel empieza a toser!
Y cogiendo a Fekla por los hombros le hizo detenerse.
Hipólito Sergueievich y su hermana se detuvieron también, esperando que el coronel acabase de toser.
Al fin, todos echaron a andar de nuevo y se hallaron momentos después en una habitacioncita poco ventilada y que hacían aún más angosta numerosas butacas con fundas de tela blanca.
—Siéntense ustedes... ¡Fekla, avisa a la señorita! ordenó la tía Luchitsky..
—¡Isabel Sergueievna, me alegro mucho de verla a usted!—declaró el coronel, mirando a la viuda con sus ojos de buho, emboscados bajo espesas cejas.
La nariz del coronel era desmesuradamente grande y ocultaba su base un poblado bigote blanco.
—Ya sé que se alegra usted de verme—dijo con voz acariciante Isabel Sergueievna—, como yo Ime alegro de verle a usted.
¡Eso si que no es verdad! Usted no puede tener ningún.gusto en ver a un viejo como yo, atormentado por la gota y con el deseo constante de beber un poco de "vodka". Hace veinticinco años se podía, en efecto, tener gusto en ver a Vasili Olesov... y muchas mujeres me miraban con gusto; pero ahora... ahora, ni yo la necesito a usted ni usted me necesita a mí. Sin embargo, gracias a su visita de usted se me dará "vodka", y por eso me alegro de verla.
—No hables demasiado, que empezarás otra vez a toser! le dijo la tía Luchitsky.
—Oye usted?—dijo el coronel, dirigiéndose a Hipólito Sergueievich—. Se me prohibe hablarcomer y beber lo que tenga gana, porque me hace daño. ¡Todo me hace daño, demonios! Hasta vivir me perjudica. Soy una ruina. No le deseo a usted que se encuentre en un estado semejante... Aunque usted también, probablemente, se morirá pronto... Es usted un hombre propenso a la tisis, pues tiene el pecho muy estrecho.
Hipólito Sergueievich miraba al coronel y a la tía Lechitsky, y pensaba:
"¡Entre qué monstruos vive Varenka!" Nunca se había imaginado el medio en que vivía la muchacha, y lo que estaba viendo le producía una impresión terrible. Experimentaba cierta repugnancia ante la delgadez rígida y severa de la tía Luchitsky y su largo cuello amarillo, Sentía, cuando hablaba la dama, algo como el temor de que la voz opaca que brotaba de su pecho ancho, pero liso como una plancha, se lo desgarrase. El roce de su falda le sonaba como un crujir de huesos. El coronel olía a alcohol, a sudor y a tabaco malo. Debía de ser muy irritable, según el brillo de sus ojos; y el imaginárselo irritado le crispaba los nervios a Hipólito Sergueievich.
El interior de la casa causaba muy mala impresión. El papel de las paredes estaba ennegrecido por el humo. El pavimento se hallaba muy deteriorado por las ruedas del sillón. Los vidrios empañados de las ventanas no dejaban pasar sino la luz. La casa producía el efecto de algo viejo, cansado de vivir y arruinándose poco a poco.
—Está la atmósfera pesada—dijo Isabel Sergueievna.
—¡Va a llover!—declaró de un modo categórico la tía Luchitsky.
—¿Cree usted?
—Puede usted creerlo, cuando Margarita lo afirma—dijo con voz ronca el coronel. Sabe todo lo que va a pasar. Diariamente hace profecías. Me asegura que he de morir pronto, que después de mi muerte Varenka será despojada y burlada. Yo no disputo con ella; estoy seguro de que la hija del coronel Olesov no permitirá que la burlen...
Ella burlará, más bien, a cualquiera. En una sola cosa las profecías de Margarita se realizarán: yo moriré, en efecto. Eso es fatal... Bueno, señor sabio, ¿cómo lo pasa usted aquí? Se aburre usted de un modo enorme, ¿verdad?
—No. El sitio es muy bonito... hay mucho bosGue... respondía amablemente Hipólito Sergueievich.
—Sitio bonito éste? Usted bromea o no ha visto nada bonito. ¡Yo sí que he visto! Por ejemplo, el valle de Kazanlik, en Bulgaria... Murgab, en la India... ¡Un verdadero paraíso!... ¡ Ahí está ese tesoro de hija!
Entraba Varenka. En la pesada atmósfera del salón su presencia puso una perfumada frescura.
Vestía una amplia bata color lila claro. Llevaba en la mano un gran ramo de flores recien cogidas.
La alegría brillaba en su rostro.
Han estado ustedes inspirados viniendo precisamente hoy!—exclamó, estrechando la mano de los visitantes. Había pensado ir yo a su casa...
¡Me tienen aburrida!
Y señaló con la mano a su padre y a su tía Luchitsky, sentada junto a Isabel Sergueievna en una postura tan rígida que se diría que su espina dorsal estaba petrificada y no podía curvarse.
—¡Varvara, no digas tonterías!—le gritó la dama severamente, airigiéndole una mirada furibunda.
—No grites, tía Luchitsky, o le cuento a Hipólito Sergueievich la historia de cierto teniente Yakovlev y de su corazón ardiente.
—¡Cállate, Varenka!—gritó el coronel. La contaré yo.
"¡Vaya una casa divertida!"—pensó Hipólito Sergueievich, mirando a su hermana, que debía de conocer las costumbres de la familia y sonreía desdeñosamente, sin manifestar el menor asombro.
—Voy a dar órdenes para que nos sirvan el té—manifestó la tía Luchitsky.
Y con el cuerpo rígido, se levantó y desapareció, después de dirigirle al coronel una mirada de reproche.
Varenka se sentó en el sitio de la tía Luchitsky y empezó a hablarle al oído a Isabel Sergueievna.
"Es gracioso, tiene la manía de los vestidos anchos"—se dijo Hipólito Sergueievich, mirando la linda figura de la joven, inclinada hacia su hermana.
El coronel, con voz de trombón viejo, empezó su relato.
—Usted sabrá, sin duda, que Margarita es la mujer de mi camarada el teniente coronel Luchitsky, muerto en la batalla de Eski—Zagra, a cuyo lado hizo toda la campaña. ¡Oh, sí! ¡Es una mujer de un temple! Bueno; había en nuestro regimiento un teniente Yakovlev... delicado como una muchacha... Fué herido en el pecho, en la batalla, se volvió tísico y cayó gravemente enfermo.
