El amor al prójimo

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EL AMOR AL PROJIMO


Un lugar salvaje entre las montañas.

En un pequeño saliente de una alta roca, casi vertical, hay un hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar allí: el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás útiles de salvamento a que se ha recurrido han sido ineficaces.

El desgraciado lleva, a lo que se ve, mucho tiempo en tan crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha reunido ya una abigarrada multitud; pregonan su mercancía algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha establecido un buffet, cuyo único mozo se ve y se desea para atender a la numerosa clientela; un individuo trata de vender un peine que asegura, faltando descaradamente a la verdad, que es de tortuga.

Afluyen sin cesar nuevos turistas, ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.

Casi todos llevan alpenstocks, gemelos, máquinas fotográficas. Se oye hablar en todas las lenguas.

Junto a la roca, en el sitio donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquillería y le cierran el paso, con un bramante, a la multitud.

Gran animación.


El primer guardia.—¡Largo, monicaco! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papás?

El chiquillo.—¿Es que caerá aquí?

El primer guardia.— Sí.

El chiquillo.—¿Y si cae más afuera?

El segundo guardia.—Tiene razón el chico: podía dar un salto, en su desesperación, y caer al otro lado de la cuerda; lo que sería bastante molesto para el público, pues lo menos pesará ochenta kilos.

El primer guardia.—¡Largo, monicaca! ¡Atrás!... ¿Es su hija de usted, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese joven caerá de un momento a otro.

La señora.—¿De veras? ¡Y mi marido no va a verlo!

La chiquilla.— Está en el buffet, mamá.

La señora (desesperada).—¡Siempre en el buffet! ¡Ve a llamarle, Nelli! Dile que ese joven va a caer en seguida. ¡Corre, corre!

Voces.— ¡Kelner!... ¡Mozo!... ¿Cómo que no hay cerveza? ¡Vaya un buffet!... ¡Mozo!... ¿Me sirven o no? ¡Jesús, qué calma!

El primer guardia.— ¿Otra vez, monicaco?

El chiquillo.—Quería quitar de aquí esta piedra.

El primer guardia.— ¿Para qué?

El chiquillo.— Para que el pobrecito se haga menos daño al caer.

El segundo guardia.— Tiene razón el chico: debíamos quitar las piedras, y si hubiera arena o serrín...

Dos turistas ingleses se acercan. Miran con los gemelos al desconocido y cambian impresiones.

El primer inglés.—Es joven.

El segundo inglés.—¿Qué edad le echa usted?

El primer inglés. —Veintiocho años.

El segundo inglés.—No tendrá más de veintiséis. El miedo lo avejenta.

El primer inglés.—¿Qué se apuesta usted a que tiene veintiocho años?

El segundo inglés.—Lo que usted quiera. Diez contra cien. Apúntelo.

El primer inglés (dirigiéndose al primer guardia, luego de anotar en su carnet la apuesta).—¿Cómo diablos ha subido ahí? ¿No hay modo de bajarlo?

El primer guardia.—Se le han tirado cuerdas y escalas, pero no han llegado.

El segundo inglés.—¿Lleva ahí mucho tiempo?

El primer guardia. —Cuarenta y ocho horas.

El primer inglés. —¿De veras? Entonces caerá esta noche.

El segundo inglés. —Caerá dentro de dos horas. Me apuesto cien contra cien.

El primer inglés.—Aceptado. (Anota la apuesta en su carnet.) ¿Cómo se encuentra usted? (Dirigiéndose al desconocido.)

El desconocido (con voz apenas perceptible).— Muy mal.

La señora.—¡Y mi marido sin venir!

La chiquilla (que llega corriendo).—Papá dice que tiene tiempo de acabar.

La señora.— ¿De acabar qué?

La chiquilla.— Una partida de ajedrez que está jugando con un caballero.

La señora.—¡Dile que si tarda le quitarán el sitio!

Una señora alta y delgada, de aire resuelto y belicoso, le disputa el sitio a un turista. El turista es un hombre exiguo y apocado y se defiende débilmente. La señora, en cambio, le ataca con verdadera furia.

El turista.—Pero, señora, éste es mi sitio: hace dos horas que lo ocupo.

La señora belicosa.—¿Y a mí qué me cuenta usted? Yo quiero colocarme ahí porque desde ahí veré mejor. ¡Y no hay más que hablar!

El turista (con timidez).—Yo también quiero estar aquí para ver mejor...

La señora belicosa (con desdén).—¿Usted qué entiende de eso?

El turista.—¿De qué? ¿De caídas?

La señora belicosa (burlona).—Sí, señor, de caídas. ¿Ha visto usted muchas? Yo he visto caer a tres hombres: a dos acróbatas, a un funámbulo y a tres aviadores.

El turista. Eso son seis hombres, no tres.

