Vida y escritos del Dr. José Rizal/Prólogo

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Vida y escritos del Dr. José Rizal
Edición Ilustrada con Fotograbados (1907) de Wenceslao Retana
Prólogo de Javier Gómez de la Serna y Laguna
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
AL


EMINENTE ETNÓGRAFO


Y EL MAYOR FILIPINISTA DEL MUNDO


Prof. F. BLUMENTRITT


Rector del Ateneo Municipal
de Leitmeriz (Bohemia)


Su admirador y amigo,
W. E. Retana


Madrid; 20 Junio 1907.




PRÓLOGO




¿Debe publicarse este libro?

Es lo primero que se me ocurre ante la extraordinaria delicadeza de su asunto.

En el extranjero se calificó de asesinato el fusilamiento de Rizal, y las páginas de la presente obra, intensas y conmovedoras, tal vez suministran la tristísima prueba.

Los que sientan el patriotismo salvaje de que nos hablaba el ilustre Revilla, creerán que se debe callar. Los que amamos la verdad y la justicia, como el General Blanco, los que creemos á España inocente de esa sangre, afirmamos que es hermoso que sea un español el que recoja el grito de protesta y angustia de su país al conocer en toda su enormidad el hecho, y vaya á depositar un recuerdo piadoso sobre la tumba del desgraciado poeta.

¿Censuró alguien en Inglaterra al gran Macaulay cuando escribió las páginas negras de la colonización inglesa en la India, relatando espantosos crímenes, perfidias sin nombre, latrocinios horrendos? ¿Qué tienen que ver España, Inglaterra, ninguna madre, con actos de algunos hijos malditos?

¡Hay dos Españas! Una grande, generosa, con cualidades legendarias ensalzadas en todo el planeta, con sus legiones de caballeros, héroes en el hogar, en el mundo, sacrificando serenos la vida por un amor, por una idea, por una disciplina militar ó científica: la España que amó Rizal hasta la muerte, por la que pidió ir á Cuba para asistir en los hospitales á nuestros heridos, y hacia donde se dirigía oficialmente cuando le apresaron… Y otra España, negra, la que le apresó en esa hora gloriosa de su vida; España cada vez más reducida, que forman malos é ineptos, crueles y fanáticos, cabezas sin honra y honras sin cabeza, con la que no hay que tener ni la complicidad del silencio. Esa es la que veréis en este libro. Para ello Retana mojó su pluma en el mismo tintero de Macaulay.

El libro debe, pues, publicarse. Es el primer soplo de justicia que va de España á Filipinas, y para nuestro país será una lección de cosas. Enaltecerá á España en el Archipiélago y en Europa, porque prueba que fué ajena a la estúpida y mortal tragedia de Manila, tragedia que los imbéciles creyeron que afianzaría para siempre nuestro dominio, y que lo cortó bruscamente, porque ese medio tuvo tantos fracasos como empleos en la Historia. ¿No sabían que la sangre nunca consolidó la idea de los verdugos, sino la de las víctimas?




La figura humana de Rizal es digna de profundo estudio. Vivió treinta y cinco años; á los veintisiete había dado la vuelta al mundo; fué médico, novelista, poeta, político, filólogo, pedagogo, agricultor, tipógrafo, poliglota (hablaba más de diez lenguas), escultor, pintor, naturalista, miembro de célebres Centros científicos europeos, que dieron su nombre á especies nuevas por él descubiertas; vivió y estudió en las grades capitales de Europa y América; el índice de sus libros y escritos varios ocupa no pocas páginas de este volumen. Dedicaron á su muerte veladas y recuerdos necrológicos varias Sociedades científicas, y la Prensa de todo el mundo. Ese fué el hombre que fusilamos.

Salió estudiante de su país el 82; cursó brillantemente en España las carreras de Medicina y Filosofía y Letras; volvió a Filipinas el 87 para marcharse el 88; tornó el 92 para ser desterrado á los pocos días, y salió del destierro el 96 para ser fusilado, no obstante haberse esclarecido que en los últimos cuatro años de su vida y destierro no se mezcló directa ni indirectamente en ningún asunto político de su país.

