David Copperfield (1871)/Primera parte/X

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MI ESTRENO EN LA VIDA ACTIVA.


Al escribir estas lineas, conozco lo suficientemente el mundo para no sorprenderme de nada, y, sin embargo, no puedo menos de sorprenderme cómo puede uno desembarazarse de un pobre niño. Debia inspirar tanto mas interés cuanto que mi inteligencia no era comun; mi sensibilidad era grande, y tenia ese aire delicado y vivo á la vez que hace se repare en un huérfano. Sin embargo, nadie hizo la menor demostracion en mi favor, y á la edad de diez años era un ser aislado al servicio de la factoria de Murdstone y Grinby.

La factoria se hallaba situada á la orilla del Támesis, cerca del puente de Blackfriars, barrio que se ha mejorado algo desde entonces.

Mr. Quinion me llevó á una casa que era la última de una calle estrecha, y que caia sobre una escalera del embarcadero donde venian á tomar el vapor cuando subia la marea; pues con la baja mar al retirarse el agua, acudian allí las ratas de la vecindad á hacer toda clase de evoluciones. Llamó mucho mi atencion el aspecto sucio y ahumado de aquel casucho inmundo, de su suelo acuarteronado, de sus escaleras que amenazaban ruina y del olor de humedad que allí se respiraba.

La factoria de Murdstone abastecia de vinos y licores á diferentes clases de consumidores; pero la especialidad de su comercio consistia en el suministro de varios barcos, que la mayor parte, segun creo, hacian la travesía entre la India y las Antillas. Una de las consecuencias de este tráfico era la llegada de una porcion de botellas vacias, que era preciso examinar á la luz, para desechar las que estuviesen rajadas y lavar las demas.

Despues de este trabajo con las botellas vacias, venia otro con las llenas, á las que era preciso pegar una etiqueta, entaponar herméticamente, lacrar y por último embalar en los cajones. Todo esto era de mi incumbencia, pues era uno de los chicos que desempeñaban este cometido en el almacen. Conmigo habia tres o cuatro mas; señaláronme mi puesto en un rincon del almacen, donde Mr. Quinion podia distinguirme con solo levantarse desde la especie de estrado que ocupaba su pupitre.

Allí fué donde me enseñó mi obligacion, desde el primer dia que llegué, el empleado mas antiguo de la casa. Llamábase Mick Walker, llevaba un sombrero de papel y un delantal hecho girones. Me dijo que era hijo de un barquero de la Cité, y que cuando se celebraba la ceremonia de la instalacion del lord-corregidor, formaba parte del cortejo é iba con una toca de terciopelo negro. De allí pasamos á los informes sobre mis compañeros, y el principal de ellos me dijo que se llamaba Patata-Farinácea. Mas tarde descubrí que este nombre, que me parecia hastante extraordinario, no era un apellido ni un nombre de bautismo, sino un apodo que indicaba el tinte pálido de aquel pobre chico, hijo de un hombre que tenia un oficio por el dia y otro por la noche. Era marinero del Támesis y bombero en un teatro principal, donde su hija representaba los papeles de duende en las pantomimas.

Confieso que tener tales compañeros me humilló secretamente, sobre todo si los comparaba á los compañeros de mi feliz infancia y á los del colegio, Traddles y Steerforth sobre todo. Perdí toda esperanza para siempre de ser un hombre instruido y de distincion. ¡Qué vergüenza, qué agonía para mi jóven corazon que se sentia con ambicion y orgullo! Difícilmente se tendrá una idea de ello, y mas de una vez, cuando creia no ser visto, mis lágrimas se mezclaron al agua con que lavaba las botellas. Pero esto aun no era todo.

Al señalar el reló del almacen las doce y media, cada cual se dispuso á comer, y Mr. Quinion me hizo seña de que me acercara á él. Estaba con una persona que tenia una gran calva, de unos cuarenta años, con un frac raido, un baston, unos gemelos que colgaban de una correa y que eran una especie de adorno, pues no se servia de ellos, ni probablemente lo hubiera podido hacer tampoco.

— Aquí está, dijo Mr. Quinion señalándome.

— ¡Ah! es el jóven Copperfield, exclamó el personaje con un aire de dignidad indescriptible que me causó bastante impresion, máxime cuando añadió con tono afable :

— Supongo que estais bueno.

— Bueno; gracias, señor, repliqué disimulando lo mejor que pude mi mal estar moral.

