Del sentimiento trágico de la vida: V
Capítulo 5
LA DISOLUCIÓN RACIONAL
El gran maestro del fenomenalismo racionalista, David Hume, empieza su ensayo Sobre la inmortalidad del alma con estas definitivas palabras: “Parece difícil probar con la mera luz de la razón la inmortalidad del alma. Los argumentos en favor de ella se derivan comúnmente de tópicos metafísicos, morales o físicos. Pero es en realidad el Evangelio y sólo el Evangelio, el que ha traído a luz la vida y la inmortalidad”. Lo que equivale a negar la racionalidad de la creencia de que sea inmortal el alma de cada uno de nosotros.
Kant, que partió de Hume para su crítica, trató de establecer la racionalidad de ese anhelo y de la creencia que éste importa, y tal es el verdadero origen, el origen íntimo, de su crítica de la razón práctica y de su imperativo categórico y de su Dios. Mas, a pesar de todo ello, queda en pie la afirmación escéptica de Hume, y no hay manera alguna de probar racionalmente la inmortalidad del alma. Hay, en cambio, modos de probar racionalmente su mortalidad. Sería no ya excusado, sino hasta ridículo, el que nos extendiésemos aquí en exponer hasta qué punto la conciencia individual humana depende de la organización del cuerpo; cómo va naciendo, poco a poco, según el cerebro recibe las impresiones de fuera; cómo se interrumpe temporalmente durante el sueño, los desmayos y otros accidentes, y cómo todo nos lleva a conjeturar racionalmente que la muerte trae consigo la pérdida de la conciencia. Y así como antes de nacer no fuimos ni tenemos recuerdo alguno personal de entonces, así después de morir no seremos. Esto es lo racional.
Lo que llamamos alma no es nada más que un término para designar la conciencia individual en su integridad y su persistencia; y que ella cambia, y que lo mismo que se integra se desintegra, es cosa evidente. Para Aristóteles era la forma sustancial del cuerpo, la entelequia, pero no una sustancia. Y más de un moderno la ha llamado epifenómeno, término absurdo. Basta llamarla fenómeno.
El racionalismo, y por éste entiendo la doctrina que no se atiene sino a la razón, a la verdad objetiva, es forzosamente materialista. Y no se me escandalicen los idealistas.
Es menester ponerlo todo en claro, y la verdad es que eso que llamamos materialismo no quiere decir para nosotros otra cosa que la doctrina que niega la inmortalidad del alma individual, la persistencia de la conciencia personal después de la muerte.
En otro sentido cabe decir que, como no sabemos más lo que sea la materia que el espíritu, y como eso de la materia no es para nosotros más que una idea, el materialismo es idealismo. De hecho, y para nuestro problema —el más vital, el único de veras vital—, lo mismo da decir que todo es materia, como que es todo idea, o todo fuerza, o lo que se quiera. Todo sistema monístico se nos aparecerá siempre materialista. Sólo salvan la inmortalidad del alma los sistemas dualistas, los que enseñan que la conciencia humana es algo sustancialmente distinto y diferente de las demás manifestaciones fenoménicas. Y la razón es naturalmente monista. Porque es obra de la razón comprender y explicar el universo, y para comprenderlo y explicarlo, para nada hace falta el alma como sustancia imperecedera. Para explicarnos y comprender la vida anímica, para la psicología, no es menester la hipótesis del alma. La que en un tiempo llamaban psicología racional, por oposición a la llamada empírica, ni es psicología, sino metafísica, y muy turbia, y no es racional, sino profundamente irracional, o más bien contrarracional.
La doctrina pretendida racional de la sustancialidad del alma y de su espiritualidad, con todo el aparato que la acompaña, no nació sino de que los hombres sentían la necesidad de apoyar en razón de su incuestionable anhelo de inmortalidad la creencia a éste subsiguiente. Todas las sofisterías que tienden a probar que el alma es sustancia simple e incorruptible proceden de ese origen. Es más aún: el concepto mismo de sustancia, tal como lo dejó asentado y definido la escolástica, ese concepto que no resiste la crítica, es un concepto teológico enderezado a apoyar la fe en la inmortalidad el alma.
