Walter Santoro, La Revolución Francesa y Sudamérica: Introducción ( Recopilador)

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INTRODUCCIÓN

Esta obra, que la Cámara de Representantes a través de su Comisión Especial ofrece al público de nuestro país, muestra, en compac­ta síntesis, al Herrera historiador y al Herrera pensador en el área de la Filosofía y la Ciencia Políticas.

Lo primero, en cuanto tiende a esclarecer la génesis de los influjos sociales y culturales de lo nuestro, las raíces ideológicas que incidieron en la formación histórica de nuestra conciencia como cuerpo social.

Para Herrera, fundador del revisionismo histórico, "la historia no es crónica policial; lo que interesa es lo sustantivo de los sucesos". En efecto: con mirada escrutadora intenta por primera vez en nuestro ámbito —y lo logra plenamente—, "captar en ellos, tomados en conjunto, el sentido de una época: lo que dejó su marca sobre la playa humana".

No es ocioso recordar que el IV Congreso de Historia de América de Santiago de Chile lo proclamó en 1950 "Padre del Revisionismo Ame­ricano".

Lo segundo, en tanto que, poniendo al descubierto las limitacio­nes de nuestros horizontes, derivados de la copia servil de ejemplos foráneos, y al mostrarnos cómo, seducidos por fosforescencias inefables, imitamos posturas declamatorias de superficial encanto, las contrapone a las opciones políticas que debimos haber asumido y a los caminos po­líticos que debíamos haber transitado.

De esa atribución de responsabilidades políticas, emerge, de gran factura, su proyecto de vida cultural para la nación.

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Esta obra es, pues, el punto de encuentro entre el historiógrafo y el ideólogo de los procesos políticos nacionales.

"La Revolución Francesa y Sudamérica" es, como bien lo señala Methol Ferré, un formidable alegato contra la alineación de lo nacional en lo extranjero.

Idéntica ética ideológica inspirará su dilatada trayectoria en la política de nuestro país.

Muy claramente la expresó en el Senado de la República en 1940, cuando el delirio extranjerizante alcanzaba su máxima intensidad:

"Me asilo y me refugio en mi raza. Yo no tengo interés en que vengan otros, aunque sean muy adelantados, a imponerse corporativa­mente con plan ulterior —cuanto más plutocrático más temible— en el campo de nuestros sentimientos, de nuestros hondos afectos, que quere­mos sean inextinguibles, castizos, que no pierdan su profunda huella..."

Afirmaba Carlos Real de Azúa que una de las paradojas más singulares que se dio en Herrera, fue que entre sus 25 y sus 30 años, había afinado una línea de pensamiento que corrió extrañablemente —agrega­ba—, recta y ascensional al costado de sus innumerables variaciones de coyuntura.

"La Revolución Francesa y Sudamérica" es obra de su reflexión de los 37 años. Se inserta por tanto en un cuadro ideológico ya esbozado por Herrera en escritos anteriores, pero aquí alcanza su pensamiento una claridad, ajuste y hondura, nunca igualado en obras de este carácter.

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¿Cuál es la tesis central de esta obra?

Señalar los perjuicios que al desarrollo de nuestro proceso de maduración política, ha ocasionado en el decurso de la historia del Uruguay independiente, la adopción de los dogmas e instituciones de la Revolución Francesa, "adquirido todo entero y de golpe, como se compra, de apuro, una indumentaria" (pág. 8), olvidando, además, que "esas adaptaciones violentas nunca reemplazarán a las fuerzas fecundas de la naturaleza" (pág. 38).

La revolución francesa de 1789, sostiene Herrera, extravió nues­tro criterio, Uil como causa daño, en ciertas ocasiones, el mal consejo; lanzados así en la senda de las ideas abstractas, "hicimos leyes prescin­diendo de los hechos, para precipitarnos de cabeza en el abismo de la anarquía" (pág. 55).

