Del sentimiento trágico de la vida: IV
Vengamos ahora a la solución cristiana católica, pauliniana o atanasiana, de nuestro íntimo problema vital, el hambre de inmortalidad. Brotó el cristianismo de la confluencia de dos grandes corrientes espirituales, la una judaica y la otra helénica, ya de antes influidas mutuamente, y Roma acabó de darle sello práctico y permanencia social. Hase afirmado del cristianismo primitivo, acaso con precipitación, que fue anescatológico, que en él no aparece claramente la fe en otra vida después de la muerte, sino en un próximo fin del mundo y establecimiento del reino de Dios, en el llamado quiliasmo. ¿Y es que no eran, en el fondo, una misma cosa? La fe en la inmortalidad del alma, cuya condición tal vez no se precisaba mucho, cabe decir que es una especie de subentendido, de supuesto tácito, en el Evangelio todo, y es la situación del espíritu de muchos de los que hoy le leen, situación opuesta a la de los cristianos entre quienes brotó el Evangelio, lo que les impide verlo. Sin duda que todo aquello de la segunda venida del Cristo, con gran poder, rodeado de majestad y entre nubes, para juzgar a los muertos y a los vivos, abrir a los unos el reino de los cielos y echar a los otros a la geena, donde será el lloro y el crujir de dientes, cabe entenderlo quiliásticamente, y aun se hace decir al Cristo en el Evangelio (Marcos, IX, 1) que había con El algunos que no gustarían de la muerte sin haber visto el reino de Dios, esto es, que vendría durante su generación; y en el mismo capítulo, versículo 10, se hace decir a Jacobo, a Pedro y a Juan, que con Jesús subieron al monte de la Transfiguración y le oyeron hablar de que resucitaría de entre los muertos, aquello de: “y guardaron el dicho consigo, razonando unos con otros sobre qué sería eso de resucitar de entre los muertos”. Y en todo caso, el Evangelio se compuso cuando esa creencia, base y razón de ser del cristianismo, se estaba formando. Véase en Mateo, XXII, 29-32; en Marcos, XII, 24-27; en Lucas, XVI, 22-31; XX, 34-37; en Juan, V, 24-29; VI, 40, 54, 58; VIII, 51; XI, 25, 56; XIV, 2, 19. Y, sobre todo, aquello de Mateo, XXVII, 52, de que al resucitar el Cristo, “muchos cuerpos santos que dormían resucitaron”. Y no era ésta una resurrección natural, no. La fe cristiana nació de la fe de que Jesús no permaneció muerto, sino que Dios le resucitó y que esta resurrección era un hecho; pero esto no suponía una mera inmortalidad del alma al modo filosófico. (Véase Harnack, Dogmengeschichte. Prolegómeno, V, 4) Para los primeros Padres de la Iglesia mismos, la inmortalidad del alma no era algo natural; bastaba para su demostración, domo dice Nemesio, la enseñanza de las Divinas Escrituras, y era, según Lactancio, un don -y, como tal, gratuito- de Dios. Pero sobre esto más adelante. Brotó, decíamos, el cristianismo de una confluencia de los dos grandes procesos espirituales, judaico y helénico, cada uno de los cuales había llegado por su parte, si no a la definición precisa, al preciso anhelo de otra vida. No fue entre los judíos ni general ni clara la fe en otra vida; pero a ella les llevó la fe en un Dios personal y vivo, cuya formación es toda su historia espiritual. Jahvé, el Dios judaico, empezó siendo un dios entre otros muchos, el dios del pueblo de Israel, revelado entre el fragor de la tormenta en el monte Sinaí. Pero era tan celoso, que exigía se le rindiese culto a él solo, y fue por el monocultismo como los judíos llegaron al monoteísmo. Era adorado como fuerza viva, no como entidad metafísica, y era el dios de las batallas. Pero este Dios, de origen social y guerrero, sobre cuya génesis hemos de volver, se hizo más íntimo y personal en los profetas, y al hacerse más íntimo y personal, más individual y más universal, por tanto. Es Jahvé, que no ama a Israel por ser hijo suyo, sino que le toma por hijo, porque le ama (Oseas, XI, 1). Y la fe en el Dios personal, en el Padre de los hombres, lleva consigo la fe en la eternización del hombre individual, que ya en el fariseísmo alborea, aun antes de Cristo. La cultura helénica, por su parte, acabó descubriendo la muerte, y descubrir la muerte es descubrir el hambre de inmortalidad. No aparece este anhelo en los poemas homéricos, que no son algo inicial, sino final; no el arranque, sino el término de una civilización. Ellos marcan el paso de la vieja religión de la Naturaleza, la de Zeus, a la religión más espiritual de Apolo, la de la redención. Mas en el fondo persistía siempre la religión popular e