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Viaje a la Patagonia Austral/XIII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EL LAGO SAN MARTIN—EL LAGO VIEDMA

Febrero 26.—Lon indios han decidido mudar su campamento. Las exigencias de la vida nómade, han despojado de caza estos alrededores, y hoy temprano levantan sus tiendas de pieles para dirigirse a otro punto, donde los cazadores avanzados han avistado las caballadas salvajes. A la misma hora en que concluyen las chinas de cargar los toldos, en los escuálidos cargueros; cuando principia el pintoresco y pausado desfile de la caravana mujeril, seguida de los aulladores y famélicos perros, que ladran de envidia a los pelados que reposan orgullosos sobre los quillangos acondicionados sobre los caballos, o echados entre el carguero de suaves plumas, me despido de mis buenos amigos y emprendemos la marcha hacia el norte.

Mi comitiva se ha aumentado; llevo a Chesko o sea Juan Caballero, quien debe servirme de guía para llegar a los otros lagos.

Las mesetas que dominan en un principio nuestro camino, no varían en su disposición orográfica de las que he señalado anteriormente, pero no todas presentan el basalto en sus cimas. Atravesamos anchos cañadones, más alegres, que son lechos de ríos que cesaron de correr hace tiempo, y que con el transcurso de él, se transformarán en prados más o menos fértiles. Las colinas que vamos costeando están sembradas de monolitos de variados colores, monumentos sencillos pero grandiosos, que conmemoran uno de los grandes hechos en la evolución del globo y que hoy, solitarios, entre las elevadas gramíneas sirven de distracción al que viaja entre tanta igualdad.

Después de caminar por la altura y por las secas cañadas unos treinta kilómetros, llegamos a un cerro basáltico inclinado, desde donde distinguimos hacia el este, el valle del Shehuen, donde encontramos los indios de Conchingan, en el mes pasado.

En la tarde acampamos a orillas del arroyo, que corre angosto y encajonado, por una quebrada oscura, pero donde encontramos pastizales, excelentes aunque no muy extensos.

Inmediato al pie del cerro de basalto se ven varios pequeños troncos, destruidos, de árboles petrificados, e innumerables fragmentos de ostras; de una especie pequeña, que no he encontrado en los depósitos fosilíferos de la costa, de menor dimensión que la Ostrea Patagónica. Este es un descubrimiento precioso; estos troncos y estos moluscos ¡qué cumulo de grandiosos fenómenos físicos representan! Revelan que, miles de siglos ha, la árida planicie dominada hoy por la negra lava de rugosos flancos, donde hemos perseguido inútilmente un puma, ha alimentado frondosos bosques, y que estas tierras, donde hoy las negras Nyctelias se arrastran perezosas, fueron las riberas de un antiguo mar siempre agitado. Donde el viajero sediento no encuentra una sola gota de agua, se estrellaron inmensas olas contra murallas escarpadas. En los mansos abrigos de estas y en las profundidades inmediatas, vivieron las parásitas ostras, cuyos calcáreos esqueletos cubren el suelo y se quiebran con la presión del pie del caballo.

Los fragmentos de vegetales, que recojo, convertidos en informes piedras, no hay duda que son vestigios de un bosque terciario, quizá semejante en su aspecto a los que hoy mezclan sus murmullos con los de las aguas del Magallanes, y que se elevaba tupido y lozano sobre lo que hoy cubre la lava arrasadora.