La limitación de nuestros horizontes nos hizo desconocer el ejemplo de otros países de más sabia estructuración político-institucio­nal, allí donde "la declamación no usurpa terreno a la autoridad, ni el despotismo se confunde con la soberanía, ni se erige al dogma filosófico en norma de organización pública, ni se extirpa al adversario como a raíz de veneno, ni se persigue al culto en nombre de la tolerancia, ni se confisca, ni se ahoga en sangre a los disidentes, ni se hace una mentira del derecho y una verdad del crimen y del latrocinio" (pág. 77).

He aquí condensados, en las propias palabras del maestro, el meollo doctrinario de la obra y la esencia de su mensaje a las generacio­nes.

Esc mensaje sigue siendo no sólo actual sino poderosamente atractivo al espíritu. Entronca con las más urgentes preocupaciones que puedan suscitar los graves problemas de la convivencia humana: la lucha por las libertades; la búsqueda de instrumentaciones idóneas para profun­dizar la democracia; la necesidad de impedir los excesos que hieren al Derecho: el exceso de fuerza, que lleva al despotismo; el exceso de lirismo declamatorio, que aleja de la realidad; el exceso de apasionamien­to, que genera el radicalismo y la intolerancia; el exceso verbalista, que engendra la demagogia.

Herrera encuentra, y con razón, que la patología del despotismo incide especialmente sobre el sector que ejerce el poder, y la patología declamatoria es más típica de los sectores del llano (pág. 73).

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Con una sintaxis personalísima, inconfundible, y con riqueza de vocabulario c imágenes que al lector sorprenderán, Herrera despliega, en quince capítulos fascinantes, un abanico conceptual de vuelo y jerarquía intelectual insuperables. Vcámoslos, en somera síntesis.

El artiguismo

Siguiendo una tradición ideológica muy claramente definida en sus mayores, se orienta en la línea artiguista; esa bandera estuvo y estará siempre vinculada al destino nacional (pág. 281), y es por ello que los mismos que se confunden en el diagnóstico de los males sudamericanos, se han empeñado en ensañarse con aquella figura prócer (pág. 272).

Cómo desentrañar el mensaje del pasado

Las repúblicas sudamericanas se asemejan a un gran enfermo, que yace acostado sobre el continente entero (pág. 270).

Sus males profundos, agrega Herrera, aún no han sido debidamen­te diagnosticados. Para emprender esa ardua tarea, seguirá el ejemplo del eminente Taine, cuyo método abrió nuevos horizontes a la investigación histórica.

"Otros habían hecho filosofía, retórica, versos, divagación patrió­tica, historia comparada, hasta charadas apocalípticas, como Carlylc: Taine hizo clínica" (pág. 60).

El párrafo que sigue precisa las tareas del historiador y constituye a la vez, la descripción más lúcida del modo peculiar de trabajo del autor, pionero del revisionismo histórico:

"Hay que reconstruir íntegro el árbol genealógico, sin perder un solo dato concomitante, pues basta la ausencia de un eslabón para cortar la cadena. Recorrer archivos, extraer antecedentes, asesorarse en todos los centros de información seria, técnica, precisa, y luego, pronto el gigantesco expediente, encararse con la realeza, hospitalizarla, volcarla desnuda sobre la mesa de cirugía y, bisturí en mano, disertar con serenidad inmutable sobre la integridad de sus vísceras, la fuerza de sus nervios, el valer de sus músculos y las aberraciones de sus órganos, señalando, al fin, la irregularidad de funciones que fue causa de su derrumbamiento".

Su voz es opinión emancipada, proba, en abierta discrepancia con los sectarismos: ése es el alto y noble concepto que da al término

"utilitario" (pág. 267). Contrasta abiertamente con ¡apostura de quienes, en el desconcierto que producen los desgobiernos y las groseras simula­ciones del derecho, atribuyen tales males alternativamente a la monar­quía, a ¡a metrópoli, al caudillismo (págs. 114-115). De ahí el espíritu capcioso de ciertos libros de historia (pág. 198).