íntima de los misterios eleusinos, el culto de las almas y de los antepasados. “En cuanto cabe hablar de una teología délfica hay que tomar en cuenta, entre los más importantes elementos de ella, la fe en la continuación de la vida de las almas después de la muerte en sus formas populares y en el culto a las almas de los difuntos”, escribe Rhode. Había lo titánico y lo dionisíaco, y el hombre debía, según la doctrina órfica, libertarse de los lazos del cuerpo, en que estaba el alma como prisionera en una cárcel. (Véase Rhode, Psyche, Die Orphinker, 4) La noción nietzscheniana de la vuelta eterna es una idea órfica. Pero la idea de la inmortalidad del alma no fue un principio filosófico. El intento de Empédocles de hermanar un sistema hilozoístico con el espiritualismo probó que una ciencia natural filosófica no puede llevar por sí a corroborar el axioma de la perpetuidad del alma individual; sólo podía servir de apoyo una especulación teológica. Los primeros filósofos griegos afirmaron la inmortalidad por contradicción, saliéndose de la filosofía natural y entrando en la teología, asentando un dogma dionisíaco y órfico, no apolíneo. Pero “una inmortalidad del alma humana como tal, en virtud de su propia naturaleza y condición, como imperecedera fuerza divina del cuerpo mortal, no ha sido jamás objeto de la fe popular helénica” (Rhode, obra citada). Recordad el Fedón platónico y las elucubraciones neo-platónicas. Allí se ve ya el ansia de inmortalidad personal, ansia que, no satisfecha del todo por la razón, produjo el pesimismo helénico. Porque, como hace muy bien en notar Pfleiderer (Religionsphilosophie auf geschichtliche Grundlage, 3, Berlín, 1896), “ningún pueblo vino a la tierra tan sereno y soleado como el griego en los días juveniles de su existencia histórica...; pero ningún pueblo cambió tan por completo su noción del valor de la vida. La grecidad que acaba en las especulaciones religiosas del neo-pitagorismo y el neo-platonismo, consideraba a este mundo, que tan alegre y luminoso se le apareció en un tiempo, cual morada de tinieblas y de errores, y la existencia terrena como un período de prueba que nunca se pasaba demasiado de prisa”. El nirvana es una noción helénica. Así, cada uno por su lado, judíos y griegos llegaron al verdadero descubrimiento de la muerte, que es el que hace entrar a los pueblos, como a los hombres, en la pubertad espiritual, la del sentimiento trágico de la vida, que es cuando engendra la Humanidad al Dios vivo. El descubrimiento de la muerte es el que nos revela a Dios, y la muerte del hombre perfecto, del Cristo, fue la suprema revelación de la muerte, la del hombre que no debía morir y murió. Tal descubrimiento, el de la inmortalidad, preparado por los procesos religiosos judáico y helénico, fue lo específicamente cristiano. Y lo llevó a cabo, sobre todo, Pablo de Tarso, aquél judío fariseo helenizado. Pablo no había conocido personalmente a Jesús, y por eso le descubrió como Cristo. “Se puede decir que es, en general, la teología del Apóstol la primera teología cristiana. Es para él una necesidad; sustituíale, en cierto modo, la falta de conocimiento personal de Jesús”, dice Weizsaecker (Das apostoliche Zeitalter der christlichen Kirche, Freiburg, i. B. 1892). No conoció a Jesús, pero le sintió renacer en sí, y pudo decir aquello de “no vivo en mí, sino en Cristo”. Y predicó la cruz, que era escándalo para los judíos y necedad para los griegos (I Cor., I, 23), y el dogma central para el Apóstol convertido fue el de la resurrección del Cristo; lo importante para él era que el Cristo se hubiese hecho hombre y hubiese muerto y resucitado y no lo que hizo en vida; no su obra moral y pedagógica, sino su obra religiosa y eternizadora. Y fue quien escribió aquellas inmortales palabras: “Si se predica que Cristo resucitó de los muertos, ¿cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de muertos? Porque si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo resucitó, y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vuestra fe es vana... Entonces los que durmieron en Cristo, se pierden. Si en esta vida sólo esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres” (I Cor., XV, 12-14 y 18-19). Y puede, a partir de esto, afirmarse que quien no crea en esa resurrección carnal de Cristo podrá ser filócristo, pero no específicamente cristiano. Cierto que un Justino mártir pudo decir que “son cristianos cuantos viven conforme a la razón, aunque sean tenidos por ateos, como entre los griegos Sócrates