Bug-Jargal (Alcalá Galiano tr.)/Capítulo XXXI

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XXXI

Siguióse a esta escena otra en que el velado obí representó aún el principal papel: el médico había reemplazado al sacerdote; el zahorí reemplazó ahora al médico.

—Hombres, escuchad—exclamó el obí, saltando con agilidad increíble sobre el altar improvisado, donde vino a caer sentado, con las piernas cruzadas bajo sus abotargadas enaguas—. Escuchad, hombres; cuantos quieran leer en el libro del destino el secreto de su vida, que se acerquen y se lo diré: He estudiado la ciencia de los gitanos.

Una caterva de negros y de mulatos se acercaron con precipitación.

—Uno tras otro—dijo el obí, cuya voz hueca y ronca cobraba a veces un acento atiplado y chillón, que me chocaba como un recuerdo—. Si venís todos juntos, juntos iréis a la hoya.

Entonces se detuvieron, y, en este instante, un hombre de color, vestido al uso de los hacendados ricos, con chaqueta y pantalón blanco y un pañuelo atado en la cabeza, se acercó a Biassou; la consternación se hallaba retratada en su semblante.

—¡Y bien!—dijo el generalísimo en voz baja—, ¿qué es eso?, ¿qué tienes, Rigaud?

Era, pues, el caudillo mulato de las gavillas de los Cayos, conocido más en adelante bajo el nombre del general Rigaud, hombre astuto bajo apariencia de candidez y cruel bajo la capa de dulzura. Le examiné con atención.

—Mi general—respondió Rigaud—porque si bien hablaba en tono muy bajo, estaba yo tan próximo a Biassou que logré oírles—, a la entrada del campamento hay un mensajero de Juan Francisco con la noticia de que Bouckmann ha muerto en un encuentro con M. De Touzard, y que los blancos han colgado su cabeza en la ciudad por trofeo.

—¿No hay más que eso?—contestó Biassou, brillándole los ojos de gozo al ver disminuirse el número de los cabecillas y acrecentarse, por consiguiente, su importancia.

—Además, el emisario de Juan Francisco trae un mensaje para el general.

—Bien está—repuso Biassou—; pero amigo Rigaud, no tengas esa cara de espanto.

—Pues ¿qué, mi general—objetó Rigaud—, la muerte de Bouckmann no podrá producir mal efecto en la tropa?

—No eres tan sencillo, Rigaud, como aparentas—replicó su jefe—; mas ahora vas a juzgar a Biassou. Haz que el mensajero se retarde en entrar un cuarto de hora, y eso basta.

Entonces se acercó al obí, que durante esta conversación, escuchada por mí tan sólo, había comenzado su oficio de adivino, examinando los signos de sus frentes y de la palma de sus manos y repartiéndoles más o menos felicidad venidera, según el sonido, el color y el tamaño de la moneda que cada cual de ellos echaba a sus pies, en una patena de plata dorada. Díjole Biassou unas breves palabras al oído, y el hechicero, sin detenerse, continuó sus observaciones de adivinanza.

—El que lleva en medio de la frente—decía el obí—, en la arruga del sol, una figura pequeña cuadrada o en triángulo, hará una gran fortuna sin afán ni trabajos.

La figura de tres S. S. S. juntas, en cualquier lugar de la frente que se hallen, es un signo muy funesto. Quien la lleva se ahogará sin remedio si no huye del agua con sumo cuidado.

Cuatro líneas que arranquen de la nariz y a pares se arqueen por encima de los ojos, anuncian que algún día habrá de caer el sujeto prisionero de guerra y de gemir cautivo en manos de los extraños.

Aquí el obí hizo una pausa.

—Compañeros—añadió con gravedad—: tenía yo observado este signo en el semblante de Bug-Jargal, caudillo de los valientes de Morne-Rouge.

A tales palabras, que me confirmaron aún más el aprisionamiento de Bug-Jargal, siguiéronse los lamentos de una gavilla, compuesta de negros exclusivamente, y cuyos principales jefes llevaban calzoncillos encarnados: era la división de Morne-Rouge.

