Viaje a la Patagonia Austral/VII
EXCURSION A LAS SALINAS Y A LA ISLA DE LEONES
Antes de principiar el viaje al interior, decido recorrer la pequeña extensión de tierra que se encuentra al este de la isla Pavón y que está rodeada, a partir de Monte León, por el Atlántico, la bahía, parte del río y la cadena de colinas, precursoras de mesetas más elevadas, que se extienden hacia suroeste, en dirección del primer paradero de los indios, «Amenkelt».
Diciembre 30.—De madrugada, salgo con rumbo al este, acompañado del Sr. Moyano y del buen gaucho Cipriano García. Nuestra primera visita es a las salinas de la primera meseta, las que, en número de dos, semejan a la distancia grandes láminas de plata bruñida, que reverberan al sol; aun no están secas completamente; una espuma con grandes burbujas rodea la masa solidificada, y líneas onduladas marcan los distintos niveles de las aguas y los diversos períodos de sequedad. Un borde oscuro, barroso en extremo, las circunda y sigue el descenso del terreno, cuyas depresiones circulares u ovaladas sirven de receptáculo a la sal como una gigantesca fuente; a ese borde suceden cristales aún sucios, hasta llegar gradualmente a la sal blanca, cristalizada y de apariencia congelada.
El espesor de la capa no es ahora grueso, y no lo gradúo en más de cuatro pulgadas, en término medio, pues los guanacos y avestruces han dejado las impresiones de sus pies en el fango que cubre la sábana blanca.
Una milla más al este, trepamos otra meseta, por entre lomadas, abundantes de pastos y abrigadas, y después de recorrer un trayecto igual, encontramos otra salina, que nos es desconocida. Su aspecto es el mismo que el de las anteriores, a excepción de los cristales de sal, que son de un tamaño mucho mayor, y de un color blanquizco-amarillento.
En el lado norte, nada altera la llana superficie en el punto donde el cielo se confunde con la tierra, pero la gradería de mesetas, primero verdosas, luego pardas, azules y celestes, tenues, se ven, alejándose en las demás direcciones. Es un anfiteatro grandioso pero solitario; su arena sólo es frecuentada por los guanacos y avestruces; y el puma, el gato salvaje y el cóndor son los dominadores de la región. La civilización no ha extendido aún su influencia hasta allí. La monotonía del desierto sólo la interrumpe, de tarde en tarde, el cazador argentino y el tehuelche, o algún desertor chileno. Mientras el hombre no ha penetrado en esta comarca, todo es soledad en ella, nada se mueve; los animales tranquilos cumplen con las exigencias de la vida, reposan y se alimentan; pero la presencia de nosotros, enemigos de casi todas las obras animadas, interrumpe hoy esa aparente soledad.
Apenas hemos pasado la salina, nos separamos los tres individuos que formamos la comitiva. Pero a poco, de los matorrales se elevan al cielo densas columnas de humo; el cerco que nos debe proporcionar la cena va cerrándose, y en donde no habíamos visto ser animado alguno, aparecen cientos de guanacos y avestruces; de cada mata, de cada hondonada, huyen con extrema ligereza tropas de esos animales tan deseados.
Tres émulos de Nemrod acosan a los ágiles habitantes de la pampa, pero la rapidez de los guanacos y las gambetas de los avestruces no les permiten obtener, en sus hazañas, el mismo éxito que al gran cazador antiguo.
En esta llanura hay abundancia de lagunas de agua salobre y dulce, que se suceden sin interrupción y que están muy lejos de dar al suelo la aridez terrible de que le hace gozar la fama. La abundancia de gansos, cisnes, patos y avutardas es inmensa en ellas, y con constancia, mojándonos algo y después de chapalear dentro de una de ellas, más de una hora, persiguiendo los pichones de estas últimas, cuyas pequeñas plumas no les permiten volar, obtenemos a fuerza de astucia y rebencazos cuatro de ellos, suficiente número para pasar una agradable noche, la que no se presenta muy de nuestro gusto, pues la tormenta se cierne sobre la cumbre de las colinas, donde esperamos descansar. Esas lagunas no son permanentes, pero hay algunas suficientemente grandes para que, con excepción de dos o tres meses del año, puedan aplacar la sed de los animales de una estancia. Su fondo no es barroso, sino más bien duro y lleno de cascajo; sus orillas sumamente fértiles y cubiertas de un césped tan tupido y lozano que las convierte en pequeños oasis.
