Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo LVII

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LVII

—Apostaría—dijo Enrique—a que nos acercamos al desenlace. De veras que sentiría cualquier desgracia de Bug-Jargal, que era un hombre de prueba.

Pascual se quitó de la boca el frasco forrado en mimbres, y dijo:

—Doce cajas de botellas de Oporto daría yo por ver el cascarón de coco que se bebió de un trago.

Alfredo, que estaba distraído pensando en algún acompañamiento de guitarra, volvió en sí, y pidiéndole a Enrique que le arreglara los cordones, añadió:

—Ese negro me interesa mucho. Solo que tengo curiosidad de preguntarle a D’Auverney, y no me he atrevido, si sabía la canción de La hermosa de Padilla.

—Más raro es aquel Biassou—prosiguió Pascual—. Su vino, sabiendo a pez, no debía de ser muy bueno; pero siquiera ese hombre sabía lo que era un francés. Si me hubiera cogido prisionero, me habría dejado crecer el bigote para que me adelantara en prenda unos cuantos pesos, como dicen que hizo aquel capitán portugués en Goa. ¡Voto a Dios, que mis acreedores son más duros de corazón que Biassou!

—Ahora que me acuerdo, capitán, allá van cuatro luises que le debo—dijo Enrique, alargando su bolsa a Pascual.

El capitán miró atónito a este deudor generoso, que más derecho hubiese tenido a llamarse acreedor. Enrique se apresuró a decir:

—Y vamos, señores, ¿qué les parece a ustedes de la historia que nos cuenta el capitán?

—A fe mía—contestó Alfredo—, que no he puesto mucha atención; pero me aguardaba cosa mejor del melancólico D’Auverney. Además, hay una canción en prosa, y eso no me gusta. ¿A qué música puede arreglarse? En conclusión, la historia de Bug-Jargal me fastidia: es demasiado larga.

—Y mucha razón que lleva—repuso el ayudante Pascual—; es demasiado larga. A no ser por la pipa y el frasco, habría pasado muy mala noche. Y luego, reparen ustedes, caballeros, en que tiene muchísimos disparates. Por ejemplo: ¿quién ha de creerse que ese enanillo brujo, Ahí verás, o como se llame, quiso ahogarse por ahogar a su enemigo?

—Y, sobre todo, en agua, ¿no es cierto, capitán Pascual?—respondió Enrique de broma—. A mí lo que me dió más golpe fué reparar en cómo el perro cojo alzaba la cabeza a cada vez que se repetía el nombre de Bug-Jargal.

—En eso—dijo Pascual—, hacía todo al revés de las viejas de Celadas cuando el padre predicador mentaba a Jesucristo. Yo entré en la iglesia con una docena de coraceros...

El ruido del centinela al presentar las armas avisó el regreso de D’Auverney. Todos callaron, y él continuó por algún rato paseando la estancia con los brazos cruzados y en silencio. Tadeo, acurrucado como antes en un rincón, le miraba a hurtadillas, y mientras tanto, hacía como si acariciase a Rask, a fin de que el capitán no reparase en su sobresalto.

D’Auverney prosiguió al cabo en su relación.