¡Margarita le cuidó durante cinco meses! Que le parece a usted? Y ¿sabe usted?, le juró no casarse nunca. Era joven, bella... encantadora. Personas muy respetables le hacían la corte. El capitán Chmurlo, desesperado al ver que rechazaba su amor, se entregó al alcoholismo y abandonó el servicio militar. Yo también pretendí hacerla mi mujer; pero me negó rotundamente su mano. Era una tontería, claro; mas una tontería generosa.
Bueno, ahora, cuando ya no soy más que un pobre gotoso, ha venido y me ha dicho: "Estás solo, yo tampoco tengo a nadie", etc. Es conmovedor... Una mujer de corazón, créalo usted! Estamos unidos por una amistad de toda la vida, lo que no impide que riñamos a cada momento.
Pasa aquí todos los veranos. Quiere vender su finca e instalarse aquí hasta el fin de mis días.
Yo la aprecio; pero... tiene gracia ¿verdad? Era una mujer toda fuego, y el fuego la ha consumido por completo. Hay que ser prudente con el fuego... Se pone furiosa cuando empiezo a contar este episodio poético de su vida, como dice ella.
"¡No toques—me grita—con tu sucia lengua los secretos sagrados de mi corazón!"; y, en resumidas cuentas, no hay nada de sagrado en esta historia... Una ilusión de muchacha, sueños de cole.giala... La vida es sencilla y brutal: Goza mientras tengas fuerzas, y muérete a tiempo: ésa es toda la filosofía humana. Sobre todo, hay que saber morirse a tiempo. Yo no he sabido hacerlo... Es una desgracia, y le aconsejo a usted que no siga mi ejemplo.
Hipólito Sergueievich sentía una especie de mareo oyendo charlar al coronel y respirando sus efluvios. Varenka no le hacía caso, y hablaba quedamente con Isabel Sergueievna, que la escuchaba con atención y gravedad.
—Cuando quieran ustedes tomar el té..—dijo, a la puerta, con su opaca voz, la tía Luchitsky—.
¡Varvara, lleva a tu padre!
Hipólito Sergueievich lanzó un suspiro de alivio y siguió a Varenka, que empujaba sin dificultad el pesado sillón.
El té estaba servido a la inglesa, con una porción de fiambres. Un enorme "rostbeaf" sangriento, rodeado de botellas de vino, hizo sonreir alegremente al coronel. Hasta sus piernas medio muertas, envueltas en una piel de oso, se estremecieron ante la proximidad del placer gastronómico. Sus manos trémulas e hinchadas se tendían hacia las botellas, y su risa resonaba en el gran comedor.
Durante largo rato bebieron té. El coronel no cesó de contar, con su voz ronca, anécdotas de la vida militar; la tía Luchitsky hacía de cuando en cuando, con su voz opaca, breves observaciones; Varenka charlaba, por lo bajo, pero muy animada, con Isabel Sergueievna.
"¿De qué hablará?"—pensaba Hipólito Sergueievich, obligado a escuchar la charla del coronel.
Le parecía que la joven le hacía aquella tarde muy poco caso. ¿Qué significaba aquéllo? ¿Sería una coquetería? Se sentía capaz de enfadarse con ella.
La joven se volvió de pronto hacia él y se echó a reir a carcajadas.
"Mi hermana le ha hecho fijarse en mí"—adivinó el catedrático, frunciendo las cejas.
—Hipólito Sergueievich, ¿no quiere usted más té?—preguntó ella.
—No, señorita.
—¿Quiere usted que demos un paseíto? Verá usted parajes que le gustarán mucho.
—¡Vamos! ¿Y tú, Isabel?
Yo me quedo aquí. Quiero charlar un poco con Margarita Rodionovna y con el coronel.
El coronel prorrumpió en una carcajada irónica.
—Su hermana de usted quiere seguir un rato junto a la tumba donde caerá pronto mi cuerpo medio muerto.
Hipólito Sergueievich salió con Varenka al jardín.
"En seguida me preguntará si me aburro" —pensó.
Pero la muchacha le preguntó, en vez de lo que él esperaba:
—¿Qué le parece a usted papá?
—Es un hombre—respondió él dulcemente que inspira' respeto.
—¿Verdad?—dijo ella contenta—. Le inspira respeto a todo el mundo. ¡Es tan valiente! No le' gusta hablar de su pasado; pero tía Luchitsky, que estaba en su mismo regimento, me ha contado que en la batalla, al pie de la montaña verde, su caballo fué herido por una bala, y corrió, con él encima, al campo enemigo. Los turcos empezaron a disparar. Mataron al caballo. Mi padre cayó al suelo y vió a cuatro turcos correr hacia él. Uno de ellos quiso pegarie con el fusil, y papá le cogió por una pierna, le derribó y le mató de un pistoletazo. Los otros tre turcos llegaban. Papá cogió el fusil del muerto y le dió a uno de ellos un culatazo tan formidable que el fusil se rompió. Sólo le quedaba el sable, y en muy mal estado. Los turcos le rodearon. Entonces papá cogió a uno por el cuello, se abrió paso y echó a correr hacia el teniente Yakovlev y sus hombres, que acudían en su socorro. En aquel momento recibió un balazo en el costado y un bayonetazo en el cuello. Viéndose perdido, se volvió hacia el enemigo y se lanzó a su encuentro gritando: ¡Hurra! Por fortuna, los nuestros llegaban ya y los turcos huyeron... Este acto de bravura le valió a papá la cruz de San Jorge; pero no quiso tomarla hasta que se le dió también a un suboficial que les había salvado la vida a él y a Yakovlev...
—Cuenta usted esa batalla con tantos detalles como si hubiera usted tomado parte en ella—dijo Hipólito Sergueievich.
—Sí, me gusta la guerra. Si ahora hubiera una, yo me haría hermana de la caridad.
—Entonces, yo me haría soldado.
—¿Usted?—preguntó la muchacha, mirando al catedrático de alto abajo—. No, usted bromea.