La señora belicosa (remedando, sarcástica, a su interlocutor).—¡Eso son seis hombres, no tres!... ¡Adiós, Pitágoras!... ¿Ha visto usted a un tigre despedazar a una mujer?

El turista (humildemente).—No, señora...

La señora belicosa.—Lo suponía. Pues yo sí, ¡con mis propios ojos!... Déjeme el sitio; se lo ruego.

El turista, abochornado, se levanta, encogiéndose de hombros. La señora, radiante, se acomoda en la peña tan valientemente conquistada y deja a sus pies el retículo, el pañuelo, las pastillas de menta y el frasco de sales. Luego se quita los guantes y limpia los cristales de los gemelos, mirando con benevolencia a sus vecinos.

La señora belicosa (dirigiéndose a la señora cuyo esposo está en el buffet).—Debía usted sentarse, señora. Le dolerán a usted las piernas...

La señora.— ¡Las tengo deshechas, señora!

La señora belicosa.—Los hombres son hoy día tan mal educados, que nunca le ceden el sitio a una mujer... Habrá traído usted pastillas de menta...

La señora (inquieta).—No. ¿Debía haber traído?

La señora belicosa.— ¡Claro! El mirar mucho tiempo a lo alto marea... Amoníaco sí habrá traído usted... ¿Tampoco? ¡Qué descuido, Dios mío! Cuando caiga ese joven, se desmayará usted, como es lógico, y se necesitará amoniaco para hacerla volver en sí. ¿Ha traído usted, al menos, un poco de éter?... ¿No, eh?... Y ya que es usted... así, su marido... ¿Dónde está su marido?

La señora.— En el buffet.

La señora belicosa.—¡Qué sinvergüenza!

El primer guardia.— ¿De quién es esta marinera? ¿Quién la ha tirado aquí?

El chiquillo.—Yo.

El primer guardia.—¿Para qué?

El chiquillo.— Para que el pobrecito se haga menos daño al caer.

El primer guardia.— ¡Llévatela!

Numerosos turistas, armados de kodaks, se disputan los sitios fotográficamente estratégicos.

El primer portakodak. —Necesito este sitio.

El segundo portakodak.—Usted lo necesita; pero yo lo ocupo.

El primer portakodak.—Lo ocupa usted hace un momento; pero yo lo ocupo hace dos días.

El segundo portakodak.—Si no lo hubiera usted abandonado o, al menos, al irse se hubiera usted dejado su sombra...

El primer portakodak.—¡Llevaba dos días sin comer, caballero!

El vendedor del peine (en tono misterioso).—¡Un peine de tortuga auténtico!

El primer portakodak (furioso).—¡Váyase usted a freír espárragos!

El tercer portakodak.—¡Señora, por Dios! ¡Que se ha sentado usted encima de mi máquina fotográfica!

Una señora pequeñita.—¿De veras? ¿Dónde está?

El tercer portakodak.—¡Señora, debajo de usted!

La señora pequeñita.—¿Ah, sí? ¡Estaba tan cansada! Yo notaba algo extraño... Ahora me lo explico.

El tercer portakodak (con desesperación).—¡Señora...!

La señora pequeñita.—¡Qué dura es su máquina de usted! Yo creía que era una peña. ¡Tiene gracia!

El tercer portakodak (lleno de angustia).—¡Señora, le ruego...!

La señora pequeñita.—¡Es una máquina tan grande! ¿Cómo iba yo a sospechar...? Retráteme usted, ¿quiere?... Me gustaría retratarme en la montaña.

El tercer portakodak.—¿Pero cómo quiere usted que la fotografíe si está usted sentada en la máquina?

La señora pequeñita (levantándose asustada).—¿Por qué no me lo ha dicho usted?... ¿Retrata sola?

Voces.—¡Mozo, cerveza!... ¡Llevo una hora esperando que me sirvan!... ¡Kelner! ¡Mozo! ¡Un mondadientes!

Llega, jadeando, un turista gordo, rodeado de una numerosa familia.

El turista gordo (gritando).—¡Macha! ¡Sacha! ¡Potia! ¿Dónde está Macha? ¿Dónde diablos se ha metido Macha?

Un colegial (malhumorado).—Está aquí, papá.

El turista gordo.—¿Dónde?

Una muchacha.— ¡Aquí, papá, aquí!

El turista gordo (volviéndose).—¡Ah!... ¡Qué manía de ir siempre a mi espalda! Míralo, míralo... Allí, en lo alto de la roca. ¿Pero adónde miras?

La muchacha (melancólica).—¡No sé, papá!

El turista gordo.—¡Todo le da miedo! En cuanto se pone el tiempo tempestuoso, cierra los ojos y no los abre hasta que pasa la tempestad. ¡Nunca ha visto un relámpago, señores! ¡Como lo oyen ustedes!... ¿Ves a ese pobre joven? ¿Lo ves?

El colegial.—Sí, papá, lo veo.

