David Copperfield (1871)/Primera parte/XII

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XII
CONSECUENCIAS DE MI RESOLUCION.

Una vez en el camino de Kent, y habiendo renunciado á perseguir al ladron de mi maleta y mi guinea, no pensaba detenerme hasta llegar á las puertas de Douvres; pero llegó el momento en que mi fatiga hizo traicion á mi último esfuerzo, y fuí á sentarme en la escalinata de la terraza de una casa. Me acuerdo que en medio habia un pilon y un disforme triton de piedra soplando en una concha marina. Allí se calmó un poco mi agitacion, y despues de haber llorado mientras descansaba, me levanté al oir sonar las diez.

La noche era espléndida, afortunadamente. A pesar de mi desdicha no pensé en volverme atrás, y aun cuando una avalancha de nieve me hubiese cerrado el camino, estaba resuelto á seguir adelante.

Me puse, pues, en marcha; pero mi inquietud se aumentaba al reflexionar que poseia, ni mas ni menos, tres peniques, esto es, treinta centavos, y aun estaba admirado de poseer tanto, pues aquel dia era sábado.

Empecé á figurarme el efecto que causaria en los lectores de los periódicos la noticia que me habian encontrado muerto de hambre á orillas de un camino.

Poco despues pasé por delante de una tienda en cuya vidriera habia un rótulo que decia que allí se compraban ropas viejas de hombre y mujer : los trapos, los huesos y las sobras de cocina tenian tambien allí una cotizacion regular. El dueño de la tienda se hallaba fumando su pipa sentado á la puerta en mangas de camisa. Al ver tantos fracs, pantalones y chalecos colgados del techo, y á la luz de dos velas con un gran pábilo que componian todo el alumbrado, hubiera podido creerse que aquel hombre habia reunido allí los despojos de todos sus enemigos á quienes habia muerto, y que gozaba tranquilamente con el placer de su venganza.

Mis últimas relaciones con la familia Micawber me sugirieron la idea de que allí podia hallar remedio mi hambre por algun tiempo.

Me interné en la callejuela mas próxima, me quité mi chaleco, lo lié debajo del brazo y me dirigí á la tienda.

— Si no teneis inconveniente, dije al tendero, quisiera que me compráseis esto á un precio razonable.

Mr. Dolloby, — este era el nombre que se leia en la muestra, — dejó su pipa, me dijo que entrase con él en la tienda, despabiló las velas con los dedos, cogió el chaleco, lo examinó de arriba á abajo, y me contestó al fin :

— ¿Qué quiere decir precio razonable por un chaleco tan pequeño?

— Vos lo sabeis mejor que yo, dije modestamente.

— No puedo ser comprador y tendero á un mismo tiempo : decidme lo que quereis.

— ¿Os parece demasiado diez y ocho peniques? (un franco ochenta céntimos) me aventuré á decir despues de vacilar un poco.

Mr. Dolloby envolvió el chaleco y me lo devolvió diciéndome :

— Robaria á mi familia si ofreciese solamente nueve.

Era una manera bien cruel de entrar en ajuste, puesto que yo, un extraño, me veia acusado de querer robar á su familia en provecho mio. Como las circunstancias eran críticas, declaré que me contentaria con nueve peniques, cantidad que me dió Mr. Dolloby, no sin refunfuñar. Díle las buenas noches y salí de la tienda con nueve peniques mas y mi chaleco de menos, pero abotoné mi chaqueta y me dije :

— Para nada necesitaba el chaleco; tengo bastante con la chaqueta... sobre todo si no me veia obligado á que corriese la misma suerte que la otra prenda.

¡Ay! ya preveia que tambien la perderia, y que podia contemplarme dichoso si llegaba á Douvres con la camisa y el pantalon.

Sin embargo, ahuyenté aquella preocupacion desde el dia siguiente, y satisfecho con mis nueve peniques me dije que lo que mas urgia era formar un plan para pasar la noche. Reconocí el sitio en que estaba, y me pareció sumamente ingenioso ir á acostarme al pié de la pared misma de mi antiguo colegio, en un rincon que recordaba existia un haz de paja.

— Descansaré, me dije, cerca del dormitorio donde contaba tan lindas historias á mis compañeros, y no pensarán siquiera que tienen tan cerca de sí al pobre narrador.

Fuí, pues, hasta Salem-House : un haz de paja estaba aun detras de la casa; allí me refugié despues de haber mirado á las ventanas y haberme cerciorado que todo descansaba en mi alrededor. No olvidaré nunca la sensacion que experimenté al acostarme así por primera vez, bajo el techo de la bóveda celeste.

El sueño cerró mis ojos, como probablemente cerraria aquella noche los de muchos mas desgraciados que no hubieran podido acercarse á una casa que tuviese un perro sin oir sus sordos gruñidos. Dormí, y soñé que ocupaba mi antigua cama de colegio y que divertia á mis compañeros con un romántico relato.

Despertéme al cabo de algunas horas con el nombre de Steerforth en los labios : sorprendido al principio de ver las estrellas, mi primer movimiento fué el levantarme y alejarme con un sentimiento de terror indefinible, pero tranquilicéme en seguida y volví á ocupar mi puesto, donde me dormí... aunque el frio de la mañana me hacia sufrir un poco.

Ya brillaba el sol cuando oí la campana que despertaba á los colegiales de Salem-House. Si hubiese creido que Steerforth se hallaba entre ellos, me hubiese ocultado en cualquier parte para espiarle al paso; pero sabia que hacia tiempo no estaba ya allí. Traddles aun no se habia marchado, sin embargo de que era dudoso, y por mas confianza que tuviera en su buen corazon, no contaba mucho con su reserva.

