David Copperfield (1871)/Primera parte/III
El caballo del tartanero era el caballo mas flojo del mundo; á cada parada metia el hocico entre las patas, y por su parte el amo estaba tan dormido como su rocin; en punto á conversacion no sabia mas que silbar.
Peggoty habia dispuesto un cesto con provisiones de boca, capaz de durar hasta Lóndres, aun cuando hubiéramos ido en la misma tartana. Comimos por todo el camino, excepto cuando dormíamos, y hasta que oí á Peggoty, jamás habia podido creer que una mujer roncaba con semejante estrépito.
Multiplicamos de tal modo los rodeos y paradas, que estaba ya molido cuando nos hallamos á la vista de Yarmouth. Al recorrer mis ojos la inmensa playa no pude menos de asombrarme, pues mi geografia pretendia que la tierra es redonda, y Yarmouth es el pueblo mas llano del mundo; esto podia consistir sin duda en que estuviese en uno de los polos.
A medida que nos acercábamos veia aquella playa que se prolongaba hasta tocar á lo lejos con el horizonte : se me figuraba que alguna montaña no hubiera estado allí de mas y que hubiera sido mejor no ver tan mezcladas y confundidas la ciudad y la mar; pero Peggoty, á quien hice presente mi observacion, me respondió con mayor énfasis que el de costumbre, que era preciso aceptar las cosas segun eran en sí, y que por su parte tenia á orgullo en llamarse un arenque de Yarmouth, apodo que se daba á los naturales de aquella ciudad maritima.
Cuando entramos en la calle — que por cierto aun la recuerdo con asombro — y sentimos el olor del pescado, de la pez y de la brea, cuando vimos ir y venir los marineros, pegar tumbos sobre el empedrado á los carros, etc., etc., comprendí cuán injusto habia sido con una ciudad llena de vida y movimiento. Díjeselo á Peggoty, que con placer oyó mi acto de contricion y me manifestó que era cosa sabida — supongo que de todos los que tienen la suerte de nacer arenques — que Yarmouth era la ciudad mas hermosa del universo.
— Aquí está mi sobrino Cham que nos espera, exclamó de pronto Peggoty.
Nos aguardaba, en efecto, á la puerta de la posada donde paraba el ordinario, y se informó de mi salud como si hubiéramos sido amigos antiguos. Al principio no estaba muy seguro de conocerle tan bien como él á mí, pues que no habia vuelto á nuestra casa desde el dia de mi nacimiento; pero la amistad creció así que me llevó á cuestas hasta su casa. Cham era todo un mozo hecho y derecho, casi casi de seis piés de alto, ancho de espaldas á proporcion, conservando al mismo tiempo su aire infantil y su cabellera rubia y rizada que le hacia parecerse á un borrego; vestia una anguarina de hilo y unos pantalones tan tiesos que hubieran podido muy bien quedarse derechos sin el auxilio de las piernas que iban dentro. En cuanto al sombrero menos parecia tal que una de esas manchas de pez que se pegan á donde caen.
Llevándome Cham en sus hombros con un cofrecillo de nuestro equipaje bajo el brazo, y Peggoty cargada con otro baulito, revolvimos por una porcion de callejuelas llenas de virutas y de montones de arenas; pasamos por delante de la fábrica del gas, de cordelerías, de talleres de aparejos de barcos, de fraguas, de arsenales donde se construian buques, de otros en que se deshacian, en que se carenaba y calafateaba, etc., etc., hasta que nos hallamos en aquella playa monótona que habia visto á lo lejos.
Allí fué donde me dijo Cham :
— Aquella es nuestra casa, señorito.
Miré á todas partes tan lejos como podia extenderse mi horizonte visual en aquel desierto, en el mar, en la orilla... pero fué en vano, pues no distinguí ninguna casa. Lo único que habia á corta distancia era una gran barca negra, una especie de buque viejo encallado, con una chimenea de hierro por donde salia una columna de humo negro, pero aquello no se parecia á una casa en lo mas mínimo.