Un sacudimiento de la tierra, una de las portentosas manifestaciones de su vida interna, hundió esas antiguas riberas y ese bosque en el seno de las aguas, haciendo elevar sobre ellas, otras tierras, en lejanos parajes. El fuego interno surgió luego de las entrañas del globo, y cubrió esta región bajo el océano, con manto ígneo devastador. Su vida orgánica sucumbió, y sus restos quedaron oprimidos por los dos grandes elementos: el fuego y el agua, restos que aún se ven bajo las escorias y las lavas, vomitadas por los volcanes submarinos. La dura temperatura transformó más tarde el agua en montañas congeladas, pedazos de cordilleras heladas y llanuras inmensas de hielos, que en su aparente inmovilidad marchaban, depositaron nuevos elementos en las profundidades del mar cuaternario, y aumentaron el gran monumento geológico que cubre los despojos del bosque y del mar terciario. A través de un sueno de dos mil siglos, revisto de opulenta vida la ingrata región donde hoy viajamos, y trato, en vano, de imaginarme el harnero de columnas de fuego de los hogares valcánicos subterrestres que lanzaron por sus rocallosas chimeneas, la lava que en gigantes manchones, se consolidó en las profundidades del entonces océano: la tan enérgica como lenta fuerza, que hizo emergir la llanura antigua del seno de las aguas, después de haberla sumergido esta vez no poblada de bosques, sino desnuda, cubierta por la masa líquida producida en las fraguas internas y solidificada rápidamente al contacto del agua. Esta masa ha sido bautizada por el hombre con el nombre de lavas basálticas y el espíritu investigador ha sorprendido en su aparente rudeza, en su uniforme colorido, en sus finos granos, las trazas del fuego cósmico.

El valle del Shehuen, en este punto, es muchísimo más angosto que en la parte ya visitada, pero en cambio es mucho más fértil y encontramos verdadero placer en tender nuestro secado y hacer nuestro humilde campamento, sobre los verdes pastizales, en los húmedos sitios y al borde del arroyo, sin acordarnos de la aridez que nos domina desde las alturas.

Febrero 27.—Marchamos al oeste siguiendo el valle: al norte distinguimos dos escalones de mesetas elevadas a más de 2.000 pies. Chesko bolea un avestruz, el que aunque muy joven, es un buen contingente para nuestra reducida despensa, pues sólo contamos con un asado de potro y una caja de conservas, para los días que debe durar la presente excursión. El camino es excelente, casi recto, pero a corta distancia del paradero que hemos abandonado, el valle cambia de dirección, desciende del N. O. El arroyo Shehuen penetra en él a unos 7 kilómetros, aproximadamente, del punto donde hemos dormido anoche y aparece por el centro de una cadena de colinas. En el valle, hay un lecho de río antiguo, con muchos manantiales y algunas pequeñas lagunas. En algunos parajes, la fertilidad de la región disminuye y sucede a ella la arena y el cascajo, pero luego vuelve a verdear el suelo, y la región continua bastante feraz en el punto donde almorzamos, situado antes de llegar a un inmenso bañado que ocupa casi todo, el valle hacia el oeste.

El paisaje ha variado; ya tenemos en el horizonte verdaderas montañas; hay cerros rojizos imponentes y poderosos mantos de basalto, elevados a 2.500 pies, que son polvoreados en estos momentos por la nieve que cae allí; el aspecto del cielo nos anuncia que pronto la tormenta andina nos visitará. Dejamos pasar una turbonada de lluvia y viento al abrigo de un bosquecillo.

En este punto confluyen tres mesetas elevadas, con basalto en las cumbres; los trozos erráticos son muy numerosos en la más baja y parecen, entre Los matorrales, los restos de una ciudad ciclópea arruinada, arrasada hasta la superficie del suelo.

Al pie de las colinas, hacia el oeste, se extienden campos de un verde lozano, surcado de hilos de agua. Es el paradero tehuelche nombrado Tar-Aiken, que los indios de Shehuen han abandonado hace pocos días. Este campamento es magnífico, pero no de gran extensión; al sur lo limitan las mesetas; al norte, el gran bañado o laguna llama da Tar o «Sucia» se extiende con aguas enturbiadas, hasta el pie de un cerro eruptivo de curiosa forma, llamado Kochait (Pájaro) y el que, aunque domina el valle y las lagunas, es mucho menos elevado que las mesetas que la bordean al norte.