La parada para la noche la hacemos dentro de los cañadones, rodeados de un precioso escenario, al borde de una laguna de agua dulce, dominada por las colinas cubiertas de pastos amarillentos. Este punto es un valle que se dirige serpenteando desde el este, con manantiales cristalinos que descargan sus aguas, subterráneamente algunos, en la laguna.
Sus elevadas orillas, cubiertas de cantos rodados, recuerdan el borde del océano, a lo que contribuye el murmullo continuo del rodar de sus pequeñas olas, aumentado por el eco de las colinas.
Nuestra parada aquí desaloja una tropa de más de cien guanacos que iban a pasar, abrigados en los matorrales, la próxima tormenta y a los que parece que nuestra llegada indiscreta disgusta, sobre todo a los machos de ella, pues momentos después que las hembras y los pequeñuelos se cobijan en las quebradas, vuelven aquellos a presentarse en las alturas, relinchando, quizás de disgusto, haciendo cabriolas hasta el oscurecer, y los vemos, centinelas frente a nosotros, y hasta muy avanzada la noche, no dejamos de oír sus estridentes relinchos. La lluvia que ha principiado, calma sus enojos.
Por nuestra parte, tenemos tiempo de resguardarnos contra el chubasco del sureste, detrás de unas pequeñas matas, donde pelamos y comemos dos de los pichones. No es posible conciliar el sueño con la lluvia fría; y tenemos que pasar la noche sentados, envueltos en los quillangos, cubierta que recomiendo y que debe ser inseparable compañero del viajero en Patagonia; presta el servicio de abrigo y techo, y en ocasiones como esta sirve de capa de goma.
Diciembre 31.—Me parece inútil decir que vemos llegar el día con vivo placer: apenas el cielo cambia su negro tinte por el aplomado de la madrugada tormentosa, deshacemos el montón de ceniza que guarda el fuego, digno de ser venerado en esta ocasión; acercamos a las brazas algunas ramas de olorosos arbustos y momentos después la caldera nos proporciona agua para el mate.
No se crea que el mate, para el viajero andariego, es el mismo mate, instrumento que favorece la ociosidad proverbial de nuestros paisanos, para quienes es casi indispensable. Para él, tiene una grande importancia moral; el mecanismo de sorberlo da una tregua a su agitación intelectual y con hacer esta operación, en rueda, en el pequeño campamento, se olvida la mala noche anterior y los sufrimientos que trae consigo. Nosotros no nos hallamos, sin embargo, en este caso: no ha habido padecimiento, sino molestia, y aunque la noche pasada no ha sido de las más deseables, en cambio, el día de ayer, nos ha dado mas de un motivo de agrado.
Dividimos con los perros los dos últimos pichones de avutarda; ensillamos, y emprendemos marcha al este, para salir al encuentro del sol que ya refleja en las cimas de las colinas, vivificándolas. Un aire frío e incómodo corre por los cañadones, pero cuando, para acortar camino, trepamos los cerros, una tibia atmósfera nos envuelve agradablemente.
A medida que nos internamos, cruzamos una región de ondulaciones, que ascienden de un modo insensible, con faldas pedregosas algunas, y otras pastosas; todas presentan arbustos más o menos desarrollados. Las adesmias de hermosas flores, agrupadas en pequeños hemisferios, semejan claros peñascos redondeados y son las mismas que crecen en las inmediaciones de la bahía. Los calafates, con sus frutas aún verdes, crecen lozanos, cerca de los manantiales, que en las profundas quebradas vemos correr en delgados hilos de agua, cristalina y agradable en algunos, y en otros tan salobre que ni aún los caballos la quieren beber. El incienso, menos abundante que en la meseta que cruzamos ayer, lo vemos, enmarañado, en los arenales y pedregales. En las lomadas, el golpe de vista que nos regalan las Oxalis y Calceolarias, aviva la naturaleza adormecida; las primeras, con sus flores en forma de estrellas, de colores fuertes o suaves, varían de colorido según la altura a que crecen, o según la mayor o menor sombra o sol de que gozan, desde el azul sombrío, con venas aún más oscuras, del mismo color, en los bajos, hasta el blanco, venado de lila, en las cumbres.