— ¿No será eso que se parece á un barco? exclamé.
— Sí tal, eso es, señorito, respondió Cham.
A haber sido aquel el palacio de Aladino, ó cualquiera otra maravillosa habitacion de las Mil y una Noches, creo que me hubiera sentido menos encantado de la idea novelesca de vivir en él. Habia una deliciosa puerta practicada en uno de los costados; habia un techo, ventanas; pero el verdadero encanto consistia en que debia haber sido un buque de veras que surcó los mares mas de veinte veces, y que su destino no fué el de convertirse en una casa en tierra firme. Sí, en eso consistia precisamente su encanto; construido para servir de casa me hubiese parecido estrecho, incómodo y triste; pero tal como se presentaba á mi imaginacion de niño, era una habitacion perfecta.
Por otra parte, en el interior reinaba una limpieza extrema, un esmero, una coquetería. Habia una mesa, un reló de Holada, un armario con cajones, y sobre él un azafate para servir el té, en el que se veia pintada una señora con un paraguas paseando un niño vestido de militar y con un aro bajo el brazo. Para sostener el azafate habia una Biblia, pues de caer la bandeja, tras ella hubieran rodado la tetera y todas las tazas y platillos que estaban alrededor de la Biblia. En la pared ví algunas estampas iluminadas con sus correspondientes marcos, asuntos bíblicos que no hallo una sola vez en el escaparate de una estampería ó en los cajones de un buhonero sin que se me presente el interior del domicilio del hermano de mi querida Peggoty. Los principales cuadros representaban Abraham vestido de encarnado sacrificando á Isaac con traje azul, á Daniel con una túnica rosa en medio de un foso de leones verdes. En la campana de la chimenea ví un objeto que me pareció uno de los mas preciosos tesoros de este mundo : tan curioso trabajo, mitad pintura y mitad escultura, representaba el lugre Sarah-Juana, y habia sido trabajado en Sunderland. En el techo habia garfios de hierro cuyo uso no adivinaba ; por último, algunos cofres y unas cuantas cajas boca abajo servian de sillas.
No bien entré, ví todo esto con una mirada, y me introdujeron en mi dormitorio, — el dormitorio mas bonito y completo de todos los dormitorios, un cuartito con las paredes de yeso blanco, — en la parte de atrás de la barca, con una ventanilla por la que en otro tiempo pasaba el timon : un espejito clavado en las tablas y adornado con conchas, una camita que no ofrecia mas sitio que el justo para acostarse y un ramo de algas en un jarro azul sobre la mesa. Lo que excitó particularmente mi olfato en aquella deliciosa habitacion fué el olor del pescado, olor tan penetrante, que al sacar del bolsillo el pañuelo para limpiarme las narices, hubiérase dicho que habia servido para envolver una langosta. Comuniqué esta observacion á Peggoty, que me dijo que su hermano vendia langostas, cangrejos y langostinos. Mas tarde descubrí un monton de estos crustáceos en un estado de prodigiosa aglomeracion y depósito permanente, en el fondo de una especie de cuartucho donde encerraban tambien los cacharros y cacerolas de la casa.
Una mujer muy atenta nos recibió perfectamente; llevaba un delantal blanco y nos habia hecho mil cortesías desde lejos cuando Cham me tenia en brazos : con la vieja habia una jovencita con un collar de conchas azules alrededor del cuello, que no queria dejarse besar y que corria con gran priesa á esconderse. Habiamos comido suculentamente lenguado cocido con patatas cuando entró un hombre que parecia estar de buen humor. Era el hermano de Peggoty, que me preguntó cómo estaba y qué tal iba mi hermosa mamá, añadiendo que se tendria por muy feliz y honrado si queria yo pasar quince dias á su lado.
Despues de haber hecho de aquel modo los honores hospitalarios, el hermano de mi criada se fué á lavar con agua caliente, observando que el agua fria no podria limpiarle nunca lo bastante. No tardó en volver, y por cierto que ganó con aquel lavatorio, pero estaba tan rubicundo que no pude menos de pensar que su rostro se asemejaba á los cangrejos y langostas en que, como estos crustáceos, entraba en el agua casi negro y salia colorado.