Sería usted un mal soldado... tan débil, tan flaco...
Hipólito Sergueievich se sintió herido en su amor propio.
¡Soy bastante fuerte, créame usted!—afirmó, como a título de advertencia.
—¿Usted? ¡Ca!
El joven sabio experimentó un deseo loco de cogerla en sus brazos y estrecharla hasta hacerle daño. Estaba ya a punto de hacerlo; pero en el último momento le faltó el valor.
Avanzaban por una avenida bordeada por dos hileras de manzanos. Tras ellos, al extremo de la avenida, quedaba la casa. De cuando en cuando, se oía en el suelo el golpe sordo de una manzana que caía. No lejos oyeron hablar. Alguien preguntó:
—Es un pretendiente el que ha venido?
Otro respondió, muy secamente, algo ininteligible:
—Espere—dijo Varenka, cogiendo a su acompañante por la manga—. Están hablando de usted. Vamos a oirlos.
El la miró con frialdad y contestó:
—No me gusta espiar a los criados.
—A mí sí me gusta. Cuando los criados están solos dicen cosas interesantes acerca de sus amos.
—Será interesante escucharlos; pero... no creo que sea correcto.
—¿Por qué? De mí siempre hablan muy bien.
¡La felicito a usted!
Hipólito Sergueievich se sentía impulsado a hablarle a la joven brutalmente, a insultarla. Estaba indignado por su conducta de aquel día: en el salón no le había hecho ningún caso, como si no se diera cuenta de que la visita era para ella y no para su padre paralítico o para su tía consumida. Luego, suponiéndole débil, le había tratado con cierta displicencia.
"¿Qué significa esto?—pensaba—. Si no le gusto como hombre y no le intereso por mis dotes espirituales, ¿qué puede impulsarla hacia mí? ¿Acaso solamente la curiosidad que nos inspira un conocido nuevo?" No le cabía duda de que ella buscaba su trato, y lo atribuía a su coquetería, oculta bajo una máscara de candidez.
"Me creerá tonto... y esperará que me vaya despabilando?" —La tía Luchitsky tiene razón: va a llover—dijo Varenka, mirando a lo lejos—. Mire usted a aquella nube... Además, se nota el bochorno que anuncia siempre la tormenta.
—¡Qué fastidio!—contestó él—. Tendremos que volver y prevenir a mi hermana.
—¿Para qué?
—Para volver a casa antes de que llueva.
—¿Cree usted que vamos a dejarles marcharse?
No tendrán ustedes tiempo de llegar a su casa antes de que llueva. Tienen que esperar aquí.
—¿Y si está lloviendo hasta la noche?
¡Dormirán ustedes en casa!—dijo Varenka con tono categórico.
—No. eso no es cómodo—contestó el catedrático.
¡Dios mío! Es tan terrible pasar una noche sin comodidades?
—Para mí no tiene importancia.
—Bueno, pues de los demás no se preocupe usted. Que cada uno piense en sí.
Seguían avanzando. Frente a ellos, una nube obscura trepaba rápidamente por el cielo. A lo lejos se oía ya el trueno. La atmósfera era a cada momento más pesada, más caliginosa. En su espera ansiosa del agua refrescante, las hojas de los árboles no se movían.
—¿Nos volvemos?—propuso Hipólito Sergueievich.
—Sí, volvámonos: ¡qué bochorno! No me gusta el tiempo que precede a las cosas: a las tormentas, a las fiestas. La tormenta en sí y las fiestas en sí son interesantes;. pero el esperarlas me fastidia. Si todo pudiera ocurrir sin transiciones: acostarse en invierno, nevando; levantarse en plena primavera, cuando todo en torno está en flor, inundado de sol... Si tras el sol viniera en seguida la obscuridad, el trueno, el rayo...
—¿Quisiera usted también que el hombre cambiase de un modo tan brusco, tan inesperado?
—preguntó él con una sonrisa irónica.
—El hombre debe siempre ser interesante?
—dijo ella con tono doctoral.
— Pero qué es eso de ser interesante? exclamó él contrariado.
—Es muy difícil de definir. Creo que todo el mundo sería más interesante si fuera más... vivo.
Si riese, cantase, jugase; si fuera más valiente, más fuerte... hasta descarado, brusco, grosero...
El escuchaba, atento, las definiciones de la joven, y se preguntaba:
"Querrá hacerme comprender de este modo la línea de conducta que debo seguir con ella?" —La gente continuó Varenka—es demasiado despaciosa, y todo debía suceder de prisa; la vida así sería más interesante.
—¿Quién sabe? ¡Puede que tenga usted razón! dijo Hipólito Sergueievich con dulzura—.
No por completo, claro.
—¿Cómo no por completo? Una de dos: o tengo razón completamente, o me engaño completamente. Soy buena o mala, bella o fea, the aquí cómo hay que razonar! Detesto el justo medio.
El oir decir: "Es simpática, bastante buena", me exaspera. La gente habla así por cobardía, porque no se atreve a decir la verdad.
—Sí; pero... con esa división en dos categorías, se expone usted a ofender a mucha gente.
—¿Por qué?
—Porque es injusta.
Dios mío, siempre está con la justicia a vueltas! Como si constituyese toda la vida y no se pudiera pasar sin ella. Y de qué sirve esa îámosa justicia?
La muchacha hablaba con entusiasmo, casi con cólera, y sus ojos brillaban.
—La gente no puede vivir sin justicia, señorita. ¡La necesita todo el mundo, empezando por usted y acabando por un "mujik"—dijo gravemente el catedrático, advirtiendo su animación y tratando de explicársela.
¡Yo no necesito la justicia!—dijo ella resueltamente, y como rechazando algo con el gesto—. Si la necesitase, me la tomaría por mi mano. ¿Por qué se preocupa usted tanto de los demás?... Yo creo que habla usted así para exasperarme: ¡está usted hoy tan grave, tan sabio!...
—¿Por qué cree usted que quiero exasperarla?
—¿Qué sé yo? Tal vez esté usted muy aburrido... Pero dejemos eso. ¡Estoy hoy tan nerviosa!
Estoy cargada de electricidad. Toda la semana han estado haciéndome reproches estúpidos con motivo de mis pretendientes..., insultándome, zahiriéndome con no sé qué sospechas...
