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Bargamot y Garaski

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BARGAMOT Y GARASKA


Sería injusto decir que la Naturaleza se había mostrado avara con el guardia de Orden público Iván Akindinich Bargamotov, a quien los vecinos de un arrabal de la ciudad de Orel llamaban Bargamot.

Asemejábase, en lo físico, a un mastodonte o a cualquiera otra de las excelentes criaturas prehistóricas que por falta de sitio tuvieron hace tiempo que abandonar nuestro planeta, poblado por esos alfeñiques que se llaman hombres.

Grueso, de elevada estatura, robusto, de una voz formidable, no era un guardia vulgar, y hubiera alcanzado hacía años una alta graduación a no ser porque su alma estaba sumida en un sueño profundo. Las impresiones del mundo exterior, al dirigirse a su cerebro, perdían en el camino toda su fuerza y llegaban al punto de destino convertidas en débiles reflejos. Un hombre exigente hubiera dicho que era un montón de carne, y sus jefes decían que era un zoquete. Los vecinos del arrabal, cuyo juicio era el más atendible, le consideraban un hombre serio y digno del mayor respeto.

Lo que sabía lo sabía de veras. Verdad es que sus conocimientos se limitaban a las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, que se había aprendido a costa de heroicos esfuerzos; pero se habían grabado de un modo definitivo en su cerebro monolítico.

De lo que no sabía no hablaba. Y su silencio era tan digno, que avergonzaba a los que sabían más que él.

Poseía una fuerza muscular enorme. La fuerza muscular, en la calle de Puchkarnaya, donde él ejercía sus funciones, era de suma importancia. Habitada por zapateros, sastrecillos, traperos y otros honorables representantes de la industria, y provista de un par de tabernas, dicha calle era teatro, sobre todo los días de fiesta, de batallas homéricas, en las que intervenían las mujeres de los contendientes, para separarlos, y a las que asistían, entusiasmados, los chiquillos.

La turbulenta multitud de luchadores ebrios chocaba como con un muro de piedra con el inconmovible Bargamot, cuyas manos robustas solían detener a los dos borrachos más belicosos y conducirlos a la Comisaría. Los detenidos sólo protestaban por el bien parecer y confiaban su destino al gigantesco guardia.

Tal era Bargamot en lo atañedero a la política exterior. En lo que concierne a la política interior, su conducta era no menos digna. La choza donde el guardia vivía con su mujer y sus dos hijos, y en la que apenas cabía su enorme humanidad, era una firme ciudadela de la santidad del hogar. Austero y laborioso, Bargamot, en sus horas libres, cultivaba su huertecita. Con frecuencia se valía de las manos para inculcarle a su familia los buenos principios, no porque su mujer y sus hijos lo mereciesen, sino obedeciendo a las vagas ideas pedagógicas encerradas en su monolítico cerebro. Esto no era óbice para que, respetándole mucho, María, su mujer, de muy buen ver aún, lo manejase a su capricho, con una ágil destreza de que sólo son capaces las débiles hijas de Eva.


Una suave noche de primavera, a cosa de las nueve, Bargamot se hallaba en su puesta habitual, en la esquina de las calles Puchkarnaya y Posadskaya. Estaba de muy mal humor. Era sábado de Gloria; todo el mundo se iría dentro de poco a la iglesia, y él tendría que estar allí hasta las tres de la mañana.

No era que tuviese ganas de rezar; pero había en la atmósfera algo pascual que le turbaba. Aquel sitio, en el que se pasaba a diario largas horas desde hacía diez años, le era aquella noche antipático; un vago deseo de tomar parte en el regocijo general le impacientaba. Además, tenía hambre: su mujer, como era día de ayuno, sólo le había dado de comer unas sopas sin grasa. Y su barrigón reclamaba alimentos más substanciosos.

Bargamot escupió con rabia, hizo un cigarrillo, lo encendió y empezó a darle chupadas nada sibaríticas. Tenía en casa unos cigarrillos excelentes, que le había regalado el tendero de la calle; pero los reservaba para la fiesta.

No tardó en llenarse la calle de vecinos que se dirigían a la iglesia, muy endomingados, con americana y chaleco, camisa de percal de color y botas altas, cuyas cañas, en extremo arrugadas, parecían acordeones. Al día siguiente, muchas de aquellas galas se quedarían en las tabernas, a título de rehenes, o un violento tirón, en un amistoso cuerpo a cuerpo, las desgarraría; pero aquella noche sus dueños iban elegantísimos. Todos llevaban en la mano, envueltos en un pañuelo, roscones de Pascua, para que los bendijese el cura.