El pobre Traddles era tan poco afortunado en cuanto emprendia, que maldita la gana que tenia de recurrir á él. Escurríme, pues, á lo largo de la tapia y gané furtivamente el camino arenoso que habíamos atravesado mil veces en nuestros paseos de colegio. Era el camino de Douvres; le conocia del tiempo de aquellos paseos, de aquel tiempo en que no sospechaba que mas tarde lo recorreria como un vagabundo.

Era domingo, y las campanas daban al aire sus clamores. ¡Oh! mis queridas campanas de los domingos en Yarmouth, no son estas aquellas vuestras voces que encantaban tanto mis escursiones por la playa. Estas tratan de invitar á los fieles al reposo y la plegaria; en vano, al pasar por delante de una iglesia, distingo desde la puerta, abierta de par en par, la congregacion de fieles que, sentados tranquilamente, esperan al predicador; en vano, desde la nave de otra, llega á mí el cántico de los salmos, acompañado de las melodías del órgano; en vano veo en el atrio el sacristan con su traje de gala respirar la brisa suave; ese domingo no es uno de mis antiguos domingos, no... La calma y el reposo reinaban por do quier, menos en mi pecho : al verme sucio, empolvado, casi haraposo, con el pelo en desórden, sentia que en mi corazon nacian instintos deplorables.

¡Ah! para continuar mi triste peregrinacion tuve necesidad mas de una vez de evocar el cuadro que me trazaba á mi madre, hermosa, jóven y pura, llorando al lado de la lumbre é inspirando una tierna compasion á mi temida tia... Afortunadamente no me abandonó semejante imágen; no dejé de verla delante de mí y la seguí.

Aquel dia anduve veinte y tres millas, no sin trabajo, pues aquel género de fatiga era nuevo para mí.

A la caida de la tarde atravesé el puente de Rochester, con los piés doloridos y comiendo un pedazo de pan que habia comprado para cenar. El rótulo de uno ó dos albergues en que « se daba posada » me habia tentado, pero temia gastar los peniques que me quedaban, y aun tenia mas miedo cada vez que hallaba un hombre de mala catadura que seguia mi camino.

No busqué mas techumbre que la celeste bóveda, y me arrastré hasta Chatham, que aquella noche se presentó á mis ojos como un caos de tierra negra, de puentes levadizos y de buques sin mástiles, con un techo como el del arca de Noé : me encaramé en una especie de bateria cubierta de cesped, que dominaba un sendero, donde estaba de guardia un centinela. Me acosté allí, al lado de un cañon, y fuí feliz al oir el ruido regular de los pasos del centinela, bien que él no sospechase que estaba á su lado. Dormí profundamente hasta el dia siguiente.

Aquella vez me desperté al son del tambor, y me pareció al oir por todas partes la marcha de la tropa que me rodeaba todo un ejército : bajé de mi bateria y emprendí mi caminata hácia la estrecha calle de Chatham; pero comprendí que si no miraba por mis piernas y aquel dia andaba una jornada corta, no me seria fácil llegar á Douvres. Examiné el estado de mis fondos, y resolví empezar mis operaciones vendiendo mi chaqueta. Me la quité, pues, para habituarme á poder vivir sin chaqueta, y liándola debajo del brazo, atisbé dónde podria hallar un ropavejero.

Me hallaba precisamente en el mejor lugar del mundo para vender una chaqueta, pues los ropavejeros, no solo abundaban con profusion, sino que estaban al acecho de parroquianos.

La mayor parte tenian entre sus harapos uno ó dos uniformes de oficial, con espuelas y demas; trajes tan espléndidos me dieron cierta timidez, y jamás me hubiera atrevido á desdoblar mi mercancia en unas tiendas tan lujosas.

Acudí, pues, á los ropavejeros que tenian en sus tiendas trajes de calafates ó de marineros, y á aquellos cuya modesta casa me recordaba la de Dolloby.

Descubrí por fin uno, que juzgué que era mi hombre; habitaba en la esquina de una callejuela bastante sucia; la ventana de la tienda tenia una reja y ofrecia á mi vista una porcion de trapos colgados entre varios fusiles mohosos, sombreros de hule, ferretería y una coleccion de llaves capaz de abrir todas las puertas del universo.

Bajábase á aquella tienda, cuya ventana, en vez de darla luz, la hacia mas sombría, por unas cuantas escaleras de piedra. Entré con el corazon encogido, y mi emocion aumentó al ver salir de una alcoba sumamente oscura un viejo horrible que me agarró por los pelos. Su barba era blanca, espesa, y él vestia un chaqueton de franela amarilla y olia que apestaba á ron.

— ¡Oh! ¿qué quereis? tartamudeó el viejo con voz de chicharra. ¡Por los cuernos de Moisés! ¿qué es lo que quereis? gr, gr, gr, gr, gr.

Me quedé tan turbado ante un ataque tan brusco, y sobre todo al oir el gruñido con que terminó su pregunta, que no supe qué responder. El viejo volvió á preguntarme :

— ¿Qué quereis? ¡por los cuernos de Moisés! ¿qué quereis? ¿qué quereis?

— Queria saber, exclamé recobrando el uso de la palabra, si me comprariais una chaqueta.

— Veamos la chaqueta, exclamó. ¡Por los cuernos de Moisés, veámosla!

Y soltándome, sus manos, verdaderas garras de ave de rapiña, buscaron unos anteojos con que adornar sus ojos encarnados.

— ¿Cuánto es esta chaqueta? preguntó despues de haberla examinado. ¿Cuánto? gr, gr, gr, gr.

— Media corona[1], dije recobrando mi aplomo.

— ¡Por los cuernos de Moisés! exclamó el viejo, no, no, diez y ocho peniques; gr, gr, gr.

Cada vez que repetia su juramento favorito, lo hacia tambien de aquel gruñido gutural, cuyo odioso sonido no me es fácil siquiera imitar empleando dos consonantes del alfabeto de la lengua humana.