El turista gordo (al colegial).—Cuídate de ella. (Con acento de profunda piedad.) ¡Pobre joven! ¡Quizá caiga de un momento a otro! ¡Mirad, hijos míos, qué pálido está! ¿Veis qué peligroso es trepar a las rocas?

El colegial (con triste escepticismo).—¡No caerá hoy, papá!

El turista gordo.—¡Qué tontería! ¿Quién te lo ha dicho?

La segunda muchacha.—Papá: Macha cierra los ojos.

El colegial.—Déjeme usted sentarme un poco, papá. Le aseguro que no caerá hoy. Me lo ha dicho el portero del hotel... Estoy cansadísimo: nos pasamos el día entero recorriendo museos, armerías...

El turista gordo.—¡Lo hago por vosotros, imbécil! ¿Crees que a mí me divierte eso?

La segunda muchacha.—¡Papá: Macha cierra los ojos!

El segundo colegial.—¡Yo también estoy molido! Ni de noche descanso ya: me la paso soñando que soy el Judío Errante.

El turista gordo.—¡Cállate, Petka!

El primer colegial.—¡Me he quedado en los huesos! ¡No puedo más, papá! Prefiero ser zapatero o porquero a ser turista.

El turista gordo.¡Cállate, Sacha!

El primer colegial.—¡No caerá hoy, papá, no caerá hoy, no se haga usted ilusiones!

La primera muchacha (melancólica).—¡Ya va a caer, papá!

El desconocido grita algo que no se entiende.

Expectación.

Voces.—¡Mirad! ¡Ya va a caer!

Los concurrentes miran con los gemelos al desconocido. Los portakodaks aperciben sus máquinas.

Un fotógrafo.—¡Demonio! ¿Qué es esto?

Otro fotógrafo.—Compañero; tiene usted cerrado el objetivo.

El primer fotógrafo.—¡Ah, sí! Con la prisa se me habla olvidado...

Voces.—¡Silencio!... ¡Va a caer!... ¿Qué dice?... ¡Silencio!

El desconocido.—¡Socorro!

El turista gordo.—¡Pobre joven! ¡Qué horrible tragedia, hijos míos! Brilla el Sol en el cielo sin nubes; murmura el viento entre los pinos, y el sinventura, de un momento a otro, caerá y se matará. ¡Es horrible! ¿Verdad, Sacha?

El primer colegial (malhumorado).—Sí, es horrible.

El turista gordo.—¡Es horrible! ¿Verdad, Macha?... ¿Os habéis hecho cargo? Brilla el Sol, la gente come y bebe, cantan los pájaros, y el sinventura... Katia, ¿te acuerdas de Hamlet?

La segunda muchacha.—Sí, Hamlet, el príncipe de Dinamarca, en Francfort...

El turista gordo.—¿En Fráncfort?

El segundo colegial (malhumorado).—En Helsingfors. ¡Déjenos usted en paz, papá!

El primer colegial.—¡Más valía que nos comprase usted unos emparedados!

El vendedor del peine (en tono misterioso).—Un peine de tortuga. ¡Auténtico!

El turista gordo (en voz baja y con gesto de conspirador).—¿Robado?

El vendedor del peine.—¡No, señor!

El turista gordo.—Si no es robado, no puede ser de tortuga. ¡Largo!

La señora belicosa (benévola).—¿Son hijos de usted los cinco?

El turista gordo.—Sí, señora... Los deberes paternos... Pero, como habrá usted visto, no se dejan educar: ¡el eterno conflicto entre los padres y los hijos!... Macha: ¡no cierres los ojos! ¡Qué horrible tragedia, señora!

La señora belicosa.—Tiene usted razón; hay que educar a los hijos. ¿Pero por qué le llama usted a esto horrible tragedia? Los albañiles se caen a veces de alturas grandísimas. El saliente donde está ese joven distará del suelo poco más de cien metros. Yo he visto caer del cielo a un hombre.

El turista gordo (encantado).—¿Del cielo?... ¿Oís, hijos míos? ¡Del cielo!

La señora belicosa.—Sí; a un aviador. Cayó, desde las nubes, sobre un tejado de cinc.

El turista gordo.—¡Qué horror!

La señora belicosa.—¡Eso es una tragedia! Tuvieron que estar dos horas echándome agua con una bomba para hacerme volver en mí. Desde entonces nunca se me olvida el amoníaco.

Aparece un grupo de músicos y cantantes italianos errabundos. El tenor, un hombrecillo grueso, de perilla roja y ojos estúpidos y lánguidos, canta con voz dulzona. El barítono, flaco y corcovado, canta con voz aguardentosa, echada atrás la gorra de jockey. El bajo, que parece un bandido, toca la mandolina. La tiple, una muchacha delgada, de grandes ojos movedizos, toca el violín.

