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Apuntes para la historia de Marruecos/XVII

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XVII


E

L AUTOR de estos Apuntes, al escribirlos por primera vez en los últimos meses de 1851[1], estampaba por epílogo las siguientes consideraciones: «Nuestra tarea está terminada. No es culpa nuestra si este escrito antes parece una breve crónica que no un compendio filosófico de la historia del Mogreb-alacsa. La historia de esta región está por hacer, y no era posible en tan corto espacio llenar tan lamentable vacío. Los anales y las crónicas aparecen antes que la historia en todas partes; que ésta es como la última expresión, como la fórmula acabada del pensamiento y de la vida de un pueblo. En cuanto á la filosofía de la historia, poco tiene que hacer aquí, como no sea que busque comprobantes para sus teorías sobre las causas y efectos de la barbarie y el fanatismo. El Mogreb-alacsa es la antigua Mauritania tingitana, que aparece en la historia con Boco, y que luego es conquistada por Genserico y por Muza. No se hallará alterado en lo esencial el sistema social y político; no se hallará de seguro reforma ni adelanto en punto á artes y comercio, y agricultura é industria. La grandeza del tiempo de los Almorávides y Almohades, y de los primeros Benimerines, desapareció como un relámpago; sólo quedan de ella algunas mezquitas en África, y algunos pergaminos casi por explorar en las bibliotecas de Europa. Perdióse hasta el nombre de tantos poetas y sabios y artistas; sólo quedan los guerreros, y esos humillados y vencidos, porque en las campañas de nuestros días sirven de más las matemáticas que el valor, y de más los libros que las espadas. Nación idéntica á sí misma en todos los tiempos, cuando las familias que ocupan el litoral flaquean ó se impregnan en las ideas del resto del mundo, nuevas familias, desprendidas como aluvión de los desiertos, se encargan de restablecer las cosas en su prístino estado. Así sucederá por todos los tiempos mientras una nación europea no ponga el pie en esas playas casi indefensas, y ponga un dique invencible á las invasiones de las tribus bárbaras de lo interior. Cuál sea esta nación, no lo sabemos. Pero hay una ley histórica que hemos venido observando al través de los siglos en el Mogreb-alacsa, la cual dice claro que el pueblo conquistador que llegue á dominar en una de las orillas del Estrecho de Gibraltar, antes de mucho tiempo dominará en la orilla opuesta. Esta ley no dejará de cumplirse. Y si no hay en España bastante valor ó bastante inteligencia para anteponerse á las otras naciones en el dominio de las fronteras playas, día ha de llegar en que sucumba nuestra independencia, y nuestra nacionalidad desaparezca quizás para no resucitar nunca. Ahí enfrente hay para nosotros una cuestión de vida ó muerte; no vale olvidarla, no vale volver los ojos á otras partes; el día de la resolución llegará, y si nosotros no atendemos á resolverla, otros se encargarán de ello de muy buena voluntad. En el Atlas está nuestra frontera natural, que no en el canal estrecho que junta el Mediterráneo con el Atlántico; es lección de la antigua Roma.» Había sido éste el primer ensayo del autor en el difícil género de la historia, y luego después dio á luz otro ensayo más extenso, y de alguna mayor importancia, con el título de Historia de la decadencia de España. Esta obra, terminada en los primeros meses de 1854, acaba con una apreciación más lata aún del porvenir de nuestra política. «Con la guerra de la independencia, decía allí el autor, donde el antiguo carácter español se mostró de repente tan poderoso como en sus mejores días; con la última guerra de sucesión, donde también se ha empleado en las opuestas pretensiones algo de la fortaleza y esfuerzo moral del siglo xvi, y con los sacudimientos revolucionarios que han esparcido nuevas ideas y leyes, y necesidades por todas partes, desenvolviendo una gran actividad y un anhelo fructífero de trabajo y de adelantos materiales, se ha inaugurado un nuevo período histórico para España. Período decisivo, cuya responsabilidad no podrá menos de espantar á todos los que, sintiéndola en sí como hijos de esta época, consagren algún culto al deber y al patriotismo, aquellas nobles ideas por las cuales vivieron y murieron nuestros padres. España puede ser todavía una gran nación continental y marítima, uniéndose pacífica y legalmente con Portugal, su hermana, comprando ó conquistando á Gibraltar tarde ó temprano, y extendiéndose por la vecina costa de África. Pero también puede quedar reducida á nulidad vergonzosa, ejecutándose en todo ó en parte aquel antiguo pensamiento de los Bonapartes, que era traer al Ebro la frontera francesa, y, dando á Portugal la Galicia, repartir la Península entre dos coronas casi iguales en poderío. La sabiduría del trono, el patriotismo de la nación, el espíritu de libertad y de gloria, pueden lograr lo primero. La torpeza de los que manden y el envilecimiento de los que obedezcan pueden traernos á lo segundo. Y no hay tanto que esperar como se piensa, porque el mapa de Europa va á constituirse de nuevo.» Eran críticos momentos para la patria, críticos instantes para él mismo aquellos en que el autor de los presentes Apuntes escribía tales palabras. Precisamente el movimiento lógico de las ideas y de las afinidades políticas le había traído á ser entonces uno de los que seguían la suerte y los pensamientos políticos del actual vencedor de Marruecos. Dos cosas presentía ya el obscuro escritor de aquel tiempo: la una, que en medio de las difíciles circunstancias políticas de la época, los nuevos destinos de España estaban próximos á ser iniciados, con buena ó con triste fortuna; la otra, que hoy callaría si no la hubiese dejado entender sobradamente en la ocasión referida, que sólo el sistema político que á la sazón representaba el conde de Lucena, podía poner al país en disposición de acometer empresas grandes con medianas probabilidades de buen éxito. No han engañado al autor ninguno de estos dos presentimientos, y si los recuerda ahora, no es por alarde de previsión seguramente, ni menos aún por ensalzar las ventajas ó los triunfos de un partido político en lo que es sin duda alguna gloria de todos los españoles, sin distinción de opiniones. Su único propósito es dejar establecidos los antecedentes necesarios antes de explicar, siquiera sea en breves palabras, la relación que hay entre las opiniones antes citadas del autor de estos Apuntes, y las que ha profesado durante los últimos sucesos.

