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Apuntes para la historia de Marruecos/XVI

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XVI


M

UERTO MULEY-ABDERRHAMAN,fué proclamado sultán al día siguiente su hijo Sidi-Mohammed-ben-Abderrhaman, que había señalado por su sucesor el difunto, y que debía ocupar el trono atendiendo al derecho de primogenitura. Fué entonces, á lo que parece, por extremo leal la conducta que tuvo con su hermano primogénito Muley-el-Abbas, que residía á la sazón en Fez, al lado del padre, y que desde el primer momento se declaró por Sidi-Mohammed, disponiendo que fuese proclamado según la costumbre del imperio. Hízose, pues, la proclamación en Fez en la famosa mezquita de Muley-Ydris, con asistencia de todos los faquíes y grandes dignidades mogrebinas; y luego fué reconocido el nuevo sultán en todas las ciudades importantes del territorio. La genealogía de este príncipe, que comienza ahora su reinado, es la siguiente:

1.° Alí-ben-Abí-Thaleb, muerto en el año 661 de la era cristiana, el cual tuvo por sobrenombre Almortadha, que quiere decir el agradable á Dios, y era árabe de la antigua tribu de Hacem; éste estuvo casado con Fátima, llamada la Perla, por ser hija única del Profeta.

2.° Hosein ó Husain-as-sebet, que quiere decir el sobrino, muerto en 680, del cual viene el patronímico el hoseinita, que llevan todos los xerifes.

3.° Hasan-el-Mexua, esto es, el golpeador, que murió en 719, y era hermano de un Mohammed, del cual pretendía descender aquel Mohammed-ben-Tennert-el-Horarghi, que fundó la dinastía de los Almohadas.

4.° Abdallah-Alcamel ó el perfecto; murió en 752, y fué padre de Ydris, tronco de los idrisitas; sus hermanos fueron seis, á saber: Mohammed, Yahya, Suleiman, Ybrahim, Ysa y Ah.

5.° Mohammed Almahdi, y por sobrenombre Nefs assaquia, ó alma Justa, el cual murió en 754, y tuvo cinco hijos, troncos luego de numerosas familias. El autor del Nozhat-el-hadi (libro árabe que trata de las dinastías reinantes en el Mogreb-alacsa durante el siglo XI de la egira) supone, apoyándose en ciertos autores que cita, que entre este Mohammed y Alcásim mediaron tres generaciones, á saber: Ahdallah-al-Yxter ó el tuerto, Mohammed-Alcabal ó el corto, y el Massanel-Axir; de éste añade que vinieron Alcásim y otros ciento y cinco hijos.

6.° Alcásim, muerto en 842; de uno de sus hermanos, llamado Abdallah, se cree que descendían los califas fatimistas que reinaron en el Mogreb y en Egipto.

7.° Ysmael, que acabó sus días en 890.

8.° Ahmed, en 901.

9.° Alhazem, en 940.

10.° Alí, en 970.

11.° Abu-Boer, en 996.

12. Alhasam, en 1012.

13. Abu-Becr-el-A'arafat, ó el conocedor, en 1043.

14. Mohammed, en 1071.

15. Abdallah, en 1109.

16. Hazem, hermano del anterior Mohammed, muerto en 1132.

17. Abulcásim-Abd-er-Rahman, en 1207.

18. Mohammed, en 1236.

19. Alcásim, en 1271, padre de ocho hijos, de los cuales fué acaso el más joven.

20. Alhazem, que en 1266 vino al Mogreb-alacsa á instancias de la tribu amazirga de Maghrawa, y se estableció en Sugilmesa y en Daraa, donde se hizo tronco de las dinastías de xerifes que reinaron en el Mogreb-alacsa. Murió en 1326.

21. Mohammed, en 1361.

22. Alhazam, que murió en 1391, fué padre de Mohammed y abuelo de Hazem, que en 1507 fundó en el Mogreb-alacsa la primera dinastía de los xerifes hoseinistas, que doce años más tarde se estableció en Marruecos.