W. James, en la tercera de las conferencias que dedicó el pragmatismo en el Lowell Institute de Boston, en diciembre de 1906 y enero de 1907, y que es lo más débil de toda la obra del insigne pensador norteamericano —algo excesivamente débil—, dice así: “El escolasticismo ha tomado la noción de sustancia del sentido común, haciéndola técnica y articulada. Pocas cosas parecerían tener menos consecuencias pragmáticas para nosotros que las sustancias, privados como estamos de todo contacto con ellas. Pero hay un caso en que el escolasticismo ha probado la importancia de la sustancia-idea tratándola pragmáticamente. Me refiero a ciertas disputas concernientes al misterio de la Eucaristía. La sustancia aparecería aquí con un gran valor pragmático. Desde que los accidentes de la hostia no cambian en la consagración y se ha convertido ella, sin embargo, en el cuerpo de Cristo, el cambio no puede ser más que el de la sustancia. La sustancia del pan tiene que haberse retirado, sustituyéndola milagrosamente la divina sustancia sin alterarse las propiedades sensibles inmediatas. Pero aun cuando éstas no se alteran, ha tenido lugar una tremenda diferencia; no menos sino el que nosotros, los que recibimos el sacramento, nos alimentamos ahora de la sustancia misma de la divinidad. La noción de sustancia irrumpe, pues, en la vida con terrible efecto si admitís que las sustancias pueden separarse de sus accidentes y cambiar estos últimos. Y es ésta la única aplicación pragmática de la idea de sustancia de que tenga yo conocimiento, y es obvio que sólo puede ser tratada en serio por los que creen en la presencia por fundamentos independientes”.
Ahora bien: dejando de lado la cuestión de si en buena teología, y no digo en buena razón, porque todo esto cae fuera de ella, se puede confundir la sustancia del cuerpo —del cuerpo, no del alma— de Cristo con la sustancia misma de la divinidad, es decir, con Dios mismo, parece imposible que un tan ardiente anhelador de la inmortalidad del alma, un hombre como W. James, cuya filosofía toda no atiende sino a establecer racionalmente esa creencia, no hubiera echado de ver que la aplicación pragmática del concepto de sustancia a la doctrina de la transustanciación eucarística no es sino una consecuencia de su aplicación anterior a la doctrina de la inmortalidad del alma. Como en el anterior capítulo expuse, el sacramento de la eucaristía no es sino el reflejo de la creencia en la inmortalidad; es, para el creyente, la prueba experimental mística de que es inmortal el alma y gozará eternamente de Dios. Y el concepto de sustancia nació, ante todo y sobre todo, del concepto de la sustancialidad del alma, y se afirmó éste para apoyar la fe en su persistencia después de separada del cuerpo. Tal es su primera aplicación pragmática, y con ella, su origen. Y luego hemos trasladado ese concepto a las cosas de fuera. Por sentirme sustancia, es decir, permanente en medio de mis cambios, es por lo que atribuyo sustancialidad a los agentes que fuera de mí, en medio de sus cambios, permanecen. Del mismo modo que el concepto de fuerza, en cuanto distinto del movimiento, nace de mi sensación de esfuerzo personal al poner en movimiento algo. Léase con cuidado, en la primera parte de la Summa Theologica, de Santo Tomás de Aquino, los seis artículos primeros de la cuestión LXXV, en que trata de si el alma humana es cuerpo, de si es algo subsistente, de si lo es también el alma de los brutos, de si el hombre es alma, de si ésta se compone de materia y forma y de si es incorruptible, y dígase luego si todo aquello no está sutilmente enderezado a soportar la creencia de que esa sustancialidad incorruptible le permite recibir de Dios la inmortalidad, pues claro es que como la creó al infundirla en el cuerpo, según Santo Tomás, podía al separarlo de él aniquilarla. Y como se ha hecho cien veces la crítica de esas pruebas, no es cosa de repetirla aquí.