Deseaba acabar cuanto antes.

— Bien está, le dije, me contentaré con diez y ocho peniques.

— ¡Oh! exclamó entonces aquel repugnante viejo, desolado de que le hubiese cogido la palabra y quedándose sin embargo con mi chaqueta, ¡oh! ¡por los cuernos de Moisés! salid de mi tienda... gr, gr, gr, gr; no me pidais dinero, hagamos un cambio.

Vencí mi miedo, y le dije cortesmente que lo que yo necesitaba era dinero, y que no tenia inconveniente en esperarle afuera. Salí, en efecto, me senté apoyado en la pared y esperé... algunas horas, aunque en vano.

Supe bien pronto con quién tenia que habérmelas : el viejo era un borracho, avaro, conocido en la vecindad, donde gozaba la reputacion de haberse vendido al diablo. De cuando en cuando los chiquillos venian á rondar en los alrededores de la tienda, y exasperaban á aquel miserable, gritando:

— Bien sabes que no eres pobre, Charley. Saca el oro; danos algunas de las guineas que ocultas en tu cama, y por las que te has vendido á Satan. ¿Quieres una navaja para descoser el jergon? Ven á buscarla, ven, Charley, si no estás borracho.

Semejantes provocaciones exasperaban al viejo judío, y salia y daba una batida á los chicos, que huian para volver á los pocos minutos. Mas de una vez me tomó por uno de los sitiadores y me amenazó como si quisiese tragarme; pero reconociéndome en el crítico momento, me dejó allí, se metió en su tienda y adiviné que se tumbó en el jergon, oyendo claramente sus gruñidos.

Para colmo de desgracias, los muchachos, al verme allí tan paciente, acabaron por creer que era de la casa, me apedrearon y me llenaron de injurias.

No sabia qué partido tomar, cuando el ropavejero, vencido por mi perseverancia, trató de librarse de mí proponiéndome toda clase de cambios, etc., etc.

— ¿Quereis una caña de pescar? ¿un violin? ¿un sombrero? ¿ó una flauta?

Resistí á todos aquellos ofrecimientos, y le supliqué, con lágrimas en los ojos, que me devolviese mi chaqueta ó me diese mi dinero.

Al fin se decidió á pagarme, pero en moneda de vellon, penique á penique y metiendo un cuarto de hora entre chelin y chelin.

Faltaban aun seis peniques para completar el total, y entonces me propuso que me contentara con dos.

— No puede ser; me moriria de hambre.

— ¿Quereis tres?

— No, no, necesito mi dinero.

— Que sean cuatro, gr, gr, gr.

Tan cansado estaba, que consentí, y sacando de entre sus uñas los cuatro peniques, salí mas hambriento y con mas sed que nunca. Merced á tres peniques me restauré tan completamente, que me puse en camino y anduve siete millas cuando llegó la noche.

Pasé aquella noche, como la primera, encima de un haz de paja, habiéndome lavado antes los piés en un arroyo y cubierto con hojas verdes las ampollas que los hinchaban.

A la mañana siguiente, cuando proseguí mi viaje, encantóme no poco el caminar entre sembrados de cebada é hileras de árboles frutales. Las manzanas empezaban á tomar color, y en algunos puntos los aldeanos estaban ya ocupados en la siega. Aquello fué para mí un espectáculo encantador, y sonreí á la idea de dormir aquella noche entre las doradas espigas; era preciso toda la mágia de mi imaginacion infantil para prometerme una noche de reposo apacible en medio del campo y sin chaqueta.

Los encuentros que tuve aquel dia no fueron
Ví que caia y rodaba por el suelo.

muy tranquilizadores. Me crucé en el camino con una porcion de perdularios de elevada estatura y de una mirada tan aviesa que helaba la sangre en mis venas. Algunos se paraban despues de haberme dejado pasar y me gritaban que volviese paso atrás, á fin de hablarles : cuando me veian correr me apedreaban.

Un pillete, un buhonero ambulante supongo, á juzgar por su mochila y su braserillo, que iba con su mujer, empezó por mirarme, y cuando me hallé á veinte pasos me llamó con tal voz de trueno, que me paré bien á mi pesar.

— ¿Por qué no venís cuando os llaman? preguntó el calderero : responded ú os abro en canal.

Creí mas prudente obedecer, y al acercarme observé que la mujer tenia un ojo güero.

— ¿A dónde vais? me preguntó el calderero cogiéndome por la camisa.

— A Douvres, respondí.

— ¿De dónde venís? dijo afianzándose cada vez mas en mi camisa para que no pudiera escaparme.

— Vengo de Lóndres.

— ¿Cuál es vuestro oficio? ¿Sois ratero?

— No, respondí.

— ¡Cómo que no, voto va á cribas! Si quereis echároslas de honrado conmigo, os levanto la tapa de los sesos.

Y uniendo el ademan á la palabra, hizo un gesto para probarme que de los dos él era el mas fuerte.

— ¿Llevais en el bolsillo con qué pagar una pinta de cerveza? Si lo teneis, dadlo antes de que lo coja.

Ciertamente que lo hubiera dado, si una mirada de la mujer, un meneo de cabeza y un movimiento de sus labios no me hubiesen inspirado una respuesta negativa.

— Soy sumamente pobre, dije, tratando de sonreir, y no tengo dinero.

— ¿Qué quereis decir con eso? replicó el buhonero con una mirada tan siniestra, que temí viese mi dinero á través de mi bolsillo.

— ¿Qué significa llevar al cuello una corbata de seda? Es la de mi hermano, devolvédmela.

Y soltándola él mismo, se la dió á la mujer.

La mujer soltó una carcajada, como si pensase que aquello era una broma, y me arrojó la corbata, haciéndome una nueva señal con la cabeza, que queria decir :

— Marchaos.