— He recibido, continuó con una sonrisa, una carta de Mr. Murdstone, que me participa su deseo de que os dé una cama en un cuarto de mi casa. Tengo uno que está sin habitar, y me alegro infinito podérselo ofrecer á un jóven... como vos.

— El señor es Mr. Micawber, me dijo mi principal.

— Ese es mi nombre, añadió el buen señor arreglándose los cuellos de la camisa que le cubrian casi toda la cara.

— Mr. Micawber es muy conocido de Mr. Murdstone, dijo Mr. Quinion; es uno de nuestros buenos corredores. Vuestro padrastro se ha dirigido á él para que os procurase una habitacion, y sereis su inquilino.

— Vivo en la Terraza de Windsor (City-Road), exclamó Mr. Micawber; y... en fin, esa es mi casa, repitió con el mismo aire de condescendencia y la sonrisa de un hombre contento de sí mismo.

Me incliné para saludarle.

— Como sospecho que no habeis hecho grandes correrías por esta metrópoli, y que os seria difícil reconoceros á través de los laberintos de la moderna Babilonia ; temiendo, en otros términos, que os perdais... tendré el gusto de pasar esta tarde, en persona, para revelaros la ciencia del mas breve camino.

Agradecíle con toda mi alma ofrecimiento tan amistoso, hecho en un estilo tan altisonante.

— ¿A qué hora? preguntó Mr. Micawber.

— A las ocho, poco mas ó menos, respondió Mr. Quinion.

— A las ocho, convenido, dijo Mr. Micawber; muy buenas tardes, Mr. Quinion, y dispensad la molestia.

Púsose el sombrero, colocóse el baston debajo del brazo y se marchó mas tieso que un huso, tarareando una cancion así que salió del umbral de la puerta.

Entonces Mr. Quinion me exhortó solemnemente á ser lo mas útil posible al almacen, para ganar mi sueldo, que seria de seis ó siete chelines por semana; es decir, seis para empezar, y mas tarde siete.

Adelantóme el dinero de una semana, y di seis peniques á Patata-Farinácea para que se encargase de hacer trasladar mi baul, así que llegase la noche, á mi nuevo domicilio, pues aunque el equipaje no pesaba mucho, me hubiera sido difícil llevarlo á cuestas. Tambien gasté seis peniques en la comida, que se compuso de un pastel de carne y unos cuantos tragos de agua de una fuente de al lado, comida que acabó en un abrir y cerrar de ojos, y cuya digestion hice paseándome por las calles.

A la hora convenida volvió Mr. Micawber. Me lavé la cara y las manos, para honra de la dignidad de mi huesped, y nos dirigimos juntos á nuestra casa, si es que podia aplicarla semejante pronombre. Por el camino Mr. Micawber me decia el nombre de las calles, haciéndome observar las que presentaban algun signo caracteristico, á fin de que me orientase para el dia siguiente.

Cuando hubimos llegado á Terraza-Windsor, noté que la casa de Mr. Micawber se le parecia bastante, pues, sin ser nueva, no carecia de cierta apariencia. Las ventanas del piso principal estaban cerradas, para que los vecinos no se enterasen que en aquel piso no habia un solo mueble. En la sala del piso bajo se hallaba una señora, delgada, con un vestido ajado y dando el pecho á una criatura. Era mistress Micawber, á quien me presentaron. La criatura tenia un hermano gemelo, y me apresuro á decir que raramente debia ver á los dos hermanos sin mamar, cuando el uno, cuando el otro : mientras á uno le llegaba su vez, el otro mamaba que era una maravilla.

Ademas de los gemelos, habia otros dos niños, el mayorcito que contaba cuatro años, y una chiquitina de tres. Una criada, atacada de una respiracion por las narices muy ruidosa, vino á trabar conocimiento conmigo, media hora mas tarde, y me dijo que era huérfana y que salia del asilo de San-Luc. La misma mistress Micawber quiso instalarme en mi cuarto, situado cerca del cielo, en la parte posterior de la casa : el mueblaje no era vasto, y lo mas digno de llamar la atencion era una especie de estuco azul que habia en pared.

— Jamás hubiera creido, dijo mistress Micawber sentándose para tomar aliento, cuando de soltera vivia en casa de mis padres, que llegaria un dia en que tuviese que tomar huéspedes. Desgraciadamente mi esposo atraviesa por circunstancias difíciles, y es preciso que acalle todo sentimiento de susceptibilidad.

— Sí, señora, dije, no sabiendo qué responder á senmejante confianza.