Sin embargo, el obí prosiguió:

—Si tenéis en el lado derecho de la frente, sobre la línea de la luna, alguna figura en semejanza de horquilla, temed el estar ociosos o el entregaros demasiado a los placeres.

Un signo pequeño, aunque muy importante, que es la figura árabe del número 3, sobre la línea del sol anuncia azotes...

Un negro viejo español de Santo Domingo interrumpió al obí, acercándose a él implorando socorro. Estaba herido en la frente, y uno de sus ojos, arrancado de la órbita, le colgaba chorreando sangre. El obí le había dejado olvidado en su revista médica, y al momento que le vió, dijo:

—Figuras redondas en la región derecha de la frente, sobre la línea de la luna, indican dolencias en los ojos. Hombre, ese signo está muy visible en tu frente; a ver, dame la mano.

—¡Ay, excelentísimo señor!—replicó el herido—. Mire usted mi ojo.

—¡Vejancón![17]—respondió de mal humor el obí—, ¿qué necesidad tengo yo de verte los ojos? Daca la mano, digo.

El desdichado alargó la mano, repitiendo siempre en voz baja:

—¡Ay, mi ojo!

—Bueno—dijo el zahorí—. Si en la línea de la vida se descubre un punto rodeado de un círculo pequeño y de color negro, se quedará tuerta la persona, porque este signo anuncia la pérdida de un ojo. Eso es: aquí, aquí está el punto, y el círculo, y serás tuerto.

—¡Ya lo soy!—respondió el vejancón gimiendo en tono lastimero.

Mas el obí, que no hacía ya de cirujano, le empujó de sí con aspereza, y prosiguió, sin atender a los quejidos del pobre tuerto:

—Escuchad, hombres. Si las siete líneas de la frente son chicas, retorcidas y poco señaladas, anuncian que la vida de aquella persona será breve.

Quien tenga en el entrecejo y en la línea de la luna la figura de dos flechas cruzadas morirá en una batalla.

Si la línea de la vida que atraviesa la palma de la mano presentare una cruz a su extremidad, cerca ya de la coyuntura, anuncia que la persona aquella perecerá en un cadalso... Y ahora—añadió el obí—debo decir, hermanos, que uno de los más firmes puntales de la independencia, el valeroso Bouckmann, reune estos tres signos fatales.

A estas palabras, quedáronse los negros todos sin soltar el aliento, inmóviles los ojos y clavados en el juglar con aquella especie de atención que tanto se asemeja al estupor.

—Tan sólo hay—prosiguió el obí—que no sé cómo concuerden ambos signos, si el uno presagia a Bouckmann que ha de morir en la batalla y el otro le amenaza con un cadalso. Mi ciencia, empero, es infalible.

Se detuvo y echó una ojeada a Biassou, y éste dijo al oído algunas palabras a uno de sus ayudantes, quien salió sin tardanza.

—La boca abierta y lacia—tornó a decir el obí, volviéndose hacia el concurso y con tono bufón y malicioso—, una actitud insignificante, los brazos colgando y la mano izquierda vuelta para afuera sin que haya motivo, anuncian la necedad natural, la falta de seso y una curiosidad embrutecida.

Soltó Biassou su risa sarcástica, cuando en este momento regresó el ayudante, trayendo en su compañía a un negro cubierto de polvo y fango, y cuyos pies, cortados por los pedernales y abrojos, eran claro indicio de que venía de una larga jornada. Este era el mensajero anunciado por Rigaud. Traía en una mano un pliego cerrado, y en la otra, desdoblado, un pergamino con un sello en figura de corazón inflamado. En el medio estaba una cifra compuesta de las letras características M. y N., enlazadas entre sí para designar, sin duda, la unión de los mulatos libres y de los negros esclavos. A un lado de la cifra se leía por mote: “Las preocupaciones, vencidas; la vara de hierro, rota; ¡viva el rey!” Este pergamino era un pasaporte expedido por Juan Francisco.