Caballero sin tacha, bondadoso, dulce, delicado y valiente, era tal la atracción de sus virtudes, que los oficiales de nuestro Ejército que lo guardaban, se hacían 8118 íntimos: ano fué relevado por ello, por querer tanto á Rizal.

Yo le conocí en Madrid. Limpio y atildado; semblante triste y reflexivo; voz siempre suave; ni gritos, ni risas destempladas; poco aficionado á diversiones y devaneos, sin duda porque dejó latente, allá en su rivera del sol, ese primer amor virginal que en la ausencia, cuando no muere, hace casta toda una vida…

¿Cuáles eran sus ideales? ¿Preguntáis los del joven todavía inexperto, que no ve dificultades, matices ni gradaciones? La inmediata independencia de su país á toda costa, aunque nada hizo, ni podía, el pobre estudiante para realizarla. No había delito en aquel sentimiento generoso en todo bien nacido. El estudio y la vida fueron templándolo y le hicieron ver las insuperables dificultades de la empresa, el peligro de otra esclavitud, las convulsiones anárquicas de un país no preparado en el caso más favorable; y el ideal de la independencia no desapareció, porque no podía ni debía desaparecer del pecho de un esclavo noble; pero se transformó en sol lejano, hacia el cual se marcha siempre, aunque se tarde siglos en llegar. Y se decidió ya, hasta el instante de su fusilamiento, por realizar, dentro de España, las aspiraciones de su ciclo histórico: mucha instrucción pública, reclusión de los frailes en sus conventos, representación en Cortes; las leyes españolas.

Aun esto lo veía lejano: recuerdo que en Madrid, recibiendo noticias de las demasías de las Autoridades nuestras en el Archipiélago, y viendo en la Corte á sus paisanos más aficionados á mujeres y diversiones que á pensamientos serios, decía amargamente:

— ¡Nada es posible esperar ni de los españoles de allá ni de los filipinos de aquí!

Fué un tipo engendrado para la leyenda: era un desconocido completo; salió de su país estudiante, sin que nadie se fijara en él, indiferente á todos; volvió por unos meses á los veintiséis años. Cuando fué, á los treinta y uno, era una celebridad; era ya un idolo; todos hubieran querido conocerle; pero a los pocos días salió desterrado. Tornó para el fusilamiento, y puede decirse que la masa de sus paisanos sólo le vió un día: el de su muerte. ¡Sólo conserva de él una visión trágica y ensangrentada!

Dijo, pues, verdad en el proceso: no conocía á casi nadie en su país, ni nadie le conocía fuera de su familia y de aquella joven inglesa que, enamorada locamente del águila sombría, abandonó posición, porvenir, vida social, por acompañarle en una isla salvaje. Para que resulte más legendario, ni se llamaba Rizal, ni se sabe cuándo nació, por haberse quemado el libro parroquial correspondiente.

No fué, pues, ni conspirador ni separatista, aquel pensador altivo, en que se juntaban la perpetua amargura del vencido con el aliento varonil del que no se resigna nunca á la derrota. Para sus ideales de perfección del país, á la sombra de España, supo despertar con sus libros el alma de su raza. ¿Fué esto un crimen? Entonces Rizal es un gran delincuente.

Pero el primer testigo que depone en su favor es el general Blanco: cuando Rizal iba á embarcarse para Cuba, á prestar á España voluntariamente un rudo y peligroso servicio, estalla la insurrección, y Blanco, que comprobó que era inocente, dióle una carta de su puño y letra para el Ministro de la Guerra, en que decía: «Su comportamiento durante los cuatro años que ha permanecido en Dapitan ha sido ejemplar, y es, á mi juicio, tanto más digno de perdón y benevolencia, cuanto que no resulta en manera alguna complicado en la intentona que estos días lamentamos, ni en conspiración ni en sociedad secreta ninguna de las que la venían tramando.» Este General, de grata memoria, afirmó al Sr. Retana que él no hubiese fusilado á Rizal, rogándole que lo hiciese público; y en otra carta, entendiendo, como nosotros, que el presente libro debía publicarse, felicitaba al Sr. Retana por tal propósito, puesto que «puede servir de enseñanza y escarmiento á los que no saben ó no quieren convencerse de que no es por el castigo y la violencia como se gobiernan los pueblos en el siglo XX».