— Las circunstancias difíciles son gravísimas por el momento, y no sé si Mr. Micawber podrá salir del pantano. Cuando vivia con papá y mamá, no hubiera comprendido el triste sentido de estas palabras... pero la experiencia se ha encargado de demostrármelo suficientemente, como decia papá.

Si mi memoria no me es infiel, creo que me contó que Mr. Micawber habia sido oficial de artillería, ó que perteneció á la marina en calidad de algo; despues se habia hecho corredor de géneros en la capital, y me sospecho que desgraciadamente para él no colocaba muchos.

— Si los acreedores de Mr. Micawber no quieren darle ningun respiro, continuó su esposa queriendo á toda fuerza enterarme, tanto peor para ellos. Cuanto antes mejor; no es posible sangrar una piedra, y lo que es, hoy por hoy, no sacarian un cuarto de Mr. Micawber; que hagan costas, que las hagan, ese dinero menos tendran.

¿Mi emancipacion prematura engañaba á mistress Micawber acerca de mi edad? ¿ó necesitaba á toda costa confiarse á alguien? Se me figura que á no tenerme á mano, hubiera dirigido el mismo discurso a sus dos gemelos. Por lo mismo renovóse varias veces aquella primera comunicacion, aunque con algunas variantes, mientras tuve la honra de conocerla.

¡Pobre mistress Micawber! He hecho todo cuanto he podido por luchar contra la desgracia, decia, y á no dudar era verdad. En medio de la puerta de la calle habia una placa de cobre, y en ella este rótulo con letras negras: Escuela particular para jóvenes, bajo la direccion de mistress Micawber. Pero, ¡ay! ningun jóven venia á tomar las lecciones de la institutriz, ninguno venia á quedarse, y, lo que es peor, nada revelaba que esperaban sériamente á alguno. Las únicas visitas que encontraba ó de que oia hablar eran acreedores. Estos venian y volvian á cada instante, y algunos de ellos se mostraban verdaderamente feroces. Uno de ellos que tenia una cara mas negra que una chimenea y un aspecto sombrio, un zapatero, segun creo, se instalaba todas las mañanas á las siete en el corredor al pié de la escalera, desde donde gritaba á Mr. Micawber :

— Vaya, salid, ya sé que estais arriba. Pagadnos. ¿Quereis ó no pagarnos... decid? ya sé que me oís, aunque calleis.

Como no por eso se le respondia, aquel zapatero feroz cambiaba de tono y prorumpia en los mayores denuestos : Ladrones, pillos. Luego, exasperado con el silencio, atravesaba la calle, se apostaba en la cera de enfrente, y allí vociferaba mirando al piso segundo, donde sabia que habitaba Mr. Micawber. En semejantes casos, el pobre corredor, mortificado y desesperado, amenazaba suicidarse con una navaja de afeitar, cosa que supe una mañana al oir los gritos que lanzaba su mujer. Pero al cabo de dos horas, aquel desgraciado deudor, volviendo en sí, se ponia á limpiarse las botas, y en seguida salia tarareando una cancion, con su dignidad y cortesania de costumbre. El humor de mistress Micawber era tan elástico como el de su marido : la he visto desmayada á las cuatro al recibir una citacion judicial, y una hora despues comer unas costillas asadas y beber un vaso de cerveza, almuerzo que costó empeñar dos cucharillas de café. Así que llegaba la noche, despues de atusarse un poco el pelo, iba sucesivamente de uno al otro gemelo ; me ofrecia un asiento á su lado, delante de la lumbre, y allí me contaba sus historias de cuando soltera, y de la sociedad escogida que acudia á la casa paterna.

En el seno de aquella familia pasaba mis ratos de ocio. Me procuraba por mi mismo mi almuerzo, que se componia de un penique de leche, y otro tanto de pan. Guardaba otro panecillo y un pedazo de queso dentro de un armario, para cenar por la noche así que regresaba. Sustraíalo de los seis ó siete chelines de mi jornal, y con el resto era preciso que me mantuviese toda la semana.

Convendrán conmigo que debia correr no pocos riesgos obrando así, pues desde el lúnes por la mañana hasta el sábado por la noche, no me alentaban, ni recibia consejos, consuelos ó ayuda ninguna.