La paz recientemente ajustada con Marruecos ha sido mal acogida, en lo general del país, no hay que dudarlo; se ha pactado el abandono de Tetuán, única conquista importante de la guerra; se han limitado nuestras ventajas actuales á llevar á las vertientes septentrionales de Sierra-Bullones nuestra frontera. ¿Es esto lo que esperaba la nación déla guerra? No, seguramente. ¿Pero es esto lo que debía desear ó esperar de la guerra el escritor que nueve años antes había aspirado á que se llevasen hasta el Atlas los límites de nuestra dominación, reconstituyendo la España de los romanos, de los godos y de los insignes ben-humeyas de Córdoba? Sí, esto esperaba solamente; esto, poco más ó poco menos; y no tiene inconveniente en declararlo el día después de la paz, porque era de los que la víspera de aquel acontecimiento sustentaban esta opinión sin reserva. Por humilde que se considere el que escribe estas líneas, basta que se haya dirigido al público en estas dos distintas ocasiones para que éste tenga derecho á investigar la consecuencia de sus juicios, y para que él se crea en la obligación de demostrarla. La opinión pública procede más por inspiración que por razón; sus sentimientos, respetables siempre, porque son generosos y nobles, deben tenerlos en cuenta todos los gobiernos dignos de tal nombre; sus ideas y sus proyectos deben ser pesados detenidamente en la ejecución por los hombres que están encargados en el orden práctico de las cosas, de realizar con arreglo á la posibilidad y á la conveniencia del momento las generales aspiraciones. La idea de dominar en África y reconstituir allí nuestros antiguos límites es en sí grande, noble, útil, posible en la historia; y como la paz no ha realizado desde luego este fin, tiene fácil y satisfactoria explicación el espontáneo sentimiento que ha motivado el disgusto público. Mas juzgando con frialdad las cosas, no ahora que otros acontecimientos han distraído la atención general, y justificado á los ojos del mayor número la previsión del gobierno, sino cuando era más cruda la guerra, y nadie divisaba su término, ¿debía nadie exigir que hoy mismo, apenas restablecido el país de sus largas discordias, convaleciente la Hacienda, naciente la actividad productora del comercio, la agricultura y la industria, se emprendiese la obra de llevar de una vez al Atlas nuestra frontera? Aunque sean esos los destinos de nuestra raza en su futuro desarrollo histórico, ¿no había hasta el peligro de malograrlos para siempre, pretendiendo su cumplimiento á deshora? ¡Hartas empresas fuera de ocasión, antes ó después de ser posibles, registran nuestros anales patrios! ¡Harto explican ellas la decadencia política que lloramos todavía! La política es la realización en cada momento de la historia, de la parte que en él es posible llevar á cabo de la aspiración ideal de una raza ó de una generación entera de hombres. Sólo la poesía puede prescindir del tiempo y del espacio, del número y de la medida, en la expresión de sus sentimientos. En cuanto á los hombres de Estado, preciso es que sepan que lo son para dirigir la política, y no para realizar las inspiraciones poéticas de las naciones. Desde estos puntos de vista, el escritor de 1851 y el de 1860 pueden aparecer, y aparecen realmente como uno mismo, á pesar de la aparente diversidad de sus apreciaciones.