Herrera defiende el pasado histórico firme e inequívocamente. Esa defensa fluye naturalmente lodo a lo largo de "La Revolución Francesa y Sudamérica", pero en forma más enfática se aprecia en su capítulo IX.

"La historia—afirmaconstituye un recio tejido sin solución de continuidad... ¿Cómo, sin incurrir en locura, pueden los pueblos que nacen repudiar el lote de aprendizaje que les ofrecen las generaciones antecedentes?" (pág. 149).

Las dimensiones de la democracia

Hay, para Herrera, un concepto puramente teórico de la democra­cia, y otro real (pág. 182). Concebirla según la primera forma constituye uno de los dramáticos males de la sociedad uruguaya, de la que partici­paba, en su tiempo, la sociedad sudamericana. Consiste en la pasión por las libertades meramente escritas o invocadas, los lirismos hiperbólicos y las vagas abstracciones (pág. 31). Tanto en Francia que las prohijó, como en América que las adoptó cual decoraciones portátiles (y en ello fue más culpable el discípulo que el catedrático, observa Herrera pág. 261—), produjeron una desnaturalización de las dimensiones concretas de su aplicabilidad. Así, la justicia, las libertades, la fraternidad, la soberanía popular, la igualdad, han perdido su sentido (págs. 171-172).

Las cartas constitucionales, por otra parte, no son capaces de . producir una república, si es que falta lo sustantivo de ella (pág. 131).

Por eso Herrera repite con Poincaré, que "antes de revisar las constituciones, se podría ensayar aplicarlas" (pág. 203).

Aquellas deformaciones de retórica política que ignoran el subs­tratum de lo real, han producido el efecto perverso de retrogradar a las sociedades, aunque, por irónica contrapartida, hayan proporcionado maravilloso consuelo a los políticos mediocres (pág. 110).

"Nada más peligroso que una idea general en manos de cerebros estrechos y vacíos", había afirmado Taine.

Por otra parte, agrega Herrera, la copia servil de instituciones supone algo tan riesgoso como dar armas de fuego a los niños (pág. 115).

Los resortes íntimos de nuestra cultura

Cada nación es un telar complejo, síntesis tejida por la acción de todos (pág. 106). Por su propia evolución natural, bien pudimos habernos aproximado progresivamente a la madurez republicano-representativa (pág. 100). En cambio, optamos por la reproducción textual de las falacias foráneas; así, plagiando anhelos cívicos, en una suerte de "efecto lunar", cultivamos la impostura democrática (págs. 268 a 270).

Con "soberbia bachillera" pasamos por alto los influjos positivos que países como Estados Unidos, Inglaterra, Holanda, Suiza, Alemania, más avanzados en el culto a las instituciones libres, pudieron habernos brindado (pág. 237 y ss.). Lo mismo respecto de Italia y Bélgica (pág. 210-211).

Los decretos universales y abstractos que, provenientes de la Revolución Francesa, nos hicieron ignorar la sabiduría de las leyes y fueros locales, también nos hicieron renegar de las matrices culturales hispánicas (págs. 101-102).

Con muy atinado criterio historiográfico, Herrera destaca el valor inapreciable que tiene, respecto de los fenómenos socioculturales, lo que él denomina jornadas sin estampidos, que son los avances cualitativos de las ciencias, de las ideas filosóficas, de los inventos, de los descubrimien­tos, de los diversos órdenes de investigación y creación, y hasta de la difusión del pensamiento a través de la prensa (pág. 93 ss.).

Sobre este último aspecto, transcribimos:

"Tomemos a la hoja impresa como vehículo de pasión militante, del anhelo público, de polémica, de ilustración rápida y fácil, informativa de los latidos del alma social, acusadora, procesal, redentora, demoledora de prejuicios, creadora de afanes fecundos. Es incalculable la intensidad revolucionaria de esta energía, que filtra sus rayos de luz a través de todas las paredes y de todos los errores... La prensa decretó la solidaridad del pensamiento universal, la desaparición, en el campo de las ideas, de todos los puentes levadizos, de los hoscos cismas que separaban unas de otras, con murallas de prejuicios, a las multitudes..." (pág. 95).