¿Qué razón desprevenida puede concluir el que nuestra alma sea una sustancia del hecho de que la conciencia de nuestra identidad —y esto dentro de muy estrechos y variables límites— persista a través de los cambios de nuestro cuerpo? Tanto valdría hablar del alma sustancial de un barco que sale de un puerto, pierde hoy una tabla, que es sustituida por otra de igual forma y tamaño, luego pierde otra pieza, y así, una a una, todas, y vuelve al mismo barco, con igual forma, iguales condiciones marineras, y todos lo reconocen por el mismo. ¿Qué razón desprevenida puede concluir la simplicidad del alma del hecho de que tengamos que juzgar y unificar pensamientos? Ni el pensamiento es uno, sino vario, ni el alma es para la razón nada más que la sucesión de estados de conciencia coordinados entre sí.
Es lo corriente que en los libros de psicología espiritualista, al tratarse de la existencia del alma como sustancia simple y separable del cuerpo, se empiece con una fórmula por este estilo: Hay en mí un principio que piensa, quiere y siente… Lo cual implica una petición de principio. Porque no es una verdad inmediata, ni mucho menos, el que haya en mí tal principio; la verdad inmediata es que pienso, quiero y siento yo. Y yo, el yo que piensa, quiere y siente, es inmediatamente mi cuerpo vivo son los estados de conciencia que soporta. Es mi cuerpo vivo el que piensa, quiere y siente ¿Cómo? Como sea. Y pasan luego a querer fijar la sustancialidad del alma; hipostasiando los estados de conciencia, y empiezan por que esa sustancia tiene que ser simple, es decir, por oponer, al modo del dualismo cartesiano, el pensamiento a la extensión. Y como ha sido nuestro Balmes uno de los espiritualistas que han dado forma más concisa y clara al argumento de la simplicidad del alma, voy a tomarlo de él tal y como lo expone en el capítulo II de la Psicología de su Curso de filosofía elemental. “El alma humana es simple”, dice, y añade: “Es simple lo que carece de partes, y el alma no las tiene. Supóngase que hay en ella las partes A, B, C; pregunto: ¿Dónde reside el pensamiento? Si sólo en A, están de más B y C; y, por consiguiente, el sujeto simple A será el alma. Si el pensamiento reside en A, B y C, resulta el pensamiento dividido en partes, lo que es absurdo. ¿Qué serán una percepción, una comparación, un juicio, un raciocinio, distribuidos en tres sujetos?” Más evidente petición de principio no cabe. Empieza por darse como evidente que el todo, como todo, no puede juzgar. Prosigue Balmes: “La unidad de conciencia se opone a la división del alma: cuando pensamos, hay un sujeto que sabe todo lo que piensa, y esto es imposible atribuyéndole partes. Del pensamiento que está en A, nada sabrán B ni C, y recíprocamente; luego no habrá una conciencia de todo el pensamiento; cada parte tendrá su conciencia especial, y dentro de nosotros habrá tantos seres pensantes cuantas sean las partes”. Sigue la petición de principio; supónese, porque sí, sin prueba alguna, que un todo como todo no puede percibir unitariamente. Y luego, Balmes pasa a preguntar si esas partes A, B, C son simples o compuestas, y repite el argumento hasta venir a parar a que el sujeto pensante tiene que ser una parte que no sea todo, esto es, simple. El argumento se basa, como se ve, en la unidad de apercepción y de juicio. Y luego trata de refutar el supuesto de apelar a una comunicación de las partes entre sí.
Balmes, y con él los espiritualistas a priori que tratan de racionalizar la fe en la inmortalidad del alma, dejan de lado la única explicación racional: la de que la apercepción y el juicio son una resultante, la de que son las percepciones o las ideas mismas componentes las que se concuerdan. Empiezan por suponer algo fuera y distinto de los estados de conciencia que no es el cuerpo vivo que los soporta, algo que no soy yo, sino que está en mí.