El campamento indio está desierto; los boleadores se han alejado, y sólo en las verdes orillas de la laguna, un gallardo bagual renegrido, de largas crines, relincha y se pasea; quizá desprecia, en su vida libre, sus hermanos domesticados, que, cansados, trotan en fila, conduciendo los expedicionarios. El terreno es en extremo blando, y hay que cruzar con cuidado un bañado cubierto de espléndidas gramíneas y regado por varios manantiales. Hacia el O. N. O. encontramos dos lagunas de menores dimensiones que la Tar, bordeadas de lomas amarillentas, y entre las cuales pasan arroyuelos límpidos y poco profundos. Cruzados estos parajes, ascendemos una hilera de lomadas sumamente agradables, de piso sólido, sin las innumerables cuevas de Ctenomys que hay en los bajos, y galopamos un largo rato, hasta que desde una de las colinas, divisamos un gran lago, y en el fondo elevadas montañas agrestes.

Es la tarde; tendemos los recados al borde de un manantial, que corre entre preciosos Gynneriums y apetitoso apio; asamos el pequeño avestruz, lo devoramos, y luego impresionado por la hora que aumenta la majestad del panorama donde ondulan sus aguas busco el nombre que he de darle a este lago. Somos los primeros cristianos que lo visitan; que admiramos sus ondas oscurecidas por el tormentoso cielo, cuyas nubes llegan a reposar sobre las cumbres de las bellas montañas del oeste y sud, escondiéndolo al abrigarlo. Parece separado del resto del territorio patagónico, pues todo es distinto aquí y en vano se buscaría la planicie y los médanos que preceden al lago Argentino. Este es un paisaje de los Alpes, pero triste, desconocido, sin nombre; sólo lo visita el indio, que de cuando en cuando, viene a plantar en sus orillas el toldo primitivo, llamándole al punto donde acampa «Kellt-Aiken»; pasa aquí algunos días sin darse cuenta de la belleza del paisaje; recoge la fruta del dulce calafate; corta algún tierno árbol para su sucio kau; persigue algún altivo bagual y regresa a la llanura. La civilización no le conoce aún, y necesario es buscarle un nombre que le sirva de égida de progreso.

Llamémosle «Lago San Martín», pues sus aguas bañan la maciza base de los Andes, único pedestal digno de soportar la figura heroica del gran guerrero.

En el fondo del poniente está limitado este lago por una cadena de montañas eruptivas, de elegantes contornos.

Febrero 28.—Anoche hemos admirado una espléndida luna llena; el plateado disco se ha mostrado tras el monte Pana, (cerro volcánico situado al este del lago), derramando sus suaves luces sobre el oscuro cono y ha alumbrado de lleno el lago, cuyas tranquilas aguas reproducen la imagen del satélite sin vida.

El lago mide, aproximadamente, a la vista, doce millas en su mayor diámetro N. S. por diez de ancho; sus aguas son tan claras como las del «Agentino». Al este está limitado por el cerro Kochait de formación eruptiva y al norte por sierras precedidas por lomadas terciarias, pardo-amarillentas; por entre estas últimas, corre un río caudaloso que desagua en el lago, según opinión de los indios. Al N. O. del paradero, unos montes se ostentan macizos, precedidos por cerros de elevación menor, cuyas hondas quebradas dan paso a varios torrentes. Estos montes están limitados al sur por una gran abra o canal que comunica con otro lago que está situado hacia el N. O. al poniente de las montañas citadas, pero al naciente de los Andes. Desde las alturas se divisa en esa dirección el gran bajo que sirve de cuenca al lago, aún misterioso para mí, y que envía los témpanos, hijos de sus ventisqueros, por el citado canal, a que aumenten las aguas del «San Martín». Al fin del gran canal, se alzan varios macizos de montañas, cuyas crestas desnudadas de distintas maneras, revelan diferentes formaciones petrográficas. Entre los picos eruptivos, vénse torreones sedimentarios; un inmenso cerro ostenta en su cumbre la imitación de un castillo feudal arruinado, otro, catedrales góticas, resplandecientes de blancura, adornadas de festoneadas cúpulas, formando todo un paisaje maravilloso de grandeza, pero también de oscura soledad en las bases de las colinas.