y Heráclito y otros tales”; pero este mártir, ¿es mártir, es decir, testigo de cristianismo? No. Y en torno al dogma, de experiencia íntima pauliniana, de la resurrección e inmortalidad del Cristo, garantía de la resurrección e inmortalidad de cada creyente, se formó la cristología toda. El Dios hombre, el Verbo encarnado, fue para que el hombre, a su modo, se hiciese Dios, esto es, inmortal. Y el Dios cristiano, el Padre dice el Catecismo de la doctrina cristiana que en la escuela nos hicieron aprender de memoria, ha creado el mundo para el hombre, para cada hombre. Y el fin de la redención fue, a pesar de las apariencias por desviación ética del dogma propiamente religioso, salvarnos de la muerte más bien que del pecado, o de éste en cuanto implica muerte, Y Cristo murió, o, más bien, resucitó, por mí, por cada uno de nosotros. Y establecióse una cierta solidaridad entre Dios y su criatura. Decía Mallebranche que el primer hombre cayó para que Cristo nos redimiera, más bien que nos redimió porque aquél había caído. Después de Pablo rondaron los años y las generaciones cristianas, trabajando en torno de aquel dogma central y sus consecuencias para asegurar la ge en la inmortalidad del alma individual, y vino el Niceno, y en él aquel formidable Atanasio, cuyo nombre es ya un emblema, encarnación de la fe popular. Era Atanasio un hombre de pocas letras, pero de mucha fe y, sobre todo, de la fe popular, henchido de hambre de inmortalidad. Y opúsose al arrianismo, que, como el protestantismo unitario y soziniano, amenazaba, aun sin saberlo ni quererlo, la base de esa fe. Para los arrianos, Cristo era, ante todo, un maestro, un maestro de moral, el hombre perfectísimo, y garantía, por tanto, de que podemos los demás llegar a la suma perfección; pero Atanasio sentía que no puede el Cristo hacernos dioses si el antes no se ha hecho Dios; si su divinidad hubiera sido por participación, no podría habérnosla participado. “No, pues -decía-, siendo hombre se hizo después Dios, sino que siendo Dios, se hizo después hombre para que mejor nos deificara (θεοποιηση)”. (Orat., I, 30) No era el Logos de los filósofos, el Logos cosmológico, el que Atanasio conocía y adoraba. Y así hizo se separasen naturaleza y revelación. El Cristo atanasiano o niceno, que es el Cristo católico, no es el cosmológico, ni siquiera en rigor el ético; es el eternizador, el deificador, el religioso. Dice Harnack de este Cristo, del Cristo de la cristología nicena o católica, que es en el fondo docético, esto es, aparencial, porque el proceso de la divinización del hombre en Cristo se hizo en interés escatológico; pero ¿cuál es el Cristo real? ¿Acaso ese llamado Cristo histórico de la exégesis racionalista que se nos diluye o en un mito o en un átomo social? Este mismo Harnack, un racionalista protestante, nos dice que el arrianismo o unitarismo habría sido la muerte del cristianismo, reduciéndolo a cosmología y a moral, y que sólo sirvió de puente para llevar a los doctos al catolicismo, es decir, de la razón a la fe. Parécele a este mismo docto historiador de los dogmas, indicación de perverso estado de cosas, el que el hombre Atanasio, que salvó al cristianismo como religión de la comunión viva con Dios, hubiese borrado al Jesús de Nazaret, al histórico, al que no conocieron personalmente ni Pablo ni Atanasio, ni ha conocido Harnack mismo. Entre los protestantes, este Jesús histórico sufre bajo el escalpelo de la crítica, mientras vive el Cristo católico, el verdaderamente histórico, el que vive en los siglos garantizando la fe en la inmortalidad y la salvación personales. Y Atanasio tuvo el valor supremo de la fe, el de afirmar cosas contradictorias entre sí; “la perfecta contradicción que hay en el ομουσιος, trajo tras de sí todo un ejército de contradicciones, y más cuanto más avanzó el pensamiento”, dice Harnack. Sí, así fue, y así tuvo que ser. “La dogmática se despidió par siempre del pensamiento claro y de los conceptos sostenibles, y se acostumbró a lo contrarracional”, añade. Es que se acostó a la vida, que es contrarracional y opuesta al pensamiento claro. Las determinaciones de valor, no sólo no son nunca racionalizables, son antirracionales. En Nicea vencieron, pues, como más adelante en el Vaticano, los idiotas -tomada esta palabra en su recto sentido primitivo y etimológico-, los ingenuos, los obispos cerriles y voluntariosos, representantes del genuino espíritu humano, del popular, del que no quiere morirse, diga lo que quiera la razón, y busca garantía, lo más material posible, a su deseo. Quid ad aeternitatem? He aquí la pregunta capital. Y acaba el Credo con aquello de resurrectionem mortuorum et vitam venturi saeculi, la resurrección de los muertos y la vida venidera. En el cementerio, hoy amortizado, de Mallona, en mi pueblo natal, Bilbao, hay grabada una cuarteta que dice:
