Viaje a la Patagonia Austral/XIV
EXCURSION AL OESTE.—LOS ANDES.—DESCENSO DEL SANTA CRUZ.—VIAJE A PUNTA ARENAS.—CONCLUSION.
Marzo 11.—Bien almorzados, como para poder soportar el hambre durante algún tiempo, y llevando la aun intacta caja de paté de foie que ha viajado por los lagos San Martín y Viedma, trotamos y galopamos todo el día, Moyano. Isidoro y yo, hacia el oeste. El trecho que nos separa de punta Walichu se compone de lomas más o menos elevadas; algunas tienen pendientes suaves, otras laderas abruptas, por entre las cuales corren tres pequeños arroyuelos que en invierno y durante el deshielo que produce la llegada de la primavera, conducen las aguas de las tierras del sur. Los trozos erráticos son numerosos y algunos de enorme tamaño; puede decirse que el terreno está cubierto por ellos; varían desde un decímetro hasta 300 metros cúbicos.
La vegetación es la misma que la que hemos encontrado en el trayecto del Atlántico hasta este lago. Vemos lagunitas que contienen pequeñas cantidades de sulfato de sosa.
Desde Punta Walichu, donde los médanos vuelven a aparecer, el terreno mejora rápidamente; hay un pequeño arroyo que desciende del sur con corto caudal de aguas y en cuyos alrededores el pasto es excelente y tan abundante que podría ser cegado para servir de provisiones de invierno; los calafates adquieren proporciones notables y cantidad inmensa de patos, avutardas, cisnes, gansos, gallaretas y ardeas llenan de vida la región. Pasando este arroyo que baña el pie de la montaña inclinada, subimos varias colinas, de ascensión fatigosa por la cantidad de pequeños torrentes, secos hoy, que llegan a la Bahía Redonda. En estas colinas el pasto es bueno y las haciendas que vivan aquí, en los años venideros, podrán encontrar abundante forraje. Pasando esas colinas descendemos a un bajo y hacemos campamento entre unos médanos que se elevan a la orilla del lago, cubiertos de matorrales de berberis y entre los cuales nuestros perros tratan en vano de hacer presa de un Canis Magallanicus, que se refugia en las peñas; lo mismo sucele con un joven huemul que hemos encontrado pastando en lo que va a ser nuestro alojamiento. El elegante ciervo prefiere la muerte entre las heladas aguas, a ser presa de ellos, y lo vemos lanzarse al lago y nadar largo rato hasta que desaparece en sus profundidades.
Marzo 12.—Ayer al acampar, teníamos delante un gigantesco témpano; su enorme tamaño, pues calculo su altura sobre el agua, en más de 30 metros por un largo de 100, lo mantenía inmóvil, varado; durante esta noche pasada hemos escuchado grandes estruendos, prolongadas salvas, y el día nos ha mostrado que lo que las ha producido ha sido la cristalina isla que sucumbe. Ahora que el sol calienta, el hielo eterno zafa de su varadura y se dirige majestuoso hacia el Santa Cruz. Imita un fantástico navío con blancas y celestes velas trasparentes y desplegadas; el desplome de los fragmentos agita las ondas aéreas, y escuchamos lúgubres cañonazos que completan la ilusión: parece pedir auxilio. Entre los manantiales cercanos, donde la vegetación herbácea es espléndida, encontramos muchos rastros de caballos y más al oeste, a la orilla de un pequeño río, el que califico así para distinguirlo de los torrentes o arroyuelos que he mencionado ayer, vemos un camino de chinas lo que nos muestra que los indios del sur han vivido aquí hace pocos días. A ellos se les debe seguramente el gran incendio de los bosques de los cerros inmediatos que nos han ocultado la cordillera a nuestra llegada al lago. Continuamos caminando hacia el poniente costeando la falda de un cerro bastante elevado y extenso, aislado, de formación arcillo-esquistosa, y cuyo pie baña el lago. Llamo a este cerrro «Monte Félix Frías» en honor de mi amigo, el esclarecido patriota que defiende la causa de los argentinos, contra las pretensiones chilenas. El camino que hacemos por faldas es en extremo incómodo. Los ctenomys tienen la culpa; han revuelto los terrenos sueltos, donde las raíces de los arbustos y del pasto son más fáciles de descubrir. Pasando este mal paso que mide 5 kilómetros más o menos, llegamos a un bajo con pastizales abundantes, y luego, siguiendo hacia el noroeste, a una hilera de colinas donde los trozos glaciales son muy numerosos.
No encontrando paso por este paraje y viendo que el lago enangosta a causa de una punta de tierra que avanza al norte, y que luego se divide en dos brazos, uno que se interna al NO. hacia los ventisqueros, y el otro al SO., dejando en el centro, como una enorme cuña, bellas y elevadas montañas, cambiamos de dirección y nos dirigimos a las sierras del O. para internarnos siguiendo sus laderas.
Varias pequeñas lagunas con algunos árboles y muchos manantiales a cuál de ellos más fértil, alegran la región, cambiando totalmente el aspecto árido que tiene desde el Atlántico. Es un hermoso parque que la naturaleza ha formado sin ayuda del hombre y que espera a éste para aprovecharlo. En la falda de las sierras volvemos a encontrarnos con los guadales y los tucu-tucales y el camino se hace casi imposible por la inmensa cantidad de matas de calafates y de árboles secos; a las cinco de la tarde no podemos adelantar más. Nos encontramos en el último punto donde es posible llegar con los caballos, y establecemos campamento en un pequeño prado, frente a uno de los grandes canales que, desprendiéndose de los Andes, forman el lago.
El camino hecho en el falda del monte Félix Frías, donde se han instalado en las sueltas arenas glaciales esos millones de ctenomys que han convertido el zócalo de la montaña en paraje tan intransitable, ha cansado completamente nuestros caballos, y aunque las colinas elevadas por hielos han presentado menos obstáculos que los ofrecidos por las habitaciones de los trogloditas roedores, cuando éstas han vuelto a aparecer amenazándonos con hundirnos en sus antros arenosos, no podemos seguir con ellos. La inundación ha cubierto la región, llenándola de peligros; los bosquecillos de tiernas hayas apenas asoman sus amarillentas y verdosas copas sobre el azulado bañado inmediato, y únicamente después de seguir un laberinto de albardones hemos parado, extenuados, en la mullida alfombra, que cubre este fértil pedazo de la falda de la gran cordillera.