Sustituyó á Blanco otro General que á los trece días de mando (era imposible en absoluto que se hubiera penetrado de la transcendencia del acto) ordenó el fusilamiento de aquel hombre de quien su antecesor, con todos los datos y pruebas en la mano, aseguraba personalmente, bajo su firma, que era inocente.

¡Ni una carta de Rizal, es sus cuatro años de destierro, que revelase la menor complicidad! ¡El gobernador general Blanco, trece días antes del fusilamiento, afirmando la inocencia! No nos asomemos á ese proceso. Repitamos, únicamente, que España es ajena á él.

Dice bien Retana: España no fusiló á Rizal en Filipinas. Lo que hicieron los soldados indígenas, á quienes por un refinamiento de la España negra se ordenó disparar contra el ídolo, fué fusilar á España en Filipinas, por mandato de unos torpes hijos de la Madre patria.

¡Pobre Rizal! Ignoro si la semblanza que hice resultará fiel: en estos dibujos á la pluma hay siempre más del retratista que del retratado, y es seguro que si emprendemos tres el trabajo, probablemente resultarán tres Rizales.




Y contra la prohibición de Retana, que al honrarme con el encargo del prólogo me rogó que no hablara de su persona, quiero decir algo de este autor y de sus obras.

Nadie aquí ni en otra parte podía escribir el estudio de Rizal con la copia de datos que asombrará al lector. Su sólida preparación, que ninguno aventaja para cuestiones históricas filipinas, servida por una gran actividad é inteligencia, ha tenido esta vez la colaboración de multitud de filipinos y españoles, actores o espectadores del drama, en número tal, que los hechos principales están reconstituídos hasta por minutos. Es uno de los libros biográficos más completos que he leído.

Retana en asuntos filipinos tiene camino de Damasco, como San Pablo, aunque es un San Pablo al revés, porque en lugar de alejarse de la libertad para acercarse al sacerdocio, se alejó de éste para internarse en la libertad. Fué casi niño á Filipinas, y el prejuicio avasallador de que sin frailes se derrumbaría el poder de España le dominó en un principio. Cuando pudo pensar por su cuenta, atacó duramente la falsísima premisa.

Pasóme con Retana lo que con Rizal; ambos estaban alejados de mí: uno, á la derecha; otro, á la izquierda. Hace quince años no hubiese podido prologar libros de ninguno de los dos. Hoy, los tres tendríamos orientaciones semejantes.

¡Soberbia biblioteca la de Retana! ¡Y cómo supo sacar la miel de ella para sus libros, hasta lograr no pocos elogios de celebridades, entre las figura Menéndez Pelayo!

¿Voy á descubrir ahora que además de historiador es novelista, periodista, político, que ha sido Gobernador, Diputado, etc.?

Este libro es bueno y no necesita la enumeración de circunstancias atenuantes. Al fin, Retana en España es el filipinólogo por antonomasia.




Siempre procuré, como político, vivir algo alejado de los acontecimientos diarios y menudos y de las personas, aun de las que más quiero y admiro, para apreciar mejor los conjuntos, sin que el detalle, la preocupación, los rozamientos, turben el criterio; de mis aficiones artísticas de la juventud conservé esa regla de perspectiva; quizás para el medro perjudique el sistema. Tengo, pues, cierta confianza en mi imparcialidad, que he de aplicar ahora á ciertos delicados problemas sugeridos por esta obra.

¿Nos inspirará el escarmiento, como deseaba el ilustre Blanco? Todavía no.

Perdimos dos onzas de oro, Filipinas y las Antillas, y nos quedan unos céntimos de colonia en Fernando Poo, y allí estamos, desgraciadamente, reproduciendo el sistema. Sistema? ¿Lo es el arte de domador que empleamos, convirtiendo en jaula de fieras las colonias, en las que con el látigo, el grito y la mirada amenazadora y fija acorralamos á los indigenas? Eso es una colonización de circo.