El alma es simple, dicen otros, porque se vuelve sobre sí toda entera. No, el estado de conciencia A, en que pienso en mi anterior estado de conciencia B, no es este mismo. O si pienso en mi alma, pienso en una idea distinta del acto en que pienso en ella. Pensar que se piensa, y nada más, no es pensar.
El alma es el principio de la vida, dicen. Sí; también se ha ideado la categoría de fuerza o de energía como principio del movimiento. Pero eso son conceptos, no fenómenos, no realidades externas. El principio del movimiento ¿se mueve? Y sólo tiene realidad externa lo que se mueve. ¿El principio de la vida, vive? Con razón escribía Hume: “Jamás me encuentro con esta idea de mí mismo; sólo me observo deseando u obrando o sintiendo algo”. La idea de algo individual, de este tintero que tengo delante, de ese caballo que está a la puerta de casa, de ellos dos y no de otros cualesquiera individuos de su clase, es el hecho, el fenómeno mismo. La idea de mí mismo soy yo.
Todos los esfuerzos para sustantivar la conciencia, haciéndola independiente de la extensión —recuérdese que Descartes oponía el pensamiento a la extensión—, no son sino sofisticadas argucias para asentar la racionalidad de la fe en que el alma es inmortal. Se quiere dar valor de realidad objetiva a lo que no la tiene; a aquello cuya realidad no está sino en el pensamiento. Y la inmortalidad que apetecemos es una inmortalidad fenoménica, es una continuación de esta vida.
La unidad de la conciencia no es para la psicología científica —la única racional— sino una unidad fenoménica. Nadie puede decir que sea una unidad sustancial. Es más aún, nadie puede decir que sea una sustancia. Porque la noción de sustancia es una categoría no fenoménica. Es el número y entra, en rigor, en lo inconocible. Es decir, según se la aplique. Pero en su aplicación trascendente es algo en realidad inconocible y en rigor irracional. Es el concepto mismo de sustancia lo que una razón desprevenida reduce a un uso que está muy lejos de aquella su aplicación pragmática a que James se refería. Y no salva esta aplicación al tomarla idealísticamente, según el principio berkeleyano de que ser es ser percibido, esse est percipi. Decir que todo es idea o decir que todo es espíritu, es lo mismo que decir que todo es materia o que todo es fuerza, pues si, siendo todo idea o todo espíritu, este diamante es idea o espíritu, lo mismo que mi conciencia, no se ve por qué no ha de persistir eternamente el diamante, si mi conciencia, por ser idea o espíritu, persiste siempre. Jorge Berkeley, obispo anglicano de Cloyne y hermano en espíritu del también obispo anglicano José Butler, quería salvar, como éste, la fe en la inmortalidad del alma. Desde las primeras palabras del Prefacio en su Tratado referente a los principios del conocimiento humano (A Treatise concerning the Principles of Human Knowledge), nos dice que este su tratado le parece útil, especialmente para los tocados de escepticismo o que necesitan una demostración de la existencia e inmaterialidad de Dios y de la inmortalidad natural del alma. En el capítulo CXL establece que tenemos una idea, o más bien noción del espíritu, conociendo otros espíritus por medio de los nuestros, de lo cual afirma redondamente en el párrafo siguiente, que se sigue la natural inmortalidad del alma. Y aquí entra en una serie de conclusiones basadas en la ambigüedad que al término noción da. Y es después de haber establecido casi como per saltum la inmortalidad del alma, porque ésta no es pasiva, como los cuerpos, cuando pasa en el capítulo CXLVII a decirnos que la existencia de Dios es más evidente que la del hombre. ¡Y decir que hay quien, a pesar de esto, duda de ella!
Complicábase la cuestión porque se hacía de la conciencia una propiedad del alma, que era algo más que ella, es decir, una forma sustancial del cuerpo, originadora de las funciones orgánicas todas de éste. El alma no sólo piensa, siente y quiere, sino mueve al cuerpo y origina sus funciones vitales; en el alma humana se unen las funciones vegetativa, animal y racional. Tal es la doctrina. Pero el alma separada del cuerpo no puede tener ya funciones vegetativas y animales.