La noche va acercándose: las nubes pardas abandonan las alturas, buscan sus gigantes nidos entre los flancos de las montañas vecinas y descienden a extenderse sobre este valle, que pierde el agradable calor del día, ante la fina lluvia que empieza a caer, ocultándonos el fondo del hermoso, aunque imponente paisaje, que a ambos lados nos domina. Al sur, los flancos de una elevada montaña muestran tristes y renegridos troncos, ruinas vegetales creadas por el incendio; al norte, el anchuroso brazo lacustre baña el pie de un bosque virgen que se eleva tupido en la empinada falda de otra montaña cuya cumbre nos oculta, en blanco vapor, la evaporación del día. Al oeste, en el primer plano, un grupo de árboles gallardos resalta de los contrafuertes parduscos de los peñascos, reflejando sus lucientes hojas en las aguas de un bullicioso torrente. Más allá, lomadas cubiertas de vegetación preceden rugosos cerros, y más lejos, entre la niebla de la lluvia y las sombras del chubasco que se descarga sobre nosotros, una forma aguda, atrevida, se eleva radiante de blancura entre rosados tintes que comunica al cielo, allí tan despejado, el sol que en estos momentos alumbra el horizonte inmenso del Pacífico, y que se despide de ella dándole la última caricia de la tarde.
Esta montaña se llamará en adelante el «Cerro de Mayo»; su inmensa aguja paleocrística se destaca del cielo celeste a través de la capa de nubes.
Establecemos nuestro wigwam al resguardo de un frondoso berberis; las largas y tiernas ramas de las hayas y los ponchos, nos proporcionan tosco y abovedado techo, y así nos encontramos a la entrada de la noche, abrigados bajo una cabaña improvisada. De sus endebles murallas vegetales que dejan respirar el céfiro andino, cuelgan dulces y moradas frutas y si la puerta ocupa todo el frente de la choza, en cambio, sin movernos de su ancho dintel admiramos el lago y los fragmentos de hielo que arrastran sus aguas. Lástima es que de la alegría de nuestros ojos y de la mente no participe el estómago. Nos encontramos en el punto deseado hace tanto tiempo, pero también sin las provisiones que hubieran amenizado nuestra estadía en él. El contenido de la media lata de paté, un puñado de fariña y otro de café, amén de la ración de yerba que es inseparable compañera de Isidoro, es todo lo que contamos para festejar el punto más avanzado al oeste a que hemos alcanzado en esta expedición.
Isidoro está triste, pues por haber perdido, en el camino, el mate y la bombilla, no tenemos cómo tomar mate y cada uno reflexiona buscando la manera de proveernos de lo necesario para prepararlo. Me cabe a mí el honor de fabricar ambos aparatos indispensables. Derramo sobre un pañuelo el resto del paté, seguro que la cruda temperatura no lo desleirá; limpio la lata que lo contuvo: tenemos ya mate. Después de largas tentativas, mi inventiva, hija de la necesidad ayudada por el deseo, hace nacer la bombilla de un hueso de avestruz que pasa a servir de tubo, y de un pedazo de lata de la tapa de la caja, el que, envuelto toscamente en una de las puntas del hueso se convierte en colador de la yerba.
Marzo 13.—La madrugada despierta las pesadas nubes que se han abrigado durante la noche en esta profunda quebrada, y cuando ellas se elevan, despejando las onduladas cumbres, dejamos Moyano y yo nuestro paradero para continuar a pie al oeste. El aspecto del paisaje que nos rodea me promete bellezas desconocidas en las áridas mesetas, y este ultimo día de marcha adelante va a proporcionarme perspectivas nuevas que compensaran las fatigas. Inmediato a nosotros, en la costa del lago, hay un bosque pequeño de libocedrus tetragonus sumamente tupido, pues apenas hay un metro de distancia entre cada árbol. Este conífero no ha sido señalado aún en la falda oriental de los Andes; aquí tampoco alcanzo a divisar otros árboles que los que forman ese grupo, compuesto de 150 ejemplares, muy poco elevados, pues el mayor no alcanza a tener 5 metros de altura por 20 centímetros de diámetro.
Nuestra marcha tiene por objeto tratar de alcanzar una punta rocallosa lejana que se divisa en el tondo. Marchamos, costeando la orilla del lago. La naturaleza no ha sido hollada aquí por la planta del hombre civilizado; las tupidas ramas de árboles gigantescos que crecen en las faldas de los elevados cerros, sobre los detritus dejados por los hielos al fundirse, e innumerables torrentes pequeños que se desprenden de las cumbres de los montes que he llamado «Buenos Aires», donde hilos y manchas de nieve reciente, depositada en las grietas de la roca, anuncian la entrada del invierno, hacen sumamente difícil el camino. No nos preocupamos de los pequeños fragmentos de oro que arrastra el torrente que lava el cascajo aurífero. Seguimos adelante, hollando helechos y espesos musgos; apartando las barbas rojizo-amarillentas, que cuelgan de los inmensos coigües y de las hayas de oscuras y plegadas hojas.
Muchas veces caminamos arrastrándonos bajo un lóbrego techo vegetal, entre piedras erráticas inmensas; otras el torrente a pique corta nuestro paso: cruzamos la bulliciosa corriente por sobre alguna haya añosa, o seguimos por alguna escalinata geológica, formada por la desagregación del esquisto micáceo de los cerros. Llegamos así hasta la punta donde un precipicio separado del macizo de la cordillera por un hermoso canal que arrastra témpanos, ramificación del lago Argentino, impide continuar más adelante. Inútil es que tratemos de cruzar el inmenso peñón; la arcilla esquistosa que lo forma está quebrada en grandes fragmentos verticales y no da paso; retrocedemos algunos metros y en un pequeño claro del bosque, teniendo a nuestra derecha la arqueada falda de los montes que he llamado de «Buenos Aires», al pie el ramal del lago que precede a los inaccesibles Andes y al norte el pintoresco monte Avellaneda, que nombro así en honor del presidente de la república, resuelvo no seguir más adelante.
Descansamos un momento, al reparo de un gran tronco abatido por la tempestad, y a la tarde emprendemos el regreso, después de dejar solitaria, como signo de nuestro paso, clavada sobre un enorme fragmento de roca, testigo mudo de la poderosa erosión de los hielos, y rodeada de verdes helechos y rojas fuchsias, la bandera patria que nos ha acompañado durante toda la expedición y cuyos colores copia ahora la alfombra blanca de nieve recién caída y el celeste hielo eterno que cubre desde la cima el inaccesible pico de «Mayo».
