David Copperfield (1871)/Primera parte/XI

De Wikisource, la biblioteca libre.
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
XI
TOMO UN GRAN PARTIDO.

El dia en que el tribunal del Banco del Rey dictó sentencia poniendo en libertad á Mr. Micawber, se celebró con un gran festin en el círculo de la cárcel. Mistress Micawber me detuvo á su lado para que le acompañase á comer, y brindó por su papá y su mamá.

Me tomé el atrevimiento de preguntarle qué es lo que pensaba hacer su marido así que saliese de la cárcel.

— Mi familia, respondió mistress Micawber, pronunciando este nombre como siempre, con cierto aire... por mas que no pude descubrir qué personas designaba aquella denominacion, desde que papá y mamá han muerto... mi familia piensa que Mr. Micawber debe abandonar Lóndres, y que con su talento... pues lo tiene, ayudado de alguna proteccion local, pueda obtener en Plymouth un empleo en la aduana.

A esta nueva confianza siguió una escena tierna, cuyos detalles suprimo; y, cuando me retiré, estaba sumamente conmovido al pensar que era inevitable nuestra separacion.

Pasé una noche de insomnio horrible, y espantado del aislamiento en que iba a hallarme bien pronto, concebí la primera idea de un proyecto que, poco á poco, se trasformó en resolucion firme.

— Ya no puedo sufrir por mas tiempo, me dijo, la existencia á que me han condenado para siempre Mr. Murdstone y su hermana.

Habia oido hablar muy raramente de los dos hermanos : en dos ocasiones diferentes habian enviado á Mr. Quinion un lio de ropa para mí, con una simple nota que decia que J. Murdstone esperaba que David C... se aplicase en su empleo y cumpliese bien con sus deberes !...

Tal laconismo me probaba que se ocupaban muy poco de mí y de buscarme alguna cosa mejor; así, pues, tenia que procurarme yo mismo de mejorar mi suerte.

Desde el siguiente dia comprendí que la familia Micawber no permaneceria mucho tiempo en Lóndres. Alquiló por una semana una estancia en la misma casa que habitaba yo... Al espirar el último dia, el padre, la madre y los hijos debian ponerse en camino para Plymouth.

Mr. Micawber se presentó á Mr. Quinion, y le dijo que á partir de la semana entrante, ya no se encargaba de mí, añadiendo que la conducta que habia demostrado mientras estuve en su casa, merecia los mayores elogios.

Mr. Quinion llamó al carretero del almacen, que era casado y tenia un cuarto que alquilar. Quedó convenido entre ellos y yo que entraria allí como huesped, y digo que tambien yo convine, porque segun el refran quien calla otorga, no dije nada... pues ya habia tomado mi determinacion.

Los dias que estuvimos aun juntos pasé mis noches con Mr. Micawber y su esposa, cada vez mas encantados de mí y yo de ellos.

La huérfana de San-Luc y yo nos hallábamos solos.

El domingo último me invitaron á comer. Regalé un caballo de madera al niño Wilkins y una muñeca á Emma. Tambien dí un chelin á la pobre huérfana que debia volver al asilo de beneficencia.

El dia se pasó alegremente, por mas que la idea de una próxima separacion venia á turbar nuestro contento.

— Amigo mio, me dijo Mr. Micawber, pues sois mi amigo y no un huesped... tengo sobre vos una ventaja, la experiencia, y, esperando dias mejores, es preciso que os ofrezca todo lo que hoy por hoy me es dado ofreceros; esto es, un consejo. ¡Ay! ¡ojalá lo hubiera seguido yo mismo!...

— ¡Amigo mio! le dijo su mujer con un aire que le suplicaba cariñosamente que se evitase todo reproche.

— No, no, continuó Mr. Micawber; he sido un miserable. Hé aquí mi consejo : no dejeis para mañana lo que podais hacer hoy. El retraso es un ladron que nos hurta mucho tiempo; echadle mano.

— ¡La máxima de mi pobre papá! observó mistress Micawber.

— Amiga mia, dijo M. Micawber, vuestro padre era un hombre cabal en su género. Jamás olvidaré que prestó fianza por mí varias veces. Sí, todo bien considerado... sin igual... pues á su edad podia leer sin anteojos... Pero la máxima que he citado, él la aplicó á nuestro enlace, mi querida amiga, y en consecuencia se hizo tan de prisa, que aun no me he resarcido de los gastos. No quiero decir con esto que me pese, querida mia, añadió mirando á su mujer y sonriendo, para probarla que solo habia querido usar una broma, y sin esperar á que ella le respondiera, que así lo habia comprendido, continuó :

— Aun me queda otro consejo, que es escelente, y que os suplico guardeis en la memoria, amigo mio; ya le conoceis : Rentas, veinte libras esterlinas; gastos, diez y nueve libras y seis peniques; resultado, felicidad. Renta, veinte libras; gasto, veinte libras seis peniques; resultado, miseria. La flor se agosta, la hoja cae, el árbol muere... en breve os hallais por el suelo... como yo.