Los ojos de la joven despedían chispas fosforescentes. Una emoción súbita la estremecía.
Hipólito Sergueievich, cuyo corazón precipitó sus latidos y cuya vista pareció enturbiar una niebla, se apresuró a excusarse.
—Yo no quería contrariarla a usted...
Pero en aquel momento, el trueno retumbó sobre sus cabezas, como si un monstruo enorme y bárbaramente jovial se echase a reir a carcajadas. Aturdidos, se estremecieron, se detuvieron un instante y, pasado el primer momento de estupor, emprendieron de nuevo, rápidos, su marcha hacia la casa. Temblaban las hojas de los árboles; la nube, que se extendía por el firmamento como un tapiz de terciopelo, proyectaba una obscura sombra sobre la tierra.
—¡Estábamos tan abstraídos en la conversación, que ni siquiera he advertido cómo iba avanzando la nube!—dijo Varenka.
En la escalinata se hallaban Isabel Sergueievna y la tía Luchitsky, tocada con un ancho sombrero ce paja que la asemejaba a un girasol.
Va a ser una tormenta horrible!—le declaró la dama, con su voz opaca. a Hipólito Sergueievich, como si se juzgase en el deber de darle tal noticia.
Luego, añadió:
—El coronel se ha dormido.
Y desapareció.
—¿Qué te parece?—preguntó Isabel Ser gueievna a su hermano, señalando con la cabeza al cielo. Creo que tendremos que dormir aquí.
—Si no molestamos a nadie...
—¡Jesús, qué hombre!—exclamó Varenka, mirando con asombro, casi con piedad, al joven sabio. Siempre teme molestar a alguien, ser injusto con alguien. ¡Dios mío, cómo debe usted aburrirse con tanta justicia! A mi juicio, si quiere usted molestar a alguien, moléstele; si quiere usted ser injusto, séalo.
¡Y luego Dios decidirá quién tiene razón y quién se engaña!—le interrumpió, sonriendo, Isabel Sergueievna consciente de su superioridad.
—Creo que debíamos ponernos bajo techado...
¿Queréis?
Nosotros vamos a ver la tormenta desde aquí, ¿verdad?—le propuso Varenka a Hipólito Sergueievich.
El saludó ligeramente con la cabeza en señal de asentimiento.
—Bueno, yo no soy amante de las grandiosidades de la naturaleza... si pueden causar un constipado of una fiebre dijo Isabel Sergueievna. Además, se puede admirar la tempestad detrás de los cristales... ¡Ah, Dios mío!
Un rayo había desgarrado el negror de la nube, que mostró un instante sus entrañas y se cerró de nuevo. Durante dos segundos reinó un silencio profundo; luego retumbó el trueno como un cañonazo, y su estruendo rodó largamente sobre la casa.
El viento bramó con una fuerza terrible, levantando una gran polvareda, que se arremolinó y se elevó al cielo en inmensa espiral. Briznas de paja, pedazos de papel, hojas, flotaron también en el aire. Los pájaros, asustados, volaban lanzando gritos penetrantes. El viento sonaba sordamente en la fronda de la arboleda; ofase el ruido del polvo al caer sobre el tejado de cinc.
Varenka contemplaba toda aquella agitación desde la puerta. Hipólito Sergueievich, de pie junto a la joven, hacía guiños cuando el polvo le azotaba el rostro. Aunque les rodeaban las tinieblas, la obscuridad se iluminaba de cuando en cuando con el fulgor de los relámpagos, y la esbelta figura de Varenka aparecía bañada en una luz azulada y fantástica.
—¡Mire, mire!—gritaba la joven cada vez que un relámpago desgarraba las nubes—. ¿Ha visto usted? Se diría que la nube sonríe. ¿Hay algo más parecido a una sonrisa? Existen personas así, taciturnas, severas..., que no hablan nunca, y de pronto comienzan a sonreir, con los ojos llenos de fuego, enseñando sus dientes blancos...
¡Ya llueve!
Grandes y pesadas gotas de agua empezaron a golpear el tejado, especialmente al principio, después con más frecuencia, por último con un ruido ensordecedor.
—Vámonos—propuso el catedrático—. Estará usted mojada.
Le turbaba un poco encontrarse en aquella obscuridad tan cerca de ella, y al mismo tiempo se sentía deliciosamente conmovido. Mirándole la nuca se dijo:
"Si yo le diera un beso"...
A la luz de un relámpago, que alumbró la mitad del cielo, vió a Varenka echar atrás la cabeza, lanzando un grito de entusiasmo, como si ofrendase su pecho a la tempestad.
Le rodeó, por detrás, el talle con un brazo, y, casi colocando la cabeza sobre su hombro, le dijo jadeante:
—¿Qué le pasa a usted?
¡A mí, nada!—gritó ella con enojo, desprendiéndose de sus brazos de un modo brusco—.
¡Dios mío, cómo se asusta usted! ¡Vaya un hombre!
Me había asustado por usted—respondió él con voz sorda, retrocediendo.
El brevísimo abrazo había llenado su corazón de un deseo irresistible de estrecharla contra su pecho hasta hacerle daño. Perdía su sangre fría.
Se sentía impulsado a bajar al jardín, para recibir, como los árboles, los latigazos de la lluvia.
—Me voy adentro dijo.
—Vámonos respondió Varenka malhumorada, y, deslizándose sin ruido junto a él, penetró en la casa. El coronel los acogió con grandes carcajadas.
—Qué es eso? Por orden del comandante en jefe de las fuerzas celestes, quedan ustedes arrestados, ja, ja, ja!
—¡Qué trueno!—dijo la tía Luchitsky con voz grave, mirando atentamente la faz pálida de Hipólito Sergueievich.
—No me gustan esas locuras de la naturaleza manifestó Isabel Sergueievna, haciendo una mueca de desagrado. Las tempestades, las tormentas no son sino un derroche de energía superfluo.
Hipólito Sergueievich, que se esforzaba en dominar su emoción, preguntó con voz alterada a su hermana:
—¿Crees que durará mucho esto?
—Toda la noche—le contestó la tía Luchitsky.