23. Alí, muerto en 1437, fué el primero que tomó el nombre de xerife; pasados los cuarenta años tuvo dos hijos: el primero en una concubina, que se llamó Muley-Mohammed, y el otro en mujer legítima, que tuvo por nombre:

24. Yusuf, el cual se retiró á la Arabia, en donde murió por los años de 1485. Cuéntase de él, que no habiendo tenido hijo alguno hasta la edad de ochenta años, tuvo luego cinco, siendo el primogénito de ellos

25. Alí, muerto en 1527, el cual tuvo ochenta hijos varones.

26. Mohamed, en 1591, fué padre de muchos hijos, y entre otros de

27. Alí, que vino desde Yambo, en Arabia, al Mogreb-alacsa, y fundó en Tafilete la actual dinastía de los xerifes hoseinistas, apellidados Filelis. Murió en 1632.

28. Muley-Xerife, que murió en 1652, tuvo ochenta y cuatro hijos y ciento veinticuatro hijas.

29. Muley-Ismael, muerto en 1729, padre de innumerables hijos.

30. Muley-Abdallah, muerto en 1757.

31. Sidi-Mohammed, en 1789.

32. Muley-Hixem, en 1794.

33. Muley-Abderrahman, padre del actual reinante.

Frisa Sidi-Mohammed en los cincuenta años, y es mulato como muchos de sus antepasados. Tiene nueve hermanos, y entre ellos dos de madre, habidos como él por Muley-Abderrhaman, en la sultana Leila-ben-Sidi; uno de los cuales se llama Muley-Suleyman, y Muley el Abbas el otro. Hasta ahora sólo uno de sus primos, llamado Muley-Suleyman, parece que quiere disputarle el imperio, apoyado como todos los pretendientes en las indóciles tribus del Sur del imperio. Sea cualquiera la importancia de estas pretensiones, lo cierto es que en medio de las circunstancias dificilísimas que le rodeaban, Sidi-Mohammed ha subido al trono con una tranquilidad desconocida en tiempo de sus antecesores. Han debido ser parte para ello sus circunstancias personales, porque es generalmente tenido por valiente y sabio; pero además poseía muchas riquezas, había sido califa ó lugarteniente de su padre, y aunque poco afortunado en la guerra con los franceses, tenía siempre partido en el ejército que mandaba, y que sabía, á pesar de su rudeza, que no era á él á quien podía atribuirse la fácil derrota de Ysly, sino á la ineficacia de la caballería sola para combatir con los formidables cuadros de la infantería francesa. Por otra parte, los más de los alcaides, bajas y funcionarios le debían su fortuna, porque él había influido mucho en el imperio durante los últimos años del reinado de su padre. Las cabilas y el vulgo de las poblaciones no parece que le amen mucho sin embargo, y preferirían tener por señor á su hermano Muley-el-Abbas, según ha podido averiguarse en sus recientes relaciones con los españoles. Era ya acusado Sidi-Mohammed, al subir al trono, de ser por extremo severo y algo aficionado á los usos y costumbres de los europeos; suponiéndose que no había introducido aún grandes reformas en Marruecos, su residencia habitual, por no disgustar á su anciano padre, que era muy opuesto á todo género de innovaciones. Ahora el disgusto será mayor en el imperio por los desastres de la guerra con España, y no falta quien diga que comienzan á apellidarle como á Boabdil, el zoigobi ó el desdichado.