Fué á Fernando Poo, y fué y volvió pobre, un Gobernador general civil, el primero de esta clase, muy experimentado en Filipinas. Empezábamos á rectificar. Limpió la isla, insalubre; normalizó la alimentación; abrió el Palacio á los negros, alejados por humillaciones anteriores, y á los nueve meses inauguró la traída de aguas, salud, vida y riqueza con que no soñaban, y que arrastraba quince años de expedienteo. El entusiasmo no tuvo límites: se puso el nombre de ese Gobernador á una calle; ingleses, alemanes, españoles, negros, le elevaron un mensaje; él recogió toda la gratitud para el Gobierno, cuya recompensa no se hizo esperar: el 19 de Marzo de 1906 se inauguraron las aguas; el 26 llegaba un vapor con su relevo y una Comisión para inspeccionar la Administración, en medio del estupor y la indignación de la Isla. La Comisión, originada por miserables chismes, tan frecuentes en las colonias, volvió a los pocos meses, sin poder formular el menor cargo contra el dignísimo Gobernador.

Y aun queda más; uno de aquellos negros atraídos al Palacio, rico, educado en Inglaterra, un pequeño Rizal, fué insultado por un blanco inculto, de los que tenemos el tacto de enviar; se pegaron, y lo que debió ir al Juzgado de paz, terminó con un afrentoso ultraje para aquel negro de clase elevada, ¡haciéndole barrer las calles!… ¡Colonización de circo!

Volvamos los ojos á nuestra colonización interior: refirióme un Diputado catalán que en cierta peluquería de Barcelona, preguntando á un parroquiano sobre sucesos que allí apasionaron, mientras éste exponía su juicio, otro, que vestido de paisano resultó ser militar, le arrojó unas tijeras á la cabeza, hiriéndole, y le llevó sangrando á la cárcel. Recordé en el acto el lance de Rizal que por no saludar de noche á un bulto, que resultó ser un militar, fué también herido, y recibí igual estremecimiento que la madre de Osvaldo en Los Espectros, de Ibsen… ¡Los muertos resucitaban! ¡Ley fatal de la herencia!

Pero en los pueblos es posible el remedio, aunque entre nosotros hay todavía que esperar; por eso, cuando siendo Director de los Registros alguien me insinuó la conveniencia de ir al Gobierno de Barcelona, me negué. «Hoy no, le dije; seguramente me ganaría la voluntad de los catalanes, porque no hay como no odiar para no ser odiado, nada como querer para ser querido; y si á esto se añaden nuestras coincidencias en varios ideales, y lo que trabajaría por ellos, llegaría á ídolo en ese puesto; pero desde tal instante me perjudicaría, que es lo de menos, y les perjudicaría, que es lo de más; sería sospechoso para esa pequeña España negra

La calentura catalana de que hablé en un discurso pronunciado en el Congreso en Noviembre de 1901, persevera; y porque lo creo útil á mi tesis del momento, reproduzco á continuación el párrafo aludido:

«Tengo tal fe en la vitalidad de España, que creo que todo lo que hagamos aquí no podrá en lo más minimo perjudicar esa vitalidad; yo entiendo que España se salvará de todas sus crisis; tengo un optimismo grande enfrente del pesimismo que á otros machos desalienta. No soy de los que creen que España es una nación moribunda ni decadente, sino enferma, con altas calenturas allá en Cataluña y Vasconia, con triste anemia en todo el resto del país; terribles calenturas que quizás han llegado á su más alta temperatura en las dos comarcas aludidas con motivo de la pérdida de las colonias, que las ha afectado grandísimamente. Siguiendo en esas provincias una política de amor y de cariño, y no de desconfianza, llevando allí una política de afecto y una descentralización verdad, haciéndolas ver que nuestro crédito puede recobrar y recobra con efecto su antigua situación, esa calentara quedará curada; yo entiendo que no debemos irritar de ninguna manera á los que están padeciendo una fiebre para no llevarles á la desesperación y á la locura

¿Curará esa fiebre el proyecto de Administración local presentado por Maura en este Junio de 1907?…

La fiebre no se curará: esa España negra atiza los antagonismos, habla de odios entre unas provincias y otras, que en el fondo no existen, como habló del odio de los filipinos á España, que tampoco existió nunca, originando así con la calumnia la catástrofe. Quisiera en un transparente de la Puerta del Sol grabar, para que todos las leyeran, las palabras de un filipino de gran autoridad allí, pronunciadas nueve años después de nuestra dominación, y que por ello no pueden atribuirse ni á la adulación ni al miedo: son un monumento de amor á España y de maldición para los frailes. Lean todos lo que dice el docto catedrático D. Felipe Calderón:

«¿Que por qué nos hemos rebelado contra España si ella era verdaderamente noble, altruísta y generosa? ¡Callad, infames traidores, Nerones que insultáis y asesináis á vuestra propia madre, cuya sangre corre por vuestras venas; callad, que el mundo se estremece de espanto y de horror oyéndoos hablar con tanto cinismo, con tan inaudito descaro!