Esos colores que se han reflejado en las aguas de los lagos Argentino, Viedma y San Martín, y que han sido más de una vez saludados por el alarido del gigante patagón, lo son hoy por las salvas atronadoras que producen los aludes al desprenderse de los ventisqueros vecinos. El calor del límpido sol que los alumbra, arranca témpanos inmensos que truenan como cañones de gran calibre, frente al punto donde nos encontramos.
Conseguimos cazar una pareja de huemules y extraer el cuero y el cráneo del macho, objeto rarísimo en las colecciones zoológicas. Recién a las 10 p. m. llegamos al Real, yo todo dolorido, con la ropa hecha pedazos por haber, como más baqueano, servido de guía, y medio sofocado con el pesado cuero del ciervo que he llevado a manera de boa. La lluvia y la oscuridad casi nos ha obligado a pasar la noche entre los torrentes, pero las hogueras que ha encendido Isidoro nos han señalado el campamento en momentos en que íbamos a suspender la marcha.
Marzo 14.—Ha nevado casi toda la noche; el techo de nuestra vivienda parece cubierto de algodón, y el pasto y los árboles blanquean; triste es la vista de la nieve sobre los negros troncos quemados. Al mediodía, luego de reparadas las ropas y arreglado el herbario, salimos todos hacia el sur, por el valle situado entre los cerros «Buenos Aires» y el «Monte Frías»; en el trayecto recojo varios fragmentos de cristal de roca. El camino en su principio es bueno, muy fértil, pero a dos millas encontramos colinas glaciales con trozos erráticos y pasando éstas, los terrenos blandos que sirven de guarida a los tucu-tucus. Aquí vemos que los cerros «Buenos Aires», en su frente este, presentan un paisaje espléndido, rodeado de inmensos bosques y donde corre bullicioso, formando bellas cascadas, un torrente que nace entre dos cumbres en una sombría quebrada.
Al principio creemos que están circundados al sur por otro lago y seguimos sus orillas hasta convencernos que no es sino la prolongación del lago Argentino, con el que comunica esta gran bahía por el canal de los témpanos.
Seguimos al este por un extenso guadal y vemos que un gran número de avestruces, que indudablemente se han internado en los bosques a la aproximación de los indios, vuelven a la llanura abandonando las faldas de las montañas. La lluvia principia a caer al anochecer y paramos en la orilla del riacho que he mencionado anteriormente. Este desciende del sur, con fuerte pendiente, bañando el pie de un cerro eruptivo que he llamado «Monte Moyano» en honor de mi compañero de viaje. Las rocas eruptivas abundan en estas inmediaciones; vénse cerros y estratas que indudablemente son producciones volcánicas antiguas.
Marzo 15.—La mañana clara permite ver más de cuarenta picos de notable tamaño en esta parte de los Andes. Momentos después una tempestad de nieve los cubre; el cielo toma un color amarillento imponente, las nieblas nos envuelven y ráfagas formidables cruzan la región. Apenas tenemos tiempo de ensillar los caballos y ponernos en marcha dando la espalda al temporal y a los Andes.
Nadie ignora que el cordón andino tiene a sus lados la pre-cordillera oriental o argentina, y la cordillera marítima o de la costa en la república de Chile.
De formación general más moderna, al parecer, que las de sus costados, el cordón central que es el que sirve de división de las aguas, tiene los conos más elevados, los que disminuyen de altura hacia el sur, formando algunas veces pasos bastante bajos e importantes como el boquete de Ranco y de Villarica, los de Bariloche y Pedro Rosales, frente al lago de Nahuel-Huapí, el que visitó Musters frente a Teckel, el del río Aissen, en los 45° y el situado en 50° 40' más o menos, poco al sur del monte Stokes y que se divisa cubierto por el hielo desde el fondo de este lago «Argentino» en cuyas inmediaciones ya no se ve la formación más antigua de la pre-cordillera oriental, quedando sólo la arcilla esquistosa.
En estos parajes los Andes se separan, y ese hermoso conjunto de picos atrevidos y de murallas, casi verticales unos, otros redondeados como cúpulas y torres, todo pulido y cubierto por el hielo eterno que reflejan los colores del cielo, cambian su rumbo norte-sur que traen, puede decirse, desde las regiones boreales, y se inclinan casi imperceptiblemente al sur-oeste y se pierden completamente al llegar al 53° de latitud austral.
En el espacio comprendido entre el 51° y 53° los últimos eslabones de la gran cadena se separan y se desvían por entre un intrincado laberinto de canales profundos y angostos, cuya sinonimia geográfica revela las angustias y el desconsuelo de los atrevidos marinos que trazaron en las cartas las líneas que allí dibujó la creación.
El Abra de la Pequeña Esperanza, la de la Ultima Esperanza, la Zonda de la obstrucción y el Canal de las Montañas que corre al pie de la Cordillera de Sarmiento, rodean casi la extremidad de la verdadera cordillera, y sólo el monte Burney, su último pico elevado, se levanta en la tierra del Rey Guillermo. Los últimos contrafuertes andinos llegan poco más al sur, terminando en las inmediaciones del cabo Providencia donde «los Andes propiamente dichos, principian en el Estrecho de Magallanes», según la opinión de Agassiz, eminente autoridad científica. Allí, en las cercanías, el espinazo de América concluye, ocultado por selvas impenetrables.
Nuestro camino está casi compuesto totalmente de trozos erráticos; encontramos algunos de arcilla negra compacta muy antigua, algo esquistosa, tan grandes que al principio he creído que formarían parte de alguna punta de sierra, que la capa glacial hubiera cubierto. La inclinación distinta de sus bordes y lajas me hace pensar que no se hallan in situ, sino que han sido transportados, pero me llama la atención el gran número de ellos y que sean de la misma roca.
Al subir la punta Walichu, vemos que el lago arrastra los fragmentos de la gran isla flotante que vi desmoronarse hace tres días. A la tarde llegamos al campamento del bote.