La tendencia a jerarquizar las glorias militares como determinan­tes de los fenómenos históricos, tiene una derivación penosa: hasta las carnicerías espantosas y el asesinato feroz (que no deben confundirse con el sacrificio del campo de batalla, nos advierte Herrera), se revisten, a nuestros ojos extraviados, de fuerza épica (págs. 101 y 168). El capítulo X de la obra, que lleva como título "Las carnicerías de la Revolución", es un ejemplo impresionante de los excesos a que condujo la revolución francesa, matriz perturbadora de los destinos americanos.

La situación de su tiempo

Herrera escribe esta obra en el año 1910, en tiempos de innegable bienestar económico, tal como él mismo lo admite (pág. 268); considera —con óptica tal vez demasiado coyuntural— ya cerrado el ciclo de los despotismos, pero capta con toda precisión que no se había abierto aún el capítulo de la democracia efectiva (pág. 277). La "pequeña legalidad" ahoga a la soberanía: las minorías no han alcanzado la plenitud de sus derechos; la voz de la campaña no ha podido ser estimada ni cumplir su destino moderador (págs. 278 ss.); el analfabetismo y la despoblación cierran el camino a las soluciones civilizadoras (pág. 268); y todo ello se agrava con los extravíos importados...

"Más féretros que cunas", repite reproduciendo la alarma de un pensador alemán. Y agrega, para señalar las sórdidas motivaciones de la aberración dominante, que ataca a la familia, piedra angular del Estado:

"Máximum de placer, mínimun de dolor: ahí está la divisa de la actualidad. Pero el placer entendido en su concepto frivolo, material, ajeno a las angustias de los sentimientos superiores y a las torturas de la abnegación y del deber. Los hijos son considerados obstáculo serio a su conquista porque la maternidad marchita el cuerpo y crea obligaciones de hierro: porque ellos sombrean el horizonte con ansiedades y quitan brillo a la vida de salón. ¡Nadie quiere niños!" (pág. 192).

Completa el vistazo sociológico —certero c insuperable— al paisaje político de su tiempo, haciendo referencia a males y vicios que aún no se han erradicado: la monstruosidad del Estado (pág. 204-205); la demagogia en los conflictos obrero-patronales (pág. 205); el odio de clases (pág. 205 a 208); la "cortesanía del número" que sustituye a la del príncipe; el ansia reelección isla (pág. 204).

La cosmovisión vitalista

Para Herrera la vida es una briosa milicia (pág. 228). El sentimien­to, ios aspectos vitales de la existencia son decisivos para la configuración de un ser humano no mutilado. La vida es pensamiento racional, pero también acción, que se inspira en motivaciones afectivas. Por eso es que "no pueden ganarse batallas desde la platea" (pág. 225); ni deben atacarse con bayonetas los ensueños (pág. 227); menos aun, anular los ideales en los niños (pág. 200). La prosa mata a la poesía, pero no por eso aquella es más verdadera (pág. 228). Por ello los pueblos que tienen actitudes vengadoras, jamás ríen (pág. 174). La tristeza y el odio de clases van juntos (pág. 186). El orden universal, por otra parte, está repleto de enigmas, hostiles a soluciones definitivas (pág. 225); el ser pensante es araña sobre un teclado fragilísimo al que domina y que la domina (pág. 226). Si nocaben afirmaciones absolutas respecto de la naturaleza, menos aun en las cuestiones morales. El relativismo en ambos contextos de la vida humana lleva a la tolerancia en cuanto concierne a la política, a la religión, a la historia (pág. 233). Herrera define esa postura magistral-mente como "el ejercicio holgado de todas las convicciones" (pág. 235). La dicha colectiva es el pentagrama escrito por las diferencias de credo (pág. 234).