»Los filipinos no nos hemos rebelado contra España, á quien continuamos idolatrando y venerando en el santuario de nuestra alma; nos hemos rebelado, sí, contra la soberanía monacal que imperaba despóticamente en nuestra tierra; contra el fraile que se ha erigido en señor de horca y cuchillo en este país, burlándose de las justísimas leyes promulgadas por la Metropoli, gracias á la inmoralidad y desvergüenza de la mayor parte de los hombres de gobierno de tan querida como desdichada Nación; contra el fraile que, al comprender que luchaba con éxitos envueltos en la inviolabilidad de los hábitos, perseveraba en luchas mundanas y materiales, promovía pleitos y litigios que ganaba empleando el soborno, la osadía ó el poder como amigo y confesor de Reyes y magnates; se creía superior al General, al Gobernador civil, al Poder judicial, á los mismos Obispos; y venciendo á todos y obteniendo grandes victorias, se consideraba invulnerable, poderoso, omnisciente, y menospreciaba á sus mismos compatriotas los peninsulares, que les adoraban y reverenciaban como á santos; y oprimía y trataba á bejucazos al indio, á quien explotó en sus haciendas y deshonró en sus madres, en sus hijas y en sus mujeres.»

¿Seguirá ninguno afirmando que el odio al fraile era el odio á España?

— En Cataluña no existen tampoco esos odios, me decía un regionalista. — Mis paisanos se pagan mucho del afecto y del honor; un poco de ese afecto por parte de los Poderes y de los demás españoles, y que se exteriorice, por ejemplo, yendo individuos de la Familia real á pasar temporadas entre nosotros, pronto acabaría ese malestar y se ganaría el corazón de aquellas gentes sencillas.

Y en tal ambiente de hermanos, todo problema tendría fácil solución.




Murió Rizal: ya todos le hacen justicia. Ahora se comprende lo que pensó y lo que quiso, para remordimiento de sus torpes verdugos y enseñanza de sus paisanos. Era un pacifista, como todo hombre culto, que lo fiaba todo á la evolución, sin derramamiento de sangre, sin odios ni conjuras, aconsejando el bien, el trabajo, la instrucción, dejando para después los grados superiores del ideal. Sólo el niño pensó en coger la estrella sin subir por la escalera del progreso.

Filipinas está llamada á grandioso destino. Colocada en el centro del Pacífico, el Océano de la futura civilización mundial; con el Japón á la cabeza, Australia á los pies, América á un costado y la India y la China al otro, sólo entonces sabrá España lo que le perdieron los frailes. Pero Filipinas agradece á España los beneficios que recibió, y el lazo del común idioma es muy fuerte; España, incapaz para la colonización activa, no lo es para la pasiva, que consiste en la transfusión constante de todas las grandes cualidades de su personalidad moral. Aun puede haber en el porvenir comunes y ventajosas empresas para la madre y la hija.

Pero no olviden los filipinos las enseñanzas de Rizal; fué profeta cuando, oponiéndose á la rebelión, ¡por la cual se le fusiló!, decía: «No lograremos la independencia y caeremos en otra esclavitud.» Y, en efecto, sólo han cambiado de amo; cierto es que el de ayer fué pobre y el de hoy es rico y dejará más sobras; pero esto no puede satisfacer a los espíritus elevados. Sigan, pues, la sabia trayectoria que les fijó Rizal: ilústrense, háganse dignos de la libertad, y la libertad vendrá.