Sobrevino la guerra con España, á pesar de los deseos que realmente tenía el sultán de mantener la paz y de los esfuerzos mayores que hizo para impedirla la diplomacia inglesa. Desde que el general Herrera apareció con su escuadrilla delante de Tánger, el ministerio inglés, alarmado, pidió con su ordinaria altivez explicaciones. A medida que fueron agravándose las circunstancias, fué mayor la inquietud del gobierno y de la nación inglesa, acostumbrada ya á considerarse como señora de la costa de África, y á no ser contradicha por España. Pero el peligroso estado del mundo, la prepotencia adquirida por la Francia en el continente, la debilidad de los actuales ministerios ingleses en medio de las corrientes políticas que agitan en diversos sentidos la carcomida Constitución británica, y el convencimiento de que oponerse á la guerra de Marruecos era renunciar para muchos años á la amistad y alianza de la Península, hicieron al fin á los hombres de Estado de aquella nación ser más prudentes con nosotros que lo habían sido con los franceses en ocasión semejante. Contentáronse, pues, con la vaga declaración de que no ocuparía España punto alguno que estorbase la libre navegación del Estrecho, y abandonaron luego al sultán á su suerte. Era en tanto indecible el entusiasmo en España. No era sólo la afrenta de los últimos días lo que se proponía vengar en África: era la afrenta constante de medio siglo. No era sólo un interés actual el que la movía á la guerra; era también el interés de su honra pasada y de su regeneración futura. La España entera lanzó por lo mismo un grito de indignación al saber el atentado de Ceuta, y engañada tantas veces en sus belicosas esperanzas, pidió resueltamente la guerra. El gobierno, que presidía el conde de Lucena, no pudo entonces oponerse á aquel unánime impulso. Las dilaciones tal vez necesarias, los escrúpulos tal vez excusables de los marroquíes, se tomaron en la Península por nuevos y calculados agravios. No había medio de avenencia: la España quería pelear á toda costa, mientras el nuevo sultán, mal seguro en su trono, deseaba más vivamente cada día la paz. Consintió Marruecos en el castigo de los culpables, consintió en que se fortificase el campo de Ceuta, consintió en dar á esta plaza mayores límites que había tenido aun antes de la usurpación de 1837; y nada bastó, sin embargo, para calmar la justa cólera que excitaba el recuerdo de los insultos hasta aquel momento sufridos. Pidió el gobierno español al sultán por límite de Ceuta las alturas de Sierra Bullones, á manera de indemnización de los sacrificios que sus pasadas hostilidades nos habían impuesto; y como se negasen sus ministros á acceder á la demanda, sin autorización expresa de su soberano, el día 22 de Octubre de 1859 declaró el presidente del Consejo en las Cortes, en medio de un frenético entusiasmo, que la España iba á apelar á las armas. Algunos días después el mismo presidente del Consejo de ministros, nombrado general en jefe del ejército, salió para Cádiz á tomar el mando y disponer la jornada.

Pocos días hace aún que ha terminado esta guerra con gloria para la nación española, para su ejército y su gobierno; con gloria para la reina Isabel, en quien se personifican naturalmente todos los grandes intereses patrios. Desde que en 19 de Noviembre del año anterior ocupó el general Echagüe el Serrallo y sus inmediaciones, hasta que al amanecer del 25 de Marzo se suspendieron las operaciones militares, la Europa ha presenciado con admiración y aplauso el espectáculo de nuestro patriotismo, de nuestro valor y de nuestra fortuna. A un tiempo mismo la España se ha sentido digna de sí propia, y los nuevos destinos de la monarquía se han dibujado con sonrosadas tintas en el horizonte de la historia. Exponer todas las hazañas, citar todos los nombres que han honrado juntos el valor y la victoria, referir minuciosamente los sucesos políticos, diplomáticos y militares, es tarea que se ajustaría mal al objeto de estas páginas, y que no entra poco ó mucho en nuestro propósito. De la guerra de Marruecos, más feliz que otras en ello, recogerá sin duda la España venidera, curiosas relaciones y Memorias llenas de pasión, de vida, de entusiasmo, de ingenio las más, de verdad todas; y será gran fortuna por cierto para los historiadores futuros tener á mano materiales de tanta importancia. Y aun es de esperar que se escriban también Memorias militares, técnicas, facultativas que aclaren los sucesos, que enseñen á los venideros á reparar las faltas cometidas ahora, que les muestren la senda por donde deben ir para exceder los aciertos presentes. Pero hoy aún no es posible ofrecer en breves páginas la fría y concienzuda apreciación de la historia, y por eso seremos muy sobrios al llegar á este punto. Séanos lícito, sin embargo, recordar algunos hechos y citar algunos nombres con la estimación que hoy unánimemente les consagra la opinión pública. La creación de un ejército de cuarenta mil hombres y más de sesenta cañones en Algeciras, Cádiz, Málaga y sus inmediaciones, ejecutada en breves días por medio de la vía férrea del Mediterráneo y los vapores de guerra y mercantes de la marina nacional; la organización de campaña de este ejército, llevada á término en dos meses escasos, aunque las tropas no habían formado nunca brigadas, divisiones ni cuerpos, desconocían los hábitos y hasta el material de los campamentos, y no tenían trenes de sanidad, ni almacenes, ni transportes, ni nada de lo que necesitaban regimientos dispersos en pequeñas guarniciones, para aventurarse á invadir una tierra extraña y desierta, con el mar á espaldas; la excelente constitución en que se halló á la infantería, y principalmente á los batallones de cazadores; la perfección de la artillería, rayada ya cuando sólo la Francia había puesto en práctica el nuevo sistema; la buena disposición de la caballería, que, aunque en escaso número, se ha mostrado digna de su antiguo nombre en España; la sólida instrucción manifestada por los ingenieros y por el cuerpo sanitario y administrativo; por último, la prontitud con que se regularizaron todos los servicios militares del ejército, son cosas dignas de honrar para siempre, en primer término, al conde de Lucena D. Leopoldo O'Donnell, ministro de la Guerra y general en jefe; y en segundo término al general Mac-crohon, que interinamente desempeñó luego este Ministerio, y á los directores de las armas D. Francisco Serrano y Domínguez, D. Antonio Ros de Olano, D. Juan Zavala, D. Antonio Remón Zarco del Valle, D. Cayetano de Urbina y don Nicolás Briz; cada uno de los cuales ha merecido sobradamente la confianza y la gratitud de su patria. Las hábiles y esforzadas operaciones de desembarque, ejecutadas por la marina de guerra, por primera vez empleada en grande escala desde la ruina de nuestro poder naval, honran de la propia suerte á los generales y jefes que la han dirigido.