El emisario le presentó a Biassou, y, después de humillarse hasta tocar la tierra, le entregó el pliego sellado. El generalísimo lo abrió con precipitación, recorrió los despachos que contenía, se metió algunos en los bolsillos y, estrujando otro entre las manos, exclamó con aspecto desconsolado:

—¡Tropas del rey!

Los negros hicieron una profunda reverencia.

—¡Tropas del rey! He aquí lo que manda decir a Juan Biassou, generalísimo del país conquistado y mariscal de campo de los ejércitos de Su Majestad Católica, Juan Francisco, gran almirante de Francia y teniente general de los ejércitos de su antedicha Majestad el Rey de España y de las Indias.

Bouckmann, caudillo de ciento veinte negros de las Montañas Azules de Jamaica, reconocidos independientes por el gobernador de Belle-Combe; Bouckmann acaba de sucumbir en la gloriosa lucha de la libertad y la humanidad contra el despotismo y la barbarie. El generoso caudillo ha muerto en un encuentro con los forajidos blancos que manda el infame Touzard, y los monstruos le han cortado la cabeza, anunciando que iban a colocarla con ignominia en un cadalso en la plaza de Armas de su ciudad del Cabo. ¡Venganza!

El lúgubre silencio de un general desaliento siguióse por un instante en todas las filas del ejército a esta lectura; pero, mientras tanto, el obí se había puesto de pie sobre el altar, sacudiendo su varita blanca con gestos triunfantes.

—Salomón, Zorobabel, Eleazar Taleb, Cardan, Judas Bowtaricht, Averroes, Alberto Magno, Boabdil, Juan de Hagen, Ana Baratro, Daniel Ogrumof, Raquel Flintz, Altornino, gracias os doy, maestros. La ciencia de los zahorís no me ha engañado. Hijos, amigos, hermanos, muchachos, mozos, madres, y vosotros, todos los que me escucháis aquí, ¿no lo había yo vaticinado? ¿Qué había dicho? Los signos de la frente de Bouckmann me habían anunciado que viviría poco, y que moriría en un combate; las líneas de su mano, que aparecería en un cadalso. Las profecías de mi ciencia se realizan fielmente, y los sucesos se arreglan por sí mismos de manera que encajen aquellas circunstancias que no sabíamos conciliar: su muerte en el campo de batalla y su aparición en el cadalso. Admiraos, hermanos.

El desaliento de los negros se había tornado durante este discurso en una especie de susto y maravilla. Escuchaban al obí con confianza mezclada de terror, mientras él, embriagado de sí mismo, se paseaba a lo largo de la caja de azúcar, que ofrecía en su superficie espacio suficiente para que sus piernecillas pudiesen extenderse muy a sus anchuras. Biassou, riendo a su manera, dirigió la palabra al obí:

—Señor capellán: puesto que vuestra merced no ignora los sucesos venideros, ¿querrá leerme lo que ha de sucederme a mí, Juan Biassou, mariscal de campo?

El obí se detuvo con aire jactancioso en medio del grotesco altar donde la credulidad de los negros le divinizaba, y replicó al mariscal de campo:

—Venga vuestra merced.

En aquel instante, el obí era la persona de mayor importancia en el ejército. El poder militar se humilló ante el prestigio del sacerdote, y al acercarse Biassou, era fácil de leer en sus miradas algún movimiento de enojo.

—La mano, mi general—dijo el obí, inclinándose para cogerla—. Empiezo: la línea de la coyuntura, señalada con igualdad en toda su extensión, le promete riquezas y felicidad. La línea de la vida, larga y distinta, anuncia una existencia libre de males y una vejez robusta; estrecha, señala la sabiduría, el espíritu ingenioso y la generosidad del corazón; en fin, aquí veo lo que los nigrománticos llaman el más venturoso de todos los signos: una caterva de ligeras arrugas que le dan el aspecto de un árbol cargado de ramas elevándose hacia lo alto de la mano, indicio seguro de la opulencia y las grandezas. La línea de la salud, muy larga, confirma los pronósticos de la línea de la vida, y también anuncia valor; encorvada hacia el dedo meñique, en forma de garfio, es signo, mi general, de una severidad provechosa.