A media tarde levantamos campamento y caminamos hacia el sur un corto trecho, pero nuestros caballos están en deplorable estado y no podemos apurarlos mucho porque sería exponernos a perderlos. Los malos caminos y las piedras han destrozado sus patas y todos están mancos o cojos. Acampamos a orillas de un torrente que baja del macizo del «Pana». Recojo aquí muestras de carbón de piedra, que supongo superior a la lignita considerada terciaria, de Punta Arenas; y algunos moluscos fósiles, incrustados en un calcáreo compacto muy arcilloso y magnesífero, que hay rodados, en el torrente, y que considero cretáceos, me hacen suponer para el manto carbonífero de donde provienen, una edad geológica, contemporánea con la del depósito de lignita de Magallanes, que el profesor Agassiz cree pertenecen también al período cretáceo. Este yacimiento carbonífero, que ocultan las quebradas, evoca el recuerdo de una vegetación opulenta que cubrió a principios de la época terciaria o fines de la secundaria el occidente de la Patagonia oriental desde el cabo Froward, y quizá desde la Tierra del Fuego, hasta las fuentes del Neuquen y aun más al norte hasta cerca de La Rioja. Las minas de Punta Arenas alimentan ya la industria moderna; las que se encuentran en Otway y Syring Water, pronto serán explotadas: éstas del lago San Martín contribuirán, con su combustible precioso, a dar vida humana exuberante a sus territorios.

En nuestro campamento no hay casi alimentos, sólo queda la caja de conservas y una libra de fariña y tenemos que visitar el lago Viedma, aún distante de este punto. Sentimos hambre, pero falta con qué apaciguarla, pues no quiero tocar las modestas provisiones mencionadas, y para que Moyano, Estrella y Chesko puedan comer, o más bien roer, entre los tres, un alón de avestruz (único resto del pequeño cazado ayer por la mañana), tengo que alejarme del campamento.

En seguida, mientras los dos primeros llevan mi revólver para tratar de cazar algún guanaco y Chesko va a atar los caballos, subo amarillas colinas y bajo verdes cañadas, para adelantar algo al sur y poder examinar los bosques que se distinguen al pie de las montañas.

No hay nada que impresione más al viajero que las grandes soledades; la naturaleza severa de estos sitios se graba en mi imaginación y podré contar estos instantes, entre los más agradables de mi existencia. Reina una tarde espléndida: el lago no tiene ninguna arruga en la superficie llana de sus aguas; los témpanos blanquean cerca, pero tristes; los cerros se colorean de rosa en sus cumbres y de violeta oscuro en sus bases, y el verde de las hayas antárticas se destacan con los rayos del sol que penetran por el canal que da paso a los hielos andinos. No había notado el menor movimiento en el lago, pero de pronto veo elevarse de su centro a larga distancia, a seis millas, una columna de agua que surge espumosa, remolinea algunos instantes y desaparece para volver a elevarse otra vez. Pienso que es una de las manifestaciones de la actividad volcánica que conocemos con el nombre de geysers; es un fenómeno imponente, pero bello en alto grado. Observándolo, he visto inmensas moles cristalinas, blancas, celestes, que se hallan diseminadas en estas orillas. Es un témpano varado, dividido en grandes fragmentos, que muere, licuándose, para aumentar las aguas del «San Martín». Llego a él y corto algunos trozos; así me creo por un momento en las regiones polares. Sentado sobre un cubo de casi diáfano cristal, dominado por una columna partida y rodeada de tenues ruinas celestes, de un palacio de hadas antárticas todo de agua congelada, que el sol de mañana disipara, pienso en las gloriosas víctimas del hielo: en Franklyn, en Bellot, en Hall; lleno los bolsillos de baldosas de agua, y vuelvo al campamento a avisar a mis compañeros el interesante hallazgo.

Marzo 1.°.—A las 9 a. m. abandonamos el paradero; cruzamos, casi asfixiados, el gran incendio que desde unas matas quemadas por Chesko ha tomado gran incremento en las misteriosas laderas de los cerros, y cuyos humos envuelven, en fantásticas espirales la cumbre del Pana; y después de caminar unas diez millas por el camino hecho anteriormente, paramos a orillas de la laguna «Tar» para almorzar algunas frutas de calafate y un poco de fariña seca.