Despues del té, así que quedaron cerradas puertas y ventanas por temor á la niebla y la noche, me creí en el retiro mas delicioso que puede concebir imaginacion humana.
Era encantador el oir quejarse el viento en la mar, el pensar que la niebla se extendia lentamente sobre la playa, contemplar el fuego y pensar que no habia otra vivienda al lado de la nuestra, que era un barco. Emilia, la chiquilla arisca, habia perdido su timidez; sentóse á mi lado, en una de las cajas que servian de sillas y que era lo suficientemente justa para que pudiésemos caber los dos. Peggoty cogió la aguja como si aun estuviera en nuestra casa, la otra mujer del delantal blanco hacia calceta, Cham barajaba las cartas y trataba de recordar un juego de manos y Mr. Peggoty fumaba la pipa. Todo brindaba á la conversacion y á la confianza.
— Mr. Peggoty, le pregunté, ¿habeis puesto á vuestro hijo el nombre de Cham porque vivís en una especie de arca?
Fuí con Emilia á la orilla del mar.
Mr. Peggoty halló que la idea era profunda, pues reflexionó un poco antes de responderme.
— No fuí yo, sino su padre, mi hermano José.
— ¡Cómo! ¡Cham no es hijo vuestro!.... ¿Y vuestro hermano ha muerto? continué con cierto respeto.
— Murió ahogado, dijo Mr. Peggoty.
— Y Emilia, ¿esa sí es hija vuestra? continué mirándole al mismo tiempo.
— No, es hija de mi cuñado Tom.
— ¿Y vuestro cuñado ha fallecido tambien?
— ¡Ahogado! volvió á responder Mr. Peggoty.
Pero mi curiosidad no se paró ahí, y continué diciendo :
— ¿No teneis hijos, Mr. Peggoty?
— No, soy soltero.
— ¿Y quién es esta señora? proseguí señalando á la mujer del delantal blanco.
— Es mistress Gummidge.
Al llegar aquí, mi buena Peggoty intervino con un gesto tan significativo, que me ví obligado á suspender las preguntas, y cuando me fuí á acostar á mi camarote, mi criada me dijo que su hermano, el hombre mejor de la tierra, no ponia cortapisa en su casa á ningun motivo de conversacion, excepto al que podia obligarle á contar uno de los tres actos de su generosidad, á saber : la adopcion de Cham, su sobrino huérfano; de Emilia, tambien huérfana, y el haber recogido á mistress Gummidge, la viuda de su socio. Todos tres, á no ser por él, hubieran tenido que implorar la caridad pública.
Conmovióme tanta bondad. Peggoty me dijo asimismo que dormiria en otro camarote á proa del barco, en compañía de mistress Gummidge y de Emilia. En cuanto á su hermano y Cham suspendian por la noche dos hamacas de los garfios de hierro cuyo uso no habia adivinado en un principio. Me dormí al ruido del viento y de las olas, preguntándome si el mar no podria hacernos zozobrar de repente; pero me hice la siguiente reflexion : « Estamos en un buque, y Mr. Peggoty es un buen piloto que tenemos á bordo. »
Me desperté á la mañana siguiente sin que hubiese sucedido el menor accidente. Así que brilló el primer rayo de sol en el espejo con marco de conchas, me eché de la cama y fuí con Emilia á la orilla del mar á coger chinitas.
— ¿Sois lo que se llama un marinero, supongo? dije á Emilia creyendo dirigirla un cumplido.
— No, respondió Emilia meneando la cabeza, tengo miedo al mar.
— ¡Miedo! añadí con aire arrogante y mirando con unos ojazos tamaños al Océano; pues yo no tengo miedo.
— ¡Ah! el mar es terrible, replicó Emilia. Le he visto sin piedad para algunos de nuestros marineros. Le he visto deshacer en pedazos un barco tan grande como nuestra casa.