A esta palabra, los ojuelos brillantes del obí se clavaron en mi persona al través de los agujeros de su velo, y reparé de nuevo en el acento, que me era conocido, y que se disfrazaba en la gravedad acostumbrada de la voz; él prosiguió con la misma intención en el gesto y tono:

—Sembrada de círculos pequeños, la línea de la salud anuncia gran cantidad de justicias que debe ordenar, y que son necesarias. Hacia la mitad de su curso, se interrumpe para formar un medio círculo, señal de que correrá gran peligro con las bestias feroces, es decir, con los blancos, si no los extermina. La línea de la fortuna, rodeada, como su compañera la de la vida, por pequeños ramales que suben hacia la parte superior de la mano, confirma el porvenir de poder y supremacía a que está llamado; recta y delgada en la parte superior, anuncia el talento para gobernar. La quinta línea, la del triángulo, que se prolonga hasta el arranque del dedo de en medio, promete el más cabal éxito en toda empresa. Veamos ahora los dedos. El pulgar, cruzado a lo largo por rayas menudas, que van desde la coyuntura a la uña, presagia una gran herencia: sin duda que habrá de ser la de la gloria de Bouckmann—añadió el obí en voz sonora—. La eminencia que se forma a la raíz del índice está cargada de ligeros surcos, apenas perceptibles: honores y dignidades. El dedo del centro nada presagia. El dedo anular está surcado de líneas cruzadas: caerán todos sus enemigos y rivales, porque estas líneas forman cruces de San Andrés, señal de ingenio y previsión. La coyuntura que une el dedo meñique a la mano nos presenta enmarañados pliegues del cutis: la fortuna le colmará de dones. También descubro la figura de un círculo, presagio que añadir a los restantes y que anuncia dignidades y poderío.

¡Feliz—dice Eleazar Taleb—el mortal que lleva tales señales! ¡El destino está encargado de su prosperidad, y su estrella le dará el genio que confiere gloria!” Ahora, mi general, voy a mirarle la frente. “El que lleva en medio de la frente, sobre el surco del sol, una figura cuadrada—dice Raquel Flintz, la gitana—o bien un triángulo, hará gran fortuna.” Aquí está, y bien señalada. Si el signo está a la derecha, promete una herencia importante. La misma de la gloria de Bouckmann. El signo de una herradura en el entrecejo, por encima del surco de la luna, anuncia que el portador sabrá vengar sus injurias y la tiranía que haya sufrido. Yo tengo este signo, y mi general también...—

El modo en que el obí pronunció las palabras yo tengo este signo, me volvió a chocar por lo extraordinario.

—También se le ve—añadió con el mismo tono—en los valientes que saben meditar un levantamiento animoso y romper en abierta lid las cadenas de su servidumbre. La garra de león que lleva marcada por encima de la ceja indica un valor brillante. En fin, mi general Juan Biassou, la frente de vuestra merced presenta el más resplandeciente de todos los síntomas de prosperidad:

una combinación de líneas que forman la letra M, la primera en el nombre de la Virgen María. En cualquier parte de la frente, en cualquier surco que esta figura aparezca, anuncia el genio, la gloria y el poderío. Quien la lleva hará siempre triunfar la causa que abrace, y los que sigan sus banderas jamás tendrán que lamentar pérdida alguna, porque él solo vale más que todos los de su partido. Mi general: vuestra merced es el hombre elegido por el destino.

—Gracias, señor capellán—dijo Biassou regresando hacia su trono de caoba.

—Aguárdese, señor general—-repuso el obí—, que se me olvidaba otro signo. La línea del sol, muy señalada en su frente, prueba conocimiento del mundo, deseo de hacer felices, mucha liberalidad y una inclinación a la magnificencia.