Tan jóven, tan desprovisto de toda experiencia, no se asombrarán que cediera á ciertas tentaciones. Olvidándome de que yo solo tenia que mirar por mi sustento, me sucedió dos ó tres veces que al ir al almacen me detuve delante de un pastelero, y seducido por los pasteles ya rancios, gasté lo que hubiera debido guardar para mi comida. Aquellos dias comia de memoria, ó bien compraba un panecillo de un penique, ó un pedazo de pudding con pasas de Corinto, segun el estado de mis fondos. Cuando comia regularmente, era un pedazo de ternera, ó de buey asado, que iba á buscar yo mismo á casa del pastelero; otras veces me contentaba con un pedazo de queso y un vaso de cerveza que tomaba en un miserable tabernucho conocido con el nombre de Leon.

Recuerdo que un dia, con un pedazo de pan debajo del brazo, envuelto como si fuese un libro, entré cerca del teatro de Drury-Lane, en casa del celebre fondista del Buey á la moda, y pedí una racion de tan suculento plato. Al ver un parroquiano de mi estatura, el mozo empezó por mirarme con asombro, y en seguida fué á buscar á su compañero, para que participase de su asombro ó admiracion. Díle medio penique de propina, y maldita la vergüenza que tuvo aceptándolo.

Otra vez, mi atrevimiento me valió un admirador mas concienzudo; — era una tarde en que hacia mucho calor : no sé por qué circunstancia me pareció que podia permitirme un excesillo; quizás era el aniversario de mi nacimiento; entré en una tienda de licores, y le dije al amo :

— ¿Cuál es vuestra mejor cerveza, — de calidad superior? ¿y cuánto cuesta el vaso?

— La verdadera stunning ale vale tres peniques el vaso, respondió el tabernero.

— ¡Corriente! le dije dándole tres peniques, echadme un vaso de la verdadera stunning ale, y que se derrame la espuma.

El amo me miró de piés á cabeza con una extraña sonrisa, y, en vez de servir la cerveza, volvió la cabeza y dijo algunas palabras á su mujer, que estaba sentada detrás de él: su mujer se levantó y ambos me contemplaron un momento; me encontraba confuso. Hiciéronme varias preguntas. ¿Cuántos años tenia? ¿Cómo me llamaba? ¿De dónde venia? etc., etc. Piquéme de discreto, y me acuso de haber inventado alguna historia que satisfizo al matrimonio, pues el tabernero se decidió á llenar mi vaso de una cerveza que sospecho no era de la verdadera stunning ale. Cuando lo hube bebido, se acercó á mí la mujer, y me devolvió mi dinero dándome un beso, un poco por compasion y otro por admiracion : seguro estoy que tenia un corazon excelente.

Se me puede creer que no exagero ni la mezquindad de mis recursos, ni las dificultades de mi vida. Afortunadamente trabajaba tarde y mañana con mis compañeros, y pronto acabé por estar tan mal vestido como ellos. Hubiera acabado sin duda, á no apiadarse Dios de mí, por ser un ladronzuelo ó un vago, pues así que Mr. Quinion me gratificaba con un chelin, maldito el escrúpulo que tenia aquel dia en comer mas copiosamente, ó convidar á mis compañeros á un té ó café. Mi pasion favorita era la gandulería , que unas veces me llevaba hácia el mercado de Covent-Garden, donde miraba las piñas con cierta envidia; otras iba á los soportales de Adelphi, misterioso laberinto, ya del lado de una taberna, cerca del rio, punto de reunion de los carboneros para danzar alegremente. Me gustaba ser el testigo mudo de aquel baile plebeyo : ¿qué pensarian de mí los bailarines?

Acostumbréme poco á poco á aquella condicion que en un principio me habia parecido degradante, ó al menos, tal se hubiera creido á fuerza de lo bien que sabia disfrazar mi sentimiento de humillacion. Aquello podia achacarse á un cuidado que yo tenia de mi dignidad : no hubiese querido que se apercibiesen de lo que sufria y habia sufrido. Comprendí en seguida que, tratado por Mr. Quinion bajo el mismo pié que los demas empleados del almacen, haria muy mal en afectar una superioridad por mi origen : me callaba, pues, respecto á mi familia, y no buscaba otra distraccion que la que me proporcionaba el trabajo y actividad. Hiciéronme justicia sin gran esfuerzo.

Tal vez, sin embargo, mi conducta y maneras contrastaban con la familiaridad que afectaba con todos, supuesto que cuando me buscaron un sobrenombre me pusieron el de Pequeño-Hidalgo. Traté de hacer uso de mi habilidad de experto contador, tan apreciada de Steerforth, y alcancé un éxito que causó la envidia de Patata-Farinácea; hasta se me figura que cierto dia me trató de aristócrata; pero estaban de mi parte Mick Walker, un tal Gregory, jefe de los embaladores, y Tipp el carretero, que me llamaban amistosamente David.