—Sí, es posible—confirmó su hermana.
¡Ya ve usted, todas sus tentativas de escaparse son vanas!—dijo, riendo, Varenka.
El joven sabio se estremeció, advirtiendo en aquella risa algo fatal.
—Sí, tendremos que dormir aquí—dijo Isabel Sergueievna—,. Además, sería peligroso un viaje de noche por el bosque: lo menos malo que podía sucedernos es que se nos rompiese el coche en mitad del caminola tía Lu—¡Tenemos habitaciones!—manifestó chitsky.
—En ese caso, permítame usted que le ruegue...
Perdóneme, pero la tempestad ejerce siempre sobre mí una influencia lamentable... Tenga usted la bondad de indicarme mi habitación y me retiraré un ratito.
A estas palabras de Hipólito Sergueievich, pronunciadas con voz sorda y convulsa, siguió un momento de confusión.
—¡En seguida!—refunfuñó la tía Luchitsky, levantándose a toda prisa.
Varenka también se levantó, muy agitada al parecer, y, mirando con asombro a Hipólito Sergueievich, le dijo:
—Inmediatamente voy a indicarle a usted su cuarto... le llevaré a él... Allí estará usted tranquilo.
Sólo Isabel Sergueievna permanecía tranquilay le preguntó, sonriendo, a su hermano:
—¿Se te va la cabeza un poco?
El coronel gruñó con su voz ronca:
—Eso no es nada: pasará pronto. Mi camarada el coronel Gortalov, a quien mataron los turcos, era todo un valiente. ¡No se encuentran muchos como él! Nos asombraba a todos con su valor. En la batalla de Sistov llevaba al ataque a sus soldados tan tranquilamente como si dirigiera un cotillón; repartía sablazos a diestro y siniestro, y como se le rompiera el sable, lo sustituyó con una maza, que cayó en sus manos. ¡Sí; era todo un valiente! Pero las tempestades le ponían nervioso como a una mujer...
Tenía mucha gracia! Lo mismo que usted, palidecía, vacilaba... Y con todo eso, era un buen bebedor, un hombre alegre, sano, fuerte, de elevada estatura, y aquellos trastornos nerviosos resultaban en él una cosa muy divertida.
Hipólito Sergueievich miraba, escuchaba, se excusaba, se esforzaba en tranquilizar a los demás, y se daba a todos los diablos. Se le iba, en efecto, la cabeza, y cuando la tía Luchitsky volvió y le acercó un frasco a la nariz, diciéndole que oliese, lo cogió y empezó a aspirar el aroma acre, sintiendo que aquella escena cómica le ponía en ridículo ante Varenka.
La lluvia azotaba con furia las ventanas, los ayos se sucedían, los truenos hacían temblar los cristales, que parecían asustados. Todo aquel ruido le recordaba al coronel el estruendo de las batallas.
—En la última guerra contra los turcos... no me acuerdo exactamente dónde... el ruido tamién era infernal. Se desencadenaba una tormenta parecida a ésta, llovía a torrentes, retumbaban los truenos, los cañonazos, las descargas de la fusilería.. El teniente Vijlaev, en pleno combate, cogió una botella de "vodka", se la llevó a los labios y empezó a beber: bul, bul, bul. Da pronto, ¡pam!, una bala hace pedazos la botella.
El teniente mira los pedazos y dice: "Diablo!
¡Los turcos les hacen la guerra a las botellas!" Y yo le contesto: "Se engaña usted, teniente; los turcos lo que hacen es disparar contra las hotellas; quien les hace la guerra es usted." Verdad que no estuvo mal dicho?
Se siente usted mejor?—le preguntaba la tía Luchitsky a Hipólito Sergueievich.
El le daba las gracias apretando los dientes, mirando a cuantos le rodeaban con ojos de fastidio y de enojo. Observó que Varenka, a quien Isabel Sergueievna hablaba al oído, sonreía extrañada y recelosa.
Al fin, solo ya en un cuartito, se entregó al examen de su estado de alma.
Furioso contra sí mismo, se esforzaba en comprender de qué manera había llegado a perder su sangre fría. ¿Hasta tal punto estaba enamɔrado de la muchacha?
Su pensamiento divagaba y no podía fijarlo por mucho tiempo en un punto determinado. Le dominaban la indignación y la cólera. Determinó hacerle a Varenka una declaración de amor, no tardando en desechar tal determinación, por considerar imposible para él casarse con aquel lindo monstruo. Se acusaba de haberle permitido turbar de tal modo su alma y se reprochaOba no haber sido bastante animoso en sus relaciones con ella. Le parecía que se hallaba dispuesta a ceder; pero que se complacía en irritarle. La calificaba mentalmente de mujer estúpida, sensual, sin corazón, y, un instante después, trataba de justificarla.
Y la lluvia seguía golpeando amenazadoramente la ventana, y toda la casa temblaba bajo el retumbar de los truenos.
Por fin, el joven sabio consiguió aplacar un poco el tumulto de sus sentimientos, que se alejaron todos a lo hondo de su corazón, menos el de la cólera contra sí mismo.
Era verdaderamente imperdonable. Una muchacha corrompida por el medio perverso, inaccesible a las razones del buen sentido, incorregible en sus errores, había logrado convertirle, en cosa de tres meses, poco menos que en un animal. ¡Era vergonzoso! Había hecho todo lo posible por elevar su nivel moral, y si no lo había conseguido, no había sido por su culpa. Lo vano de sus tentativas debía haberle alejado de ella; pero no había tenido fuerzas para huir a tiempo y había dejado que la joven suscitase en él la sensualidad más vergonzosa. Un hombre menos honrado se hubiera conducido en aquelas circunstancias con mayor sensatez.
"Ha sido la honradez, en efecto—se preguntó de pronto lo que me ha contenido? ¿No habrá sido, acaso, la impotencia, la debilidad?
Será tan sólo el deseo brutal de poseerla lo que me turba? ¿Soy yo capaz de amar? ¿Soy 30 capaz de ser marido, padre? Tengo las cualidades que se necesitan para la vida de familia?" Tales reflexiones le hicieron sentir una especie de frío interior y experimentar algo como una humillación.
Momentos después llamáronle a cenar.