Los italianos:

Sul more lucido,
L'astro d' argento,
Placida é l'onda,
Prospero é il vento,
Venite all'agile...
Barchetta mia...
Santa Lucia...

Macha (melancólica).—¡Agita los brazos!

El turista gordo.—Tal vez los agite bajo la influencia de la música.

La señora belicosa.—Es muy posible. Pero eso quizá le baga caer antes de tiempo. ¡Eh, músicos! ¡Váyanse!

Accionando y gesticulando enérgicamente, llega un turista alto y bigotudo, acompañado de algunos curiosos.

El turista alto.—¡Esto clama al cielo! ¿Por qué no se le salva? Ha pedido socorro. Le habrán oído ustedes, señores.

Los curiosos (a coro).—¡Sí; le hemos oído!

El turista alto.—Yo también le he oído. Ha gritado «¡Socorro!», con todas sus letras. ¿Por qué no se le salva, pues? ¿Por qué no le salvan ustedes, guardias? ¿Qué hacen ustedes aquí?

El primer guardia.—Guardar el sitio donde ha de caer.

El turista alto.—Muy bien. ¿Pero por qué no le salvan ustedes? ¿Dónde está su amor al prójimo? Cuando un hombre pide socorro, hay que socorrerle. ¿Verdad, señores?

Los curiosos (a coro).—¿Qué duda cabe? ¡Hay que socorrerle!

El turista alto (con énfasis).—No somos paganos; somos cristianos, y nuestro deber es amar al prójimo. Pide socorro, y hay que tomar, para salvarle, todas las medidas al alcance de la Administración. Guardias: ¿se han tomado todas las medidas?

El primer guardia.—Sí, señor.

El turista alto.— ¿Todas? ¿Absolutamente todas? Muy bien. Señores: todas las medidas han sido tomadas. Joven (dirigiéndose al desconocido): todas las medidas conducentes a su salvamento de usted han sido tomadas. ¿Oye usted?

El desconocido (con voz apenas perceptible).—¡Socorro!

El turista alto (conmovido).—¿Oyen ustedes, señores? De nuevo pide socorro. ¿Lo han oído ustedes, guardias?

Uno de los curiosos (tímidamente).—En mi sentir, hay que salvarle.

El turista alto.—Hace dos horas que estoy diciéndolo. Guardias: ¡esto clama al cielo!

El mismo curioso (con un poco más de audacia).—En mi sentir, lo que procede es dirigirse a la Administración superior.

Los demás curiosos (a coro).—¡Sí, hay que elevar una queja! ¡Esto es intolerable! ¡El Estado no debe abandonar a los ciudadanos en los momentos de peligro! ¡Todos pagamos contribuciones! ¡Hay que salvarle!

El turista alto.—No ceso de decirlo. Desde luego, hay que elevar una queja. Diga usted, joven: ¿paga usted contribuciones?... ¿Qué? ¡No le entiendo!

El turista gordo.—Sacha, Petka, ¿oís? ¡Qué horrible tragedia! ¡Pobre joven! Está a punto de fenecer, y le reclaman la contribución.

Macha (melancólica).—¡Ya va a caer, papá!

Gritos. Agitación entre los portakodaks.

El turista alto.— Hay que darse prisa. Señores, ¡hay que salvarle a toda costa! ¿Quién me sigue?

Los curiosos (a coro).—¡Nosotros!

El turista alto.—¿Han oído ustedes, guardias? ¡Vamos, pues, señores!

Se van, con aire decidido. Aumenta la animación en el buffet. Se oye chocar de vasos y una canción alemana. El mozo, rendido, se aparta un poco de las mesas y se enjuga el sudor de la frente.

Voces.—¡Kelner!... ¡Mozo!

El desconocido (en voz bastante alta).—¡Mozo! ¿Podría usted darme un vaso de soda?

El mozo se estremece; mira, asustado, arriba; finge no haber oído bien, y se va.

Voces impacientes.—¡Mozo!... ¡Kelner...! ¡Cerveza!

El mozo.—¡En seguida! ¡En seguida!

Salen del buffet dos caballeros borrachos y se dirigen a la roca.

La señora cuyo esposo estaba jugando al ajedrez.—¡Mi marido! ¡Ven, ven!

La señora belicosa.—¿No decía yo que era un sinvergüenza?

El primer borracho (al desconocido).—¡Eh, amigo! ¿Cómo le va ahí arriba?

El desconocido (en voz bastante alta).—¡Muy mal! ¡Estoy ya harto!

El primer borracho.—¿Y ni siquiera puede usted beberse un vaso de vino?

El desconocido.—Desgraciadamente, no.

El segundo borracho.—¿Por qué le dices esas cosas? ¡No amargues sus últimos momentos! Llevamos toda la tarde bebiendo a su salud de usted. Con eso no le hacemos ningún daño, ¿verdad?