Para la razón, en fin, un conjunto de verdaderas confusiones.
A partir del Renacimiento y la restitución del pensamiento puramente racional y emancipado de toda teología, la doctrina de la mortalidad del alma se restableció con Alejandro Afrodisiense, Pedro Pomponazzi y otros. Y en rigor, poco o nada puede agregarse a cuanto Pomponazzi dejó escrito en su Tractatus de inmortalitate animae. Ésa es la razón, y es inútil darle vueltas.
No han faltado, sin embargo, quienes hayan tratado de apoyar empíricamente la fe en la inmortalidad del alma, y ahí está la obra de Frederic W. H. Myers sobre la personalidad humana y su sobrevivencia a la muerte corporal: Human Personality and its Survival of Bodily Death. Nadie se ha acercado con más ansia que yo a los dos gruesos volúmenes de esta obra, en que el que fue alma de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas —Society for Psychical Research— ha resumido el formidable material de datos, sobre todo género de corazonadas, apariciones de muertos, fenómenos de sueño, telepatía, hipnotismo, automatismo sensorial, éxtasis y todo lo que constituye el arsenal espiritista. Entré en su lectura no sólo sin la prevención de antemano que a tales investigaciones guardan los hombres de ciencia, sino hasta prevenido favorablemente, como quien va a buscar confirmación a sus más íntimos anhelos; pero, por esto, la decepción fue mayor. A pesar del aparato de crítica, todo eso en nada se diferencia de las milagrerías medievales. Hay en el fondo un error de método, de lógica.
Y si la creencia en la inmortalidad del alma no ha podido hallar comprobación empírica racional, tampoco le satisface el panteísmo. Decir que todo es Dios, y que al morir volvemos a Dios, mejor dicho, seguimos en Él, nada vale a nuestro anhelo; pues si es así, antes de nacer, en Dios estábamos, y si volvemos al morir adonde antes de nacer estábamos, el alma humana, la conciencia individual, es perecedera. Y como sabemos muy bien que Dios, el Dios personal y consciente del monoteísmo cristiano, no es sino el productor, y sobre todo, el garantizador de nuestra inmortalidad, de aquí se dice, y se dice muy bien, que el panteísmo no es sino un ateísmo disfrazado. Y yo creo que sin disfrazar. Y tenían razón los que llamaron ateo a Spinoza, cuyo panteísmo es el más lógico, el más racional. Ni salva el anhelo de inmortalidad, sino que lo disuelve y hunde, el agnosticismo o doctrina de lo inconocible, que cuando ha querido dejar a salvo los sentimientos religiosos, ha procedido siempre con la más refinada hipocresía. Toda la primera parte, y sobre todo su capítulo V, el titulado “Reconciliación” —entre la razón y la fe, o la religión y la ciencia se entiende—, de los Primeros principios, de Spencer, es un modelo, a la vez que de superficialidad filosófica y de insinceridad religiosa, del más refinado cant británico. Lo inconocible, si es algo más que lo meramente desconocido hasta hoy, no es sino un concepto puramente negativo, un concepto de límite. Y sobre eso no se edifica sentimiento ninguno.
La ciencia de la religión, por otra parte, de la religión como fenómeno psíquico individual y social, sin entrar en la validez objetiva trascendente de las afirmaciones religiosas, es una ciencia que, al explicar el origen de la fe en que el alma es algo que puede vivir separado del cuerpo, ha destruido la racionalidad de esta creencia. Por más que el hombre religioso repita con Schleiermacher: “La ciencia no puede enseñarte nada, aprenda ella de ti”, por dentro le queda otra.
Por cualquier lado que la cosa se mire, siempre resulta que la razón se pone enfrente de ese nuestro anhelo de inmortalidad personal, y nos le contradice. Y es que, en rigor, la razón es enemiga de la vida.