Desde la laguna Tar, cambiamos de rumbo y nos inclinamos al sur, costeando un arroyuelo, el que desciende de esa dirección por dos millas, apareciendo de entre angostos cajones formados por las barrancas de enormes capas de cascajo rodado. Cruzado este arroyo, continuamos unas seis millas y llegamos a un paradero indio abandonado a orillas del Shehuen; este último arroyo corre aquí, por sobre un lecho de piedras rodadas y por el centro de un valle, bastante fértil si se tiene en cuenta la poca feracidad de estas tierras altas; los pastizales son verdaderamente hermosos; los manantiales muy abundantes, y no dudo que este sitio será habitable, con provecho, el día que el hombre aproveche las riquezas que encierran las vírgenes montañas vecinas al lago San Martín. Las grandes gramíneas pueden ser cortadas para provisión de invierno y los animales lanares, vacunos y caballares, si bien no encontrarán en dicha estación alimentos en campo abierto, a causa de la nieve, podrán vivir con pasto seco. Este valle está limitado por mesetas terciarias, coronadas de basalto las más elevadas, y todas muestran inmensos trozos erráticos sobre los que abundan algunos líquenes.

Los caballos están en un estado tal que no podemos correr avestruces, y el señor Moyano ha sido desgraciado en sus tiros a los guanacos. Van ya dos días de casi absoluto ayuno y de marcha por estos parajes donde el fresco aire andino despierta el apetito; por mi parte sólo he comido el hielo del témpano.

Marzo 2.—Salimos temprano y caminamos unas ocho millas por parte de un hermoso aunque solitario valle y por mesetas basálticas. Ascendemos algunos cerros, cruzando capas de tenues nubes que nos hielan mojándonos, estos fríos húmedos de la niebla densa hacen apreciar más el tibio rayo de sol cuando el vaporoso cúmulo se aleja. Llegados a un cerro bastante elevado, del que se desploman algunos trozos de lava y que sirve de guarida maternal a algunos cóndores que chillan al sentirnos, vemos la gran ladera del sur, y en el bajo el extremo este del extenso lago de Viedma.

Es un espectáculo en extremo desolador el que presenta este gran lago, el mayor de los que sirven de depósito para sus derrites a las nieves de los Andes patagónicos. También el día tempestuoso se presta a hacerlo más triste; el incendio humea aún en la ladera por donde descendemos, y en frente, al sur, áridas mesetas elevadas que forman parte del macizo situado entre el lago Argentino y este, se elevan pardas, rosadas, violáceas, limitando el agua azul-verdosa oscura; la mayor parte del lago está envuelta en la bruma, pero de tiempo en tiempo, de entre las nubes, aparece una cresta oscura o un blanco cerro que anuncia la proximidad de la cordillera. Bajamos de la cumbre de la meseta basáltica a la orilla del lago, por entre lomadas cubiertas de duros pastos y de trozos erráticos y en este trayecto, algo, penoso, una feliz casualidad me hace bendecir la buena idea que hemos tenido en buscar descenso por este punto y no por donde más al este, hubiera sido más fácil.

La falta absoluta de provisiones se convierte en abundancia de ellas con el encuentro que hacemos en una quebrada honda de un joven avestruz, que algún zorro o gato ha hecho inválido; cojea saltando en una sola pierna y trata en vano de alejarse de nosotros, pero lo descubrimos, lo tomamos y pronto es asado y devorado.

Mi deseo es continuar al N. O., siguiendo el trayecto de Viedma, para tratar de rodear el lago pero los caballos no pueden marchar más y tengo que dirigirme al S. S. E. para reconocerlo por esa parte hasta el desagüe que debe ser el mismo río que los indios dijeron a Viedma ser el Santa Cruz y que es el que desemboca en la margen N. E. del lago Argentino.

Los Andes del fondo O. N. O. están cubiertos por las nubes; el volcán, del cual tanto me han hablado los indios, apenas se distingue vagamente y conjeturo que la gran tormenta que ennegrece el lago en esa dirección puede ser de origen volcánico, pues un polvo tenue casi imperceptible, cae cerca de nosotros. El viento no agita las aguas, pero la tormenta avanza con tal rapidez que pronto se oscurece casi por completo el cielo, quedando la región poco menos que en tinieblas.

