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Cándido, o el optimismo/Capítulo XXVII

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

CAPITULO XXVII.

Del viage de Candido á Constantinopla.

Ya el fiel Cacambo había concertado con el capitan turco que habia de llevar á Constantinopla al sultan Acmet, que tomara á bordo á Candido y á Martin; y ámbos se embarcáron, habiéndose postrado primero ante su miserable Alteza. Candido en el camino decia á Martin: ¡Con que hemos cenado con seis reyes destronados, y de los seis á uno he tenido que darle tina limosna! Acaso hay otros muchos príncipes mas desgraciados. Yo á la verdad no he perdido mas que cien carneros, y voy á descansar de mis fatigas en brazos de Cunegunda. Razon tenia Panglós, amado Martin, todo está bien. Sea enhorabuena, dixo Martin. Increible aventura es empero, continuó Candido, la que en Venecia nos ha sucedido; porque nunca se ha visto ni oido cosa tal como cenar juntos en la misma posada seis monarcas destronados. No es eso cosa mas extraordinaria, replicó Martin, que otras muchas que nos han sucedido. Con mucha freqüencia sucede que un rey sea destronado; y por lo que respeta á la honra que hemos tenido de cenar con ellos, eso es una friolera que ni siquiera mentarse merece.

Apénas estaba Candido en el navío, se arrojó en brazos de su criado antiguo y su amigo Cacambo. ¿Y pues, le dixo, qué hace Cunegunda? ¿es todavía un portento de beldad? ¿me quiere aun? ¿cómo está? Sin duda que le has comprado un palacio en Constantinopla. Señor mi amo, le respondió Cacambo, Cunegunda está fregando platos á orillas de la Propontis, en casa de un príncipe que tiene poquísimos platos, porque es esclava de un soberano antiguo llamado Ragotski, á quien da el gran Turco tres duros diarios en su asilo; y lo peor es que ha perdido su hermosura, y que está horrorosa de puro fea. ¡Ay! fea ó hermosa, dixo Candido, yo soy hombre de bien, y mi obligacion es quererla siempre. ¿Pero cómo se puede encontrar en tan miserable estado con el millón de duros que tu le llevaste? Bueno está eso, respondió Cacambo: ¿pues no tuve que dar doscientos mil al señor Don Fernando de Ibarra, Figueroa, Mascareñas, Lampurdan y Souza, gobernador de Buenos-Ayres, para alcanzar su licencia de traerme á Cunegunda? ¿y no nos ha robado un pirata todo quanto nos había quedado? ¿No nos ha conducido dicho pirata al cabo de Matapan, á Milo, á Nicaria, á Samos, á Petri, á los Dardanelos, á Mármara y á Escutari? Cunegunda y la vieja estan sirviendo al príncipe que llevo dicho, y yo soy esclavo del sultan destronado. ¡Quanta espantosa calamidad encadenada una con otra! dixo Candido. Al cabo aun me quedan algunos diamantes, y con facilidad rescataré á Cunegunda. ¡Que lástima es que esté tan fea! Volviéndose luego á Martin, le dixo: ¿Quién piensa vm. que es mas digno de compasion, el emperador Acmet, el emperador Ivan, el rey Carlos Eduardo, ó yo? No lo sé, dixo Martin, y menester fuera hallarme dentro del pecho de vms. para saberlo. Ha, dixo Candido, si estuviera aquí Panglós, el lo sabria, y nos lo diria. Yo no poseo, respondió Martin, la balanza con que pesaba ese señor Panglós las miserias, y valuaba las cuitas humanas; pero sí presumo que hay en la tierra millones de hombres mas dignos de lástima que el rey Carlos Eduardo, el emperador Ivan, y el sultan Acmet. Bien puede ser, dixo Candido.

A pocos dias llegáron al canal del mar Negro. Candido rescató á precio muy subido á Cacambo, y sin perder un instante se metió con sus compañeros en una galera para ir á orillas de la Propontis en demanda de Cunegunda, por mas fea que estuviese.

Habia entre la chusma dos galeotes que remaban muy mal, y á quien el arraez levantisco aplicaba de quando en quando sendos latigazos en las espaldas con el rebenque. Por un movimiento natural los miró Candido con mas atención que á los demas forzados, arrimándose a ellos con lástima; y en algunas facciones de sus desfigurados rostros le pareció que se daban un poco de ayre á Panglós, y al otro desventurado jesuíta, al baron, hermano de Cunegunda. Enternecido y movido á compasión con esta idea, los contempló con mayor atencion, y dixo á Cacambo: Por mi vida, que si no hubiera visto ahorcar á maese Panglós, y no hubiera tenido la desgracia de matar al baron, creeria que son esos que van remando en la galera.

Oyendo los nombres del baron y de Panglós, diéron un agudo grito ámbos galeotes, se paráron en el banco, y dexáron caer los remos. Al punto se tiró á ellos el arraez, menudeando los latigazos con el rebenque. Deténgase, deténgase, Señor, clamó Candido, que le daré el dinero que me pidiere. ¿Con que es Candido? decía uno de los forzados. ¿Con que es Candido? repetia el otro. ¿Es sueño? decia Candido; ¿estoy en esta galera? ¿estoy despierto? ¿Es el señor baron á quien yo maté? ¿es maese Panglós á quien vi ahorcar? Nosotros somos, nosotros somos, respondian á la par. ¿Con que este es aquel insigne filósofo? decia Martin. Ha, señor arraez levantisco, ¿quanto quiere por el rescate del señor baron de Tunder-ten-tronck, uno de los primeros barones del imperio, y del señor Panglós, el metafísico mas profundo de Alemania?

Perro cristiano, respondió el arraez, una vez que esos dos perros de galeotes cristianos son barones y metafísicos, lo qual es sin duda un, cargo muy alto en su pais, me has de dar por ellos cincuenta mil zequíes.—Yo se los daré, señor; lléveme de un vuelo á Constantinopla, y al punto será satisfecho; pero no, lléveme á casa de Cunegunda. El arráez, así que oyó la oferta de Candido, puso la proa á la ciudad, y hacia que remaran con mas ligereza que un páxaro sesga el ayre.

Dió Candido cien abrazos á Panglós y al baron.—¿Pues cómo no he muerto á vm., mi amado baron? ¿y vm., mi amado Panglós, cómo está vivo habiéndole ahorcado? ¿y porqué están ámbos en galeras en Turquía? ¿Es cierto que esté mi querida hermana en esta tierra? dixo el barón. Sí, Señor, respondió Cacambo. Al fin vuelvo á ver á mi caro Candido, exclamaba Panglós. Candido les presentaba á Martin y á Cacambo: todos se abrazaban, todos hablaban á la par; bogaba la galera, y estaban ya dentro del puerto. Llamáron á un. Judío á quien vendió Candido por cincuenta mil zequíes un diamante que valia cien mil, y el Judío le juró por Abrahan, que no podia dar un ochavo mas. Incontinenti satisfizo el rescate del baron y Panglós: este se arrojó á las plantas de su libertador, bañándolas en lágrimas; aquel le dió las gracias baxando la cabeza, y le prometió pagarle su dinero así que tuviese con que. ¿Pero es posible, decia, que esté en Turquía mi hermana? Tan posible, replicó Cacambo, que está fregando platos en casa de un príncipe de Transilvania. Llamáron, al punto á otros Judíos, vendió Candido otros diamantes, y se partiéron todos en otra galera para ir á librar á Cunegunda.