Aunque estamos en polvo convertidos, en ti, Señor, nuestra esperanza fía, que tornaremos a vivir vestidos con la carne y la piel que nos cubría;
o, como el Catecismo dice: con los mismos cuerpos y almas que tuvieron. A punto tal, que es doctrina católica ortodoxa la de que la dicha de los bienaventurados no es del todo perfecta hasta que recobren sus cuerpos. Quéjanse en el Cielo, y “aquel quejido les nace -dice nuestro fray Pedro Malón de Chaide, de la Orden de San Agustín, español y vasco- de que no están enteros en el Cielo, pues sólo está allá el alma, y aunque no pueden tener pena, parece que no están del todo contentos. Estarlo han cuando se vistieren de sus propios cuerpos”. Y a este dogma central de la resurrección de Cristo y por Cristo corresponde un sacramento central también, el eje de la piedad popular católica, y es el sacramento de la Eucaristía. En él se administra el cuerpo de Cristo, que es pan de inmortalidad. Es el sacramento genuinamente realista, dinglich, que se diría en alemán, y que no es gran violencia traducir material, el sacramento más genuinamente ex opere operato, sustituido entre los protestantes con el sacramento idealista de la palabra. Trátase, en el fondo, y lo digo con todo el posible respeto, pero sin querer sacrificar la expresividad de la frase, de comerse y beberse a Dios, al Eternizador, de alimentarse de Él. ¿Qué mucho, pues, que nos diga Santa Teresa que cuando, estando en la Encarnación el segundo año que tenía el priorato, octava de San Martín, comulgando, partió la Forma el padre fray Juan de la Cruz para otra hermana, pensó que no era falta de forma, sino que le quería mortificar, “porque yo le había dicho que gustaba mucho cuando eran grandes formas, no porque no entendía no importaba para dejar de estar entero el Señor, aunque fuese muy pequeño el pedacito”? Aquí la razón va por un lado, el sentimiento por otro. ¿Y qué importan para este sentimiento las mil y una dificultades que surgen de reflexionar racionalmente en el misterio de ese sacramento? ¿Qué es un cuerpo divino? El cuerpo, en cuanto cuerpo de Cristo, ¿era divino? ¿Qué es un cuerpo inmortal e inmortalizador? ¿Qué es una sustancia separada de los accidentes? ¿Qué es la sustancia del cuerpo? Hoy hemos afinado mucho en esto de la materialidad y la sustancialidad; pero hasta los Padres de la Iglesia hay para los cuales la inmaterialidad de Dios mismo no era una cosa tan definida y clara como para nosotros. Y este sacramento de la Eucaristía es el inmortalizador por excelencia y el eje, por tanto, de la piedad popular católica. Y, si cabe decirlo, el más específicamente religioso. Porque lo específicamente religioso católico es la inmortalización y no la justificación al modo protestante. Esto es más bien ético. Y es en Kant en quien el protestantismo, mal que pese a los ortodoxos de él, sacó sus penúltimas consecuencias: la religión depende de la moral, y no ésta de aquélla, como en el catolicismo. No ha sido la preocupación del pecado nunca tan angustiosa entre los católicos o, por lo menos, con tanta aparencialidad de angustia. El sacramento de la confesión ayuda a ello. Y tal vez es que persiste aquí más que entre ellos el fondo de la concepción primitiva judáica y pagana del pecado como de algo material e infeccioso y hereditario, que se cura con el bautismo y la absolución. En Adán pecó toda su descendencia, casi materialmente, y se trasmitió su pecado como una enfermedad material se trasmite. Tenía, pues, razón Renan, cuya educación era católica, al resolverse contra el protestante Amiel, que le acusó de no dar la debida importancia al pecado. Y, en cambio, el protestantismo, absorto en eso de la justificación, tomada en un sentido más ético que otra cosa, aunque con apariencias religiosas, acaba por neutralizar y casi borrar lo escatológico, abandona la simbólica nicanea, cae en la anarquía confesional, en puro individualismo religioso y en vaga religiosidad estética, ética o cultural. La que podíamos llamar “allendidad”, Jenseitigkeit, se borra poco a poco detrás de la “aquendidad”, Diesseitigkeit. Y esto, a pesar del mismo Kant, que quiso salvarla, pero arruinándola. La vocación terrenal y la