Antes de que yo hubiese tenido tiempo de escaparme, el buhonero volvia á coger la corbata con un gesto violento; luego volviéndose hácia su mujer la pegó un terrible puñetazo en la cabeza.

Ví que caia y rodaba por el suelo, y, cuando así que hube huido á algunos pasos no pude menos de mirarla, estaba sentada á la orilla del camino, limpiándose con la esquina de su mano la sangre, que, segun se me figuró, corria por su rostro.

Esta aventura me causó tal alarma, que así que divisaba á lo lejos un buhonero, me escondia hasta que hubiese pasado, cosa que me sucedia con bastante frecuencia y retardaba mi marcha.

Pero no por temor á este peligro me detuve: el recuerdo de mi madre iba conmigo. No se separó de mí ni aquella noche, ni al dia siguiente durante todo el dia, de tal modo, que no podria desmembrarle de la perspectiva en que tambien se me aparecieron el perfil de la venerable catedral de Cantorbery, las góticas puertas de la ciudad, las cornejas y alondras que revoloteaban sobre las torres. La imágen protectora hizo lucir aun un rayo de esperanza sobre las solitarias colinas de Douvres : era el sexto dia; pero, ¡cosa extraña !... la imágen pareció evaporarse y desapareció como un sueño, dejándome medio desnudo, con los zapatos rotos y sin esperanza, en el momento en que llegaba al tan deseado término de mi viaje.

Me dirigí hácia el puerto y me acerqué á los marineros, a quienes pregunté si conocian á miss Betsey Trotwood.

— Vive en el faro de South-Foreland, me dijo uno, y se ha quemado los bigotes.

— No tal, dijo el otro, es una señora que ha hecho que la aten con una cuerda á la boya del puerto; es preciso que baje la marea para poder verla.

— Vamos, vamos, dijo un tercero; es la vieja que han encerrado en la cárcel de Maidstone, por haber robado un chico.

— Amigo mio, exclamó un cuarto; llegais demasiado tarde: hace poco he visto á esa miss Betsey, montada en una escoba, volando en direccion de Calais.

Pregunté en seguida á varios cocheros de alquiler, que usaron las mismas chanzas y el mismo poco respeto por mi tia. Los tenderos, á quienes mi aire tímido no agradaba, casi siempre me respondian de la misma manera :

— Idos, no se os puede dar nada.

Aquel era el dia mas triste de mi vida desde que me habia escapado. Estaba sin un cuarto; no tenia nada que vender. Sufria del hambre, de la sed, experimentaba un horrible cansancio, y se me figuraba que me hallaba tan lejos del fin de mi viaje, como si no hubiese salido de Lóndres.

Pasé aquella mañana en inútiles pesquisas; sentéme desalentado en una esquina, cerca del mercado, en el poyo de una tienda desalquilada. Me consultaba si no seria conveniente el que recorriese las aldeas y arrabales de Douvres, cuando un cochero que llegaba con su vehículo, dejó caer la manta de su caballo. La levanté para dársela y se me figuró ver en su rostro un aire de bondad. Me aventuré, pues, á preguntarle si podria darme las señas de la casa de miss Betsey Trotwood. Tantas veces habia repetido la misma pregunta, que por poco casi no pude pronunciarla.

— Trotwood; se me figura que conozco ese nombre : ¿no es una señora anciana?

— Sí, sí señor, respondí.

— Así... bastante tiesa... añadió el cochero, enderezándose en el pescante.

— Sí, debe ser ella misma.

— ¿Que lleva un saco?.... un gran saco que cuelga de su cintura? Tiene el carácter brusco y se dirige á uno de sopeton, ¿eh?...

Sentí desfallecer mi corazon, pues creia reconocer el retrato de mi tia.

— Pues bien, escuchadme, continuó el cochero, señalándome con el látigo las alturas de Douvres : tomad por ahí, tirad á la derecha, y paraos junto á las casas cuyas fachadas dan al mar : preguntad allí por miss Trotwood y os darán razon, y aquí teneis un penique para vos, amiguito.

Acepté el penique con gratitud y compré un panecillo que comí, siguiendo la direccion que me indicó aquel cochero caritativo. Tuve que caminar largo tiempo; pero por último distinguí las casas que me habia dicho, y entré en una tiendecilla de comestibles, donde pregunté á un hombre que pesaba una libra de arroz :

— ¿Tendreis la bondad de decirme dónde vive miss Trotwood?

La jóven á quien estaba sirviendo el arroz, creyó que la pregunta iba dirigida á ella y respondió :

— ¡Mi ama! dijo; ¿qué la quereis, hijo mio?

— Deseo hablarla, respondí.

— ¿Para pedirla limosna, no es esto? replicó la jóven.

— No tal, dije.

Pero advirtiendo que en el fondo la criada no se habia equivocado, me callé, y el carmin tiñó mis mejillas.

La criada de mi tia — segun ella misma habia dicho, — guardó el arroz en su saco y salió, diciéndome que podia seguirla, si queria saber donde vivia , si queria conocer la casa de miss Trotwood.

No tuve necesidad de que me lo repitiese dos veces y la seguí, por mas que mi agitacion fuese tal que apenas pudiesen sostenerme mis piernas. No tardamos en llegar á una linda casita aislada con ventanas cimbradas : delante de la casa un jardin bien cultivado, con calles de arena menuda, embalsamaba el aire con el perfume de sus flores.

— Aquí está la casa de miss Trotwood, dijo la criada : todo lo que puedo hacer es enseñárosla.

Y en seguida me dejó allí como para desembarazarse de toda responsabilidad con respecto á mí.

Permanecí, pues, al lado de la puerta, con los ojos fijos en las ventanas; en una de ellas, una cortina de muselina medio corrida me permitia ver una mesita y un sillon, que me sugirió la idea que mi tia podia muy bien hallarse sentada allí.