Justo es también, al celebrar los servicios prestados al ejército por la marina de guerra, recordar de nuevo el nombre del general Mac-crohon, activo y celoso ministro del ramo. Y en cuanto á los hechos de armas, son muchos los que sin duda quedarán escritos con caracteres indelebles en nuestra historia[1]. Dignas son de esta honra la reñida acción que entre los espesos bosques que rodeaban la linea del Serrallo y en la linea misma no fortificada todavía, sostuvo contra los moros el 25 de Noviembre la vanguardia del ejército, sola aún en el territorio africano, bajo el mando del general Echagüe, gloriosamente herido, y con un caballo muerto en el choque; la acción del 30 del mismo mes, en que rechazó valientemente un ataque enemigo el propio primer cuerpo ó de vanguardia, bien dirigido por el general Gasset en aquel encuentro; la acción del 9 de Diciembre, en que el general Zavala se mostró digno de su reputación antigua; la esforzada y hábil defensa que hizo de su campamento el general Ros de Olano en varias ocasiones, y principalmente en 30 del mes citado, y aquella serie, en fin, de sangrientos combates que sostuvo el ejército mientras se acostumbraba á la práctica de la guerra, cobraba confianza en sí mismo y en sus caudillos, se endurecía en la fatiga, fortificaba su base de operaciones en las alturas del Serrallo, abría el camino á Tetuán y completaba su aprovisionamiento; trances todos en que lo mismo que los principales caudillos, cumplieron los subalternos generales, jefes y oficiales con su deber, y se señalaron los soldados con hazañas singulares, no diversas de las más preciadas de otros siglos. Al fin, en 1.° de Enero del presente año emprendió la marcha sobre Tetuán el general O'Donnell, conde de Lucena, con los cuerpos de los generales Zavala, Ros y la reserva, al mando del general Prim, conde de Reus, dejando al general Echagüe custodiando con sus tropas la línea del Serrallo; y el mismo día, en el sitio llamado los Castillejos, á poca distancia de Ceuta, se trabó una reñida batalla con los moros que mandaba como califa ó lugarteniente del sultán su hermano Muley-el-Abbas, en la cual fueron los enemigos vencidos, aunque no sin pérdidas sensibles, merced al señalado valor del general Prim y de sus tropas, probado ya en varias escaramuzas sangrientas, y á la ayuda que le prestó con las suyas el general Zavala, que enfermo desde el día siguiente, se despidió del ejército con aquel hecho de armas. No opusieron los moros, escarmentados en aquella ocasión, toda la resistencia que se esperaba en los desfiladeros que hay entre Ceuta y el valle de Tetuán; pero la ofrecieron bastante sin embargo, y el ejército, abriendo como los antiguos romanos el camino por donde iba pasando y seguido á lo largo de la costa por la escuadra que mandaba el general Bustillos, llegó al cabo de quince días de penosa marcha con todo su material á la desembocadura del río Guadaljelú ó Martín, donde le había precedido por mar una nueva división salida de la Península. Esta marcha, ejecutada en medio de temporales furiosos, durante los cuales llegó á estar incomunicado el ejército, y á excitar grande ansiedad en España su suerte, peleando diariamente y venciendo siempre á los marroquíes que le acosaban, luchando con el cólera, que diezmaba en tanto las filas, y con todo género de privaciones, ha sido admirada en Europa y ha señalado un puesto entre los buenos soldados del mundo al general conde de Lucena, y á los individuos de todas clases que la emprendieron á sus órdenes. Ya sobre la ría de Tetuán y mientras se fortificaba y se abastecía de nuevo el ejército, hubo que sostener nuevos combates y otra sangrienta batalla contra los moros, que en número considerable atacaron nuestras posiciones el día 31 de Enero, siendo rechazados como de costumbre, mas