confianza pasiva en Dios dan su ramplonería religiosa en el luteranismo, que estuvo a punto de naufragar en la edad de la ilustración, de la Aufklaerung, y que apenas si el pietismo, imbuyéndose alguna savia religiosa católica, logró galvanizar un poco. Y así resulta muy exacto lo que Oliveira Martins decía en su espléndida Historia da civilisaçâo iberica, libro 4º, capítulo III, y es que “el catolicismo dio héroes, y el protestantismo sociedades sensatas, felices, ricas, libres, en lo que respecta a las instituciones y a la economía externa, pero incapaces de ninguna acción grandiosa, porque la religión comenzaba por despedazar en el corazón del hombre aquello que le hace susceptible de las audacias y de los nobles sacrificios”. Coged una Dogmática cualquiera de las producidas por la última disolución protestante, la del ritschleniano Kaftan, por ejemplo, y ved a lo que allí queda reducida la escatología. Y su maestro mismo, Albrecht Ritschl, nos dice: “El problema de la necesidad de la justificación o remisión de los pecados sólo puede derivarse del concepto de la vida eterna como directa relación de fin de aquella acción divina. Pero si se ha de aplicar este concepto no más que al estado de la vida de ultratumba, queda su contenido fuera de toda experiencia, y no puede fundar conocimiento alguno que tenga carácter científico. No son, por tanto, más claras las esperanzas y los anhelos de la más fuerte certeza subjetiva, y no contienen en sí garantía alguna de la integridad de lo que se espera y anhela. Claridad e integridad de la representación ideal son, sin embargo, las condiciones para la comprensión, esto es, para el conocimiento de la conexión necesaria de la cosa en sí y con sus dados presupuestos. Así es que la confesión evangélica de que la justificación por la fe fundamental lleva consigo la certeza de la vida eterna, es inaplicable teológicamente mientras no se muestre en la experiencia presente posible esa relación de fin”. (Rechtfertigung und Versoehnung, III, cap. VII, 52) Todo esto es muy racional, pero... En la primera edición de los Loci communes, de Melanchthon, la de 1521, la primera obra teológica luterana, omite su autor las especulaciones trinitaria y cristológica, la base dogmática de la escatología. Y el doctor Hermann, profesor en Marburgo, el autor del libro sobre el comercio cristiano con Dios (Der Verkehr des Christen mit Gott), libro cuyo primer capítulo trata de la oposición entre la mística y la religión cristiana, y que es, en sentir de Harnack, el más perfecto manual luterano, nos dice en otra parte, refiriéndose a esta especulación cristológica -o atanasiana-, que “el conocimiento efectivo de Dios y de Cristo en que vive la fe es algo enteramente distinto. No debe hallar lugar en la doctrina cristiana nada que no pueda ayudar al hombre a reconocer sus pecados, lograr la gracia de Dios y servirle en verdad. Hasta entonces (es decir, hasta Lutero) había pasado en la Iglesia como doctrina sacra mucho que no puede en absoluto contribuir a dar a un hombre un corazón libre y una conciencia tranquila”. Por mi parte, no concibo la libertad de un corazón ni la tranquilidad de una conciencia que no estén seguras de su perdurabilidad después de la muerte. “El deseo de salvación del alma -prosigue Hermann- debía llevar finalmente a los hombres a conocer y comprender la efectiva doctrina de la salvación.” Y a este eminente doctor en luteranismo, en su libro sobre el comercio del cristiano con Dios, todo se le vuelve hablarnos de confianza en Dios, de paz en la conciencia y de una seguridad en la salvación que no es precisamente y en rigor la certeza de la vida perdurable, sino más bien de la remisión de los pecados. Y en un teólogo protestante, en Ernesto Troeltsch, he leído que lo más alto que el protestantismo ha producido en el orden conceptual es el arte de la música, donde le ha dado Bach su más poderosa expresión artística. ¡En eso se disuelve el protestantismo, en música celestial! Y podemos decir, en cambio, que la más alta expresión artística católica, por lo menos espaóla, es, en el arte más material, tangible y permanente –pues a los sonidos se los lleva el aire-, de la escultura y la pintura, en el Cristo de Velázquez, ¡en ese Cristo que está siempre muriéndose, sin acabar nunca de morirse, para darnos vida! ¡Y no es que el catolicismo abandone lo ético, no! No hay religión moderna que pueda soslayarlo. Pero esta nuestra es en su fondo y en gran parte, aunque sus doctores protesten contra esto, un