Luego que se despeja el cielo, los rayos solares alumbran una inmensa sábana plateada, que se destaca, con la viva luz, de los oscuros nubarrones que la dominan. Es el gran ventisquero que vió Viedma, resto de la llanura helada que ocupó en otro tiempo la cuenca del actual lago.

A la tarde, después de haber galopado algunas horas por tierras áridas, encontramos el río que desagua el lago, y acampamos a alguna distancia de él, a algunos metros del lago.

La costa que hemos recorrido está circundada de médanos e inundada y lo mismo sucede con la parte baja del lago que alcanzó a divisar; no se ve el menor rincón fértil, pero Chesko me dice que acercándose a las montañas hay arboledas y abundantes pastizales.

Por lo que he visto, puedo decir que este lago es mayor que el «Argentino». Pasando el desagüe hay una sucesión de cerros bajos que se interna en el lago, formando en su parte oeste un abra prolongada; luego se adelantan otros cerros con varias ensenadas entre ellos, hasta el gran ventisquero, el que parece tener en su punto norte otra bahía cuyo fondo está ocultado por un cerro pequeño que se ve delante; al N. O. hay otra abra. Varios macizos montañosos preceden en esa dirección a los picos nevados de los Andes. Al N. E. de la citada abra se ven las mesetas cubiertas de basalto que continúan hacia el E. S. E. y son las que hemos cruzado esta mañana. En el fondo sólo distinguimos una pequeña cadena de cerros; el horizonte, sobre ellos, está toldado de nubes plomizas y oculta las cordilleras, pero en un momento en que se hace un claro entre los vapores agolpados, vemos el negro cono del volcán y una ligera columna de humo que se eleva de su cráter.

Los tehuelches me han mencionado varias voces y con terror supersticioso, esta «montaña humeante». Es el «Chalten» que vomita humo y cenizas y que hace temblar la tierra; sirve de morada a infinidad de poderosos espíritus que agitan las entrañas del cerro y que son los mismos que hacen tronar el témpano que se desmorona en el lago. Todo lo que no se explica por causas sencillas, encierra un misterio para el indígena primitivo, y esto motiva que, en sus supersticiones, jueguen un papel importante los fenómenos volcánicos.

Grandioso espectáculo debe presenciar el salvaje, al pie del Chalten, cuando en la noche, el fuego brota del centro del agua congelada en las altas montañas e ilumina como gigantes faros con sus rojizos resplandores las blancas nieves de los Andes y las azules aguas del lago, mientras la densa columna de negro humo oculta las brillantes estrellas del sur.

Este volcán es la montaña más elevada de las que se ven en estas inmediaciones y creo que su cono activo, es uno de los más atrevidos del globo; su cráter, situado a una altura que calculo a la vista en 7.000 pies, no guarda la nieve, y su color negro, igual al del pico más agudo, situado en su costado oeste, se destaca sombrío de la nieve de la base. Viedma cita en su diario esta montaña al decir que hay dos piedras como torres que los indios llaman «Chaltel», pero no dice que sea un volcán. Los volcanes activos de la América del Sur, se les consideraba todos situados mucho más al norte de este; el más austral (exceptuando el que creyó ver Hall en la Tierra del Fuego, 55° 3'), está situado en el grado 44°20' pero hoy puedo decir, siguiendo las indicaciones de los indios, que las montañas cuyas fuerzas volcánicas aún no se han extinguido son varias, entre el grado 44 y el 51; sin embargo, ninguna de ellas arroja lava en fusión, ni rocas incandescentes; sólo emiten vapores y cenizas y esto no constantemente, sino con intermitencias prolongadas; parecería que la lava concluyó hace tiempo de derramarse en Patagonia, agotados los focos que la producen, por las antiguas erupciones que sembraron de acumulaciones de materias volcánicas de centenares de pies de espesor la región situada entre el 40° y 52° y que he podido visitar en sus extremos. Las capas de basalto cavernoso y escoriáceo que domina el Limay, en el primer tercio de su curso, se extienden con cortos intervalos hasta las inmediaciones del estrecho de Magallanes, lo mismo que los mantos conglomerados que contienen cenizas y productos eruptivos vitrificados, obsidiana y piedra pómez, que he observado cutre el Caleufú y el Yala-leicurá y que llegan hasta cerca del Atlántico. El monte «Pana» que ya he mencionado, no hace muchos años que arrojó humo (según dicen los indios); quizá aún tiene vida y su nombre, en indio, lo indica. (Paán-humo) y las cenizas rojas que hay en los alrededores del lago San Martín pueden haber salido del cráter de ese monte.