Varenka le acogió con una mirada curiosa y le pregunto con acento acariciador:
—No le duele a usted ya la cabecita?
—No, gracias!—respondió él malhumorado, sentándose lejos de ella.
El coronel dormitaba, cabeceando, y dejaba escapar algunos ronquidos. Las tres señoras estaban sentadas en el sofá y hablaban de naderías.
La lluvia no azotaba ya tan ruidosamente los cristales; pero parecía manifestar el propósito decidido de regar la tierra eternamente.
Las tiniek las curioseaban por las ventanas. La atmósfera del salón era pesada. El olor a petróleo de tres lámparas encendidas se confundía con el que exhalaba el coronel, y hacía la atmósfera más pesada aún, aumentando la nerviosidad de Hipólito Sergueievich, que miraba a Varenka, y pensaba:
"No se acerca a mí... ¿Por qué? Puede que Isabel le haya dicho alguna tontería, fruto de us observaciones." En el comedor, la gruesa Fekla ponía la mesa para la cena. De vez en cuando, al través de la puerta abierta, clavaba la mirada de sus grandes ojos en Hipólito Sergueievich, que fumaba en silencio su cigarrillo.
La señorita está servida—dijo, apareciendo en el umbral.
—¡Vamos a comer! Hipólito Sergueievich, tenga la bondad... Tía, no es necesario molestar a papá; que siga aquí dormitando; de lo contrario, empezará de nuevo a beber.
—Me parece muy razonable—aprobó Isabel Sergueievna.
Y la tía Luchitsky dijo a media voz, encogiéncose de hombros:
—¡Es demasiado tarde! Si bebe, se morirá antes; pero, en cambio, se dará ese gusto; y si no bebe, vivi: quizá un año más; pero lo pasará muy mal.
También me parece razonable!—rió Isabel Sergueievna.
En la mesa, Hipólito Sergueievich, sentado al lado de Varenka, advirtió que la vecindad de la muchacha le turbaba de nuevo. Sentía un violento deseo de aproximarse a ella hasta rozar su vestido, y, analizando, como de costumbre, sus sentimientos, se dijo que en la atracción que la muchacha ejercía sobre él entraba por mucho la sensualidad y tenían muy poca parte los impulsos espirituales.
—¡Un corazón débil!—pensó con amargura.
Y al mismo tiempo se enorgulleció de no temier decirse la verdad a sí mismo y de saber percibir los más pequeños movimientos de su vida interior.
Absorto en estas reflexiones, callaba.
Varenka, al principio, le dirigía con bastante frecuencia la palabra; pero no recibiendo sino contestaciones breves y secas, renunció por entonces a hablar con él. Después de cenar, cuando se encontraron por casualidad solos, le preguntó con sencillez:
—¿Por qué está usted tan lúgubre? ¿Se aburre usted? O quizás está usted enfadado conmigo?
El contestó que ni se aburría ni estaba enfadado con ella.
—¿Qué tiene usted entonces ?—insistió la joven.
—Nada de particular, que yo sepa... quizás..la fatiga que sabe usted se siente a veces cuando se es objeto de una atención excesiva...
—¿Una atención excesiva? ¿Pero de quién?
De papá? No será de la tía Luchitsky, que casi no le ha dirigido a usted la palabra.
El joven sabio se sintió enrojecer ante aquella candidez imperturbable o aquella estupidez desesperante. La muchacha, sin esperar siquiera su respuesta, le dijo sonriendc:
¡No sea usted así, se lo ruego! ¡Detesto a la gente lúgubre!... ¿Quiere usted que juguemos a las cartas? ¿Sabe usted jugar?
—Lo hugo muy mal. Además, no me gusta ese... modo de perder el tiempo—manifestó él, reconciliado ya, a pesar suyo, con la joven.
A mí tampoco me gustan las cartas; pero...
¿qué vamos a hacer? Ya ve usted lo aburri.
do que somos—dijo ella con tristeza—. No puede usted disimular lo que se aburre entre nosotros.
Hipólito Sergueievich empezó a protestar, a afirmar lo contrario, y a medida que hablaba, su acento iba siendo más caluroso. Sin darse cuenta, concluyó:
—Basta que usted lo quiera para que, ni en el desierto, pueda uno aburrirse con usted...
—¿Y qué debo hacer para eso?—se apresuró ella a preguntar.
No se le ocultaba al catedrático su deseo sincero de ponerle alegre.
— Nada!—respondió, ocultando en el fondo de su corazón lo que hubiera querido contestarle.
—No, verdaderamente... Usted ha venido aquí a descansar. Su trabajo de usted es fatigosísimo y tiene usted necesidad de reponer sus fuerzas... Cuando iba usted a venir, su hermana me uijo: "Entre las dos ayudaremos a mi hermano el sabio a descansar y a divertirse"; pero, ¿ qué puedo yo hacer para eso? Le juro a usted que no lo sé... Si yo supiera que así le ponía a usted de buen humor, incluso le... daría un beso...
La sangre afluyó a su cabeza y a su corazón de un modo tan brusco que el joven sabio se tambaleó.
—Bueno... pruebe usted... deme un beso... deme un beso...—dijo con voz sorda, de pie ante ella; pero sin verla.
—Caramba! ¡Es usted terrible!—rió Varenka.
Y desapareció.
Dió él un paso tras ella; pero se detuvo y se apoyó en el quicio de la puerta, anheloso de su presencia.
Momentos después oyó roncar al coronel y vió al viejo dormido, con la cabeza inclinada sobreun hombro. Oíanse tras las ventanas los gemidos del viento y el llanto de la lluvia. A Hipólito Sergueievich le pareció que era su propio corazón quien lloraba y gemía, y se llenó de cólera.
—¿Estás jugando conmigo?—dijo con los dientes apretados y tono de amenaza, mirando hacia el lado por donde Varenka había desaparecido.
Le ardía el corazón y sentía en las piernas y en la cabeza como agujas de hielo.
Riendo alegremente, entraron en el salón las tres señoras. Hipólito Sergueievich hizo un esfuerzo para calmarse. La tía Luchitsky reía de tal modo que parecía que en su pecho estallaba algo. Una sonrisa maligna animaba el rostro de Varenka. Isabel Sergueievna reía de una manera suave, con cierta reserva.