compromiso entre la escatología y la moral, aquélla puesta al servicio de ésta. ¿Qué otra cosa es si no ese horror de las penas eternas del Infierno que tan mal se compadece con la apocatástasis pauliniana? Atengámonos a aquello que la Theologia deustch, el manual místico que Lutero leía, hace decir a Dios, y es: “Si he de recompensar tu maldad, tengo que hacerlo con bien, pues ni soy ni tengo otra cosa”. Y el Cristo dijo: “Padre, perdónalos, pues no saben lo que se hacen”, y no hay hombre que sepa lo que se hace. Pero ha sido menester convertir a la religión, a beneficio del orden social, en policía, y de ahí el infierno. El cristianismo oriental o griego es predominantemente escatológico, predominantemente ético el protestantismo, y el catolicismo, un compromiso entre ambas cosas, aunque con predominancia de lo primero. La más genuina moral católica, la ascética monástica, es la moral de escatología enderezada a la salvación del alma individual más que al mantenimiento de la sociedad. Y en el culto a la virginidad, ¿no habrá acaso una cierta oscura idea de que el perpetuarse en otros estorba la propia perpetuación? La moral ascética es una moral negativa. Y, en rigor, lo importante es no morirse, péquese o no. Ni hay que tomar muy a la letra, sino como una efusión lírica y más bien retórica, aquello de nuestro célebre soneto:
No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido
y lo que sigue. El verdadero pecado, acaso el pecado contra el Espíritu Santo, que no tiene remisión, es el pecado de herejía, el de pensar por cuenta propia. Ya se ha oído aquí, en nuestra España, que ser liberal, esto es, hereje, es peor que ser asesino, ladrón o adúltero. El pecado más grave es no obedecer a la Iglesia, cuya infalibilidad nos defiende de la razón. ¿Y por qué ha de escandalizar la infalibilidad de un hombre, del Papa? ¿Qué más da que sea infalible un libro: la Biblia; una sociedad de hombres: la Iglesia, o un hombre solo? ¿Cambia por eso la dificultad racional de esencia? Y pues no siendo más racional la infalibilidad de un libro o la de una sociedad que la de un hombre solo, había que asentar este supremo escándalo para el racionalismo. Es lo vital que se afirma, y para afirmarse crea, sirviéndose de lo racional, su enemigo, toda una construcción dogmática, y la Iglesia la defiende contra racionalismo, contra protestantismo y contra modernismo. Defiende la vida. Salió al paso a Galileo, e hizo bien, porque su descubrimiento en un principio, y hasta acomodarlo a la economía de los conocimientos humanos, tendía a quebrantar la creencia antropocéntrica de que el universo ha sido creado para el hombre; se opuso a Darwin, e hizo bien, porque el darwinismo tiende a quebrantar nuestra creencia de que es el hombre un animal de excepción, creado expreso para ser eternizado. Y, por último, Pío IX, el primer Pontífice declarado infalible, declaróse irreconciliable con la llamada civilización moderna. E hizo bien. Loisy, el ex abate católico, dijo: “Digo sencillamente que la Iglesia y la teología no ha favorecido el movimiento científico, sino que lo han estorbado más bien, en cuanto de ellas dependía, en ciertas ocasiones decisivas; digo, sobre todo, que la enseñanza católica no se ha asociado ni acomodado a ese movimiento. La teología se ha comportado y se comporta todavía como si poseyese en sí misma una ciencia de la Naturaleza y una ciencia de la Historia con la filosofía general de estas cosas que resultan de su conocimiento científico. Diríase que el dominio de la teología y el de la ciencia, distintos en principio y hasta por definición del concilio del Vaticano, no deben serlo en la práctica. Todo pasa por ser más o menos como si la teología no tuviese nada que aprender de la ciencia moderna, natural o histórica, y que estuviese en disposición y en derecho de ejercer por sí misma una inspección directa y absoluta sobre todo el trabajo del espíritu homano.” (Autour d’un petit libre, páginas 211-212) Y así tiene que ser y así es en su lucha con el modernismo que fue Loisy doctor y caudillo. La lucha reciente contra el modernismo kantiano y fideísta es una lucha por la vida. ¿Puede acaso la vida, la vida que busca seguridad de la supervivencia, tolerar que un Loisy, sacerdote católico, afirme que la resurrección del Salvador no es un hecho de orden histórico, demostrable y demostrado por el solo testimonio de la Historia? Leed, por otra parte, en la excelente obra de E. Le Roy, Dogme et Critique, su exposición del dogma central, el de la