Ninguno se fijaba en Bargamot. El gigantesco guardia los miraba con cierto enejo, presintiendo que al día siguiente tendría que conducir a muchos a la Comisaría. Los envidiaba. De buena gana hubiera ido también a la iglesia, iluminada, en galanada...

—¡Por vosotros, malditos borrachos—murmuró—, tengo que estar aquí de plantón!

La calle fué desanimándose y se quedó al cabo desierta. Empezaron a sonar alegres campanadas en la torre de la iglesia, anunciando la buena nueva de la resurrección de Cristo. Bargamot se quitó el sombrero y se santiguó. La hora de volver a su casa se iba acercando. Se puso de mejor humor al pensar en la mesa con un mantel muy limpio, sobre el que habría roscones de Pascua, pasteles y huevos cocidos. Cambiaría con su mujer y su hija los besos tradicionales. Despertarían a Vania, su hijito, y lo llevarían a la mesa. El chiquitín empezaría por reclamar un huevo teñido de rojo, tema durante toda la Semana Santa de sus conversaciones con su hermana. ¡Qué sorpresa la suya cuando le dieran, no un huevo teñido de rojo, sino un huevo de mármol, regalo también del tendero obsequioso!

—¡Es una criatura que vale más que pesa!—murmuró Bargamot, sintiendo inundar su corazón una ola de ternura paternal.

Pero sus plácidos pensamientos fueron turbados del modo más abominable: en la calle Posadskaya sonaron de pronto unos pasos irregulares y una voz enronquecida y balbuciente.

«¿Quién andará por ahí?», se preguntó volviendo la cabeza.

Y se llenó de indignación. ¡Era Garaska! ¡Garaska en persona, borracho! ¡Sólo faltaba eso! ¿Dónde se habría emborrachado? Eso no era fácil averiguarlo. El hecho era que estaba borracho perdido. Su actitud, que le hubiera parecido extraña, misteriosa, a cualquiera que no conociese las costumbres del arrabal, no se lo parecía, ni mucho menos, a Bargamot, que había estudiado a fondo la psicología del vecindario en general y la de Garaska en particular.

Garaska, cuando estaba beodo, acostumbraba a ir por en medio del arroyo; pero aquella noche, como impulsado por una fuerza irresistible, había torcido de pronto, en la calle Posadskaya, hacia la izquierda, y se había encontrado inesperadamente con las narices a un centímetro de la pared. Lleno de asombro, apoyó en ella las dos manos, tambaleándose, e hizo acopio de fuerzas para luchar contra aquel obstáculo que parecía haber surgido, súbito, de la tierra; mas lo pensó mejor y girando, no sin dificultad, sobre los talones, se dispuso a salir de la acera. Y he aquí que otro obstáculo imprevisto le cortó el paso: un farol. El borracho entró al punto en relaciones íntimas con él, abrazándole como al mejor de sus amigos.

—Un farolito, ¿eh?—rezongó.

Aquella noche estaba—cosa insólita en él—de un humor excelente.

Y en vez de poner al farol como chupa de dómine, se limitó a dirigirle algunos reproches suaves, casi afectuosos.

—¡Déjame pasar, sin... ver... gon... zón!—balbuceó.

Y al sentir en la cara la húmeda frialdad del poste, contra el que a cada instante se apretaba más, añadió:

—¡Puerco!

En este patético momento le vió Bargamot. Garaska era su enemigo mortal: ningún borracho le daba tanto que hacer como él. A pesar de su aspecto insignificante, era el más imprudente, el más descomedido de todos los del barrio. Los demás se limitaban a escandalizar un poco y no solían meterse con nadie. El armaba unos escándalos terribles e insultaba a la gente. En vano se le sacudía el polvo y se le tenía días enteros en el calabozo sin comer; nada de esto le hacía enmendarse. Había dado en la flor de pararse bajo los balcones de uno de los vecinos más respetables de la calle Puchkarnaya y colmarle de injurias, no se sabía por qué. Los criados bajaban a lo mejor, y le vapuleaban, con gran algazara del vecindario; pero él, en cuanto se retiraban, volvía a la carga. A Bargamot no le tenía respeto alguno y le dirigía denuestos sobremanera pintorescos. El ciclópeo guardia, aunque no los entendía del todo—tan áticos eran—, se sentía tan herido en su dignidad como si le pegasen.