Ya he dicho que mis zapatos se hallaban en un estado espantoso de miseria; apenas conservaban un resto de su forma primitiva, pues la suela estaba agujereada, los talones torcidos y la piel acuchillada. Mi sombrero, que tambien me habia servido de gorro de dormir, no se parecia en nada á un sombrero. Mi camisa y pantalon, ensuciados con el sudor, la escarcha, el cesped y la arcilla del condado de Kent, hubieran bastado para asustar á los gorriones del jardin de mi tia. Ni el cepillo, ni el peine habian tenido nada que ver con mi cabellera desde mi salida de Lóndres. Mi cútis estaba negro y curtido á causa del viento y del sol; por último, de los piés á la cabeza tenia una capa tan espesa de polvo, que parecia haber salido de un horno de yeso.

Hé ahí mi apariencia exterior; no podia disimularme lo poco á propósito que era para producir una impresion favorable en mi temible tia, si continuaba en el deseo de llegar así hasta ella; pero retroceder era imposible.

¿Qué es lo que iba á decir ? ¿Se burlaria de mí? Se me figura que ya iba á alejarme para reflexionar, cuando ví salir de la casa una señora con un pañuelo atado por encima de su papalina, con guantes en las manos, con un gran saco que colgaba de su cintura, parecido al que llevan los guardas de los portazgos y una hoz pequeña para cortar las flores.

Reconocí inmediatamente á miss Betsey, pues salió de su casa del mismo modo que habia entrado en nuestro jardin de Blunderstone, segun la descripcion que tantas veces me habia hecho mi madre.

— Marchaos, me dijo miss Betsey, describiendo un semi-círculo en el aire con su hoz, ¡marchaos! no queremos aquí ningun chiquillo.

Seguíla con la vista, con el corazon en los labios, cuando se dirigió á un rincon del jardin y se puso á arrancar alguna maleza.

Entonces, con un acceso de valor, ó mejor dicho de desesperacion, abrí la verja y me escurrí sin meter ruido hasta cerca de donde se hallaba.

— Perdonad, señora, dije, tirando de su vestido con la punta de los dedos.

Se estremeció al erguirse y miró :

— Mi querida tia.

— ¡Eh! exclamó miss Betsey con un acento de asombro imposible de describir.

— Tia mia, yo soy vuestro sobrino.

— ¡Oh! ¡poder de Dios! esclamó mi tia. Y aquella vez fué tal su asombro que sus piernas flaquearon, pues se sentó en medio del jardin.

Sin embargo, continué :

— Soy David Copperfield, de Blunderstone, á donde fuisteis el dia en que nací como me lo ha dicho mi pobre madre. He sido bien desgraciado desde que murió. Me han abandonado, no me han enseñado nada, me han dejado entregado á mí mismo, y me han condenado á un trabajo que no es conveniente para mí; por eso me he escapado y acudo á vos. He venido á pié desde Lóndres á Douvres, sin acostarme entre sábanas desde el principio de mi viaje; me han robado, despojado... ya veis cómo estoy!....

No sé cómo tuve ánimo para decir todo de un golpe; pero al último me abandonaron las fuerzas. Solo pude hacer un ademan con mis manos para llamar la atencion de mi tia respecto á mis harapos, que revelaban bien claramente todo lo que debia haber sufrido, y, echándome á llorar, creo que vertí todas las lágrimas que se habian acumulado en mí desde hacia una semana.

Mi tia, cuya mirada fija en la mia solo expresaba la sorpresa mas singular, no pudo contenerse á la explosion de mi dolor; alzóme vivamente del suelo, me cogió y llevó á la casa. Una vez que llegamos á la sala, su primer cuidado fué abrir un gran armario, de donde sacó diferentes botellas, y me hizo beber algunas gotas de todas ellas. Se me figura que las cogió á la casualidad, pues tragué sucesivamente tres ó cuatro veces agua de anís, salsa de anchoas y vinagre.

Como estos cordiales no bastaban para calmar mis sollozos, que se habian vuelto de repente convulsivos, mi tia, asustada, me acostó en el sofá con un chal debajo de la cabeza y su propio pañuelo debajo de los piés, temiendo que no ensuciase demasiado los muebles. Hecho esto, fué á sentarse al lado de la ventana y se puso á exclamar durante veinte minutos lo menos, sin decir otra cosa :

¡Misericordia! ¡Misericordia!

Por último, llamó y vino la criada.

— Juanilla, le dijo mi tia, subid á casa de Mr. Dick, y suplicadle que baje, porque deseo hablarle.

La criada se quedó sumamente asombrada al distinguirme extendido sin movimiento sobre el sofá, pues apenas me atrevia á moverme, temiendo desagradar á mi tia; pero fué á cumplir con su encargo. Miss Betsey, con las manos en la espalda, se paseaba de arriba á abajo en el salon, hasta que entró el personaje que habian mandado buscar.

— Mr. Dick, le dijo mi tia, no hagais el loco, puesto que nadie sabria ser mas sensato que vos cuando lo quereis. Todos lo sabemos; no hagais pues el loco.

Entonces el recien venido tomó un aire sério y me miró de un modo conveniente.

— ¿Mr. Dick, le preguntó entonces mi tia, antes de ahora me habeis oido hablar de David Copperfield?... No pretendais haberlo olvidado, pues vos y yo sabemos perfectamente que teneis muy buena memoria.

— ¡David Copperfield! respondió Mr. Dick, que no parecia acordarse perfectamente; ¿David... Copperfield? ¡Oh! sí... ciertamente, ¡David!

— Pues bien, aquí teneis á su hijo... su hijo... que se pareceria muchísimo á su padre si no se pareciese tanto á su madre.