Nos aproximamos al mar; escuchamos un rumor sordo que se hace oír en la lejanía; la comarca se vuelve más agreste aún, y las quebradas difícilmente dan paso; muchas veces no podemos mantenernos a caballo por la gran pendiente de las cuestas. Los torrentes insignificantes, secos casi todos entonces, nos cortan el camino con sus bordes a pico. Todos estos son inconvenientes que aumentan, momentos después, nuestra admiración, al presenciar, desde una altura de ochocientos pies, el grandioso panorama.
A nuestros pies, la acción lenta e incesante de la atmósfera y del tiempo, ha desagregado la meseta, la ha grietado y hecho presentar sus carcomidas faldas, como si monstruosas olas la hubieran atacado; sus abundantes vestigios, a cuya base se amontonan grandes cantidades de sutil polvo, producto del formidable ataque, muestran, en sus flancos, gigantescas graderías, dignas de aquel grande anfiteatro.
El Monte León se eleva delante, triste, árido, sembrado de cascajo glacial y perforada su abrupta ladera por innumerables cuevas, puntos negros en el blanco calcáreo, donde se asilan los pumas, mientras los cóndores anidan o revolotean en la cumbre.
Los guanacos, a los que sirven de pedestales, labrados por el tiempo, ese gran modelador, los restos de las colinas, escuchan asustados el ruido de las piedras que se desprenden a nuestro paso y que ruedan al fondo. Uno que otro avestruz silva tranquilo, haciendo la guerra a cuanta fruta o insecto encuentra, y algunos zorros, que abundan allí, huyen de los perros, guareciéndose en las cuevas. Uno de ellos, preocupado en devorar el contenido de un huevo huacho de avestruz, que ha quebrado contra las piedras, muere víctima de su glotonería. Una vaca alzada muge en las quebradas.
El vapor de la tierra húmeda se va expandiendo sobre el mar, unas veces azul sombrío, otras verdoso parduzco, y donde grandes sombras diseñan, fantásticamente, la forma de sencillas nubes que recorren el hermoso cielo.
Todo parece envuelto en una atmósfera luminosa, particular, y cada objeto titila, desde el lejano Monte Entrance del Norte, hasta el solitario Monte Observación del Sur. El espejismo nos regala con sus castillos, tomados por la fantasía de la óptica de los desiertos, pero que parecen levantados por algún amable mago, que desea olvidemos la siempre árida perspectiva.
Subiendo y bajando quebradas, llegamos al pie del Monte León y buscamos, entre los médanos movedizos, camino para llegar al mar. Vuelvo la cabeza hacia los sitios que acabo de cruzar ¡qué triste desolación, qué estragos ha hecho el tiempo, cómo ha desvastado esta inmensa costa!
Tenemos que esperar la bajante que se aproxima, para llegar a la isla de Leones, que ha dado tanto que hablar y discutir desde el apresamiento injustificable de la «Jeanne Amélie» en ese punto. A pesar de hallarse a cortísima distancia de nosotros, la mar alta no nos permite cruzar hasta allí. La agitación de este rincón rocalloso, es demasiado grande, aún en el estado de calma en que se encuentra el océano. Son dignas de admirar estas mansas olas, casi insensibles, que a medida que se acercan, se encrespan, se ondulan fuertemente, rozan el fondo, retroceden, chocan contra las piedras y lanzan fina lluvia, que irradia al sol y cae blanca, al parecer hirviendo, a nuestros pies, moviendo los cascajos, y haciendo rodar los barriles; algunas se estrellan contra la muralla geológica, o truenan entre las pequeñas cavernas, horadadas por ellas.