no sin gran pérdida por ambas partes. Pero donde realmente se decidió del éxito de la guerra, fué el 4 de Febrero, en la batalla de Tetuán. Los cuerpos segundo y tercero, enérgicamente conducidos por los generales Prim y Ros de Olano[2], y bajo la dirección inmediata del general en jefe, conde de Lucena, destrozaron en este día al ejército moro, que podría ascender á treinta y cinco mil hombres, mandados por Muley-el-Abbas y Sidi Ahmed, otro de sus hermanos, dentro de un campamento fortificado; tomáronles ocho cañones, dos banderas, ochocientas tiendas, camellos y muchos pertrechos de guerra. Dos días después Tetuán abrió sus puertas á los españoles, sin intentar defenderse, á pesar de que se hallaron en su recinto ochenta piezas de artillería, excelentes muchas de ellas, como que habían formado parte de los regalos que en otro tiempo hacían periódicamente las naciones marítimas al imperio. Fué grande el espanto de los moros con estos sucesos. Reconociendo su inferioridad en la lucha, pidió el enemigo el día 11 de Febrero la paz, y el 23 del mismo, el general conde de Lucena, elevado á la dignidad de duque de Tetuán, y el califa Muley-el-Abbas, celebraron una conferencia, en la cual no fué posible entenderse. Rotas, pues, de nuevo las hostilidades, el general Bustillos, con una escuadra compuesta de un navio, dos fragatas de vela y dos de hélice, tres vapores de ruedas de 350 á 500 caballos y otros varios buques, bombardeó los fuertes de Larache y Arcilla. Lo mismo en estas ocasiones que en el bombardeo de los fuertes de la ría de Tetuán, ejecutado por el general Díaz Herrera antes de que saliese el ejército de Ceuta, y en los combates verificados en la costa al alcance de los buques menores de la escuadra, cumplió ésta con su deber, mostrándose digna hermana del ejército. Hubo luego nuevos choques por tierra, de los cuales fué el combate ó batalla de Samsa, en que las tropas de vanguardia á las órdenes del general Echagüe, que habían venido á reforzar el ejército, en las alturas de Tetuán arrollaron valientemente al enemigo, ayudadas con su ordinario esfuerzo por el general Prim y su cuerpo. Hiciéronse luego los preparativos para conducir el tren de sitio que no había sido necesario á Tánger; mandóse reunir en Algeciras la escuadra del general Bustillos, que bien pronto llegó á contar con los refuerzos recibidos, dos navíos de línea y tres fragatas de vela, dos fragatas y cuatro goletas cañoneras de hélice, una fragata de vapor de fuerza de 500 caballos, dos corbetas de 350 y otros cinco ó seis vapores de menos porte, y una división de lanchas cañoneras; y el 23 de Marzo, calmados un tanto los constantes temporales que han acosado al ejército durante la guerra, se puso de nuevo éste en marcha. A una legua de Tetuán lo aguardaba Muley-el-Abbas con treinta y cinco á cuarenta mil hombres, de refresco muchos, y todos resueltos á cerrar el paso ó morir en la demanda. Dióse entonces la batalla de Gualdrás[3], en que tomaron parte los cuerpos de los generales Echagüe, Prim y Ros y el de reserva, mandado por Ríos y por Makenna, inferiores en fuerza al enemigo; pero rivales todos en denuedo, oficiales y soldados; y fué el enemigo completamente derrotado á punto de solicitar de nuevo la paz, que el vencedor duque de Tetuán concedió al califa, que vino á pedirla en persona, después de aceptar sin reserva las condiciones que había rechazado pocos días antes. En los preliminares de paz quedó pactado: que Marruecos cediera á España á perpetuidad, y en pleno dominio y soberanía, todo el territorio comprendido desde el mar, siguiendo las alturas de Sierra Bullones hasta el barranco de Anghera; que Marruecos se aviniese también á conceder á perpetuidad en la costa del Océano, en Santa Cruz la Pequeña, el territorio suficiente para la formación