— ¿Su hijo? ¿el hijo de David? ¡Es posible!

— Sí, continuó mi tia, ¡y por cierto que ha hecho una linda cosa! escaparse de Lóndres donde estaba. ¡Ah! ¡su hermana, Betsey Trotwood, jamás se hubiera escapado!...

Mi tia meneó la cabeza con la expresion de la firme conviccion sobre el carácter y conducta de aquella hermana que jamás habia existido.

— ¡Ah! ¡creeis que no se hubiera escapado nunca? dijo Mr. Dick.

— Que Dios os bendiga, señor Dick, y á mí tambien, añadió mi tia con cierto despecho. Me contradecireis eso ahora? Hubiese vivido con su madrina, y nos hubiéramos querido mútuamente. Nada, respondedme en nombre del cielo, ¿por qué se habria escapado la hermana de este niño, y para ir adónde?

— A ninguna parte, respondió Mr. Dick.

— Pues bien, añadió mi tia un tanto calmada con esta respuesta, ¿cómo podeis pretender que divagais, Mr. Dick, cuando teneis el ingenio mas agudo que punta de alfiler? Así, aquí teneis al hijo de David Copperfield, y voy á preguntaros una cosa : ¿qué debo hacer con él?

— Que ¿qué hareis con él? dijo Mr. Dick en voz baja, rascándose la oreja.

— Sí, replicó mi tia con aire grave y levantando el dedo índice. Vamos, hablad, necesito un buen consejo.

— Pues bien, si fuese que vos, dijo Mr. Dick examinándome y pareciendo reflexionar; pues bien...

Vaciló; pero despues de haberme mirado de nuevo, pareció como inspirado de una idea repentina y añadió vivamente :

— ¡Le haria lavar!

— Juana, exclamó mi tia volviéndose hácia la criada con la expresion de una calma triunfal que no comprendí entonces; Juana, Mr. Dick nos saca de un gran apuro. Calentad el baño.

Aunque estaba muy interesado en el resultado de aquel diálogo, no pude menos, al mismo tiempo que lo escuchaba, de observar á mi tia, á Mr. Dick y á Juanilla, así como completaba tambien la inspeccion de la habitacion en donde nos hallábamos los cuatro.

Mi tia era una mujer de elevada estatura y cuya fisonomia tenia algo de duro, aunque no de desagradable. Habia en su rostro, en su voz, en sus ademanes y hasta en su modo de andar, una especie de inflexibilidad que me explicaba perfectamente la impresion que debia producir en una criatura dulce y tímida como mi madre; pero, á pesar de su austeridad, sus facciones eran mas bien hermosas que feas. Noté sobre todo que tenia una mirada viva y brillante. Sus cabellos, ya canos, se dividian en dos grandes bandós. Su papalina, mas sencilla que la que se lleva hoy dia, se ataba debajo de la barba. Su vestido estaba mas limpio que una patena; el talle ceñido y corto; parecia vestida en traje de amazona, pero cortada la falda, como una cosa superflua que estorbaba. En su cintura se veia un reló de oro de hombre, con una cadena y sellos. Al rededor del cuello llevaba una cosa muy parecida al cuello de nuestras camisas, y en los puños mangas de hilo.

Ya he dicho que Mr. Dick era un hombre de cabellos canos y tez rosada. Añadiré solamente que su cabeza estaba siempre inclinada, no por la edad, sino por las genuflexiones que hacia. Sus ojos saltones brillaban de tal modo que esto, unido á la sumision á mi tia y á la alegria infantil que le causaba un cumplimiento, me hicieron sospechar que era un loco. Pero ¿cómo estaria aquí si fuese loco? me pregunté.

No sabia qué pensar. Vestia como casi todo el mundo : un levitin corto, chaleco y pantalones blancos. Llevaba un reló en el bolsillo y dinero, pues lo hacia sonar dándose golpecitos en el chaleco, como si estuviese orgulloso de hacerlo ver.

Juanilla podia tener de diez y ocho á diez y nueve años; era una muchacha lindísima, aseada y fresca. Mas tarde supe que mi tia la habia tomado á su servicio como tomaba todas sus criadas, que componian una série de chicas educadas expresamente en las ideas del celibato, y que, sin embargo, casi todas acababan por casarse con el panadero de casa.

Como aseo, el salon era digno de mi tia y de Juanilla. Antes de describirle, dejo descansar un momento mi pluma para no perder ningun detalle. Aspiré la brisa del mar, que llegaba impregnada á mí del aroma de las flores. He visto el antiguo mueblaje limpio y lustroso, el sillon inviolable de mi tia y su velador apoyado á la ventana, la alfombra, el gato, el canario, el vasto armario receptáculo de todo un ejercito de platos y botellas, el sofá, yo mismo, en fin, tendido, sucio, cubierto de harapos, y observando todo cuanto pasaba á mi alrededor.

Juanita acababa de salir para preparar y calentar el baño, cuando me alarmó la actitud de mi tia, que, indignándose de pronto, llamó á su criada y le dijo con una voz casi ahogada :

— ¡Juanita! ¡los burros!

La criada acudió á estas palabras, bajó las escaleras de cuatro en cuatro, y atravesó en un momento el jardin.

Dos burros, montados por dos damas, habian tenido la osadía de profanar con su pezuña un prado pequeño, cubierto de yerba, que habia al otro lado de la verja del jardin.

Juanilla suplicó á las señoras que se retirasen, y mi tia, que habia seguido á su fiel doméstica, cogiendo del ronzal un tercer borrico, le echó fuera, despues de haber administrado un par de pescozones al desgraciado caballerizo de aquella cabalgata, que era un pobre chico de mi edad.