Ya que tenemos que aguardar un par de horas antes que el mar haya dado paso, evoquemos recuerdos, que aunque me son tristes, darán a conocer a mis lectores una tragedia casi ignorada. Este mismo mar, cuya calma es hoy tan grande como su agitación en el día de que me voy a ocupar, guarda en sus abismos marinos amigos, argentinos. Durante el gran temporal que en los primeros días de noviembre de 1874, se desencadenó en estas costas, llegando sus fuerzas hasta ocasionar grandes destrozos en la bahía de Montevideo, sucumbió, quizás a la vista del paraje, desde donde lo recuerdo, el comandante de la marina argentina Guillermo Lawrence, con toda la tripulación de un pequeño pailebot, en el cual se había lanzado al mar. Días antes, nos habíamos despedido contentos en la Bahía Santa Cruz, dándonos cita para el Río Negro. El día 2 de noviembre, al principio del huracán, avistamos desde el «Rosales», en el océano, el pequeño barco, y desde entonces no hemos vuelto a saber más de él, ni de los amigos que conducía. La osadía de Lawrence lo condujo a la muerte.
¡Qué espantoso temporal aquel! Una tempestad en el sur es indescriptible, lo mismo que las escenas que se desarrollan a bordo de los buques que sorprende. El cielo, momentos antes despejado, cúbrese totalmente; las nubes bajan y parece que oprimen las grandes olas, cuyas crestas hace blanquear el viento, o la pesadez de la atmósfera las convierte en inmensas moles de grandes cavidades, silenciosas y gruesas como si tuvieran la consistencia del aceite; los negruzcos nimbos y los variados cirros cruzan veloces; el viento sopla con fuerza intensa y una oscuridad prematura parece descender sobre el océano. De repente ábrese el cielo; los rayos del sol, que calientan las tranquilas capas superiores de la atmósfera, alumbran el buque, que, con dificultad, combate contra los elementos; doran con fulgor, casi siniestro, los mástiles, algunas veces astillados, y bañan con su luz, las escenas heroicas de que es teatro la cubierta. La claridad se difunde entonces sobre el océano enfurecido y presencia el conmovedor espectáculo de la lucha del hombre, contra los grandes elementos de la naturaleza, que trata de dominar.
Creo que nada puede infundir mayor entusiasmo ni más valor, que la vida de mar; esta es la lucha continua que proporciona confianza en sí mismo; que obliga al hombre a reconcentrarse y a buscar en sus fuerzas los medios de continuarla.
La marea ha bajado; las olas ya no cubren la playa; esta nos muestra las aristas de piedra, contra las que momentos antes, se estrellaron las aguas; podemos cruzarla sin peligro. Sólo nuestros caballos oponen alguna resistencia, alarmados por el sordo rugido del océano, que al alejarse, se encabrita frente a la muralla del peñón. Llegamos a su pie, que ha sido ya rodeado por bandadas de pequeñas Sternas que vienen a buscar los despojos que el Atlántico les ha abandonado.
La isla es un fragmento de meseta que se ha separado del continente por la lenta acción de las aguas modernas, que destruyen lo que las pasadas formaron. Fué en otro tiempo un prolongado cabo, que se internaba atrevido y que combatió rudamente, durante siglos; pero como nada resiste a la ley que quiere que todo, por más inerte que aparezca, no permanezca inactivo.
Algunos escalones, tallados con atrevimiento en la roca endurecida, y algunos fragmentos de cuerdas que cuelgan de la cima, permiten llegar hasta la llana superficie del islote, que se eleva a cerca de cien pies sobre la playa. Llegados allí, encontramos una plaza de quince mil metros cuadrados, más o menos, que es todo lo que constituye aquel paraje renombrado. Muchas bolsas llenas de huano y apiladas, barriles, armas, carpas y una habitación construida con maderas y que contiene abundantes víveres, se encuentran abandonadas desde el día del atentado. La isla sólo está habitada, en el momento en que la visitamos, por millares de pájaros.
A excepción de los pengüines, cuyas formas no les permiten trepar esas paredes abruptas, todas las especies aladas que habitan las costas del mar antártico se dan cita bulliciosa en este paraje. Esta isla puede contener aún dos mil quinientas toneladas de huano.