— Espero que no seria él en que...
— ¿El barco en que se ahogó mi padre? No, dijo Emilia. No fué ese, jamás lo ví.
— ¿Ni á él? pregunté.
Emilia respondió tristemente:
— No lo bastante para acordarme.
Entre ella y yo existia esa coincidencia. En seguida la conté cómo no habia yo conocido nunca á mi padre; cómo mi madre y yo habíamos vivido hasta entonces en una envidiable felicidad, cómo la tumba de mi padre se hallaba en el cementerio al lado de nuestra casa, bajo la sombra de un árbol en cuyas ramas habia oido cantar los pájaros con frecuencia, etc., etc.; pero existia alguna diferencia entre la suerte de Emilia y la mia : ella perdió su madre antes que su padre, y nadie sabia á donde estaba la tumba de su padre, puesto que habia desaparecido en los abismos del Océano.
— Ademas, me dijo Emilia al mismo tiempo que recogia chinitas y conchas, vuestro padre era un caballero y vuestra madre es una señora, mientras que el mio era un pescador y mi madre hija de un pescador tambien, lo mismo que mi tio Daniel.
— ¿El tio Daniel será sin duda Mr. Peggoty? la pregunté.
— El que vive ahí, respondió Emilia indicando con el dedo la casa-embarcacion.
— Justo, el que quiero decir. Es muy bueno, ¿verdad?
— ¿Que si es bueno? replicó Emilia, como yo fuese una dama le regalaria un frac azul celeste con botones de diamantes, un pantalon de mahon, un chaleco encarnado y un sombrero de tres picos, un reló de oro bien grande, una pipa de plata y una hucha llena de guineas.
No dudé que Mr. Peggoty mereciese todos estos tesoros, y así se lo manifesté á Emilia; pero confieso que á haber podido decir lo que pensaba, hubiérale preguntado á la agradecida nieta en qué podia contribuir á su felicidad un sombrero de tres picos. Emilia creia sin duda que todo aquel conjunto era una vision celeste, pues á medida que enumeraba los diferentes objetos que acabo de citar alzaba la vista al cielo.
Sin embargo, el viento, calmado un poco, parecia levantarse de nuevo, y nos habiamos aventurado en una especie de espolon de madera que se adelantaba hasta las primeras olas.
— ¡Y bien! ahora, me dijo Emilia, ¿teneis miedo al mar?
— Aun no, respondí echándomelas de valiente; y vos misma no me pareceis tan medrosa como decís.
Se acercaba tanto á la orilla, que temí diera un traspié.
— Así no tengo miedo, replicó Emilia; cuando me asusto es al despertarme por la noche y pensar que tal vez el tio Daniel y Cham llaman en su auxilio... Hé ahí tambien por qué me gustaria ser una señora : no tendrian necesidad de exponer su vida como lo hacen, y yo con mi dinero aliviaria la suerte de cualquier marinero á quien le sucediese algun accidente.
Al mismo tiempo que decia esto, púsose á correr á lo largo de una viga que se prolongaba mas allá del espolon y que no tenia valla ninguna. Prodújome tal impresion aquella escena, que á ser pintor podria trazarla hoy como si la tuviera delante de mis ojos : aun me parece estar viendo ante mis ojos á Emilia en el momento de perecer para probarme que estaba por cima de los terrores que inspira la muerte. Arrojé un grito creyéndola perdida, pero la pequeña heroina, tan ligera como atrevida, volvió á mi lado sana y salva, y me reí de mi emocion y del grito que habia exhalado... ¡Ah! si hubiera podido leer en el porvenir y conocer lo que le deparaba la suerte, conocerlo y comprenderlo cuanto le es dado á una criatura, no sé hasta qué punto hubiese hecho ademan de salvarla, suponiendo real el peligro imaginario. ¡Cuántas veces no me he dicho esto!... Pero no apresuremos los acontecimientos.