Marzo 16.—A medio día hemos embarcado todos los objetos coleccionados, y abandonamos, no sin tristeza, los lagos y la salvaje y severa cordillera. Salimos de este abrigo para ir a esperar en el arroyo del Bote a Moyano e Isidoro que llevan la caballada por el sur. El viento del oeste aumenta la velocidad de las aguas del Santa Cruz, y apenas la angosta embarcación toma el centro del canal, emprendemos el descenso del río de una manera tan veloz, como lenta fué la ascensión. La vuelta que domina los grandes trozos erráticos nos expone a zozobrar, a causa de las olas que levanta el viento con la corriente encontrada, y que blanquean el curso del río formando remolinos en las inmediaciones de las rocas de las orillas. El bote no obedece al remo que nos sirve de timón, ni a los dos que, en las bandas, manejan Francisco y Patricio; las aguas lo oprimen, lo zamarrean, inclinándolo sobre sus bandas y arrastrándolo con rapidez vertiginosa entre las piedras donde las olas revientan con estruendo. El deshielo producido por los últimos días calurosos ha sido tan grande, que el caudal del Santa Cruz ha aumentado tres pies de ayer a hoy y barre todo lo que encuentra de una manera que impone. El bote carga un pie de agua en esta vuelta. Los puntos por donde habíamos pasado sirgando a pie hoy se hallan cubiertos y las barrancas donde chillaban los cóndores se desploman con gran estruendo al pasar nosotros. Luchando, salvamos la vuelta y la embarcación surca el trecho comprendido entre ella y el arroyo del Bote. El paradero del 13 de febrero está cubierto por el agua, pero las corrientes no han aumentado mucho en este punto por la poca pendiente. Acampamos a inmediaciones del arroyo citado, pero los puntos donde lo habíamos hecho antes están bajo las aguas, y no hay más remedio que atar el bote en la costa este y hacer campamento momentáneo a algunas cuadras, dentro del valle del arroyo donde Isidoro ha parado su tropilla. En las inmediaciones del bote no hay como hacer pastar los caballos, y debiéndose separar la comitiva mañana temprano, quiero que todos los expedicionarios cenemos juntos. Un avestruz que acaba de ser víctima de los perros, es comido con gran contento, sin dejar más restos que algunos huesos, pues la necesidad no admite desperdicios; en el bote sólo hay un fragmento de guanaco, y las municiones que nos quedan sólo son tres tiros de remington, seis de revólver y algunos de escopeta; son los únicos recursos que disponemos para llegar hasta la isla.
Al anochecer nos retiramos al bote, habiendo ya combinado con Isidoro las señales que indicarán nuestra posición en caso de algún accidente desgraciado, pues en el diario del almirante Fitz-Roy encuentro que mayores peligros ofrece el descenso que el ascenso del Santa Cruz, y esta opinión vale. En compañía de Isidoro queda Patricio para que le ayude en la conducción de la caballada.
Cerca del bote no encontramos sitio suficiente para dormir, la pendiente de la meseta es demasiado grande para tender sobre su falda el recado y los quillangos, pero con la pala y el pico cada uno forma una pequeña cueva que cubrimos con ramas, y pasamos la noche lluviosa como antiguos trogloditas.
Marzo 17.—No ha aclarado aún cuando Patricio aparece en nuestro paradero; llora, no ha podido dormir. «Ha sentido algo en sus adentros que le dice que si lo hubiera hecho Chesko (a quien cree antropófago) lo hubiera muerto». Me pide que lo lleve en el bote. Me compadezco de él, envío en su reemplazo a Abelardo, y tomando la corriente continuamos descendiendo. En menos de cinco minutos desandamos el camino verificado en tres días; caminamos a 10 y 12 millas por hora, rapidez considerable para un bote de dos remos. Todos los bajos están anegados y pocos son los que se conocen de nuestros antiguos paraderos; las barrancas caen a plomo sobre el río y el polvo que producen al desprenderse los desplomes, llega hasta el bote. Con buena suerte pasamos los «Tres Cerros», remolineando el bote en las cavidades formadas por las corrientes encontradas que lo quieren absorber, y dormimos en la orilla del sur en las inmediaciones de la «Fortaleza». Varias veces hemos querido acampar, pero la velocidad de las aguas es tan grande que hubiera sido peligroso embicar en la costa; sólo el gran remanso donde lo hacemos, nos da buen atracadero para el bote y bastante leña para pasar cómodamente la noche que se presenta muy fría.
Marzo 18.—Volando por sobre las aguas del río llegamos hasta frente al punto donde había descubierto los fósiles, y a fuerza de pico, extraigo gran parte del cráneo del gran paquidermo. Varios restos de otros animales que recojo, me parecen pertenecer a la capa superior del terciario inmediato a la formación glacial.
Pasamos el cerro «Tres de Febrero», no siguiendo el cauce del río, sino por entre las islas de la margen derecha; el bote tiembla con el choque repetido del agua, y el ruido, semejante al que produce una pila eléctrica en acción y que resulta del roce del agua en los costados de la embarcación aumenta de tal manera que impresiona; es difícil remar; la gran velocidad de la marcha apenas lo permite, y el menor obstáculo nos perdería a todos.
Nuestro campamento en la quebrada basáltica está cubierto por el agua; únicamente se distingue la parte superior del cairn que elevamos para señalar nuestro paso. Nos anochece frente a la meseta desnuda; la lluvia empieza a caer sobre el pequeño rincón que hemos elegido y lo convierte en un pantano.
Marzo 19.—A las 5 a. m. aún oscuro, continuamos la marcha, sin parar; la crepitación del bote por efecto de la corriente se siente más fuerte que ayer. El paradero de Chickerook-aiken está inundado y el río tiene hoy en sus inmediaciones hasta cerca de 500 metros de ancho; en algunos puntos la fuerza de la corriente es tan grande que levanta olas, y ha habido momentos en que no obedeciendo el bote al timón provisorio, ha continuado descendiendo sin dirección a merced de las aguas, dando vuelta como si fuera vacío y abandonado.
A las once embicamos en el punto donde habíamos dormido el primer día de nuestra marcha, cuando emprendíamos la fatigosa sirga; grandes fogatas de humos claros, señal de gozo y de próximo arribo, coronan las lomadas inmediatas, para avisar a los isleños el regreso de la expedición.
El río es ancho en extremo; la embarcación lo surca veloz sin riesgo alguno; no hay tropiezos y la alegría vuelve a renacer entre quienes se ven próximos al fin de las fatigas. Distinguimos el techo de la población de la isla y su chimenea que humea; está habitada pero no han conocido nuestras señales. Momentos después llegamos al islote que está situado antes de Pavón y donde los guindos y membrillos que ha plantado Piedrabuena reemplazan la pobre vegetación del valle. El blanco bote aparece en el canal frente a la isla. Hemos izado las velas y con ellas rasgamos las corrientes, haciendo doce millas. Las aguas se arrollan en la filosa proa que se levanta sobre olas de espuma; la embarcación ondula y los tripulantes saludamos gozosos la cultivad a ribera. Son instantes estos de grata emoción; hemos cumplido lo prometido y las nacientes del Santa Cruz han sido por fin desveladas.