Me parecia tan difícil escapar á aquella existencia, que al escribir á Peggoty me hubiera guardado perfectamente de revelarle la verdad y de decirle hasta qué punto era desgraciado. Me avergonzaba tambien á sus ojos, y ademas, ¿á qué causar su desesperacion, cuando ya habia tomado mi resolucion?

Las angustias de Mr. Micawber agravaban aun mis disgustos. En mi abandono me habia interesado por aquella familia : ¡cuántas veces me paseaba pensativo, llevando en el corazon el peso de las deudas del marido, calculando los recursos de la esposa! Esta preocupacion venia á turbar mi alegria aun el mismo sábado, dia en que cobraba mis siete chelines. Del sábado al domingo, las confidencias de mistress Micawber eran naturalmente mucho mas largas y expansivas; pero afortunadamente acababan siempre del mismo modo : despues de llorar á hacer enternecer las piedras, hacia una transicion y cantaba una cancion ó una balada, y Mr. Micawber á su vez, así que declaraba que su único recurso era irse á vivir á la cárcel, cenaba con buen apetito, é iba á acostarse, calculando lo que le costaria un balcon nuevo que necesitaba su casa, « si la fortuna llegaba á sonreirle. »

A pesar de la diferencia de edades, nuestras respectivas situaciones establecian una curiosa igualdad entre la familia Micawber y yo; pero se tendrá una nueva prueba de mi discrecion delicada, cuando se sepa que hubiera sido para mí un cargo de conciencia el aceptar la mas ligera invitacion para que me sentara á la mesa de aquellos que estaban en disputa continua con el carnicero y el panadero. En efecto, mistress Micawber se confió un dia completamente á mí.

— Mi querido Mr. Copperfield, me dijo, no os miro como á un extraño; así, pues, no vacilo en declararos que las angustias de Mr. Micawber llegan á lo último.

Contemplé con una dolorosa simpatía á la pobre mujer anegada en llanto, y prosiguió así :

— Si se exceptúa una corteza de queso de Holanda que ni siquiera puede darse á nuestros pobres hijos, no veo en casa nada que pueda llevarse á la boca. Me sirvo de la frase de costumbre que empleaba cuando vivia en casa de mis padres; por hábito y sin la menor intencion la empleo aun; pero, en limpio, esto quiere decir que no hay que comer en casa.

— ¡Dios mio! exclamé.

Tenia en mi bolsillo dos ó tres chelines que me quedaban del dinero de la semana (lo cual quiere decir que estábamos en miércoles), y se los ofrecí cordialmente á mistress Micawber.

— No, no, me dijo ella abrazándome; no quiero aceptar; pero en cambio, os suplico que me dispenseis un servicio... pues sois la discrecion en persona, á pesar de vuestros pocos años.

— Estoy pronto; ¿qué es preciso hacer?

— Ya he vendido toda nuestra plata; pero aun nos quedan algunas frioleras... aunque Mr. Micawber tenga cariño á esos objetos, ante todo es preciso dar de comer á estas pobres eriaturitas. Encargar semejante comision á la huérfana de San Luc seria darla pié para que se tomase libertades enojosas... ¿ Me atreveré á suplicaros que os ocupeis de esto?

Comprendí de lo que se trataba. Aquella misma noche fuí á cumplir mi primer cometido, y otro al dia siguiente, y así sucesivamente el resto de la semana, antes de ir al almacen ó cuando regresaba.

Así desaparecieron primero algunos volúmenes que Mr. Micawber llamaba pomposamente su biblioteca, y que pasaron sucesivamente de la casa al puesto de un librero vecino de casa : despues de los libros, encarguéme de negociar otros varios objetos, que me hicieron trabar conocimiento con un prestamista que vivia al lado: entre paréntesis, el librero apenas sabia leer, y como ademas, casi siempre estaba borracho, su mujer hacia las compras en vez suya. En cambio el prestamista era un latinista que me hizo conjugarle un verbo, mientras inscribia en su registro lo que le llevaba de parte de mistress Micawber.

Pero aquellos últimos recursos tambien se acabaron; la crisis tuvo lugar, y un dia Mr. Micawber fué preso y conducido á la cárcel del Banco del Rey.

— Ya sucedió lo que temia, me dijo, el Señor me ha abandonado.