No es porque Tetuán sea una mala ciudad, por lo que la evacuación era necesaria á nuestro juicio; como ella es, han sido las mejores ciudades españolas en otro tiempo. No es, ni mucho menos, por evitar al ejército alguna parte de sus dolorosos sacrificios, por lo que la paz debe parecer excusable. ¡Ay de las naciones donde se pese ó se cuente el precio de la gloria, donde los ejércitos escatimen su sangre, donde los pueblos regateen su dinero cuando se trate de grandes intereses morales ó de grandes intereses futuros! Ni al ejército ni á la nación española debe hacerse semejante injuria. ¿Cuántas rocas hay en España que valieran la sangre que costaron á nuestros padres? ¿Qué cosa material buscaban en Mulhberg los soldados de Carlos V? ¿Qué inmediatos frutos esperaban en la mar de Lepanto los marineros de Felipe II? ¿Está bien averiguado que la guerra de la Independencia favoreciese nuestros intereses materiales é inmediatos? ¿No hay á nuestras puertas hoy día quien sabe ir á Sebastopol, sólo por ensayarse á hacer gran papel en Europa? ¡Infelices de los que no sienten estas verdades, más evidentes para los buenos que los más sencillos teoremas geométricos! ¡Ay, volvemos á decir, del país donde pueden pronunciarse siquiera semejantes sentimientos sin vergüenza ó sin escándalo público! Lo que hay es que las obras de la política son por naturaleza, para ser seguras, sucesivas y lentas; que el ano de 1860 ha cumplido con su misión, y que es menester que otros años futuros se encarguen de hacer lo que falta. Lo que hay es que el éxito de mañana exige la paciencia y la espera de ahora. Lo que hay, finalmente, es que con nuestra frontera al pie de Sierra Bullones, podemos esperar á que la conquista ó el influjo pacífico de nuestra cultura, preparen á nuestros hijos ó á nuestros nietos la completa realización de la obra civilizadora que ellos solos deben cumplir, y que el mundo entero está interesado en que tarde ó temprano se cumpla en África. No es posible que la barbarie sea eterna sólo en la España tingitana; no sería digno, ni político, ni posible tampoco, que otra nación que la nuestra se encargase de desterrarla de nuestra vista. Lo mismo decimos hoy que hace algunos años, acerca de este punto. No ha hecho, pues, el duque de Tetuán en África todo lo que está llamada á hacer allí la raza española; esto es para nosotros evidente. Pero ¿habrá quien le dispute en lo porvenir la honra insigne de haber comenzado esta grande empresa? No; es una cosa también evidente á nuestros ojos. Y eso, aunque el porvenir nebuloso del mundo en nuestros días, nada diga á la posteridad en favor de la moderación y de la reserva con que ha iniciado el duque de Tetuán nuestra política en África. Porque no hay que olvidar que los sucesos tienen de tiempo en tiempo semejanzas extrañas. No ha mucho que al saberse las exigencias imperiosas de Inglaterra para que no ocupásemos á Tánger, hemos visto reanimarse en España las muertas cenizas del pacto de familia; la política de Floridablanca y de Godoy parecía justificada de un golpe; no faltó más que una escuadra que juntar á las naves francesas de Algeciras y una señal de las Tullerías para marchar de nuevo á San Vicente, á Trafalgar, á las mares gloriosas que fueron sepulcro de nuestra armada. Mientras Inglaterra temía un nuevo bloqueo de Gibraltar con la sumisión del sultán á la España, la España olvidaba la tradición nefanda del pacto de familia y del tratado de San Ildefonso, y se colocaba en la corriente de aquellos acontecimientos funestos. Y es que en tanto que flote el pabellón inglés sobre la punta de Europa, habrá que esperar siempre que se renueven aquellos desaciertos fatales de nuestra historia. Por más que la Inglaterra y la España sean aliadas naturales en la política general del mundo, son y deben ser mortales irreconciliables, legítimas enemigas ahora y siempre, mientras posea á Gibraltar la primera, mientras tengan ambas contrarios intereses en el Estrecho. Ahora, sin embargo, la moderación de la Inglaterra y la del gobierno español, nos han salvado tal vez de un gran riesgo: Dios quiera que la política de las fronteras naturales no haga más patentes aún las ventajas de esta moderación mutua. Porque nosotros, ¿á qué negarlo?, queremos, respetamos, admiramos á la Francia, pero ni ahora ni nunca perdonaríamos á un gobierno español, que en sus miras políticas y en su conducta, por un momento siquiera olvidase que tenemos vecina á la abierta cumbre de los Pirineos, la más fuerte, la más belicosa, la mejor dirigida por lo común de las naciones continentales. Es reflexión, que sin pensarlo se dibuja en la fantasía, al poner fin á esta relación sucinta de las cosas que en los antiguos y modernos tiempos han ocurrido en la vecina costa del Mogreb-alacsa, Mauritania, ó España tingitana y transfretana, porque la política como la vida se nutre sólo con los elementos y con las circunstancias que la rodean, y no hay en ella detalle que no tenga que subordinarse al punto de vista general del mundo en una época dada de la historia.









  1. Una parte de estos Apuntes ha sido redactada de nuevo y más extensamente; otra ha quedado como se publicó entonces, con sólo insignificantes variaciones.