El primer borracho.—¡Claro que no! Al contrario; lo que hará es darle ánimos. ¡Adiós, joven! Lamentamos mucho su desgracia y, con su permiso, nos volvemos al 'buffet.

El segundo borracho.—¡Cuánta gente!

El primer borracho.—¡Vamos, vamos! Aprovechemos el tiempo, que en cuanto caiga cerrarán el establecimiento.

Llega un señor muy elegante, rodeado de nuevos curiosos. Es el corresponsal de los principales periódicos europeos. La gente, a su paso, murmura su nombre y le mira con admiración. Algunos bebedores salen del buffet para verle; hasta el mozo se asoma y le contempla, boquiabierto.

Voces.—¡El corresponsal! ¡El corresponsal!

La señora.—¡A que no le ve mi marido!

El turista gordo.—¡Petka, Macha, Sacha, Katia, Vasia, mirad! ¡El rey de los corresponsales! Lo que él escriba sucederá.

La segunda muchacha.—¿Pero adónde miras, Macha?

El primer colegial.—Papá: ¡no puedo más! ¡Que nos traigan unos empáredados!

El turista gordo (entusiasmado).—¡Qué tragedia, Katia! ¿Te has hecho cargo? Brilla el Sol, el corresponsal nos honra con su presencia, y el sin ventura...

El corresponsal—¿Dónde está?

Voces solícitas.—¡Ahí, en lo alto de la roca!... ¡Un poco más arriba!... ¡Un poco más abajo!

El corresponsal.—Déjenme, señores; yo lo encontraré... ¡Ya lo veo! ¡Su situación no es nada envidiable!

Un turista (ofreciéndole su taburete).—¿Quiere usted sentarse?

El corresponsal.—¡Gracias! (Se sienta.) ¡Muy interesante, muy interesante! (Saca papel y lápiz.) ¿Han impresionado ustedes ya algunos clisés, señores fotógrafos?

El primer fotógrafo.—Hemos fotografiado la roca, con el pobre joven esperando su trágico fin.

El corresponsal—¡Muy interesante, muy interesante!

El turista gordo.—¿Oyes, Sacha? Un hombre tan listo y tan culto como el corresponsal encuentra esto muy interesante, y tú sólo piensas en los emparedados, ¡imbécil!

El primer colegial—El corresponsal, probablemente, habrá almorzado ya.

El corresponsal—Señores: si fueran tan amables... un poco de silencio...

Una voz solícita.—¡Que se callen en el buffet!

El corresponsal (a voz en cuello, dirigiéndose al desconocido).—Permítame presentarme: soy el principal corresponsal de la Prensa auropea. Quisiera hacerle a usted algunas preguntas acerca de su situación. Ante todo, ¿quiere usted decirme su nombre, su profesión y su estado?

El desconocido balbucea algo ininteligible.

El corresponsal.—No se oye nada. ¿Habla así siempre?

Voces.—Sí. No se oye nada.

El corresponsal (escribiendo).—Conque soltero, ¿eh?

El desconocido balbucea algo ininteligible.

El corresponsal.—No le oigo. ¿Qué dice?

Un turista.—Que sí, que es soltero.

Otro turista.—No. Dice que es casado.

El corresponsal.—Pues pondremos que es casado. ¿Cuántos hijos tiene usted? ¿Tres?... Creo que ha dicho tres; pero no estoy seguro. En la duda, pondremos cinco.

El turista gordo.—¡Qué tragedia! ¡Cinco hijos!

La señora belicosa.—¡Ya será alguno menos!

El corresponsal (a voz en cuello).—¿Cómo ha venido usted a parar a ese sitio tan peligroso? ¿Paseándose?... ¿Qué?... ¡Hable más fuerte!... ¡Nada! No se le oye.

El primer turista, intérprete.—Creo que dice que se perdió.

El segundo turista, intérprete.—Creo que dice que no lo sabe.

Voces.—Iba de caza... Es un alpinista temerario... Es un sonámbulo.

El corresponsal.—Todo es posible, menos que haya caído del cielo... Pondremos que es sonámbulo. El desgraciado joven (Escribiendo.) padece desde su infancia accesos de sonambulismo... Salió del hotel a media noche, sin que nadie le viese... La luz de la Luna...

El primer turista, intérprete (en voz baja).—Ahora no hay Luna.

El segundo turista, intérprete.—No importa. El público no sabe Astronomía.

El turista gordo.—¿Oyes, Macha? Ahí tienes un ejemplo asombroso de la influencia de la Luna sobre los seres vivos de la Creación. ¡Qué terrible tragedia! Brilla la Luna, el sinventura trepa a lo alto de una roca inaccesible...

El corresponsal (a voz en cuello).—¿Qué siente usted?... ¿Qué?... ¡No le oigo!... ¡Ah, yal ¡Sí, sí!... En efecto; su situación no es envidiable.

Voces.—¡Escuchad, escuchad!