Creíle entregado á la desesperacion, pero mas tarde supe que aquella misma noche habia jugado á los bolos en el patio de la cárcel.

El domingo que siguió á su arresto fuí á verle, sin necesidad de preguntar mi camino muchas veces; así que hube traspuesto el fatal umbral recordé á mi héroe Roderik Random, gracias al cual no ignoraba que me hallaba en una cárcel de deudores.

Mr. Micawber me esperaba en el patio : lloró y me suplicó solemnemente que no olvidase jamás que si un individuo que posee veinte libras esterlinas de renta no gasta mas que diez y nueve chelines y seis peniques será feliz, y miserable si gasta toda la renta.

Despues de esta sentencia que le era familiar, me pidió prestado un chelin para mandar subir una botella de cerveza : estendió un bono á mi órden para que me pagase mistress Micawber, se enjugó los ojos y cobró ánimo.

Otro deudor que habitaba en la misma celda que él, vino á reunírsenos : para pagar el escote de su cena traia una loncha de carnero; rogáronme que subiese al cuarto de arriba y pidiese prestado al capitan Hopkins un cuchillo y un tenedor.

El capitan Hopkins ocupaba aquel cuarto con su mujer y sus dos hijas. Tan mal peinadas estaban aquellas buenas señoras que jamás se me hubiera ocurrido pedirles su peine; el capitan que tampoco estaba mucho mejor peinado, y que vestia una levita tan sucia como raida, me confió el cuchillo y el tenedor, que le devolví á las dos horas y le dí las gracias de parte de Mr. Micawber.

Volví en seguida á casa para dar noticias del pobre preso : su mujer se desmayó al verme, pero consolándose con la misma facilidad que el marido, dispuso para aquella misma noche su ponche de huevo, al que fuí invitado.

Ignoro cómo se vendieron los últimos muebles de la familia, pero el caso fué que desaparecieron todos, excepto cuatro sillas, la mesa de la cocina y dos camas, comprendida la mia. Acampamos aun algunos dias en la desierta casa de Terraza-Vindsor hasta que Mr. Micawber obtuvo un cuarto en la cárcel y pudo trasladarse allí su mujer. Alquilóme un cuartito en los alrededores, á mi gran satisfaccion, pues necesitábamos mucho unos de otros, para separarnos. Tambien la huérfana de San-Luc fué á ocupar un modesto chiribitil de los alrededores. Mi alojamiento era un granero que tenia vistas á un gran corral. Tomé posesion de él con una alegria relativa, pues suponia que la posicion de mis amigos ya no podia empeorar, y que en el ínterin que mejorase obtendria el permiso de verles todos los dias lo menos una hora.

Como me preciaba de discreto, no dije nada de lo ocurrido en mi almacen : guardé el secreto.

Mi trabajo cuotidiano continuó siempre lo mismo, en nada cambió ni la asiduidad, ni la repugnancia que hácia él tenia, ni la circunspeccion.

Solamente adquirí nuevos conocimientos al hacer mi visita ordinaria á la cárcel, y así continué hasta que Mr. Micawber se decidió á aprovecharse de la ley que permite á todo acreedor inglés proclamarse judicialmente insolvente.

— Al menos me devolverán la libertad, decia, empezaré una nueva vida, y ¡quién sabe si esta vez la suerte no me sonreirá!

Quiso que su estancia en la cárcel quedase memorable por un acto de filantropía, y redactó una peticion dirigida á la Cámara de los Comunes, reclamando una variante en la legislacion en materia de encarcelamiento por deudas.

En la misma cárcel habia una especie de círculo, del que Mr. Micawber llegó á ser socio influyente. Comunicó su idea á la reunion y todos la aprobaron fuertemente. Habíase escrito la peticion en un pliego de papel grande; cada cual recibió la invitacion de venir á poner su firma, y se fijó un dia para hacerla sancionar solemnemente, como de costumbre : pedí permiso para que me dejaran libre una tarde, y asistí á la ceremonia oculto en un rincon; mi antiguo amigo, el capitan Hopkins, leia el documento á todos cuantos querian tener conocimiento de él y firmar.

El capitan no se hacia de rogar y hasta mostraba cierto júbilo en su declamacion : cada vez que lo leia, Mr. Micawber lo escuchaba con la atencion vanidosa de un autor, ó mejor dicho con la satisfaccion de un filántropo, que esperaba no invocar en balde, con razones muy patéticas, la sabiduría y humanidad de la justicia.