No dudo que su presencia aquí, sea el signo de un levantamiento en tiempos no muy lejanos, pero el cual no ha sido el agente que ha separado la isla de la tierra firme, pues ésta no muestra ninguna alteración ni diferencia en su estratificación horizontal.
El embate continuo de las poderosas olas, durante las tempestades, sobre todo cuando éstas coinciden con las grandes mareas, ha motivado este fenómeno, y los grandes fragmentos de roca que han quedado en el espacio comprendido entre ambas murallas, semejan enormes cubos, trabajos de cantería, restos de una construcción ciplópea destruida, entre los que crecen algas y bajo los cuales se ampara más de una población marina.
Inmediata a la isla en las barrancas que limitan la costa, al nivel de la playa, encontramos una caverna curiosa, en cuya entrada, los marinos que han visitado esta bóveda natural, han grabado sus nombres: los imito, dejo mis iniciales y penetro a caballo a ella, por un pasadiso, largo de unos ocho metros. En el interior, una pieza de más o menos doce metros de ancho, casi circular, de techo elevado de cuatro metros y abovedado, constituye la caverna, que está enlozada con grandes fragmentos de arenizca endurecida.
La luz sólo penetra por la entrada, así es que se goza adentro de una agradable penumbra, y donde, si en un principio la transición desde la claridad fuerte del día, enceguece y no permite distinguir nada, pronto aparecen definidos sus suaves contornos. ¡Qué interesante monumento natural! Esa obscuridad es fecunda; una hermosa tapicería cubre sus paredes, donde las mareas dejan diariamente señales de sus caricias, y en las que depositan la vida que traen, en finísimas cintas de colores que varían del verde al azul morado. Todo tiene el vello del terciopelo, barniz viviente, producto de animalículos microscópicos o pequeñas plantas.
Volvemos a subir la barranca y almorzamos unos fragmentos de un guanaco que García ha boleado esta mañana y nos dividimos un huevo de avestruz que hemos salvado de las mandíbulas de los zorros.
Algunos cuchillos de piedra y gran número de Patellas destruídas indican que este paraje ha sido también en tiempos anteriores, paradero temporario de indios, cuando los manantiales vecinos no se habían agotado. Nosotros, para nuestro almuerzo tenemos que contentarnos con el agua que se ha depositado en una pequeña cavidad hecha por los guanacos al revolcarse. De esta agua tienen que beber, antes que nosotros, los caballos, quienes no lo hubieran hecho después de enturbiada, lo que es casi imposible, a no convertirla en barro. Tres calderas o tres litros, es todo lo que conseguimos para el mate y el té.
A la tarde retrocedemos y pasamos inmediatos al fogón que ha dejado la guardia puesta por los chilenos, para cuidar lo que ha quedado abandonado aquí, después del apresamiento de la «Jeanne Amélie». El camino que seguimos, es mucho más fácil y más agreste que el que hemos traído esta mañana; los cerros son algo más elevados, sus flancos unas veces más desnudos, salvajes, otras más verdosos, proporcionan interesantes contrastes, y las sombras de la tarde que llegan y que van cubriendo las cañadas les dan un aspecto más característico de soledad. Acampamos en un pequeño bajo rodeado de preciosas colinas y donde el pasto es abundante; unos pozos de agua, aunque algo salobre, nos han invitado a hacerlo aquí, después de haber buscado en otros puntos parecidos, un rincón donde los mosquitos no fueran tan numerosos. Antes de entrarse totalmente el sol, obtenemos, con el revólver, un hermoso guanaco que se había empecinado en vigilar nuestros movimientos; es destinado para servir de provisión fresca en la isla Pavón.
El cielo vuelve a presentar la misma apariencia sospechosa que en la tarde de ayer y gruesas nubes se amontonan sobre nuestro profundo vivac, por lo que, inmediatamente después de asegurar los caballos, de manera que los pumas, los zorros o los mosquitos, que abundan aquí, no los hagan alejar y nos dejen a pie, tomamos serias disposiciones para la noche. Cada uno elige una mata de incienso, la despoja de alguna de sus ramas inferiores y de las espinas del suelo, y tiende su recado sobre las pequeñas piedras; dejamos los quillangos amarrados a las ramas del espinoso arbusto para que en caso de lluvia sirvan de carpas.