El corresponsal (escribiendo).—El horror paraliza sus miembros y hiela la sangre en sus venas... Ha perdido toda esperanza... Piensa en el lejano y dulce hogar, en su mujer haciendo empanadas, en sus angelicales hijos jugando a la gallina ciega, en su anciana madre, sentada junto a la chimenea, con la pipa en la boca...

Una voz.—Será su anciano padre.

El corresponsal.—Su anciano padre. Ha sido un 'lapsus... La compasión del público le conmueve en extremo... Desea que su último pensamiento vea la luz pública en ese periódico.

La señora belicosa.—¡Cómo miente ese señor!

Macha (melancólica).—¡Ya va a caer, papá!

El turista gordo.—¡Déjame en paz!

El corresponsal (a voz en cuello). —La última pregunta: ¿qué desea usted decirles, antes de morir, a sus conciudadanos?

El desconocido (con voz débil).—¡Que se vayan al diablo!

El corresponsal.—¿Qué?... ¡Ah, yal ¡Sí, sí!... (Escribiendo.) Cariñoso saludo de despedida... Decidido adversario de las leyes en favor de los negros... Su último deseo es que estos animales....

Un pastor protestante (abriéndose paso entre la multitud).—¿Dónde está? ¡Ah, ya le veo! ¡Pobre joven!... Señores: ¿no hay aquí ningún otro miembro del clero? ¿No? ¡Gracias! ¡Yo he llegado el primero!

El corresponsal (escribiendo).—Momento solemne... Llega el confesor... Silencio religioso... Muchos espectadores lloran...

El pastor.—Permítanme, señores... Esa alma extraviada quiere reconciliarse con Dios. ¿Verdad, hijo, mío (dirigiéndose, a gritos, al desconocido), que quiere usted reconciliarse con Dios? Confiéseme sus pecados, y le daré la absolución... ¿Qué? ¡No le oigo!

El corresponsal (escribiendo).—Se oyen sollozos por doquier... En términos conmovedores, el sacerdote le habla de ultratumba al criminal, digo, al desgraciado, que le escucha con lágrimas en los ojos...

El desconocido (con voz débil).—Si no se retira usted de ahí, le caeré encima. Peso noventa kilos.

Los espectadores próximos a la roca retroceden, asustados.

Voces.—¡Ya cae! ¡Ya cae!

El turista gordo (emocionado).—¡Macha! ¡Sacha! ¡Petka!

El primer guardia.—Señores: ¡apártense; se lo ruego!

La señora.—Nelli: ¡corre a llamar a papá! ¡Dile que ya cae!

El primer fotógrafo (desesperado).—¿Qué hago yo ahora, Dios mío? No he cambiado la placa, y las nuevas me las he dejado en el bolsillo del gabán... ¡Y ese hombre es capaz de caer en cuanto yo vuelva la espalda! ¡Qué terrible situación!

El pastor (al desconocido).—Dese usted prisa, joven. Haga acopio de fuerzas y confiéseme sus pecados... al menos los principales: los menudos puede callárselos.

El turista gordo.—¡Qué tragedia!

El corresponsal (escribiendo.)—El criminal, digo, el desgraciado, se confiesa públicamente... Terribles secretos se descubren...

El pastor (a voz en cuello).—¿No ha matado usted a nadie? ¿No ha robado? ¿No ha cometido ningún adulterio?

El turista gordo.—Macha, Petka, Katia, Sacha, Vasia: ¡atended!

El corresponsal (escribiendo).—La multitud se escandaliza.

El pastor (apresuradamente).—¿No ha cometido ningún sacrilegio? ¿No ha codiciado el asno, el buey, la esclava ni la mujer de su prójimo?

El turista gordo.—¡Qué tragedia!

El pastor.—Mis parabienes, hijo mío. Se ha reconciliado usted con Dios. Ahora puede usted caer tranquilo... ¿Pero qué veo? ¡Miembros del Ejército de la Salvación! Guardias: ¡échenlos!

Numerosos miembros del Ejército de la Salvación, masculinos y femeninos, llegan, a los sones de un tambor, un violín y una trompeta ensordecedora.

El primer miembro del Ejército de la Salvación (tocando frenéticamente el tambor).—¡Hermanos y hermanas míos!

El pastor (desgañitándose).—¡Se ha confesado ya, hermanos! Estos señores pueden testificarlo. ¡Se ha reconciliado ya con Dios!

El segundo miembro, una señora (subiéndose a una peña).—Como ese pecador, yo me hallaba sumida en las tinieblas. Mi vicio era el alcoholismo. Y un día la luz deslumbradora de la verdad...

Una voz.—De poco le sirvió la luz! ¡Está borracha perdida!

El pastor.—Guardias: ¿verdad que se ha reconciliado ya con Dios?