Es una cosa terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria. Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo a identidades y a géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo contenido en cualquier lugar, tiempo o relación en que se nos ocurra. Y no hay nada que sea lo mismo en dos momentos sucesivos de su ser. Mi idea de Dios es distinta cada vez que la concibo. La identidad, que es la muerte, es la aspiración del intelecto. La mente busca lo muerto, pues lo vivo se le escapa; quiere cuajar en témpanos la corriente fugitiva, quiere fijarla. Para analizar un cuerpo hay que menguarlo o destruirlo. Para comprender algo hay que matarlo, enrigidecerlo en la mente. La ciencia es un cementerio de ideas muertas, aunque de ellas salga vida. También los gusanos se alimentan de cadáveres. Mis propios pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente, desgajados de su raíz cordial, vertidos a este papel y fijados en él en formas inalterables, son ya cadáveres de pensamientos. ¿Cómo, pues, va a abrirse la razón a la revelación de la vida? Es un trágico combate, es el fondo de la tragedia, el combate de la vida con la razón. ¿Y la verdad? ¿Se vive o se comprende?
No hay sino leer el terrible Parménides, de Platón, y llegar a su conclusión trágica de que “el uno existe y no existe, y él y todo lo otro existen y no existen, aparecen y no aparecen en relación a sí mismos, y unos a otros”. Todo lo vital es irracional, y todo lo racional es antivital, porque la razón es esencialmente escéptica. Lo racional, en efecto, no es sino lo relacional; la razón se limita a relacionar elementos irracionales. Las matemáticas son la única ciencia perfecta en cuanto suman, restan, multiplican y dividen números, pero no cosas reales y de bulto; en cuanto son la más formal de las ciencias. ¿Quién es capaz de extraer la raíz cúbica de este fresno?
Y, sin embargo, necesitamos de la lógica, de este poder terrible, para transmitir pensamientos y percepciones y hasta para pensar y percibir, porque pensamos con palabras, percibimos con formas. Pensar es hablar uno consigo mismo, y el habla es social, y sociales son el pensamiento y la lógica. Pero ¿no tienen acaso un contenido, una materia individual, intransmisible e intransferible? ¿Y no está aquí su fuerza?
Lo que hay es que el hombre, prisionero de la lógica, sin la cual no piensa, ha querido siempre ponerla al servicio de sus anhelos, y sobre todo del fundamental anhelo. Se quiso tener siempre a la lógica, y más en la Edad Media, al servicio de la teología y la jurisprudencia, que partían ambas de lo establecido por la autoridad. La lógica no se propuso hasta muy tarde el problema del conocimiento, el de la validez de ella misma, el examen de los fundamentos metalógicos.
“La teología occidental —escribe Stanley— es esencialmente lógica en su forma y se basa en la ley; la oriental es retórica en la forma y se basa en la filosofía. El teólogo latino sucedió al abogado romano; el teólogo oriental, al sofista griego”.
Y todas las elucubraciones pretendidas racionales o lógicas en apoyo de nuestra hambre de inmortalidad, no son sino abogacía y sofistería. Lo propio y característico de la abogacía, en efecto, es poner la lógica al servicio de una tesis que hay que defender, mientras el método, rigurosamente científico, parte de los hechos, de los datos que la realidad nos ofrece para llegar o no llegar a conclusión. Lo importante es plantear bien el problema, y de aquí que el progreso consiste, no pocas veces, en deshacer lo hecho. La abogacía supone siempre una petición de principio, y sus argumentos todos son ad probandum. Y la teología supuesta racional no es sino abogacía.
La teología parte del dogma, y dogma, dogma, en su sentido primitivo y más directo, significa decreto, algo como el latín placitum, lo que ha parecido que debe ser ley a la autoridad legislativa. De este concepto jurídico parte la teología. Para el teólogo, como para el abogado, el dogma, la ley, es algo dado, un punto de partida que no se discute sino en cuanto a su aplicación y a su más recto sentido. Y de aquí que el espíritu teológico o abogadesco sea en su principio dogmático, mientras el espíritu estrictamente científico, puramente racional, es escéptico, skeptikós, esto es, investigativo. Y añado en su principio, porque el otro sentido del término escepticismo, el que tiene hoy más corrientemente, el de un sistema de duda, de recelo y de incertidumbre, ha nacido del empleo teológico o abogadesco de la razón, del abuso del dogmatismo. El querer aplicar la ley de autoridad, el placitum, el dogma, a distintas y a las veces contrapuestas, necesidades prácticas, es lo que ha engendrado el escepticismo de duda. Es la abogacía, o lo que es igual, la teología la que enseña a desconfiar de la razón, y no la verdadera ciencia, la ciencia investigativa, escéptica en el sentido primitivo y directo de este término, que no camina a una solución ya prevista ni procede sino a ensayar una hipótesis.