Dijimos que los frailes perdieron á Filipinas, y este libro lo demuestra. De 1872 dimana el movimiento activo contra ellos; entonces empujaron al patíbulo á tres virtuosos sacerdotes indígenas, uno de ochenta y cinco años, por el horrendo delito de mantener que las parroquias, detentadas por los frailes, debían ser para el clero secular español y ultramarino. Cuando de niño estuve en Filipinas conocí en tristísima ocasión á uno de los ahorcados, el P. Burgos (ídolo de los filipinos, tan digno de estudio como Rizal). Unos españoles acababan de perder un hijo, cuyo cadáver estrechaba la madre, medio loca, entre sus brazos, cuando vi aparecer un sacerdote joven, apacible, sereno; con maravillosa elocuencia, con un calor humano que sólo saben expresar las almas nobles, se apoderó del ánimo de aquellos padres; con ternura paternal cogió en sus brazos el cadáver y lo acostó en la cuna; al salir de allí, a la madrugada, dejaba un cuadro de resignado hogar cristiano. Aquel hombre me hizo el efecto de un santo. Cuando poco después supe horrorizado que lo ahorcaban, pensé en el Calvario, pensé en Jesús, pensé por primera vez en las infamias humanas. Y, pasada la niñez, recordando aquel hecho y el sedimento que dejaba, comprendí que los frailes habían infligido un golpe mortal al poder de España. Y, en efecto, solo duró veintiséis años.

Pero aun siguieron actos más injustos: un día, los frailes, los que juraron la pobreza, los profesionales de la piedad, llamándose dueños del suelo de un pueblo, lo desahuciaron íntegro, lanzaron al campo á mujeres, niños, ancianos, enfermos, y quemaron luego las pobres viviendas… Aquel pueblo era Calamba, el de Rizal, que vió á sus viejos padres sin hogar… ¿Era esto cristiano? ¿Era politico? ¿Fue hacer por la Patria?

En 1892 se destierra á Rizal por antimonacal, añadiendo que esto es ser antiespañol; en 1896 se lo fusila, sin haber añadido otro pecado á ese; en 1898 se pierde Filipinas, mediando en la capitulación el fraile Nozaleda.

Y mientras España sale de Filipinas arruinada, ensangrentada, aparentemente deshonrada por hijos ciegos, los frailes del voto de pobreza se retiran con buen golpe de millones de duros. Las palabras ya citadas del Sr. Calderón hacer justicia á España y á los frailes. A la lujuria y á la codicia, que cita como grandes disolventes, añadiremos el ultrajante tuteo á que sometían á todo indígena, fuera magistrado, militar ó sacerdote.

No culpemos, pues, ni al ejército ni al pueblo español. Ya lo dije en mi citado discurso de 1901: «Yo no califico mal, ni á nuestros soldados, que allí pelearon sin entusiasmo, ni al país, que ha visto con indiferencia aquella pérdida grande y dolorosa, porque el país veía una vergüenza permanente en nuestra Administración ultramarina, la muerte y la anemia para lo más florido de sus hijos, y la ruina para su Tesoro. Así es que esa guerra que empezó sin entusiasmo, casi se ha visto concluir con satisfacción. Y esto lo digo para justificar al pueblo de esa nota de indiferencia, que para muchos significaba un síntoma de muerte y de decadencia. No; el país ha sabido hacer justicia; viendo sin pena que aquellos males terminaban y que se cortaba aquel río de oro que continuamente iba hacia allá con esos 1.200 millones que han venido á recargar el Tesoro español, y por admitir los cuales el partido conservador, creo yo que ha obrado algo de ligero, porque es doctrina internacional admitida, que nosotros no hemos debido olvidar, que cuando se trata de deudas hipotecarias y hay una separación de territorio, la Metrópoli sólo tiene responsabilidad por el 50 por 100.»

Y aquí termino estas breves consideraciones que me sugiere el hermoso libro de Retana. Dos nobles partidos luchan hoy en Filipinas para influir en los destinos de su país; el federal, que incondicionalmente apoya á los norteamericanos, y el nacionalista, que aboga por la autonomía como puente para la independencia, popularísimo, el de Rizal si viviera, y que recibirá seguramente con mayor aplauso el libro que un buen español dedica al que ellos llaman el Gran Filipino… ¡Sea este libro para todos el germen primero de la futura unión de España y Filipinas, sin las impurezas del poderío material! ¡Sea la chispa renovadora de una resurrección de amor!



Madrid, 15 Junio 907.