El primer miembro del Ejército de la Salvación sigue tocando el tambor y sus compañeros de armas empiezan a cantar. La clientela del buffet canta también y llama al mozo en todas las lenguas. El pastor pretende llevarse, quieras que no, a los guardias, que se resisten desesperadamente a abandonar su puesto. Aparece, jinete en un asno, un turista de nacionalidad inglesa. El cuadrúpedo se abre de manos y se niega, en su sonoro idioma, a seguir avanzando.

Los miembros del Ejército de la Salvación no tardan en irse, tocando y cantando. El pastor los sigue, agitando los brazos.

El jinete inglés (dirigiéndose a un compatriota que también cabalga en un asno y acaba de detenerse junto a él).—¡Qué gente más incivil!

El otro jinete inglés.—¡Vámonos!

El primer jinete inglés.—Espere un momento. Caballero (dirigiéndose al desconocido): ¿por qué retarda usted tanto su caída?

El segundo jinete inglés.—¡Míster William...!

El primer jinete inglés (al desconocido).—¿No ve usted que esta gente lleva dos días esperándole? Dejándose caer les daría usted gusto y, además, las angustias de un gentleman no seguirían sirviéndole de distracción a la chusma.

El segundo jinete inglés.—¡Míster William...!

El turista gordo.—¡Tiene razón! ¿Habéis oído, hijos míos? ¡Qué tragedia!

Un turista de mal genio (avanzando, amenazador, hacia el primer jinete inglés).—¿Qué es eso de chusma?

El primer jinete inglés (sin hacerle caso y fijos los ojos en el desconocido).—Si le falta a usted valor para dejarse caer, le dispararé un tiro y sanseacabó. ¿Quiere usted?

El primer guardia (cogiendo al expeditivo gentleman la mano, con la que ya asesta el cañón de un revólver hacia el desconocido).—¡Usted no tiene derecho a hacer eso! ¡Queda usted detenido!

El desconocido.—¡Guardias, guardias!

Emoción general.

Voces.—¿Qué le pasa?... ¿Qué quiere?

El desconocido (con voz nada débil).—¡Llévense a ese bárbaro, que es capaz de soltarme un tiro! Y díganle al fondista que no puedo más.

Voces.—¿Qué dice?... ¿De qué fondista habla?... ¡El desgraciado se ha vuelto loco!

El turista gordo.— Hijos míos, qué tragedia! El sinyen tura ha perdido el juicio. ¿Os acordáis de Hamlet?

El desconocido (en tono desapacible).—Díganle que me duelen los riñones.

Macha (melancólica).—Papá: ¡le tiemblan las piernas!

Katia.— Son convulsiones. ¿Verdad, papá?

El turista gordo (entusiasmado).—No sé. Creo que sí. ¡Pero qué tragedia!

Sacha (malhumorado).—Son las convulsiones de la agonía... Papá: ¡yo no puedo más!

El turista gordo.—¡Qué extraño fenómeno, hijos míos! Un hombre que de un momento a otro va a romperse la crisma se queja de dolor de riñones.

Unos cuantos turistas furiosos llegan empujando a un señor de chaleco blanco, muy asustado, que le sonríe y le hace reverencias a todo el mundo y de cuando en cuando trata de huir.

Voces.—¡Es una burla intolerable! ¡Guardias, guardias!

Otras voces.—¿De qué burla hablan?... ¿Quién es ese hombre?... ¡Debe de ser un ladrón!

El señor del chaleco blanco (sonriendo y haciendo reverencias).—¡Ha sido una broma, respetables señores! El público se aburría...

El desconocido (furioso).—¡Señor fondista!

El señor del chaleco blanco.—¡En seguida, en seguida!

El desconocido.—¡Yo no puedo estar aquí eternamente! Habíamos convenido en que estaría hasta las doce, y ya es mucho más tarde.

El turista alto (fuera de sí).—¿Oyen ustedes, señores? Ese sinvergüenza del chaleco blanco ha contratado a ese otro sinvergüenza y le ha atado a la roca.

Voces.—¡Cómo! ¿Está atado?

El turista alto.—¡Claro! ¡Está atado, y no puede caer! ¡Y nosotros esperando, llenos de angustia...!

El desconocido.—¿Querían ustedes que me rompiese la crisma por veinticinco rublos?... Señor fondista: ¡no puedo más! Por si no me bastaba con el dolor de riñones que tengo, un pastor se ha empeñado en ayudarme a bien morir y a un turista inglés se le ha ocurrido la generosa idea de obsequiarme con un balazo. ¡Eso no estaba estipulado en el contrato!

Sacha.—¿Ve usted, papá? ¿No le da a usted vergüenza tenernos todo el día de pie y sin comer para esto?

El señor del chaleco blanco.—El público se aburría... Mi único deseo era amenizarle un poco la vida.

La señora belicosa.—¿Pero qué pasa? ¿Por qué no cae?

El turista gordo.—Caerá, señora! ¿No ha de caer?

Petka.—¿Pero no ha oído usted que está atado?