Mi tia, segun creo, no tenia el menor título que legitimase su pretension á la propiedad de aquel prado; pero estaba persuadida que era suyo, y para el caso era lo mismo. El mayor ultraje que se le podia hacer, ultraje que pedia una venganza inmediata, era el paso de un burro por el sagrado terreno. Cualquiera que fuese la ocupacion doméstica que reclamase sus cuidados, por interesante que fuese la conversacion, si llegaba un burro, se interrumpia el curso de sus ideas y mi tia se abalanzaba sobre el profano animal.

Como armas ofensivas y defensivas, tenia una porcion de palos escondidos detrás de la puerta. Unas cuantas regaderas llenas de agua estaban de reserva en un rincon del jardin, para poder vaciarlas sobre los buches que mostraban la terquedad de volver sin cesar á la carga; y como los burros son animales sumamente testarudos, quizás por eso tomaban gustosos aquella direccion.

Lo cierto es que antes de que se dispusiese el baño, hubo tres alarmas, y que el tercer ataque, mas serio que los anteriores, estuvo á punto de acarrear un singular combate entre mi tia, armada de un palo, y un burrero que no queria comprender que debia volver grupas ante una sencilla insinuacion.

El baño me confortó enteramente. Empezaba á sentir grandes dolores en todos los miembros, un cansancio general y una soñolencia contra la que no podia luchar. Cuando salí del baño, mi tia y Juana me hicieron poner una camisa y un pantalon que pertenecian á Mr. Dick, y luego me envolvieron en dos ó tres chales. Empaquetado así, me llevaron de nuevo al sofá : mi tia se habia figurado que debia morir de hambre, y quiso que comiera en pequeñas dósis, dándome cucharadas de caldo; pero una nueva irrupcion ridícula la hizo volar por la cuarta vez á la defensa del territorio que violaba el enemigo...

— Juana, ¡los burros!

A este grito, me abandonaron en mi cama provisional, donde me dormí de veras.

¿Soñaba cuando creí distinguir á mi tia que venia á mi lado, arreglaba cómodamente un almohadon debajo de mi cabeza, separando con mano delicada mi cabellera que caia sobre mis ojos y mirándome con tierna solicitud? Cuando me desperté, resonaban aun en mis oidos las palabras de ¡pobre niño, pobre hijo mio! Quizás las habia oido en sueños, pues mi tia se hallaba sentada tranquilamente al lado de la ventana, pensando en no sé qué y mirando hácia el mar.

Al poco tiempo de despertarme fuimos á comer : en la mesa habia un pollo asado y un pudding; en cuanto á mí, siempre empaquetado en la silla, apenas podia mover los brazos; pero no me atrevia á quejarme, pues mi tia era la que me habia arreglado de aquel modo. Lo que mas me preocupaba era saber qué haria de mí. Grande era mi inquietud. Mi tia no dijo nada que pudiese calmarla, comió silenciosamente, contentándose con exclamar de tiempo en tiempo : ¡Misericordia! ¡misericordia! hasta que fijó en mí la vista. Aquella exclamacion no podia revelarme gran cosa sobre mi suerte futura.

Así que levantaron el mantel, Juana trajo una botella de Jerez; mi tia me sirvió una copa y mandó á buscar á Mr. Dick, que no habia comido con nosotros. Quiso que le contase toda mi historia, y á ello me ayudó, dirigiéndome infinitas preguntas y suplicando al mismo tiempo á Mr. Dick que prestase atencion. El tal señor dió dos ó tres cabezadas, y se conoce que tenia ganas de dormir; pero como mi tia no le perdia de vista, no se atrevió ni á dormir ni á sonreir cuando ella arrugaba el entrecejo.

Así que acabé mi relato, empezaron los comentarios de mi tia y de Mr. Dick.

— No comprendo qué le obligaba á esa desgraciada criatura á casarse en segundas nupcias, dijo mi tia hablando de mi madre; vamos, no lo concibo.

— Quién sabe, replicó Mr. Dick, si estaba enamorada de su segundo marido.

— ¡Enamorada! exclamó mi tia; ¿qué quereis decir con eso? ¿Tenia necesidad de enamorarse de nadie?

— Tal vez, tartamudeó Mr. Dick despues de un momento de reflexion, quizás creyó hallar un protector.

— ¡Un protector, en verdad! replicó mi tia. ¡Buena cosa buscaba la pobrecilla! ¿Qué confianza podia tener en un hombre que lo que queria era engañarla de cualquier modo? No, no era eso, y me alegraria saber el verdadero objeto. Ya habia estado casada antes; debia saber lo que es el matrimonio y debia haberla bastado. Tenia un hijo... Pero á bien que la misma madre era una criatura cuando dió á luz este niño que estais viendo ahí. Os suplico que me digais ¿qué es lo que queria?

Mr. Dick meneó la cabeza, mirándome con el aire de un hombre que no sabia cómo resolver el problema.

Afortunadamente, mi tia propuso otro problema sin esperar la solucion del primero.

— ¿Deseaba tener una hija? ¡Entonces lo comprendo! Pero ¿por qué no haber empezado por ahí? Yo se lo habia pedido positivamente : Quiero una ahijada. Pero la hermana de este muchacho, Betsey Trotwood, no quiso venir. ¿Dónde estaba? haced el favor de decírmelo.

Mr. Dick pareció asustarse de veras ante semejante cuestion; pero mi tia prosiguió :

— Era un viernes: si hubiérais visto el comadron, un hombrecillo, que creo se llamaba Jellip, con la cabeza inclinada como una grulla, cuando vino á participarme que era un muchacho : ¡un muchacho! ¡Para qué sirven todos, imbéciles!

Aquella franca denominacion de todo nuestro sexo no tranquilizó en lo mas mínimo á Mr. Dick, y por mi parte, confieso que temblé por la suerte que me esperaba.