de un establecimiento como el que España tuvo allí anteriormente; que se ratificara á la mayor brevedad posible, el convenio relativo á las plazas de Melilla, el Peñón y Alhucemas, que los plenipotenciarios de España y Marruecos firmaron en Tetuán á 24 de Agosto de 1859; que se pagase á España, como justa indemnización por los gastos de la guerra, la suma de 20 millones de duros, estipulándose la forma del pago de esta suma en el tratado definitivo de paz; que la ciudad de Tetuán, con todo el territorio que formaba el antiguo Bajalato del mismo nombre, quedara en poder de España como garantía, hasta el completo pago de la indemnización de guerra, evacuando enteramente las tropas españolas la ciudad y su territorio, tan luego como dicha obligación se cumpliese; que se celebrara un tratado de comercio, en el cual se estipulasen en favor de España todas las ventajas que se hubieran concedido ó se concediesen en el porvenir á la nación más favorecida; que, á fin de evitar en adelante sucesos como los que dieron ocasión á la guerra actual, pudiera el representante de España residir en Fez ó en el punto más conveniente para la protección de los intereses españoles y mantenimiento de las buenas relaciones entre ambos Estados; que el rey de Marruecos autorizara en Fez el establecimiento de una casa de misioneros españoles, como la existente en Tánger, y, por último, que S. M. la reina de las Españas nombrara desde luego dos plenipotenciarios, para que con otros dos que designase el sultán de Marruecos, extendieran las capitulaciones definitivas de paz; debiéndose reunir dichos plenipotenciarios en la ciudad de Tetuán, y dar por terminados sus trabajos en el plazo más breve posible, que nunca podría exceder de treinta días, á contar desde la fecha en que se firmaron los preliminares. Con arreglo, pues, á estos preliminares, y sin otra circunstancia notable que haberse establecido para el pago de la indemnización de guerra que el primer plazo se pague en 1.° de Julio del presente año, y el último en 28 de Diciembre, se firmó definitivamente el tratado de paz de Tetuán en la noche del 26 de Abril último. Los negociadores por parte de España fueron el general García, jefe del estado mayor del ejército, que se había distinguido en la guerra, y D. Tomás Ligues y Bardají, director de política en el ministerio de Estado. Por parte de los marroquíes fueron Sidi-Mohammed-el-jatib, su ministro, y Ahmed-el-Chablí, otro funcionario importante. Pero no se llevó á cabo la redacción del tratado, sin que tuviese lugar una nueva conferencia de muchas horas entre el califa Muley-el-Abbas y el general duque de Tetuán, en la cual el xerife reconoció lealmente todas las obligaciones que los preliminares le imponían, quejándose de su mala fortuna ó más bien de la desorganización de sus fuerzas, que á pesar del valor de los individuos le obligaba á asentir á tan onerosas condiciones de arreglo. Y lo mismo en esta última conferencia que en las otras, ha llamado la atención de los españoles la urbanidad y dulzura del vencido xerife, y la gravedad y sinceridad de sus capitanes, así como los moros han admirado y aplaudido la cordialidad y gentileza con que han sido recibidos siempre por los caudillos y soldados españoles. La imaginación se complace en estas escenas como en aquellas que recuerda el Romancero, de Sevilla ó Granada, donde competían cristianos y moros en generosidad y bizarría. Hoy, como entonces, los enemigos irreconciliables del día de batalla se han juntado como hermanos á celebrar la paz. Hoy, como entonces, vuelven respetando los vencedores á los vencidos, y los vencidos se van estimando á sus vencedores. Está, pues, reanudada nuestra historia: la historia interrumpida en la desembocadura del Guadalhorce y del Guadalfeo por cerca de cuatro siglos.