Sacha.—¡Cualquiera convence a papá! ¡Cuando se le mete una cosa en la cabeza...!

El turista gordo.—¡Callad!

La señora belicosa.—¡Claro que caerá! ¡No faltaba más!

El turista alto.—¡No se puede engañar así a la ente!

El señor del chaleco blanco.—El público se aburría...

y yo, para proporcionarle unas horas de tensión nerviosa... contando con sus sentimientos altruistas...

El primer jinete inglés.—¿Es de usted el buffef?

El señor del chaleco blanco.—Sí, señor.

El primer jinete inglés.—Y el hotel también, ¿no?

El señor del chaleco blanco.—Sí, señor. El público se aburría...

El corresponsal (escribiendo).—El dueño del hotel, explotando los mejores sentimientos humanos...

El desconocido (furioso).—¿Pero hasta cuándo va usted a tenerme aquí, señor fondista?

El señor del chaleco blanco.—¡Un poco de paciencia, joven! ¡No sé de qué se queja usted! Veinticinco rublos, las noches libres...

El desconocido.—¿Quería usted que durmiera aquí?

El turista alto.—¡Son ustedes unos canallas! ¡Han explotado de un modo indigno nuestro amor al prójimo! Nos han hecho sentir terror, lástima, y ahora resulta que el desventurado—¡el supuesto desventurado!—, cuya caída estábamos esperando, está atado a la roca y no puede caer...

La señora belicosa.—¡Cómo! ¡No faltaba más! ¡Es preciso que caiga!

Llega, jadeante, el pastor.

El pastor.—¡Es una taifa de impostores ese Ejército de la Salvación!... ¿Aun vive ese joven? ¡Qué fuerte!

Una voz.—¡Las fuertes son las ligaduras!

El pastor.—¿Qué ligaduras? ¿Las que le atan a la vida? ¡Oh, la muerte las rompe con suma facilidad! Afortunadamente, su alma está ya purificada por la confesión.

El turista gordo.—¡Guardias, guardias! ¡Se impone un proceso verbal!

La señora belicosa (avanzando, amenazadora, hacia el señor del chaleco blanco).—¡No puedo permitir que se me engañe! He visto a un aviador estrellarse contra un tejado, he visto a un tigre despedazar a una mujer...

Un fotógrafo.—¡Las placas que he gastado fotografiando a ese canalla me las pagará usted, señor!

El turista gordo.—¡Un proceso verbal! ¡Se impone un proceso verball ¡Qué osadía!

El señor del chaleco blanco (retrocediendo).—¿Pero cómo quieren ustedes que le obligue a caer? Se negaría rotundamente.

El desconocido.—¡Claro que me negaría! Yo no me estrello por veinticinco rublos.

El pastor.—¡Qué granuja! ¿Para eso he arriesgado yo mi vida confesándole? Porque he arriesgado mi vida, señores, exponiéndome a que cumpliera su amenaza y se me dejara caer encima.

Macha (melancólica).—Papá: ¡un policía!

Gran confusión. Unos rodean, tumultuosamente, al policía y otros al señor del chaleco blanco. Ambos gritan: «¡Señores, por Dios!»

El turista gordo.—Señor policía: ¡hemos sido víctimas de una impostura, de una granujada!

El pastor.—¡El joven de la roca es un infame, un criminal!

El policía.—¡Calma, señores, calma!... ¡Eh, amigo! (dirigiéndose al desconocido). ¿Está usted dispuesto a caer, o no?

El desconocido (resueltamente).—¡No, señor!

Voces.—¿Ve usted? ¡Es un cínico!

El turista alto.—Escriba usted, señor policía: «Explotando el santo amor al prójimo... ese sentimiento sagrado que...»

El turista gordo.—¿Oís, hijos míos? ¡Qué estilo!

El turista alto. —«Ese sentimiento sagrado que...»

Macha (melancólica).—Papá: ¡mira qué anuncio!

Aparece, seguido de un grupo de músicos, un sujeto que lleva en lo alto de un palo un cartel con este letrero, al pie de la efigie de un hombre de largos cabellos: «Yo era calvo.»

El sujeto del cartel (deteniéndose y a grito herido).—Nací calvo y seguí mucho tiempo siéndolo. Me casé con la cabeza monda como una perinola, y mi mujer...

Todos escuchan atentísimos, incluso el policía.

El turista gordo.—¡Qué tragedia! ¡Recién casado y calvo!

El sujeto del cartel (enfáticamente).—Mi dicha doméstica, señores, llegó a estar en peligro. Todos los pretendidos remedios contra la calvicie que industriales sin conciencia...

El turista gordo.—Toma nota, Petka!

La señora belicosa.—¿Pero cae ese joven, o no?

El señor del chaleco blanco.—Otro día caerá, señora. Le prometo a usted que cuando vuelva a utilizarle no le ataré tan a conciencia.