Es sabido que la mar es la que provee generalmente a los focos volcánicos del alimento necesario para ayudar a su actividad, como lo han demostrado el análisis de sus lavas y sus vapores, y puede ser muy bien que las aguas de estos grandes y profundos lagos contribuyan a alimentar la actividad solfatárica del Pana y del que me ocupo y la aparición del geyser en el lago San Martín lo comprueban.

Mas al sur de los lagos, hay otros volcanes aún no estinguidos del todo. Musters dice que los indios que vivían Coy Inlet, se vieron envueltos una vez por una nube de humo negro denso que venía del oeste, y que los atemorizó sobre manera; dicho viajero cree que era el resultado de una erupción volcánica.

Como este volcan activo no ha sido mencionado por los navegantes ni viajeros y como el nombre de «Chalten» que le dan los indios, lo aplican ellos también a otras montañas, me permito llamarle «Volcán Fitz-Roy», como una muestra de la gratitud que los argentinos debemos a la memoria del sabio y enérgico almirante inglés, que dió a conocer a la ciencia geográfica las costas de la América Austral.

Marzo 3. - La noche ha sido cruda, pero el lecho blando entre el menudo cascajo y el tierno césped, que la humedad de las infiltraciones del lago hace brotar en la árida llanura. El agua ha salpicado con sus heladas gotas las abrigadas matas, y estas caricias de las olas que baten las piedras que nos sirven de almohadas, me despiertan de madrugada, haciendo que admire el inquieto descanso de este inmenso lago. Los chubascos se han sucedido sin cesar toda la noche, y apenas aclara distinguimos, cubiertos por la nieve, los cerros basálticos que cruzamos ayer. La aparición de la mañana calma la agitación de la atmósfera y podemos volver a observar el volcán «Fitz-Roy», dorado por el sol, humeando impasible, mientras en su base duermen pesadas y negras nubes.

Caminaba solo hacia el río para dejar en su orilla una botella que contuviera la prueba de mi visita a él, cuando al pasar cerca de un matorral he sido atacado por una leona. La poca precaución que toma el viajero, pocas veces agredido, hace que me encuentre sin armas; el revólver lo tiene Estrella. y sólo llevo Conmigo la brújula prismática en su estuche y unas pinzas para tomar insectos, débiles armas ambas para repeler una fiera. Sin embargo, la presencia de ánimo no me ha abandonado y a pesar de haber sido arrojado al suelo por la fuerza del choque violento que he recibido de la leona, al sujetarse esta con las uñas sobre mis espaldas y cara, tratando de morderme en el cuello, he podido levantarme, arrollar el poncho y remolinear velozmente la brújula a manera de boleadora, e imponer así a la puma, que se lanza varias veces con intención de herirme, consiguiendo sólo romper el poncho y arañarme en el pecho y piernas, desgarrándome las ropas.

He podido, sin ser ofendido gravemente, llegar hasta el paradero, en cuyas inmediaciones se ocultó la puma cerca de unas matas, para esperar el momento de hacer la víctima que esperaba su estómago vacío, y aquí la hemos muerto.

El río que Viedma creyó fuera el Santa Cruz, recibe por este suceso, que poco ha faltado para ser trágico, el nombre de «Río Leona», y luego de almorzar en su margen retrocedemos para buscar a Isidoro.