Para dar mas énfasis á esta comparacion, Mr. Micawber bebió un vaso de ponche con viva satisfaccion, y tarareó silbando un aire popular.

Prometíle no echar en saco roto sus consejos, y declaro que, aun cuando era muy jóven, me afectaron muchísimo.

Al dia siguiente fuí á acompañar á toda la familia á la diligencia que debia trasladarla á Plymouth.

— Mi querido Copperfield, me dijo mistress Micawber, que el cielo os bendiga. Nunca podré olvidaros.

— Copperfield, dijo á su vez el marido, adios, sed feliz. Si para el porvenir creyese que mi funesto destino ha sido para vos un provechoso ejemplo, tendré mi existencia por útil. Si la suerte me sonrie, como creo, no me olvidaré de hacer algo por vos.

Permanecí allí hasta el último momento. Tengo la pretension de creer que, cuando mistress Micawber se hubo sentado en el imperial y me miró, sus ojos no se engañaron y vieron en mí lo que efectivamente era : un pobre niño abandonado. Y lo creo así, porque la buena mujer me hizo una seña para que subiese á su lado, y se leia en su rostro una nueva expresion, la del cariño maternal. Sí, me abrazó como lo hubiese hecho á su propio hijo. No tuve mas que el tiempo necesario para bajar. La diligencia partió al trote, y un minuto despues la ví desaparecer al revolver una esquina : saludáronme con el pañuelo... el último adios de todo viajero.

¡La huérfana de San-Luc y yo nos hallábamos solos! Nos separamos uno de otro; ella se volvió al asilo y yo al almacen para empezar de nuevo mi tarea.

Pero tenia la intencion de no seguir haciéndolo mucho tiempo. No; habia resuelto huir...ir á cualquier parte, fuera de Lóndres, en busca de la única parienta que me quedaba en el mundo, mi tia miss Betsey, y contarle mi historia.

Ya he dicho que ignoraba cómo me habia asaltado semejante idea, pero que así que la concebí no se apartó un solo instante de mí, y se trasformó en resolucion invariable, no porque creyese que me iba á dar por resultado cualquiera cosa feliz; pero es el caso que nada hubiera podido hacerme variar.

Desde la noche en que aquel pensamiento habia distraido mi insomnio me habia contado á mí mismo mil y mil veces la historia de mi nacimiento, que mi madre repetia y yo oia con tanto gusto. En aquel relato mi tia era un personaje imponente y temible; pero uno de los detalles de su aparicion me daba un poco de ánimo. No podia olvidar que mi madre pretendia haberla visto acariciarme la cabellera con mano cariñosa. Quizás era solo una suposicion gratuita de mi madre, pero me apoderé de ella como de un hecho : saqué en conclusion que mi temible tia no habia podido menos de sentir un tierno interés por aquella pobre madre, cuya figura angelical no se separaba nunca de mi mente. Aquello me bastaba para hacerme esperar que por muy grande que hubiese sido su desilusion al ver venir al mundo un sobrino en vez de una sobrina, no rechazaria con demasiada dureza al pobre huérfano que iria á pedirle proteccion.

Como no sabia dónde vivia siquiera miss Belsey, escribí una extensa carta á Peggoty preguntándole incidentalmente si podia decírmelo, añadiendo que habia oido hablar de una señora que tenia el mismo carácter, que vivia en una ciudad, y cité la primera que me vino á la memoria, y que me agradaria saber si era la misma.

En otro párrafo de la carta le decia lo mucho que necesitaba una media guinea, y que si podia prestármela, mas tarde, al devolvérsela, le diria en qué la habia empleado.

La respuesta de Peggoty no se hizo esperar: era cariñosa y satisfactoria, pues enviaba el dinero pedido... ¡Dios mio! ¡qué trabajo y qué penas debia haber pasado para sacarla del cofrecillo de Mr. Barkis!

Supe por su carta que miss Betsey habitaba cerca de Douvres, aunque no podia decir exactamente si era en el mismo Douvres, Hythe, Sandgate ó Folkestone.

Uno de nuestros obreros, á quien pregunté acerca de estas cuatro localidades, me dijo que las cuatro eran limítrofes, y suponiendo que sabia lo bastante me decidí á partir el sábado siguiente.

