Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo LVI

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Llegado al valle, encontré a Bug-Jargal, y, arrojándome en sus brazos, me quedé oprimido de tan violentas sensaciones, con mil preguntas que dirigirle y sin poder proferir un solo acento.

—Escucha—me dijo—: tu mujer y mi hermana están en salvo. La entregué en el campamento de los blancos a uno de tus parientes que mandaba las avanzadas, y también quise darme por prisionero, no fuese que inmolasen las diez cabezas que en rehenes responden de la mía. Tu pariente me aconsejó que huyera y procurara impedir tu suplicio, seguro de que los diez negros no serían ajusticiados, a menos que tú lo fueses, lo que debía anunciar Biassou enarbolando una bandera negra en el pico más elevado de nuestras montañas. Eché entonces a correr, Rask me sirvió de guía, y, gracias sean dadas al cielo, aun pude llegar a tiempo. Tú vivirás y yo también viviré.

Me alargó la mano y añadió:

—Hermano, ¿estás satisfecho?

Le estreché de nuevo en mis brazos, le rogué que no se separara jamás de mí, que permaneciera entre los blancos, y le ofrecí un grado en el ejército colonial. Aquí me interrumpió, diciendo con aire feroz:

—Hermano, ¿te he propuesto yo acaso que te alistes entre los míos?

Callé, conociendo mi yerro, y él prosiguió en tono festivo:

—Anda, vamos pronto a ver y a consolar a tu mujer.

Semejante propuesta respondía a una necesidad imperiosa de mi alma; me levanté, pues, embriagado de júbilo, y empezamos a caminar. El negro, que conocía la senda, iba delante; Rask nos seguía...

Aquí se detuvo D’Auverney, y echó una mirada lúgubre en derredor; le corría el sudor a gruesas gotas por la frente y se cubrió el rostro entre ambas manos. Rask le estaba mirando con desasosiego.

—Sí, asimismo me mirabas...—pronunció con voz apagada.

Y un minuto después, levantándose con ímpetu, se salió de la tienda; el sargento y el perro le fueron en seguimiento.