La margen norte del río está ocupada por varios toldos, que no conozco; el tiro de rifle, salva que anuncia nuestra presencia, ha alarmado a sus habitantes. Grande debe ser el asombro de los tehuelches que contemplan atónitos el curioso espectáculo incomprensible para ellos, de la llegada de un bote tripulado, que desciende con velocidad increíble desde la cordillera, pues desde un recodo oculto los vemos ansiosos; los hombres observan en la orilla y las mujeres frente a las pintarrajeadas tiendas de pieles; los perros que presienten algo desconocido ahullan: todo representa la barbarie estática ante la civilización. De pronto el bote da vuelta a la pequeña isla y aparece esta vez navegando gallardo a la vista de los toldos. Un clamoreo salvaje contesta nuestros saludos de alegría. Los hombres montan los potros en pelo y a todo correr, prorrumpiendo en alaridos, tratan de acortar la distancia que aun nos separa de sus primitivas moradas. Chesko les contesta con estentórea voz, sacudiendo al aire su quillango y descubriendo su bronceado cuerpo indígena. ¡Un indio en un bote descendiendo el Santa Cruz! Verlo y correr a los toldos, y armar una vocinglería infernal, es obra de un momento. Al pasar frente a ellos, las muchachas que han formado un grupo sobre la barranca, palmotean y vemos llegar a todo escape al gigante Collohue que había apresurado a los indios asombrados. Me saluda a gritos: ¡Coom'ant! ¡La incógnita se ha despejado—es el comandante que llega de las «Aguas grandes»!
En veinte y tres horas y media de navegación hemos desandado el camino hecho en un mes, lo que demuestra la gran velocidad de las aguas del Santa Cruz, y las dificultades con que se tropieza para remontarlas.
En esta isla no encontramos novedades de ningún género. Los indios que han acampado frente a ella son los de Conchingan y los del cacique Gumerto que vienen estos últimos desde las inmediaciones de Nahuel-Huapí, a conocer los campos de Santa Cruz. A la tarde los visito llevándoles aguardiente. Gumerto me dice que «tiene el corazón muy contento» porque conoce ya al Comandante, y que como pariente de Shaihueque ha oído hablar de mi visita al campamento del Rey de las Manzanas.
La mayor parte de los pocos indios que dependen de este cacique son de sangre pampa, de menos estatura que los tehuelches, y entre las mujeres jóvenes hay algunas muy bien parecidas. Contentamos a éstas, dándoles abundantes sartas de cuentas y mantas; los hombres se emborrachan con aguardiente, y la noche se pasa entre llantos y alaridos. Sólo Chesko, contento con la presencia, de la hermosa Losha, y luego melancólico con la bebida, no participa de la alegría general; con el Cooll'á, instrumento musical tehuelche, pasa rozando con hueso hueco de cóndor las cerdas del primitivo violín y acompañando a la triste armonía que arranca del sencillo instrumento, una especie de canto, compuesto de frases incoherentes, sin sentido común, que no son pronunciadas sino balbuceadas por el enamorado indio.
Noto en este toldo más mujeres que hombres, y algunas me dicen estar separadas de sus maridos; la causa de este alejamiento es que están en cinta unas y otras tienen hijos pequeños, y que por una costumbre de los tehuelches, el marido abandona temporariamente a su mujer, mientras ella se halla en ese estado y no vuelven a juntarse ambos hasta que la criatura tenga más de un año.
Marzo 20.—Tranquilo, durmiendo bajo techo, contento con los resultados del viaje, paso este día analizándolos. La exploración que acabo de verificar en las nacientes del Santa Cruz, donde he podido comprobar la verdad de la opinión de Fitz-Roy quien suponía que este río nacía en varios lagos, me ha revelado extensos territorios desconocidos que pueden ser aprovechados por sus propietarios los argentinos. El valle del Shehuen, espera los ganados que han de fructificar esa tierra hoy improductiva. Algunos parajes en él pueden utilizarse con ventaja para la agricultura. Las quebradas del oeste, donde los pastos hacen ostentación de hermosura, pueden alimentar miles de animales vacunos. Los ricos depósitos de carbonato de sodio atraerán la industria. Las minas de carbón del lago «San Martín» harán que el silbido del vapor se mezcle con el del hacha y del martillo, que aproveche los bosques que hemos visto en ese solitario paraje y que los buques a vapor que llegan hoy a la bahía de Santa Cruz, vayan a buscar a través de cerca de doscientas leguas de ríos, lagos y canales, el combustible precioso.
Veo no muy lejano el día en que la hélice alborote las aguas de los lagos «Argentino», «Viedma» y «San Martín», y llene de vida la región hoy desierta. Los campos abrigados entre el lago «San Martín» y el «Vieldma» pueden ser utilizados por estancias, y hemos de ver que el faro gigante del volcán Fitz-Roy, no tendrá por único admirador al temeroso tehuelche, sino también a los civilizados que lo estudiarán y buscarán en sus faldas las riquezas que revela la ciencia. El lago Argentino con sus bosques y los valles hermosos que lo rodean ofrece al hombre elementos de vida lucrativa. Dedicándose allí al corte de los hermosos árboles, que luego de arreglados en balsas, las aguas del lago y del Santa Cruz se encargarán de llevar al Atlántico, contribuirá esa población andina con las maderas necesarias a la construcción de las futuras colonias argentinas del litoral patagónico.
Los habitantes de la Bahía Santa Cruz no verán entonces descender como ahora, un bote como el mío, sino grandes embarcaciones que traigan al Atlántico las riquezas del corazón de la Patagonia y de los Andes. Donde hoy no hay más que soledad y desamparo, hemos de ver colonias florecientes, y la hoy poco visitada bahía de Santa Cruz ha de ser el punto más frecuentado de los mares del sur.
Marzo 21.—Abril —Esperaba encontrar en este punto noticias de Buenos Aires de donde he salido hace 5 meses, y que el buque del capitán Piedrabuena debía traer. Defraudado en mis esperanzas, resuelvo dirigirme por tierra hasta Punta Arenas y tomar allí el vapor del estrecho. He empleado algunos días en el arreglo de las colecciones, en la formación de nuevas y en la reconstrucción, puedo llamarla así, de la Capitanía Argentina que yacía abandonada en la Bahía Santa Cruz, sin techo, ni piso, ni ventanas, ni puertas y con el asta bandera en el suelo.