Durante esta guerra sangrienta sólo un desastre ha experimentado nuestra bandera: en una salida ligeramente dispuesta por el gobernador de Melilla, Buceta, que enfermo á la sazón no pudo conservar el mando de la guarnición, fué ésta derrotada y obligada á refugiarse en la plaza. Todos los otros días de lucha se han señalado por nuevos triunfos. Y no sólo el ejército de operaciones ha merecido en tales circunstancias aplauso. Dentro de la Península ha habido generales ilustres, que puestos al frente de los distritos en que con alta previsión se dividieron las fuerzas que quedaban, no sólo han conservado el orden público, sino que han ayudado eficazmente al ejército y á su general en jefe, organizando los hospitales, las reservas, los transportes, y compitiendo en abnegación, ya que no tenían la fortuna de competir en el peligro con sus compañeros de África. El gobierno, y señaladamente el ministro de Hacienda, han puesto de su parte cuanto era posible para el buen éxito de la guerra. Las Diputaciones provinciales, los Ayuntamientos', las Corporaciones de toda especie, el país entero, han ofrecido con profusión donativos para la guerra y para el socorro de los heridos é inutilizados en ella. Los vecinos de Madrid, especialmente, han hecho para este último objeto un donativo cuantioso; y las ciudades de Sevilla, Cádiz, Málaga, Algeciras y Ceuta, donde han estado los hospitales establecidos, se han señalado con hechos de caridad y entusiasmo indecibles. Málaga, sobre todo, donde algunas señoras, más distinguidas por su virtud que por sus riquezas, establecieron un hospital á su costa, se ha hecho acreedora al agradecimiento del ejército y al aplauso de la nación entera. Los partidos todos, menos algunos ilusos carlistas, han depuesto sus discordias en aras de la unión necesaria á la patria para vencer en la contienda. Todo, en fin, ha sido grande y noble; y el día en que se supo la toma de Tetuán especialmente, no se borrará jamás, de seguro, de la memaria de los españoles y de su Reina. Por su parte los marroquíes han defendido con heroico valor, justo es decirlo, sus desiertas montañas; desengañados con el ejemplo terrible de Ysly de la debilidadd de su caballería, han lanzado sobre nuestro ejército, lo mismo en los montes que en los llanos, nubes de infantes y tiradores diestrísimos, que han ensangrentado largamente nuestras victorias. Pocos de sus muertos han quedado en los campos; sólo algunos cuantos heridos hemos llegado á tener prisioneros. Vencidos, han sobrellevado con noble resignación y con intrépida firmeza su desgracia. Después de hecha la paz han cumplido con admirable exactitud la suspensión de hostilidades. Y cuantos los han visto y alternado con ellos, esperan que lealmente cumplirán del mismo modo las condiciones de la paz estipulada. Esto aplazará las probabilidades de una nueva lucha que no dejará, sin embargo, de empeñarse tarde ó temprano, si como es de temer, el mahometismo se hace inaccesible de todo punto á la civilización europea; si no halla otro auxiliar que las armas nuestro legítimo y necesario influjo en la vecina costa africana; si nosotros, ó nuestros hijos y nuestros nietos, necesitamos apelar á la conquista para asegurar nuestra posición en Europa y cumplir en África nuestro destino.





  1. Como nuestro propósito no es describir la guerra, sino apuntar sus más notables hechos, nombraremos sólo á los comandantes generales de los cuerpos y no á los generales de división, jefes de brigada y demás generales y jefes que han coadyuvado á los triunfos obtenidos. La historia detallada de la guerra hará al valor de todos la justicia que no nos es dado hacerles á nosotros en este momento.
  2. Mandaban las cuatro pequeñas divisiones de que se componían estos cuerpos, los generales Orozco, O'Donnell (D. Enrique), Turón y Quesada.
  3. Mandaba la caballería en esta batalla el mariscal de campo D. Félix Alcalá Galiano, que fué levemente herido.