Vagamos durante algunas horas y cargamos con todo aquello que juzgamos digno de curiosidad, arrojando al agua de tiempo en tiempo algunas estrellas de mar, sin que esto quiera decir que nos debian cierto reconocimiento por este sacrificio desinteresado. En fin, cuando regresamos ya habiamos cambiado un inocente beso, en prueba de ser los mejores amigos del mundo.
— Parecen dos tordos, exclamó Daniel Peggoty al vernos tan llenos de salud y tan contentos.
Sí, estaba enamorado de Emilia. Declaro y estoy convencido que queria á aquella criatura con tanta sinceridad, con tanta ternura y con mas pureza y desinterés que mas tarde puede amarse en la vida, por formal y noble que pueda ser el mas perfecto amor de una edad mas avanzada. Alrededor de aquella chiquilla de ojos azules, mi pensamiento de niño creaba una aureola celeste : la idealizaba, hacia de ella un ángel. Si á la caida de una hermosa tarde, Emilia, desplegando de repente dos alas, hubiese echado á volar ante mi vista, se me figura que no me hubiera sorprendido mucho.
Ibamos, sin embargo, á vagar por aquella playa monótona de Yarmouth y nos queriamos sin pensar en las horas, como si el Tiempo, en lugar de ser un anciano para nosotros, hubiera sido un niño de nuestra edad, participando de nuestros juegos.
No vacilé ni un momento en decir á Emilia que la adoraba, y que si por su parte no confesaba que me correspondia, me veria reducido á la cruel necesidad de darme la muerte con el filo de una espada. Ella me respondió que me correspondia, cosa que no dudaba fuera verdad.
En cuanto á la desigualdad de clase, de edad ó cualquiera otra dificultad que podia contrariar esta pasion de dos niños, ni Emilia ni yo nos preocupábamos absolutamente de nada; no mirábamos el porvenir de tan lejos : apenas si investigábamos el mañana. Causábamos la admiracion de mistress Gummidge y de Peggoty, que se comunicaban al oido sus reflexiones sobre tan encantador cuadro. Mr. Daniel Peggoty se sonreia fumando su pipa; Cham nos hacia gestos durante toda la noche. Todos nos miraban con tanto placer como hubiera podido proporcionarles el ver un lindo juguete, por ejemplo el Coliseo de Roma en miniatura.
Noté bien pronto que mistress Gummidge no era todo lo agradable que hubiese podido esperarse de ella, atendida su situacion en casa de Daniel. La buena mujer era de un temperamento melancólico, y algunas veces lloraba demasiado para aquellos con quienes vivia en una habitacion tan reducida. La compadecia, aunque por momentos creia que tanto para ella como para nosotros hubiera valido mas que tuviera una habitacion aparte donde poderse retirar y esperar á que pasasen sus momentos de pena.
En estos críticos momentos todo la contrariaba, todo parecia hecho exprofeso para disgustarla: si la chimenea hacia humo se afectaba mucho mas que los demas; si aumentaba el frio, á pesar de ocupar el mejor asiento y el puesto preferente al lado de la lumbre, se quejaba constantemente de la niebla y del céfiro; cualquiera cosa, en fin, renovaba sus dolores ó su reumatismo. Lloraba, repitiendo sin cesar que era una criatura abandonada.
Si Peggoty la daba razon y decia :
— Es verdad, mistress Gummidge, hace mucho frio, y todo el mundo lo siente.
— Sí, pero yo lo siento mas que nadie, respondia.
Lo mismo sucedia en la mesa, — donde la servian despues que á mí, preferencia que me era debida como á un huésped de distincion, — si el pescado estaba un poco seco, ó las patatas algo quemadas, qué disgusto para todos, sus lágrimas corrian con abundancia.
Cierto dia, entre otros, Mr. Daniel no entró sino á cosa de las nueve. Peggoty descansaba despues de haber trabajado alegremente en su costura. Cham habia arreglado un par de botas y yo habia leido en voz alta, sentado al lado de Emilia y sentados en nuestra caja. Mistress Gummidge calceteaba tristemente en un rincon, y desde el té aquella desgraciada mujer ni habia levantado los ojos ni dado otras señales de vida que un suspiro de desconsuelo.