"Se reirán de mí?"—pensó el catedrático.
Varenka propuso jugar a las cartas; pero su proposición no fué aceptada, lo que le permitió a Hipólito Sergueievich retirarse, alegando una indisposición, a su cuarto.
Cuando se dirigía a la puerta, sintió en su espalda las miradas de tres pares de ojos y adivinó que las tres mujeres se preguntaban qué tenía.
Algo pesado e incomprensible oprimía su corazón, y aunque experimentaba la necesidad de saber lo que era, se encontraba falto de ánimos para intentarlo.
"¡Malditos sean los sentimientos que no tienen nombre!"—se dijo.
No lejos caían sobre el pavimento gotas de agua, produciendo un ruido monótono.
Tac... tac... tac...
Tras una hora de lucha interior, de querer comprender lo que era para él incomprensible y más fuerte que cuanto comprendía, se decidió a mete¹ se en la cama. Mientras se desnudaba, determinó irse de allí al día siguiente, litre de cuanto turbaba su alma y le humillaba.
Pero una vez acostado, se imaginó, sin querer, a Varenka como la había visto en la escalinata, toda trémula de placer al resplandor de los relámpagos, y de nuevo pensó que si él hubiera sido un poco más audaz, hubiera podido...
Interrumpióse y le dió a su pensamiento otro sesgo:
"Hubiera podido hacer mía a una mujer muy bella, pero terriblemente molesta, pesada y estúpida, con un genio de gato salvaje y una sensualidad brutal"...
De pronto, en medio de tales reflexiones. se le ocurrió una extraña idea. Era como un presentimiento que le estremeció de pies a cabeza.
Saltó de la cama, corrió a la puerta de la liabitación y la abrió. Luego volvió a acostarse, sonriendo, empezó a mirar a la puerta, pensando llen de esperanza:
"Sucede... sucede algunas veces"...
Había leído en una novela cómo había sucedido una vez: ella entró, a media noche, en el cuarto del protagonista y se entregó a él, sin perder nada, sin exigir nada, por sencillo desco. Había algo en Varenka que recordaba a la heroína de aquella novela, y él la consideraba capaz de hacer lo mismo. La exclamación que había lanza lo: "¡Jesús! ¡Es usted terrible!", contenía quizá una promesa que él no había comprendido.
Y tal vez no tardase en entrar, vestida de blanco, trémula de deseo y de vergüenza...
Se levantó una porción de veces, sintiendo una impresión de frío en su cuerpo calenturiento y pretendiendo oir algo más, en el silencio de la noche, que el ruido de la lluvia; pero no percibía el ruido de los pasos deseados.
"¿Cómo entrará?"—se preguntaba.
Y se la figuraba en el umbral de la puerta, en una actitud orgullosa; pues le entregaría con orgullo el tesoro de su belleza, un regalo de reina. O se detendría, quizás, ante él, con la cabeza baja, vergonzosa, confusa, tímida, llenos de lágrimas los ojos? ¿O tal vez entraría riendo suavemente y le diría que era sabedora, hacía tiempo, de sus cuitas, y que había fingido ignorarlas para atormentarle un poco y saborearlas mejor?
En este estado de espíritu, harto cercano a la locura, imaginándose cuadros sensuales, más excitado a cada instante, no se daba cuenta de que había cesado la lluvia y de que las estrellas que habían aparecido en el cielo le miraban por la ventana. Seguía esperando oir los pasos de mujer, heraldos de su dicha; pero tales pasos no sonaban en el silencio de la noche. A veces, la esperanza de abrazar a la joven se apagaba en él un momento. Hipólito Sergueievich, entonces, se reprochaba aquel estado de alma indigno de él, vergonzoso, enfermizo. Para justificarse, decíase que la vida interior del hombre es demasiado complicada y variable y no se puede mantener siempre en equilibrio; que todos los hombres están condenados a caer, tarde o temprano, en un abismo, y que, por una amarga ironía del instinto, las personas prudentes, ponderadas, caen más hondo y se hacen más daño.
Siguió así hasta el amanecer, atormentado por sus deseos apasionados. Hasta después de salir el sol no oyó pasos. Incorporóse bruscamente, temblando febril, inflamados los ojos, y esperó..
Sentía que si ella llegaba, ni siquiera tendría fuerzas para dirigirle una palabra de agradecimento.
Los pasos seguían acercándose, lentos y pesados...
Y un instante después la puerta se abrió. Hipó lito Sergueievich, medio desmayado, se tendió de nuevo y cerró, esperando, los ojos.
—¿Le he despertado a usted? Vengo a buscar sus botas y sus pantalones—dijo con voz soñolienta la doncella Fekla, acercándose lenta, con paso bovino, a la cama. Suspirando, bostezando, tropezando con los muebles, cogió la ropa y se marchó, dejando tras ella un marcado olor a cocina.
Hipólito Sergueievich permaneció en la cama, quebrantado, abatido, observando con indiferencia la desaparición de las imágenes que habían tortu rado durante la noche sus nervios.
Fekla volvió al rato con la ropa y las botas limpias, y salió de nuevo, suspirando.
El empezó a vestirse, sin comprender por qué lo hacía tan temprano. Luego determinó ir a bañarse, y dicha determinación le animó un poco.
Procurando no hacer ruido, pasó por delante de la habitación donde se oían los ronquidos del coronel y se detuvo unos segundos ante la puerta de otra, que no era la que sospechaba, según adivinó en seguida.
Por fin, medio soñando, salió al jardín y echó a andar por una sendita que conducía al río.
La mañana era clara y fresca. Los rayos del sol aun conservaban el fulgor sonrosado del amanecer. Los mirlos charlaban animadamente, picando las cerezas. Temblaban en las hojas gotas de lluvia, como brillantes, que caían al suelo cual lágrimas de felicidad, y desaparecían. La tierra, aunque estaba mojada, había absorbido toda el agua vertida por las nubes durante la noche, y no se veían charcos ni barro. Todo estaba limpio, fresco y nuevo, como nacido en el misterio de las horas nocturnas. Todo estaba silencioso y quieto, como arrobado ante la belleza divina del sol, contemplado por primera vez.