Tomad la Summa Theologica, de Santo Tomás, el clásico monumento de la teología —esto es, de la abogacía— católica, y abridla por dondequiera. Lo primero, la tesis: utrum… si tal cosa es así o de otro modo; en seguida las objeciones: ad primum sic proceditur; luego las respuestas a las objeciones: sed contra est… o respondeo dicendum… Pura abogacía. Y en el fondo de una gran parte, acaso de la mayoría, de sus argumentos hallaréis una falacia lógica que puede expresarse more scholastico con este silogismo: Yo no comprendo este hecho sino dándole esta explicación; es así que tengo que comprenderlo, luego ésta tiene que ser su explicación. O me quedo sin comprenderlo. La verdadera ciencia enseña, ante todo, a dudar y a ignorar; la abogacía no duda ni cree que ignora. Necesita de una solución.
A este estado de ánimo en que se supone, más o menos a conciencia, que tenemos que conocer una solución, acompaña aquello de las funestas consecuencias. Coged cualquier libro apologético, es decir, de teología abogadesca, y veréis con qué frecuencia os encontráis con epígrafes que dicen: “Funestas consecuencias de esta doctrina”. Y las consecuencias funestas de una doctrina probarán, a lo sumo, que esta doctrina es funesta, pero no que es falsa, porque falta probar que lo verdadero sea lo que más nos conviene. La identificación de la verdad y el bien no es más que un piadoso deseo. A. Vinet, en sus Études sur Blaise Pascal, dice: “De las dos necesidades que trabajan sin cesar a la naturaleza humana, la de la felicidad no es sólo la más universalmente sentida y más constantemente experimentada, sino que es también la más imperiosa. Y esta necesidad no es sólo sensitiva: es intelectual. No sólo para el alma, sino también para el espíritu, es una necesidad la dicha. La dicha forma parte de la verdad”. Esta proposición última: le bonheur fait partie de la vérité, es una proposición profundamente abogadesca, pero no científica ni de razón pura. Mejor sería decir que la verdad forma parte de la dicha en un sentido tertulianesco, de credo quia absurdum, que en rigor quiere decir: credo quia consolans, creo porque es cosa que me consuela.
No, para la razón, la verdad es lo que se puede demostrar que es, que existe, consuélenos o no. Y la razón no es ciertamente una facultad consoladora. Aquel terrible poeta latino Lucrecio, bajo cuya aparente serenidad y ataraxia epicúrea tanta desesperación se cela, decía que la piedad consiste en poder contemplarlo todo con alma serena, pacata posse mente omnia tueri. Y fue este Lucrecio el mismo que escribió que la religión puede inducirnos a tantos males: tantum religio potuit suadere malorum. Y es que la religión, y sobre todo la cristiana más tarde, fue, como dice el Apóstol, un escándalo para los judíos y una locura para los intelectuales. Tácito llamó a la religión cristiana, a la de la inmortalidad del alma, perniciosa superstición, exitialis superstitio, afirmando que envolvía un odio al género humano, odium generis humani.