resurrección de Jesús, y decidme si queda algo sólido en que apoyar nuestra esperanza. ¿No ven que, más que la vida inmortal del Cristo, reducida acaso a una vida en la conciencia colectiva cristiana, se trata de una garantía de nuestra propia resurrección personal, en alma y también en cuerpo? Esa nueva apologética psicológica apela al milagro moral, y nosotros, como los judíos, queremos señales, algo que se pueda agarrar con todas las potencias del alma y con todos los sentidos del cuerpo. Y con las manos y los pies y la boca, si es posible. Pero, ¡ay!, que no lo conseguimos; la razón ataca, y la fe, que no se siente sin ella segura, tiene que pactar con ella. Y de aquí vienen las trágicas contradicciones y las desgarraduras de conciencia. Necesitamos seguridad, certeza, señales, y se va a los motiva credibilitatis, a los motivos de credibilidad, para fundar el rationale obsequium, y aunque la fe preceda a la razón, fides praecedit rationem, según San Agustín, este mismo doctor y obispo quería ir por la fe a la inteligencia, per fidem ad intellectum, y creer para entender, credo ut intelligam. ¡Cuán lejos de aquella soberbia expresión de Tertuliano: et sepultus resurrexit, certum est, quia impossibile est!: “y sepultado resucitó: es cierto porque es imposible”, y su excelso credo quia absurdum!, escándalo de racionalistas. ¡Cuán lejos del il faut s’abâtir, de Pascal, y de aquel “la razón humana ama el absurdo”, de nuestro Donoso Cortés, que debió aprenderlo del gran José de Maistre! Y buscóse como primera piedra de cimiento la autoridad de la tradición y la revelación de las palabras de Dios, y se llegó hasta aquello del consentimiento unánime. Quod apud multos unum invenitur non est erratum, sed traditum, dijo Tertuliano, y Lamennais añadió, siglos más tarde, que “la certeza, principio de la vida y de la inteligencia… es, si se me permite la expresión, un producto social”. Pero aquí, como en tantas otras cosas, dio la fórmula suprema aquel gran católico del catolicismo popular y vital, el conde de José de Maistre, cuando escribió: “No creo que sea posible mostrar una sola opinión universalmente útil que no sea verdadera”. Esta es la fija católica: deducir la verdad de un principio de su bondad o utilidad suprema. ¿Y qué hay de más útil, más soberanamente útil, que no morírsenos nunca el alma? “Como todo sea incierto, o hay que creer a todos o a ninguno”, decía Lactancio; pero aquel formidable místico y asceta que fue el beato Enrique Suso, el dominicano, pidióle a la eterna Sabiduría una sola palabra de qué era el amor; y al contestarle: “Todas las criaturas invocan que lo soy”, replicó Suso, el servidor: “Ay, Señor, eso no basta para un alma anhelante”. La fe no se siente segura ni con el consentimiento de los demás, ni con la tradición, ni bajo la autoridad. Busca el apoyo de su enemiga la razón. Y así se fraguó la teología escolástica, y saliendo de ella su criada, la ancilla theologiae, la filosofía escolástica también, y esta criada salió respondona. La escolástica, magnífica catedral con todos los problemas de mecánica arquitectónica resueltos por los siglos, pero catedral de adobes, llevó poco a poco a eso que llaman teología natural, y no es sino cristianismo despotencializado. Buscóse apoyar hasta donde fuese posible racionalmente los dogmas; mostrar por lo menos que, si bien sobre-racionales, no eran contra-racionales, y se les ha puesto un basamento filosófico de filosofía aristotélico-neo-platónica-estóica del siglo XIII que tal es el tomismo, recomendado por León XIII. Y ya no se trata de aceptar el dogma, sino su interpretación filosófica medieval y tomista. No basta creer que al tomar la hostia consagrada se toma el cuerpo y sangre de Nuestro Señor Jesucristo; hay que pasar por todo eso de la transustanciación, y la sustancia separada de los accidentes, rompiendo con toda la concepción racional moderna de la sustancialidad. Pero para eso está la fe implícita, la fe del carbonero, la de los que como Santa Teresa (Vida, capítulo XXV, 2), no quieren aprovecharse de la teología. “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”, como se nos hizo aprender en el Catecismo. Que para eso, entre otras cosas, se instituyó el sacerdocio, para que la Iglesia docente fuese la depositaria, depósito más que un río, reservoir instead of river, como dijo Brooks, de los secretos teológicos. “La labor del Niceno –dice Harnack (Dogmengenschichte, II, I, cap. VII, 3)- fue un triunfo del sacerdocio sobre la fe del pueblo cristiano. Ya