Abril 6.—Mayo 8.—Llenado este deber de argentino, dejó en la isla Pavón al teniente Moyano con los dos marineros, el muchacho y el bote, me despedí del señor Dufour a quien debo mil atenciones, y emprendí viaje al sud. Me acompañaban Isidoro y Estrella.
Aunque me proponía revisar detenidamente y por completo la región situada al sur del Santa Cruz, no he podido hacerlo en todas sus partes. Nuestras provisiones son sumamente escasas y consisten tan sólo en algunas tortas, regalo de la tehuelche Rosa, mujer de Manuel Coronel, otro buen gaucho compatriota que ha acompañado a Pertuiset a la Tierra del Fuego; a las tortas agrégase carne para un día y dos cajas de paté de foie gras, que a nuestra ida para el interior había dejado de reserva en la isla. Aumentan lo penoso del viaje el mal estado de los caballos y la extenuación de los perros, que es tanta, que sólo uno de estos, el bravo «Perilla», ha podido acompañarme, aunque sin prestar el menor servicio. Esto nos advierte desde el principio, que no podemos contar con la caza y que debemos contentarnos con lo poco que tenemos. La necesidad hace prodigios y aunque algo escuálidos llegamos a Punta Arenas después de una travesía de siete días.
La sequedad del clima y la esterilidad del suelo, circunstancias desfavorables para la colonización de Patagonia, principian en Bahía Blanca, donde llueve mucho menos que en Buenos Aires; aumenta gradualmente en el río Negro y el Chubut; sigue en las mesetas, es decir en la región árida de que ya me he ocupado y alcanza a su máximum en el grado 47 a 48, según los informes de los indígenas.
En Santa Cruz, el continente principia a enangostarse, disminuyendo la distancia entre la cordillera y el mar, y las lluvias vuelven a ser más frecuentes, aunque no de gran duración. El valle extenso que desde el río Chico se dirige hacia el oeste, hasta el lago «San Martín» regado por el río Shehuen, presenta extensiones de verdura, verdaderamente lujuriosa que contrasta con la aridez de las mesetas que la rodean, y durante el tiempo que permanecí allí en enero y febrero la temperatura era sumamente agradable.
Desde ese punto, a contar desde el grado 50 al sur, principia la zona útil, que fertilizan las lluvias, que siendo casi diarias en la Patagonia Occidental pasan sobre la cordillera poco elevada, y la riegan, de cuando en cuando, sin hacerla inhabitable, como en la opuesta. La vegetación raquítica de las mesetas, batida incesantemente por los vientos, al aproximarse a la zona mencionada, experimenta un cambio brusco sin acercarse aún a la zona andina. Su aspecto agreste impresiona agradablemente al viajero que acaba de atravesar la elevada pampa, donde el paisaje entero no presenta más que soledad y desamparo, y dónde sólo el guanaco inquieto, pace, espiado incesantemente por los pumas, que en ellos y en los avestruces hacen sus mejores presas.
Al sur de los lagos, desde la cordillera, praderas extensas, verdes de pastos tiernos y trébol, cubren los depósitos glaciales, y son esos los paraderos preferidos de los indios durante las grandes boleadas de caballos salvajes. Esta pradera la limita al sud la planicie de lava que desde el pie de los Andes se dirige en una extensión de 30 leguas al este, con mesetas basálticas gigantescas, que disminuyen gradualmente su altura, y de entre las cuales, se levantan algunos volcanes extinguidos. De allí descienden varios arroyuelos, algunos de los cuales arrastran pajitas de oro, y desaguan en el lago «Argentino», en pequeñas bahías abundantes de pescado y en las que se bañan innumerables, garzas y cisnes blancos, rosados flamencos, avutardas y patos. La planicie basáltica está cruzada de distancia en distancia por profundas quebradas que le son perpendiculares y llega hasta el «Abra de la Ultima Esperanza», donde cesa bruscamente, bañado su pie por las aguas marinas. En esos parajes, nace- bullicioso entre rocas de lava, salpicada del verdor de los manantiales que se forman en las grietas, el río Gallegos que desagua en el Atlántico.
Desde las nacientes del Gallegos, el paisaje es distinto; se ven colinas suaves y onduladas, que principian en pequeñas mesetas y disminuyen en altura a medida que se alejan al sur, y hacia el oeste inmensos bosques, en las llanuras de Diana, forman un cordón alboreo, al borde de los canales.
Más al sur, se divisa la «Laguna Blanca», cuyo borde está situado a pocas millas de Skyring Water. El nombre de esta laguna se deriva del color de sus aguas tomado de la arcilla arenosa que cubre en parte el suelo.
En la laguna Blanca, los campes son magníficos, y allí viven los indios del cacique Papón durante grandes temporadas del año, alternándose con los valles fértiles de Coy Inlet, y del río Gallegos.
Algo más al sur se encuentran excelentes mantos carboníferos que se extienden hacia el mar, hasta ser ocultados por él en marea alta. Ellos dan una importancia enorme a esa región, que continúa hasta el estrecho con algunas poblaciones, tales como «Palomares», en una llanura que está limitada al oeste por las aguas Otway Water y por las mesetas de la península de Brunswick cubiertas de bosques impenetrables que crecen entre las rocas erráticas, que a su turno ocultan las ricas capas de huella que se explotan en Punta Arenas.
Entre la parte norte de la región que acabo de describir a grandes rasgos y la costa del Atlántico sobre el río Santa Cruz, se extiende la mesa elevada, primero de 3000 pies, luego de 1500, 1150 y 900 formando otros escalones más pequeños hasta el río; todo terreno árido, aunque mejor que el de la margen norte, mejorando, a medida que se acerca al océano. El profundo valle escalonado del Santa Cruz, (antiguo estrecho interoceánico probablemente; según Darwin) como el Valle Coy Inlet y el del río Gallegos, no tienen extensiones fértiles notables. Desde su nacimiento en el lago, el río corre por entre rocas erráticas, mantos volcánicos y poderosas capas de cantos rodados, hasta las inmediaciones de la isla Pavón donde las mesetas bajas se apartan y donde el río se bifurca entre islas formando recodos de alguna importancia en ambas márgenes, hasta que se llega a la bahía, que desde el Atlántico se dirige al oeste, formando el pie de la gran Y, con los brazos del río Chico y Santa Cruz. En la bahía en el lado sur, hay pequeñas cuchillas con pastos regulares; pero el agua potable es escasa. Subiendo el primer escalón de la escalinata de mesetas, que forman el pedestal de los Andes en esas regiones, se llega a la altura de 350 pies, a una llanura con desigualdades insensibles, de mejores pastos que todos los que nacen desde el Chubut hasta allí, en el litoral, y que tiene pequeñas lagunas, unas dulces y otras saladas que abundan en cloruro de sodio que el capitán Piedrabuena extrae de cuando en cuando.