Este es el último día del año de 1876, y lo festejamos dignamente con un magnífico asado de guanaco y un buen jarro de té indígena, hecho con hojas de la olorosa Verónica elliptica. Después de combinar el plan de campaña para mañana, cada uno se retira a su dormitorio.
Raros son los días, de esta clase, que he pasado lejos de las personas que quiero. Mis pocos años han transcurrido en el seno de la familia, hasta que mis inclinaciones me han alejado de ese centro, y lejos, en estas soledades australes, acaricio recuerdos.
Me aparto del campamento. El espíritu sibarita y hasta el poco movimiento que se nota aquí me molesta.
A la claridad de la noche, pues la tormenta prevista se ha disuelto,—y envuelto en mi quillango, trepo al cerro inmediato y más elevado de los alrededores, que domina la región. Desde él se abraza el panorama del cielo, del continente y del océano. Es el modo más digno de principiar un nuevo año, corta etapa de nuestra vida.
La calma y el silencio reinan también en la alta meseta; uno que otro grito de águila o de cóndor desvelado lo rompe, y en el bajo se apagan ya los últimos fulgores de la hoguera, a cuyo alrededor, negras sombras diseñan los compañeros que duermen y los perros que velan atentos. En lo alto, un bello cielo, claro, estrellado, permite extasiar la vista en el encantado paisaje de los mundos del firmamento.
El espectáculo es espléndidamente bello, pero triste; predispone a la contemplación de la naturaleza, y arrastra hacia ella el pensamiento.
Enero 1.° de 1887.—La obscuridad del firmamento disminuye, anunciando la aparición del nuevo día, cuando bajo a descansar a mi sencillo lecho.
Horas después en seguida de desearnos, casi a un mismo tiempo, «un buen año», para los que queremos y para nosotros, nos ponemos en camino.
El rumbo es recto al oeste, dirección siempre deseada por mí; adelantamos por entre las colinas que en las cartas geográficas figuran con el nombre de Cadena del León. El sol ya alumbra y la naturaleza se anima; vuelven los avestruces y los guanacos a vagar en tropas, y con el calor de la mañana, que promete un medio día ardiente, aparecen numerosos insectos.
A medio día cruzamos una meseta llana elevada, desde la cual se distinguía los cerros lejanos del río Chico, y donde disparan inmensas tropillas de guanacos. Una de ellas cuenta quizás más de quinientos individuos. Muchas lagunitas preciosas abundan en bandurrias, flamencos y espátulas rosadas que viven en tranquila sociedad, con numerosos patos. Los hacemos volar para deleitarnos con la belleza y variedad del plumaje que.ostentan sus cuerpos al alejarse.
Almorzamos en un profundo y árido cañadón, al borde de una zanja donde encontramos agua potable. Dormimos la siesta y volvemos a ascendee la segunda meseta, dejando ya las dos altas que forman la gran planicie. Este cañadón o quebrada es muy profundo: al este lo forman los descensos de cuatro escalones y corresponde, con pequeña diferencia, al nivel del valle por el cual corre el Santa Cruz.
Corremos innumerables guanacos, chicos y grandes, y cogemos tres pequeños, y a la caída del día, cuando los cerros se entristecen, llegamos satisfechos a la isla Pavón, donde desde lejos divisamos banderas nacionales izadas en festejo del día.
Nos reunimos aquí todos los que componemos la colonia, y hasta muy avanzada la noche nos entretiene el acordeón, la guitarra y los dos organitos que he traído para los indios. El himno nacional, tocado por Dufour es escuchado por todos con recogimiento; los aires gauchescos y las alegres cuadrillas de la Belle Helene, nos alegran el alma, que no toma nota de seis distintos aires alemanes que o son de música clásica o son tan incomprensibles que sus melodías no causan gran impresión a nuestros oídos poco musicales.