¿De qué vivía aquel hombre?... ¡Misterio! Nadie le había visto nunca en estado normal. Carecía de domicilio, y dormía en las huertas o a la orilla del río, entre los matorrales.

Al empezar el invierno desaparecía, y reaparecía al comenzar la primavera. ¿Por qué volvía siempre a aquella ciudad donde todo el mundo le maltrataba? ¡Misterio!... Se recelaba que la propiedad individual no era para él una cosa sagrada; pero no se le había podido coger in fraganti, y si se le maltrataba, sólo era por meras sospechas.

Los harapos que cubrían—digámoslo así—su desmedrado cuerpo estaban húmedos de lodo. En su rostro, que se inclinaba hacia delante como al peso de la encarnada narizota, se veía, entre otros vestigios del ardor bélico de sus adversarios, un flamante arañazo bajo el ojo derecho.

Cuando logró al fin dejar atrás al inoportuno farol y divisó la figura majestuosa e inmóvil de Bargamot, se llenó de alegría.

—¡Buenas noches, Bargamot, Bargamotich!—gritó—. ¿Cómo va esa preciosa salud?

Y al hacer con la mano un gentil saludo, perdió el equilibrio, y gracias al farol, del que apenas le separaba un paso, no se desplomó sobre las losas.

—¿Adónde vas?—le preguntó, severo, el guardia.

—¡Siempre adelante!

—A ver si robas algo, ¿eh?... ¡Tendré que llevarte a la Comisaría, sinvergüenza!

—¿Usted a mí? ¡Permítame que lo dude!

El borracho escupió y pisó el salivazo, con grave peligro de su posición vertical.

—¡Andando!—gritó Bargamot—. En la Comisaría hablaremos.

Y su mano robusta se agarró al cuello de la chaqueta del beodo, cuyos deterioros, aun mayores que los del resto de la prenda, denotaban que aquel pecador había sido ya guiado otras veces por el camino de la virtud.

Luego de sacudir ligeramente a Garaska y empujarlo hacia la Comisaría, Bargamot se puso en marcha, como un poderoso remolcador que arrastra al puerto un barquichuelo averiado. Estaba furioso. ¡Por culpa de aquel canalla iba a perder media hora lo menos de expansión familiar! ¡Con qué gusto le hubiera dado un par de soplamocos! No se los daba en atención a la solemnidad del día.

Garaska andaba con un paso bastante firme, para lo borracho que estaba. Es más: se diría que iba contento.

—¿Qué día es hoy, guardia?—preguntó.

—¡No tengo gana de conversación!—contestó Bargamot—. ¡Podías haberte emborrachado un poco después!

—Han tocado a gloria en San Miguel Arcángel, ¿verdad?

—Sí... ¿y qué?—dijo extrañado el guardia, que no conocía el método dialéctico de Sócrates.

—¿Y por qué han tocado a gloria?

—Porque Cristo ha resucitado.

—Permíteme, pues....

El borracho, con aire resuelto, volvió la cabeza hacia el guardia, sacando al mismo tiempo una cosa del bolsillo derecho de su chaqueta. Bargamot, en aquel momento, sin darse cuenta, pues el misterioso interrogatorio había logrado absorber toda su atención, le soltó. Y Garaska, que no esperaba aquella súbita falta de apoyo, midió el suelo con las costillas. Tendido en tierra, sin hacer el menor esfuerzo para levantarse, empezó a llorar, o mejor dicho a plañir como los campesinos cuando se les muere alguien.

Bargamot, asombrado, se dijo: «¿Estará burlándose de mi?» Y tras unos instantes de perplejidad, viendo que seguía lanzando perrunos aullidos, gritó, tocándole con el pie:

—¿Te has vuelto loco?... ¿A qué viene ese llanto?

—El hue...vo... el hue...vo.

Los aullidos se hicieron más suaves. Garaska se incorporó y le enseñó al guardia la mano derecha, sucia de un amasijo amarillo y blanco. Bargamot, aunque no comprendió aún de qué se trataba, barruntó que había ocurrido algo muy triste.

—Yo... quería felicitarte... por la resurrección de Cristo..., darte un huevo... [1], y tú...