Biassou comprendió, al parecer, que el olvido era más bien suyo que del obí, y sacando una bolsa bien repleta, se la arrojó en el plato, a fin de no desmentir a la línea del sol.

Mientras tanto, el brillante destino de su caudillo había producido entre las tropas el efecto deseado. Todos los rebeldes, con quienes tenía la palabra del obí mayor imperio que nunca desde la nueva de la muerte de Bouckmann, pasaron del desaliento al entusiasmo, y, ciegamente fiados en su infalible adivino y su predestinado general, prorrumpieron en gritos de “¡Viva el obí! ¡Viva Biassou!”

El obí y Biassou se miraron, y se me figuró oír la risa contenida, del primero respondiendo al sarcasmo del generalísimo.

No sabré explicar por qué; pero este obí me atormentaba el pensamiento, y me parecía haber visto u oído de antemano algo que se asemejaba a aquel tan extraño ente, a punto que resolví hablarle.

—Señor obí, señor cura, doctor, médico, señor capellán, bon per—le dije.

Volvióse hacia mí con presteza.

—Queda aún aquí una persona a quien no le ha dicho su buenaventura, y ésa soy yo.

Cruzó los brazos sobre el sol de plata que le cubría el velludo pecho, y no me replicó; yo continué:

—De buena gana sabría yo lo que augura de mi suerte venidera; pero sus honrados camaradas me han privado de mi reloj y mi bolsa, y no juzgo que el señor obí sea sujeto para profetizar de balde.

Se acercó junto a mí precipitadamente, y me dijo en voz hueca al oído:

—Te equivocas; dame la mano.

Alarguésela, mirándole cara a cara; chispeábanle los ojos y hacía ademán de examinarme la mano.

—Si la línea de la vida—me dijo—está cortada hacia la mitad por dos rayas transversales y visibles, es indicio de muerte próxima. Tu muerte está próxima.

Si no se encuentra la línea de la salud en el centro de la mano y existen tan sólo las de la vida y la fortuna reunidas en su origen de modo que formen un ángulo, no se espere quien tenga tal signo a morir de muerte natural. No aguardes, pues, una muerte natural.

Si la faz interior del índice tiene una raya que la atraviesa en todo su largo, muere el sujeto de un modo violento.

Había algo de júbilo en aquella voz sepulcral que me anunciaba la muerte; pero yo le oí con indiferencia y menosprecio.

—Zahorí—le dije con una sonrisa de desdén—, se conoce que eres hábil y que pronosticas lo que cualquiera ve que es seguro.

Se me acercó más a esto.

—¡Conque dudas de mi ciencia! Pues bien: escúchame de nuevo. La interrupción en la línea del sol sobre tu frente me anuncia que tienes por enemigo a un amigo, y a un amigo por un enemigo...

El sentido de tales palabras aparentaba aludir al pérfido Pierrot, a quien amaba, y que me había sido traidor, y al fiel Habibrah, a quien aborrecía, y cuyos ensangrentados vestidos atestiguaban su animosa muerte y su constancia.

—¿Qué pretendes decir?—exclamé.

—Escucha hasta el cabo—prosiguió el obí—. Ya te he hablado del porvenir, y ahora toca lo pasado. La línea de la luna presenta una curva ligera en la frente: esto significa que te han arrebatado a tu mujer.

Me estremecí, y quise lanzarme del asiento; pero los centinelas me contuvieron.

—¡No tienes paciencia! Oyelo todo—repuso el obí—. La cruz pequeña en que remata la curva completa la explicación. Tu mujer te fué arrebatada la noche misma de la boda.

—¡Miserable!—prorrumpí—, ¿sabes tú dónde está?... ¿Quién eres?

Y probé a soltarme de nuevo y arrancarle el velo; pero me fué preciso ceder al número y la fuerza, y vi con rabia alejarse al misterioso obí, diciéndome:

—¿Me creerás ahora? ¡Prepárate para tu muerte inmediata!