la doctrina del Logos se había hecho ininteligible para los teólogos. Con la erección de la fórmula nicenocapadocia, como confesión fundamental de la Iglesia, se hizo completamente imposible a los legos católicos de adquirir un conocimiento íntimo de la fe cristiana según la norma de la doctrina eclesiástica. Y arraigóse cada vez más la idea de que el cristianismo era la revelación de lo ininteligible”. Y así es en verdad. ¿Y por qué fue esto? Porque la fe, esto es, la vida, no se sentía ya segura de sí misma. No le bastaba ni el tradicionalismo ni el positivismo teológico de Duns Escoto; quería racionalizarse. Y buscó a poner su fundamento, no ya contra la razón, que es donde está, sino sobre la razón, es decir, en la razón misma. La posición nominalista o positivista o voluntarista de Escoto, la de que la ley y la verdad dependen, más que de la esencia, de la libre e inescudriñable voluntad de Dios, acentuando la irracionalidad suprema de la religión, ponía a ésta en peligro entre los más de los creyentes dotados de razón adulta y no carboneros. De aquí el triunfo del racionalismo teológico tomista. Y ya no basta creer en la existencia de Dios, sino que cae anatema sobre quién, aun creyendo en ella, no cree que esa su existencia sea por razones demostrable o que hasta hoy nadie con ellas las ha demostrado irrefutablemente. Aunque aquí acaso quepa decir lo de Pohle: “Si la salvación eterna dependiera de los axiomas matemáticos, habría que contar con que la más odiosa sofistería humana habríase vuelto ya contra su validez universal con la misma fuerza con que ahora contra Dios, el alma y Cristo”. Y es que el catolicismo oscila entre la mística, que es experiencia íntima del Dios vivo en Cristo, experiencia intrasmisible, y cuyo peligro es, por otra parte, absorber en Dios la propia personalidad, la cual no salva nuestro anhelo vital, y entre el racionalismo a que combate (véase Wezisäcker, obra citada); oscila entre ciencia religionizada y religión cientificada. El entusiasmo apocalíptico fue cambiando poco a poco en misticismo neoplatónico, a que la teología hizo arredrar. Temíase los excesos de la fantasía, que suplantaba a la fe, creando extravagancias gnósticas. Pero hubo que firmar un cierto pacto con el gnosticismo, y con el racionalismo otro; ni la fantasía ni la razón se dejaban vencer del todo. Y así se hizo la dogmática católica un sistema de contradicciones, mejor o peor concordadas. La Trinidad fue un cierto pacto entre el monoteísmo y el politeísmo, y pactaron la humanidad y la divinidad en Cristo, la naturaleza y la gracia, ésta y el libre albedrío, éste con la presciencia divina, etc. Y es que acaso, como dice Hermann (loco citato), “en cuanto se desarrolla un pensamiento religioso en sus consecuencias lógicas, entra en conflicto con otros, que pertenecen igualmente a la vida de la religión”. Que es lo que le da al catolicismo su profunda dialéctica vital. Pero ¿a qué costa? A costa, preciso es decirlo, de oprimir las necesidades mentales de los creyentes en uso de razón adulta. Exígeseles que crean o todo o nada, que acepten la entera totalidad de la dogmática o que se pierda todo mérito si se rechaza la mínima parte de ella. Y así resulta lo que el gran predicador unitariano Channing decía, y es que tenemos en Francia y España multitudes que han pasado de rechazar el papismo al absoluto ateísmo, porque “el hecho es que las doctrinas falsas y absurdas, cuando son expuestas, tienen natural tendencia a engendrar escepticismo en los que sin reflexión las reciben, y no hay quienes estén más prontos a creer demasiado poco que aquellos que empezaron por creer demasiado (believing too much)”. Aquí está, en efecto, el terrible peligro de creer demasiado. ¡Aunque no!; el terrible peligro está en otra parte, y es en querer creer con la razón y no con la vida. La solución católica de nuestro problema, de nuestro único problema vital, del problema de la inmortalidad y salvación eterna del alma individual, satisface a la voluntad y, por tanto, a la vida; pero al querer racionalizarla con la teología dogmática, no satisface a la razón. Y ésta tiene sus exigencias, tan imperiosas como las de la vida. No sirve querer forzarse a reconocer sobre-racional lo que claramente nos aparece contra-racional, ni sirve querer hacerse carbonero el que no lo es. La infalibilidad, noción de origen helénico, es en el fondo una categoría racionalista. Veamos ahora, pues, la solución o, mejor, disolución racionalista o científica de nuestro problema.