El joven sabio miró en torno suyo. La niebla de sueños absurdos que había envuelto durante la noche su cerebro se iba disipando, vencida por el puro aliento de la mañana, lleno de frescura y de fragancias.
Los rayos del sol teñían el río de oro y rosa.
El agua, un poco turbia aún a causa de la lluvia, reflejaba de un modo vago el verdor de la orilla en sus ondas. El sonoro salto de algún pez y el canto de los pájaros eran los únicos ruidos que turbaban el silencio de la mañana. De no estar húmeda la tierra, hubiera sido delicioso tenderse en la orilla del río, bajo la fronda verde, y esperar que la paz renaciese en el alma.
Hipólito Sergueievich avanzaba a lo largo de la ribera, cortada de trecho en trecho por cabitos de arena y pequeñas bahías orladas de verdura.
Cada cuatro o cinco pasos se ofrecía a sus ojos un nuevo cuadro. Caminando sin ruido a la orilla del agua, sabía de antemano que a cada momento le esperaba una sorpresa. Contemplaba, atento, los contornos de cada bahía, la forma de los árboles, como para percibir su diferencia con las bahías y los árboles que iban quedando atrás.
Súbitamente se detuvo, deslumbrado.
Ante él hallábase Varenka, sumergida hasta la cintura en el agua, con la cabeza inclinada y la cabellera mojada entre las manos. El frío sonrosaba su cuerpo, sobre el que brillaban, como escamas, las gotas de agua iluminadas por el sol, y caían al río, deslizándose lentamente por la tersura de sus hombros y de su pecho, no sin reflejar antes la lumbre del sol largo tiempo, como si no quisieran separarse de la carne que habían lavado.
El agua de que sus cabellos estaban empapados se escurría por entre los dedos de la joven y caía a la corriente con un dulce ruido.
Hipólito Sergueievich miraba con arrobo, con devoción, a la muchacha, como si mirase algo sagrado, tan pura y armoniosa era aquella belleza en plena floración juvenil. No sentía otro deseo que el de admirarla. Sobre su cabeza, en una rama de nogal, cantaba y lloraba un ruiseñor; pero el ni siquiera lo oía: todo el mundo, toda la luz del sol se concentraba en aquel momento, para él, en aquella muchacha en pie en medio del agua, entre las ondas, que acariciaban suavemente su cuerpo y lo contorneaban silenciosas y plácidas.
Pero el bello espectáculo sólo duro algunos segundos: la muchacha levantó de pronto la cabeza y, lanzando un grito de cólera, se sumergió rápidamente hasta el cuello en el agua.
Se diría que aquel movimiento se repitió en el corazón de Hipólito Sergueievich, el cual se estremeció también y se sintió envuelto en una frialdad glacial. Varenka le miraba con ojos brillantes, y se pintaba en su rostro el susto, el desprecio y la cólera. El joven sabio le oyó exclamar enfurecida:
—¡Váyase usted! ¡Váyase usted! ¡Qué vergüenza!
Le parecía que tales palabras llegaban de lejos, vagas, borrosas. Inclinado sobre el agua, con los brazos tendidos, apenas podía tenerse en pie, temblorosas las piernas, estremecido todo su cuerpo de pasión. Al cabo, cayó de rodillas, casi dentro del río.
La muchacha lanzó un grito de cólera y se dispuso a nadar; pero se detuvo y le dijo con voz sorda y ansiosa:
—Váyase usted!
—No puedo—quiso decir él; mas no pudo, como si sus labios estuviesen paralizados.
—¡Cuidado! ¡Vete de aquí! ¡Cobarde, sinvergüenza!
El no hacía caso de tales gritos. Clavaba en los ojos de la muchacha los suyos, inflamados, y, sin levantarse, la esperaba. La hubiera esperado lo mismo, aunque hubiera sabido que sobre su cabeza se agitaba un hacha homicida.
—¡Puerco!... ¡Yo te enseñaré!—murmuró con asco Varenka, y se lanzó, de pronto, hacia él.
Fué creciendo, creciendo, brillante de belleza, a los ojos del catedrático, que no tardó en verla 1 toda entera, hasta los dedos de los pies, divina y furiosa. La veía y la esperaba todo trémulo de pasión. Viéndola inclinarse hacia él, le tendió los brazos; pero, en el mismo instante, recibió en plena faz el choque de una cosa mojada.
Se restregó los ojos y sus dedos tocaron arena húmeda y barro. Una lluvia de golpes caía sobre su cabeza, sus hombros, su rostro; pero no provocaba en él el dolor físico, sino algo muy distinto. Al colocar sus manos entre su cabeza y las manos que le golpeaban, lo hacía de un modo maquinal, no para defenderse. Oía el llanto furioso de la muchacha. Al cabo, un violento golpe en el pecho le hizo caer de espaldas. No le pegaron más. Después, oyó un ligero ruido en la maleza y todo quedó en silencio.
El silencio sombrío parecía infinitamente largo. El hombre seguía tendido, inmóvil, pegado al suelo por el peso de su vergüenza.
Al abrir los ojos vió el cielo azul, profundo como un abismo sin fondo, y le pareció que se alejaba poco a poco.
Así permaneció hasta que sintió frío. Al abrir los ojos otra vez, vió a Varenka inclinada sobre él. De los dedos de la muchacha caían gotas de agua sobre su rostro.
—Bueno—le oyó decir—. ¿Cómo volverá usted a casa tan sucio y con la ropa rota? ¡Qué vergüenza! Dirá usted que se ha caído al agua. ¡ Qué horror! Si hubiera tenido con qué, le hubiera matado a usted.
Le oyó decirle muchas cosas más; pero el estado de su alma no cambió por eso. No le con testó nada hasta que le oyó decirle que se iba.
Entonces, le preguntó dulcemente:
— No la veré a usted más?
Y sólo en aquel momento recordó cuanto había pasado y comprendió lo que debía hacer.
—¡Perdóneme usted!—quiso decirle.
Pero no tuvo tiempo, porque la muchacha desapareció entre los árboles.
Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en un tronco, miraba hoscamente el agua turbia que corría a sus pies.
El agua corría lentamente... lentamente... lentamente...