A fuer de honrado, y no queriendo dejar detrás de mí nada de desagradable, me creí en la obligacion de no escaparme antes que se concluyese la semana.

¡Ola! ¡ola! me dijo cogiéndome por el pescuezo.

Al entrar habia recibido una semana adelantada; así, pues, resolví no presentarme en el almacen á la hora convenida en que debia recibir mi sueldo. Por eso pedí prestada media guinea, no queriendo tampoco ponerme en camino sin tener con qué atender á los gastos de mi viaje : en consecuencia, así que llegó el sábado, mientras los demas fueron á cobrar, supliqué á Mick Walker que dijese á Mr. Quinion que me habia marchado, para que transportasen mi maleta á casa de Mipp. Dí un último adios á Patata-Farinácea y me eché á correr al otro lado del rio, en direccion á la cárcel de los deudores, donde habia dormido aun la víspera.

En el reverso de una de las tarjetas de la casa que clavábamos en los cajones de vino, habia escrito de antemano : « Mr. David, en Douvres, para depositar en el despacho de diligencias hasta que se reclame. » Era el rótulo que pensaba pegar en la tapa de mi baul así que lo hubiese sacado de mi antiguo domicilio. Cuando me hallé á los alrededores de mi casa, busqué con la vista alguien que me ayudase á llevar mi maleta á la diligencia de Lóndres.

Cerca del obelisco, en Blackfriars-Road, ví un jóven alto que estaba apostado allí, al lado de un carro pequeño tirado por un burro.

Acerquéme á él cortesmente y le dije :

— ¿Quereis hacerme un favor? pagando, bien entendido.

— ¿Qué es ello? me preguntó.

— Llevarme un baul.

— ¿Dónde está?

— En la calle de al lado : me hareis el favor de llevarlo al despacho de la diligencia de Douvres y os daré seis peniques.

— ¡Convenido! replicó el chico echando á andar con la carreta tan aprisa que apenas podia seguir al burro.

No sé qué tenia aquel muchacho en sus modales, pero el caso es que no me daba muy buena espina : como el trato estaba cerrado, no habia mas que hablar; le conduje conmigo hasta mi cuarto. Bajamos el baul y le colocamos en el carro. No quise clavar el rótulo en el baul, por miedo á un vecino curioso que me estaba viendo; así le dije á mi conductor :

— Haced el favor de esperarme al volver la esquina.

Pero no bien acabé de pronunciar estas palabras, el jóven, el carro, el burro y la maleta salieron como alma que lleva el diablo, y no pude alcanzarlos hasta enfrente del patio del Banco del Rey.

Allí, aun no repuesto de mi carrera precipitada, dejé caer al suelo mi media guinea al sacar del bolsillo mi rótulo, y mientras le pegaba con mano temblorosa, guardé entre los dientes, para mayor seguridad, la moneda de oro.

De repente me dieron un puñetazo en la barba, abrí la boca y mi dinero fué á parar á la mano de aquel pillete.

— ¡Ola! ¡ola! me dijo cogiéndome por el pescuezo; este es un caso de policía correccional. ¿Queriais guardar en seguro vuestro robo? A la policía, pillete, á la policía.

— Devolvedme mi dinero y dejadme, le dije en medio del mayor espanto.

— A la policía, repetia el jóven, á la policía; allí probareis que todo esto os pertenece.

— Devolvedme mi dinero y mi baul, le dije echándome á llorar.

— ¡Nada, nada! ¡á la policía!

El jóven aquel no encontraba otra respuesta, empujándome hácia su burro, como si entre este y un magistrado existiese alguna afinidad; pero de repente cambió de idea, se subió al carro, arreó al burro y salió aun mas de prisa que antes, diciendo que iba á la policía.

Corrí tras él, pero no tenia fuerzas para gritar, y aun cuando las hubiera tenido, quizás no lo hubiera hecho.

Estuve á punto de que me atropellaran mas de veinte veces los carruajes que encontraba : unas veces veia á mi ladronzuelo, otras le perdia de vista, aquí recibiendo un latigazo de un cochero, allí cayendo en el arroyo, levantándome y precipitándome en los brazos de un transeunte ó contra el pié de un farol. Por fin, muerto de miedo y de calor, temiendo que Lóndres entero se pusiese en mi persecucion, dejé que el ratero se escapase á dónde le pareciese mejor con mi dinero y mi baul. Conocí entonces que me hallaba en las afueras de la ciudad, camino de Greenwich, que sabia se hallaba en el tránsito de Douvres; extenuado, llorando, pero sin pararme, continué caminando para llegar, si podia, á casa de mi tia miss Betsey, hallándome exactamente, salvo lo puesto, lo mismo que el dia en que vine al mundo.