El Uruguay frente a la expansividad de la cultura

No desconoce Herrera que los fenómenos culturales ultrapasan los límites fronterizos, y que los países más avanzados—o los que tienen más poderío— generalmente imponen, por la propia gravitación objetiva de su potencialidad expansiva, usos, creencias, costumbres, pautas de conducta, conocimientos y técnicas, a los países menos avanzados.

Herrera capta c identifica con claridad los legados europeos de nuestra cultural nacional:

"A Italia pide América del Sur elevadas enseñanzas de arte, la levadura de sus emigraciones, la consigna avanzada de su ciencia jurídica, el encanto de sus versos y los lirismos ardientes de sus poemas musicales; a Inglaterra pide la fórmula, no comprendida, de sus institu­ciones libres, el concurso opulento de sus dineros, el milagro civilizador de sus iniciativas ferroviarias, ejemplos de cordura política y de sensatez nacional; a Francia pide enorme caudal de doctrina, sus ideas cívicas, filosóficas, sociales, sus gustos, sus predilecciones literarias, sus modas y hasta sus fanatismos y sus idolatrías; a España, aunque menos confesa­da la colaboración, con injusticia, le pide su hija transoceánica el perfume de las hermosas memorias del hogar, el calor retrospectivo de tradiciones romancescas que son sus propias tradiciones; a Alemania pide el concur­so de su pasmosa energía comercial, maquinarias, ciencia de vanguardia, ideas viriles y acción" (pág. 5).

¿Todo lo que nos aportó Francia es perjudicial? La repuesta negativa surge del mismo párrafo precedente. Pero Herrera precisa más su pensamiento: toda la crítica del libro apunta a los aspectos políticos de la influencia francesa; quedan aparte, de valor innegable, los aspectos intelectuales y artísticos. Herrera sólo cuestiona los sofismas ideológi­cos, engañadores como las aguas dormidas que ocultan un fondo alevoso (pág. 265).

No es entonces la influencia francesa en general, puesto que "ninguna opinión puede alzarse contra esa preciosa colaboración huma­na" (pág. 10), sino la que deriva rectamente de la Revolución de 1789.

Ni siquiera puede inculparse a los filósofos que inspiraron a la revolución francesa: ésta usó mal la doctrina superior de aquellos pensadores, cual deficientes ejecutores testamentarios (pág. 65).

Pero además, la revolución francesa no puede ser responsable de nuestro propio extravío:

La culpa, toda la culpa es nuestra... seguimos con los ojos vendados en adoración del viejo ídolo..." (pág. 180).

A la luz de esta última reflexión, toda la obra se muestra como un instrumento de educación cívico política.

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El filósofo Santayana, decía con cierto humor, en un trabajo sobre la ambulación humana, que "fanático" es aquel que multiplica los medios después de haber olvidado los fines.

Esta obra del Dr. Luis Alberto de Herrera es la más brillante incitación a la postura moderada, de mesura y de equilibrio como actitud del hombre en tanto que "animal político" —según la expresión de Aristóteles—, que se haya escrito en lo que va del siglo, por la intelectua­lidad oriental.

Nunca podrá una tarca humana exhibir título más noble que el cíe ser o haber sido, de algún modo, educadora para las generaciones. Esto obra es intrínsecamente educadora.

Un pensador decía que el hombre está todo él, contenido en sus más altos minutos, en el sentido de que, en los momentos culminantes de su vida, se vuelca la totalidad de su persona, involucrándose en sus actos.

En las páginas de este libro está, si bien se mira, todo Herrera.

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La política, decía Estable, es ciencia del pro y el contra doctrina­rios, y del pro y el contra vehementes.

Por la fuerza interior que manifiesta, y por ¡a vehemencia con que nos enseña los valores supremos de la convivencia, este libro es un ejemplo —el más maduro quizás que haya producido la inteligencia uruguaya— de ciencia política.