Más al sur se extienden las colonias del León, que principian en la costa del océano, elevándose 710 pies sobre el mar, hasta la cuarta meseta cuya altura varía de 850 a 1000 pies.
En esas colonias los pastos son excelentes, aunque duros, y el agua es escasa, pero cavando pozos hasta cruzar la capa de cascajo, espesa de 30 a 60 pies, se encontrará de muy buena calidad.
Esa es la mesa alta que se extiende desde Santa Cruz hasta Gregory Range, donde cae a pique, batida por las correntosas aguas del estrecho y es la que crucé en toda su extensión en mi viaje.
Al subirla, desde un poco más al NE. de Chikerrook-aiken, la vista se dilata por una extensión inmensa, bastante parecida a la pampa del sur de Buenos Aires, sin límites y sólo al SO. se ven azuladas y tenues las lejanas mesetas cercanas a la cordillera.
A medida que se adelanta hacia el sur, el terreno mejora, se penetra en algunos cañadones que hacen recordar las inmediaciones de las sierras del Tandil, y cruzando una quebrada transversal, pasando después los «Tres Chorrillos» preciosos manantiales de agua dulce, que se pierden en una laguna salada y en cuyos alrededores viven a veces los indios, se vuelve a subir a la meseta.
Así consecutivamente por entre lomadas suaves y lagunas saladas a las que acompañan casi siempre pozos dulces, se llega a Coy Inlet, punto extremo a que alcanzan las salinas verdaderas y que Darwin da como situado en las inmediaciones de San Julián, dos grados más al norte.
La vista de Coy Inlet, es pintoresca, es hoya de un río antiguo o quizá de un estrecho marino, que cruza de este a oeste. Sigue esa línea un arroyo tortuoso, entonces seco, que me indicó que no nace en las montañas nevadas por que era ese el tiempo de los deshielos, como lo había notado poco antes de las nacientes del Santa Cruz. En un ancho de dos leguas, tiene campos buenos para pastoreo, que aprovechan los indios en el punto llamado Uajen aiken.
Desde Coy Inlet a río Gallegos, los campos son aún mejores.
El río Gallegos es el paradero principal de los indios, sobre todo en Guerr-aiken. Allí, los encontré, pero como estaban en gran borrachera, sólo pude conversar con algunos, y esto, de paso. Esos parajes son de gran porvenir, y es lástima que el tehuelche, antes de una sobriedad extrema, se extinga rápidamente a causa del alcohol que los cristianos les venden.
El río Gallegos corre con una velocidad media de cuatro a cinco millas por hora y se alimenta de las nieves que en invierno caen en las altas mesetas volcánicas y en las sierras inmediatas a la cordillera. Nace de dos brazos que a corta distancia se juntan, recibiendo además dos pequeños arroyuelos que riegan una extensión regular al sur del río principal. El valle puede ser utilizado para la agricultura y ganadería.
En ambas orillas, sobre las mesetas, principian capas de lava que las cubren hacia el sur, en enormes rocas negruscas, que como murallones inmensos se levantan de las colinas fértiles, sembradas de grandes fragmentos de columnas, semejando una ciudad antigua destruída.
Los distintos paisajes sombríos que se admiran entre los manantiales que se destacan de la masa oscura del basalto y las tranquilas lagunas saladas que ocupan hondonadas, quizá cráteres antiguos, y a cuyas orillas el guanaco centinela da su grito de alarma, traen a nuestra memoria los espantosos cataclismos que han formado esas masas tristes. El fuego y el hielo han dado su relieve a esa región.
Todas esas elevaciones, muchas ya marcadas en las cartas geográficas, y que se extiende desde cerca del Cabo Vírgenes, son pequeños volcanes extinguidos submarinos en un tiempo independientes del sistema andino y cuya mayor altura parece ser ahora de cerca de mil pies sobre el nivel del mar.
Las capas de lava que se extendieron bajo el mar antiguo, se han inclinado cuando el levantamiento de las mesetas terciarias, al que contribuyeron ciertamente esas fuerzas volcánicas, y han salido algunas de ellas de 150 a 200 pies sobre el nivel medio del terreno en forma caprichosa como el «Monte Aymon», «Los Frailes», «Las Orejas de Asno», «El Volcán», «Los Bonetes», etc.
Esa formación volcánica, entre el estrecho y el Gallegos, se dirige hacia el ONO.
En la región comprendida entre el Gallegos y las barrancas de San Gregorio donde se elevan esas capas, parece que el levantamiento no se ha hecho de una manera tan igual como en el resto de Patagonia, y allí los hielos la han bosquejado con rasgos más pronunciados. El camino serpentea por sinuosidades caprichosas, unas veces en bajos ocupados por lagunas y manantiales, formando valles preciosos, otros tantos paraderos indígenas; otras en elevaciones que, cubiertas de pasto, dejan ver a intervalos grandes piedras erráticas.
Llegando al límite de la meseta, el paisaje cambia; a la derecha, la línea azul y blanca de las montañas nevadas se destaca del fondo oscuro del cielo tempestuoso de occidente; a la izquierda la punta de San Gregorio, luego las angosturas que como fajas de plata, forman el estrecho, y más allá, de color rosado-pálido, envueltas en la bruma y en el humo de los incendios, característicos de la índole salvaje de los habitantes, se divisan las mesetas fueguinas. Al frente, en el bajo que termina en el estrecho y en la elevada península de Brunswick, la campaña ondulada y verde más aún que las pampas de Buenos Aires, cruzada de hebras cristalinas y adornada de pequeños bosquecillos de «calafate» que proporcionan deliciosa fruta y de algunas lagunas dulces y saladas que llegan al pie de los mamelones glaciales; imitando todo un inmenso parque inglés, con sus prados, bosques, lagos y montañas artificiales.
El camino sigue al sur, bordeando al oeste, una línea de colinas bajas glaciales, antigua moraina que señala un período de reposo de algún ventisquero prehistórico, el que cruza el «Dinamarquera» arroyuelo rápido con pequeños saltos que corre entre bellas plantas acuáticas y desagua en el estrecho; regando una gran extensión de tierras fértiles, producto de innumerables generaciones vegetales que las han cubierto con una riquísima capa de humus.