— ¿Qué tal, tripulacion? preguntó Daniel sentándose, ¿cómo va?
Todos respondimos algo ó hicimos un movimiento amistoso con la cabeza para responderle, excepto mistress Gummidge, que apoyó la suya entre sus manos:
— ¿Qué ocurre, buena anciana? dijo Daniel. Vaya, ánimo.
Pero mistress Gummidge desdobló un pañuelo de seda muy viejo, y en vez de guardarlo en el bolsillo despues de haberse enjugado los ojos, conservólo en la actilud de una persona que demuestra que en breve volverá á necesitar de él.
— ¡Ah! exclamó por fin, bien comprendo que aquí soy una carga. Mejor seria, Daniel, que me dejaseis ir á un hospicio, y ojalá me muriese, así libraria á este mundo de una carga inútil...
Así que hubo pronunciado estas palabras, mistress Gummidge se levantó para irse á acostar, sin que nos fuese posible averiguar de dónde provenia semejante exceso de desesperacion; pero Mr. Daniel, que no habia cesado de profesarla la simpatía mas franca, nos miró á todos así que se fué, y sin cambiar de expresion cariñosa, dijo en voz baja :
— ¡Ha pensado sin duda en el otro!
No comprendí del todo quién seria aquel otro en quien la vieja pensaba todos los dias, pero al acostarme, Peggoty me dijo que era su difunto marido, y que, en semejantes ocasiones, su hermano era el primero en disculpar la tristeza de la afligida viuda, que le afectaba extraordinariamente. Y en prueba, algunos momentos despues oí al buen marino que decia á Cham dando vueltas en su hamaca :
— ¡Pobre mujer! se ha acordado del compañero.
Mientras duró mi estancia se repitió esta escena dos ó tres veces, y cada vez Mr. Daniel encontraba disculpa para la viuda de su antiguo sócio con la mas tierna compasion.
Así trascurrió nuestra quincena, que no hubiera discrepado ni de una línea á no ser por las variaciones de la marea, sobre la que basaba la hora de ida y vuelta de Daniel y Cham; pero este no acompañaba constantemente á su tio, y los dias que se quedaba en tierra venia con nosotros con muchísimo gusto para enseñarnos los navíos y las barcas. Una ó dos veces hizo que nos paseáramos en bote. Como entre las primeras impresiones hay tal lugar ó incidente que se queda grabado mas vivamente que los demas en la memoria, no puedo oir ó ver el nombre de Yarmouth sin acordarme de cierto domingo por la mañana que pasamos por la playa, donde, mientras que repicaban las campanas de la iglesia, Emilia apoyó su cabeza en mi hombro, en tanto que Cham se divertia en echar galletas al mar. El sol, oculto hasta entonces tras un velo de vapor, iluminó de repente el horizonte y nos dejó ver los buques, que parecian sombras.
Llegó por fin el dia en que debiamos regresar á Blunderstone. Soporté bastante bien los adioses de Mr. Peggoty, de Cham, de mistress Gummidge, pero no pude separarme de Emilia sin una cruel pesadumbre. Fuimos cogidos del brazo hasta el meson de donde salia el tartanero, y prometíla escribir (promesa que cumplí mas tarde enviándola una misiva escrita con unas letras tan grandes como las que se emplean en un rótulo manuscrito de una casa que está en venta). Fuerza fué separarme... Aquel dia sentí verdaderamente un vacío en mi corazon.
Durante mi permanencia entre la familia de mi querida Peggoty fuí lo bastante ingrato para pensar muy rara vez en mi casa; pero apenas habia vuelto la espalda á Yarmouth, cuando mi cándida conciencia parecia mostrar el camino con el dedo. Cuanto mayor era la pena que acababa de domeñarme, tanto mas sentia que iba á volver á ver mi nido y que una plácida consolacion me esperaba en el regazo materno.