— Pues bien, este muchacho, que ha venido á usurpar el puesto á su hermana, acaba de deciros lo que era Mr. Murdstone, que le han dado por padrastro. No ha podido sufrir á su lado, se ha escapado, y como un pequeño Cain, ha hecho el vago por los caminos.

A su vez, Mr. Dick arrugó el entrecejo al examinarme, para ver si real y efectivamente tenia en la frente la marca del fratricidio.

Pero aun me quedaba algo que decir á mi tia. Le dije que Peggoty se habia casado, y Peggoty no podia pasarse sin su correspondiente discurso :

— Pues y esa mujer que tiene un nombre pagano, que se llama Peggoty, que se entra en la boca del lobo como las demas!... ¡Como si no hubiese podido escarmentar en cabeza agena, al ver que su ama se casaba dos veces! Al menos espero que su marido será uno de esos animales de cuya conducta airada nos dan cuenta diariamente los periódicos, y que la zurrará para enseñarla lo que es el matrimonio.

No pude dejar que tratasen así á mi querida Peggoty, ni oir la expresion de semejante deseo, sin tratar de defenderla :

— Os engañais mi tia, dije : Peggoty es la mejor, la mas fiel, la mas desinteresada de las amigas y de las servidoras. Peggoty me ha querido tiernamente y ha querido siempre á mi madre; ella ha sostenido en sus brazos su cabeza moribunda; ella es quién ha recibido su último beso con su último suspiro.

Aquel recuerdo me turbó hasta tal punto que no pude contar sin tartamudear, cómo Peggoty me habia declarado siempre que su casa era la mia, y que si no hubiera temido ser importuno á su humilde situacion, á ella hubiese acudido antes que á nadie.

No pude continuar, pues mis sollozos embargaron mi voz; oculté el rostro en mis manos y apoyé los codos en la mesa.

— Bien, bien, dijo mi tia; el chico hace bien en defender á los que le han defendido... Juana, ¡los burros!

A no ser por los malditos burros, creo que habia llegado el momento de entendernos; pues mi tia habia apoyado su mano encima de mi hombro, y, alentado por su aprobacion, la hubiera abrazado y suplicado que fuese mi protectora. Pero la interrupcion y los accesos de indignacion que siguieron, como cosa natural despues de cada ataque, alejaron por el pronto toda buena idea : hasta que llegó la hora del té, miss Trotwood no habló á Mr. Dick mas que de los borricos de Douvres y de sus dueños, manifestando la resolucion de dirigirse á los tribunales, á fin de obtener una satisfaccion.

Despues del té nos sentamos al lado de la ventana, y el aire inquieto que tomó mi tia me hizo suponer que vigilaba la invasion; afortunadamente no volvió á aparecer el enemigo, y así que llegó la noche, Juana cerró las persianas, nos colocamos al rededor de una mesa de tric-trac, donde mi tia y Mr. Dick se entretuvieron en hablar. Mi tia, levantando gravemente el índice, dijo á su contrincante:

— Mr. Dick, voy á dirigiros otra pregunta. Mirad este muchacho.

— ¿El hijo de David? respondió Mr. Dick, con su fisonomía atenta y turbada á la vez.

— Sí, exactamente, replicó mi tia; ¿qué hariais con él ahora?

— ¿Que qué haria?

— Sí, señor.

— ¡Oh! dijo Mr. Dick, lo que yo haria... Nada... acostarle.

— Juana, exclamó mi tia con la misma satisfaccion triunfante que ya habia notado, Juanilla, Mr. Dick tiene razon, si habeis hecho ya la cama, vamos á acostarle.

Como la cama estaba dispuesta, segun Juana, me condujeron á ella inmediatamente, con solicitud, como una especie de prisionero, entre mi tia y Juana, mi tia delante y la criada detrás.

La única circunstancia que reanimó mi esperanza, fué que mi tia se paró en la escalera, para preguntar de dónde provenia cierto olorcillo á quemado; Juanilla respondió que habia quemado mi camisa en la chimenea.

El cuarto que me fué destinado no contenia mas ropas para mi uso, que aquellas con que burlescamente me habian ataviado; mi escolta femenina me dejó en compañia de un cabo de vela que me advirtió mi tia, solo debia durar cinco minutos, y ví que cerraron la puerta por fuera.

Al reflexionar en lo que acababa de pasar, saqué en conclusion que, quizás miss Betsey Trotwood no me conocia, suponia que tenia la costumbre de escaparme y tomaba sus precauciones para hallarme al dia siguiente.

El cuarto era lindísimo, estaba situado en el último piso de la casa, y desde allí se veia rielar la luna sobre el mar en todo su esplendor.

Recuerdo que contemplé aquellas olas tan magníficamente alumbradas.

Despues de haber rezado, y así que se apagó la bugía, recuerdo que contemplé aquellas olas tan magníficamente alumbradas, como si esperase leer en ellas mi destino, ó como si en aquella via luminosa, mi madre fuese á aparecérseme, con su hijo en los brazos y sonriéndome como la última vez que la habia visto.

Cuando por fin, con el corazon henchido de una solemne emocion, despues de aquella vana esperanza, me volví hácia la cama de blancos cortinajes, donde podia descansar, un sentimiento nuevo sustituyó al del agradecimiento, y dí las gracias al Señor que me habia conducido hasta allí. Aquella gratitud no amenguó en nada, cuando me hube metido dulcemente entre las sábanas, donde experimenté un bienestar sensual, pensando en las dos noches que habia pasado al aire libre, expuesto á todas las inclemencias de la atmósfera:

— Dios mio, me dije, dignaos acordarme la gracia de no volverme á hallar sin asilo; y haced que nunca olvide á aquellos que no lo tienen.

Al dormirme con semejantes ideas no podia menos de ponerme á recorrer el campo de los sueños.


  1. Tres francos diez céntimos.