La región continúa así, con pequeñas alteraciones, hasta la Cabeza del Mar, canal marítimo que se interna desde «Peckett Harbour», formando una angostura que concluye más adentro en un bonito lago salado que casi toca a «Otway Water».
Al oeste del canal ya principian los árboles y se ven pequeñas agrupaciones de fagus, que dan sus nombres a ese paradero, «Los Robles», y la llanura feraz que colorean los frutos de la chaura y de la mutilla, se extienden hasta el Cabo Negro, surcada de arroyos que bajan de la península hasta el estrecho. El cielo claro de las regiones australes embellece ese paisaje que no tiene nada de la monotonía de las mesetas ni de la severidad de las montañas.
La región que he descripto y que presenta tan alegres paisajes, donde la vida parece ser más abundante que en el resto de la Patagonia, ha sido el resultado de una de las revoluciones más terribles del globo.
El período glacial ostenta allí toda su terrible acción y sus detritus, provenientes de los gigantescos ventisqueros que avanzaban en otro tiempo hasta el Atlántico y que han arrancado de las montañas esos enormes fragmentos que miden hasta 1000 metros cúbicos, llevados allí por los hielos flotantes, proporcionarán, con los depósitos vegetales, riquezas importantes al pionner que en el porvenir los trabaje.
Los cambios que se han producido en Patagonia desde el principio de la época terciaria permiten admirar allí la fuerza portentosa de la naturaleza.
En el período eoceno, la tierra se eleva del fondo del océano, y alimenta monstruos fósiles terrestres parecidos al Dinoceras del mismo tiempo en Norte América y que desconocidos aún en esos parajes, he tenido la suerte de encontrar en dicha capa geológica, cuya existencia he revelado en Patagonia. Luego se sumerge y permanece quieta durante un número indefinido de años que la geología no cuenta, período que se nota por la horizontalidad de las capas. Más tarde, vuelve a mostrarse en la superficie y nutre árboles enormes, cuyos troncos petrificados se ven en las inmediaciones de la cordillera, y curiosas formas animales y el mar alimenta en sus costas lobos marinos, delfines, enormes saureanos y tiburones, y moluscos. A su turno esta capa vuelve a desaparecer en las profundidas del mar hasta 800 pies más o menos, y bajo ella se depositan entonces los basaltos en mantos tan gruesos que alcanzan hasta 400 pies. En seguida de este mar de fuego, llega el mar de hielo a aumentar el espesor de las mesetas, con detritus de 250 pies en algunas partes.
Después, por un movimiento lento, la Patagonia se despoja de su manto glacial, elevándose en partes hasta tres mil pies sobre el mar. Y este levantamiento continúa todavía: se nota en la costa, desde Buenos Aires, cuyas pampas quizá se deben a los hielos, y he visto lagunas saladas con conchas actuales y vivas todavía, que en la región fértil del estrecho se han alzado hasta una altura mayor de 100 pies!
«Cabo Negro» es precioso paisaje, rodeado de bosques y de pequeños prados pastosos que alimentan una cantidad regular de ganado de una estancia chilena, situada frente al cabo, desde el que se domina a la isla Isabel, punto poblable.
Desde allí en una extensión de 10 millas es preciso hacer el camino por la costa, cubierta de grandes piedras erráticas y troncos de árboles que las aguas del estrecho bañan incesantemente. Compénsase la molestia del viaje con la impresión que causa el ruido ritmado de las olas y del bosque espeso y florido que lo verdea, haciéndolo delicioso para el viajero. A lo lejos, al sur, divísase la cresta de los montes Sarmiento y Darwin, cuyo «hielo se ha vuelto azul, a fuerza de envejecer» y que aparecen dorados por el sol.
Quince millas dista Punta Arenas del Cabo Negro y se llega a ella atravesando el arroyo «Tres Puentes», a cuyos bordes se levanta un aserradero a vapor que reduce a tablas los árboles seculares para emplearlos en los edificios de Punta Arenas e Islas Malvinas; y cuyo denso humo, indicio de civilización, se detiene en las copas elevadas de los coigües que llegan hasta treinta metros de altura. Desde «Tres Puentes» se extiende una preciosa llanura, en la cual viven los pocos animales que tiene la colonia, que está situada en la falda de la meseta separada de dicha llanura por el «Río de Oro», que arrastra en sus bulliciosas aguas pepitas de ese metal e inmensos troncos de árboles aún más valiosos.
Luego de recorrer durante algunos días las pintorescas inmediaciones de Punta Arenas transpórteme a Montevideo en el vapor inglés «Galicia» y después de una deliciosa navegación desembarcaba el 8 de mayo de 1877 en Buenos Aires, contento con este viaje que me ha dado motivo de apreciar la gran importancia que tienen para nosotros las feraces tierras inmediatas a los lagos y las que se encuentran entre el «Gallegos» y Punta Arenas, futuros asientos de ricas colonias nacionales; y que me había convencido que la región vecina al estrecho, en vez de ser árida, como se creía, es quizá, la tierra más fértil de la parte austral de la república.
El río Santa Cruz que tanto ansiaba conocer, habíalo recorrido en toda su extensión y por esa hermosa vía fluvial, que, a pesar de la velocidad de sus aguas, creo que puede ser navegable para vapores de 12 pies de calado y de gran fuerza, había llegado a los hermosos lagos andinos. En ellos había vivido la vida del trópico y del polo; había comido hielo flotante de los ventisqueros eternos que baten las olas lacustres a sólo 500 pies sobre el mar, en parajes situados a la misma latitud de París; había admirado la majestuosa cordillera, con su manto de hielo en su cima y su guirnalda arbórea en su base; había en los mismos días, navegado al lado de los témpanos y habíame internado en los bosques vírgenes que recuerdan el trópico; en fin, los lagos Argentino y San Martín, situados a los lados del lago Viedma, habían sido revelados a la geografía de la patria, y, con la ayuda de mis compañeros, había agregado algunas noticias más a las que teníamos sobre las tierras australes.
En fin, había cumplido con el grato deber de dar cuenta al gobierno de la nación que la «Llanura del Misterio» del Almirante Fitz-Roy, había sido explorada, y que las planicies que los marinos ingleses llamaron del «Desengaño», albergan hermosos lagos, donde pronto navegarán las naves argentinas.