A medida que nos acercábamos, estos sentimientos se apoderaban de mí y tenia impaciencia de abrazar á mi madre; pero Peggoty, en vez de participar de mi alegría, trataba de moderarla — aunque de cierto modo — y parecia desasosegada.
Pero aun cuando no quisiera, debiamos llegar á Blunderstone-Rookery, pues eso dependia del caballo mas que de Peggoty, y llegamos. ¡Oh! nunca olvidaré aquel dia. El cielo estaba cargado y amenazaba lluvia.
Abrese la puerta y me pongo á mirar medio llorando medio riendo en mi tranquila agitacion, esperando ver á mi madre. No era ella, y sí una criada desconocida.
— ¡Cómo! Peggoty, pregunté lastimosamente, ¿mamá no está en casa?
— Sí, sí, señorito, me respondió, está; esperad un poquito y... os diré una cosa.
Al mismo tiempo me llevó á la cocina, cerrando la puerta tras nosotros.
— Peggoty, exclamé asombrado, ¿qué es lo que pasa?
— Nada, nada, á Dios gracias, señorito, replicó tratando de sonreirse.
— Estoy seguro que hay algo... estoy seguro... ¿Dónde está mamá?
— ¿Dónde está mamá, señorito? repitió Peggoty.
— Sí, ¿por qué no ha salido á la puerta? ¿y por qué hemos entrado aquí? ¡Ah! ¡Peggoty!
Mis ojos se hincharon y se me figuró que me iba á caer al suelo.
— ¡Oh! ¡querido mio! exclamó Peggoty cogiéndome en sus brazos, ¿qué os pasa? ¡Hablad, hablad!
— No se ha muerto, ¿no es verdad, Peggoty?
— ¡No! negacion que Peggoty pronunció con una voz sumamente entera; díjome á su vez que le habia causado gran sensacion. Yo la llené de besos para que volviese en sí y se explicase al fin.
— Hijo mio, queria decíroslo, pero no he hallado ocasion oportuna, y ademas no sabia qué medio emplear.
— Hablad, Peggoty, exclamé cada vez mas alarmado.
— Señorito, dijo entonces Peggoty con voz anhelante y soltando las cintas de su sombrero, escuchadme : ¡teneis un nuevo papá!
Temblé y palidecí... No sé cómo me pareció recibir una conmocion que partió del cementerio y vino á herirme en el corazon.
— Un nuevo papá, prosiguió Peggoty.
— ¿Otro papá? repetia yo.
Peggoty respiró con trabajo, como si le ahogara alguna cosa, y cogiéndome de la mano me dijo :
— Venid á verle.
— No quiero verle.
— ¿Y á mamá? dijo Peggoty.
No hice mas resistencia y nos dirigimos á la gran sala, donde me dejó. A un lado de la chimenea estaba sentada mi madre; al otro Mr. Murdstone. Mi madre bordaba; dejó caer su labor, se levantó estremeciéndose con una especie de tímida precipitacion.
— Ahora, Clara, mi querida amiga, dijo Mr. Murdstone, recordad que es preciso que os contengais... David, hijo mio, ¿cómo vá?
Le alargué la mano. Despues de vacilar un momento fuí á abrazar á mi madre; besóme en la frente, me acarició cariñosamente, sentóse de nuevo y volvió á tomar su labor. No podia mirarla, ni tampoco mirarle á él, al paso que sentia que nos miraba á ambos. Me dirigí á la ventana y examiné á través de los cristales algunas plantas cuyos marchitos tallos encorvaba el frio.
Tan luego como pude escurrirme me fuí y no paré hasta el primer piso. Habian cambiado mi querido dormitorio, y debia ir á otro al fondo del corredor. Bajé las escaleras para hallar algo que no estuviese cambiado, pero en vano, y fuí á dar vueltas por el patio. No tardé en volver completamente horrorizado; la perrera, vacia en otro tiempo, la ocupaba un perro de desmesurada boca y de lana muy espesa. Al verme se habia enfoscado y se abalanzó á mí.