Bargamot se enterneció: el pobre Garaska le había saludado con el noble y cristiano propósito de cambiar con él los tres besos y darle un huevo, y él le había detenido.

—¡Caramba, hombre!—exclamó sacudiendo pesarosamente la cabeza.

Sentía cierto descontento de sí mismo: su conducta con aquel hermano en Cristo había sido cruel.

—¡Caramba, hombre!—balbuceó—. Yo soy cristiano... él tiene alma también...

Y se inclinó sobre el borracho, rozando el suelo con el sable.

—Se te ha roto el huevo, ¿eh?

—Se me ha hecho jigote... Yo quería felicitarte... como buen cristiano que soy... y tú me llevas a la Comisaría...

Los remordimientos de conciencia del guardia eran más vivos a cada instante.

—Vente a casa—dijo de pronto, en el tono de quien acaba de tomar una resolución—. Comerás con nosotros.

—¿A tu casa?

—¡Sí, vamos!

El asombro de Garaska no tuvo límites. ¿Era posible? ¡Bargamot le invitaba a cenar!

Se dejó levantar y coger del brazo por el -guardia. El ciclópeo representante de la autoridad no le llevaba ya a la Comisaría, sino a su casa, y le iba a sentar a su mesa...

Le parecía aquello tan extraordinario, que temió que fuera una estratagema de Bargamot, y la idea de la fuga cruzó por su cerebro; pero sus piernas no se hallaban en disposición de ponerla en práctica: estaban en total desacuerdo, y cuando una manifestaba la intención de avanzar, la otra, por espíritu de oposición, se empeñaba en retroceder. Además, el Bargamot que le llevaba cogido del brazo era tan distinto del Bargamot a quien había conocido hasta entonces, que Garaska, picada su curiosidad, quería ver en qué paraba aquello. El guardia, luchando con enormes dificultades de expresión, hablaba de las ordenanzas del cuerpo a que pertenecía, de su deber de perseguir a los alteradores del orden, etc.

—Hay gente... ¿comprendes?... que si no fuera por el palo...

—Sí; tiene usted razón, Iván Akindinich. Nosotros, si no se nos sacude el polvo...

—¡No, hombre, no me has entendido! Yo no digo que se te deba pegar... Lo que digo es...

Bargamot trató en vano de formular su pensamiento de una manera inteligible.

Llegaron.

Garaska ya no se asombraba de nada. La que se quedó estupefacta al ver entrar a aquella singular pareja fué María, la mujer de Bargamot; pero su marido contestó con los ojos a su mirada interrogadora que no había que pedirle explicaciones. Además, su buen corazón le dictó lo que debía de hacer.

Momentos después, Garaska, desconcertado, tímido, se sentaba a la mesa. Hubiera querido que se lo tragara la tierra: le avengonzaban sus harapos, sus manos sucias, su borrachera...

Sin levantar los ojos del plato, comía la sopa, endiabladamente caliente y muy grasosa. En su turbación, derramó una cucharada sobre el blanco mantel, y aunque el ama de la casa hizo la vista gorda, se azoró tanto, que la cucharada siguiente la derramó también: sus dedos temblorosos no le obedecían.

—Iván Akindinich—le preguntó al guardia su mujer—: ¿cuándo le das a Vania el huevo que te han regalado para él?

—Luego, luego... No hay prisa.

También Bargamot estaba turbadisimo.

—Sírvase más sopa—dijo María, alargándole la sopera a Garaska—, sírvase más sopa, Guerasim... No sé cual es su patronímico.

—Andreich.

—Sírvase más sopa, Guerasim Andreich.

A Garaska se le atragantó la cucharada que se disponía a deglutir. Soltó la cuchara y dejó caer la cabeza sobre la mesa. Un plañido como los que media hora antes habían turbado tanto a Bargamot brotó de su pecho. Los niños, que empezaban ya a mirarle sin inquietud, soltaron también las cucharas y se echaron a llorar. Bargamot miró consternado a su mujer.

—¿Por qué llora usted, Guerasim Andreich?—inquirió ella, compasiva, cariñosamente.

—Me llaman por el doble nombre...—balbuceó, sollozante, el borracho—. Es la primera vez... desde que nací... que me llaman así.


  1. El día de Pascua los rusos ortodoxos cambian tres besos, dictando: «Cristo ha resucitado», y suelen cambiar también huevos teñidos de rolo o de otro color.—(N. del T.)