Siguiendo al este por el pie del cerro «Cheul», llegamos a través de una abra bastante extensa, cortada de cuando en cuando por colinas cubiertas de grandes piedras erráticas y capas de lava, al paradero de Isidoro, instalado en la falda de un cerro al lado de preciosos manantiales, donde los caballos se han repuesto algo de las fatigas de la ascensión del Santa Cruz.

Marzo 4.—Temprano levantamos el campamento y nos dirigimos al lago Argentino siguiendo el mismo camino de la venida, hasta llegar a las inmediaciones del cerro Inclinado, y luego subimos la meseta hacia el oeste, para conocer la pampa alta. Es un panorama grandioso el que se presenta a nuestra vista, luego de galopar algún tiempo. Los cerros basálticos se destacan de la pampa verdosa amarillenta por donde llevamos nuestro camino al oeste; los Andes son dorados por el sol que fulgura sobre el firmamento celeste y en el fondo, en el bajo, el gran lago Argentino esta matizado de blancos témpanos. En la abrupta ladera vemos un ciervo; es el primer huemul, el tan celebre y casi fabuloso ciervo chileno, considerado como caballo-anta en los tiempos de la conquista. Encontramos nuestro campamento tranquilo: los dos marineros y Abelardo han limpiado el bote y arreglado las escasas provisiones que nos quedan.

Marzo 5.—Malísimo tiempo; los chubascos continúan todo el día sin interrupción, y las nubes parece que ruedan sobre las aguas. En la cordillera hay gran temporal de nieves. Es imposible salir del paradero; la arena movediza no permite ver nada y no hay más remedio que tener paciencia y aguardar mejor tiempo para arreglar, los preparativos de marcha.

Marzo 6.—Salgo hacia el norte a tomar algunas direcciones con la aguja, desde los cerros inmediatos al «Rio Leona». Llegado a la cumbre diviso el volcán y un gran bajo, que es el lago Viedma. El señor Moyano que ha salido a cazar consigue matar un guanaco, el que dividimos y cargamos sobre nuestros caballos, en momentos que principia a llover; el terreno se vuelve intransitable, la oscuridad de la noche no nos permite usar de la brújula, y completamente mojados llegamos al paradero a las 9 de la noche, costeando las márgenes del lago, entre ramas y médanos; lo descubrimos por grandes hogueras que Isidoro y Estrella han tenido la precaución de encender, pero que a pesar de sus grandes llamaradas, no se distinguen desde lejos, a causa de la lluvia copiosa que cae.

Marzo 7.—Continúa la lluvia y el temporal que enfurece las aguas del lago. La época de los malos tiempos ha llegado y con los escasos elementos que me quedan no considero deber tentar navegar nuevamente al oeste. Prefiero hacer el reconocimiento por tierra y a caballo, para vencer la mayor distancia hacia ese rumbo y regresar luego a la isla Pavón.

Marzo 8.—Nos ocupamos en trasladar por tierra la colección y los objetos más delicados y valiosos hasta la punta Feilberg para no exponernos a perderlas, si embarcadas en el bote, este sufre averías al penetrar en el correntoso desagüe.

Marzo 9.—Algunas observaciones termométricas por medio del punto de ebullición del agua, me han dado para este paraje una altura sobre el nivel del mar de 412 pies.

Marzo 10.—El lago está calmado y el día amanece menos crudo que ayer. A las 10 a. m. teniendo un viento favorable, es decir, del este, que no levanta marejada, echamos el bote al agua y despidiéndonos del lago Argentino, nos dirigimos velozmente arrastrados por la corriente, a la rinconada situada al este de punta Feilberg, de donde, después de dejar un poste clavado donde ato una botella conteniendo un documento que indique nuestro paso, ponemos la proa al este y principiamos el descenso del río. El bote desciende con gran rapidez y pocos momentos después encontramos una playa donde hacemos cruzar los caballos, no teniendo que lamentar pérdida ninguna a pesar de que algunos han sido arrastrados por los remolinos. Fondeamos el bote en una pequeña abra tranquila, formada por la inundación que continúa.