Hablando de la época de estos hombres, de la época más genuinamente racionalista, escribía Flaubert a madame Roger des Genettes estas preñadas palabras: “Tiene usted razón; hay que hablar con respeto de Lucrecio; no le veo comparable sino a Byron, y Byron no tiene ni su gravedad ni la sinceridad de su tristeza. La melancolía antigua me parece más profunda que la de los modernos, que sobrentienden todos más o menos la inmortalidad de más allá del agujero negro. Pero para los antiguos, este agujero negro era el infinito mismo; sus ensueños se dibujan y pasan sobre un fondo de ébano inmutable. No existiendo ya los dioses, y no existiendo todavía Cristo, hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único en que el hombre estuvo solo. En ninguna parte encuentro esta grandeza; pero lo que hace a Lucrecio intolerable es su física, que da como positiva. Si es débil, es por no haber dudado bastante; ha querido explicar ¡concluir!”.
Sí, Lucrecio quiso concluir, solucionar y, lo que es peor, quiso hallar en la razón consuelo. Porque hay también una abogacía antiteológica y un odium antitheologicum.
Muchos, muchísimos hombres de ciencia, la mayoría de los que se llaman a sí mismos racionalistas, lo padecen.
El racionalista se conduce racionalmente, esto es, está en su papel mientras se limita a negar que la razón satisfaga a nuestra hambre vital de inmortalidad; pero pronto, poseído de la rabia de no poder creer, cae en la irritación del odium antitheologicum, y dice con los fariseos: “Estos vulgares que no saben la ley son malditos”. Hay mucho de verdad en aquellas palabras de Soloviev: “Presiento la proximidad de tiempos en que los cristianos se reúnan de nuevo en las catacumbas porque se persiga la fe, acaso de una manera menos brutal que en la época de Nerón, pero con un rigor no menos refinado, por la mentira, la burla y todas las hipocresías”.
El odio anti-teológico, la rabia cientificista —no digo científica— contra la fe en otra vida, es evidente. Tomad no a los más serenos investigadores científicos, los que saben dudar, sino a los fanáticos del racionalismo, y ved con qué grosera brutalidad hablan de la fe. A Vogt le parecía probable que los apóstoles ofreciesen en la estructura del cráneo marcados caracteres simianos; de las groserías de Haeckel, este supremo incomprensivo, no hay que hablar; tampoco de las de Buchner; Virchow mismo no se ve libre de ellas. Y otros lo hacen más sutilmente. Hay gentes que parece como si no se limitasen a no creer que haya otra vida, o, mejor dicho, a creer que no la hay, sino que les molesta y duele que otros crean en ello o hasta que quieran que la haya. Y esta posición es despreciable, así como es digna de respeto la de aquel que, empeñándose en creer que la hay, porque la necesita, no logra creerlo. Pero de este nobilísimo, y el más profundo, y el más humano, y el más fecundo estado de ánimo, el de la desesperación, hablaremos más adelante.
Y los racionalistas que no caen en la rabia antiteológica se empeñan en convencer al hombre de que hay motivos para vivir y hay consuelo de haber nacido, aunque haya de llegar un tiempo, al cabo de más o menos decenas, centenas o millones de siglos, en que toda conciencia humana haya desaparecido. Y estos motivos de vivir y obrar, esto que algunos llaman humanismo, son la maravilla de la oquedad afectiva y emocional del racionalismo y de su estupenda hipocresía, empeñada en sacrificar la sinceridad a la veracidad, y en no confesar que la razón es una potencia desconsoladora y disolvente.
¿He de volver a repetir lo que ya he dicho sobre todo eso de fraguar cultura, de progresar, de realizar el bien, la verdad y la belleza, de traer la justicia a la Tierra, de hacer mejor la vida para los que nos sucedan, de servir a no sé qué destino, sin preocuparnos del fin último de cada uno de nosotros? ¿He de volver a hablaros de la suprema vaciedad de la cultura, de la ciencia, del arte, del bien, de la verdad, de la belleza, de la justicia…, de todas estas hermosas concepciones, si al fin y al cabo, dentro de cuatro días o dentro de cuatro millones de siglos —que para el caso es igual—, no ha de existir conciencia humana que reciba la cultura, la ciencia, el arte, el bien, la verdad, la belleza, la justicia y todo lo demás así?
Muchas y muy variadas son las invenciones racionalistas —más o menos racionales— con que desde los tiempos de epicúreos y estoicos se ha tratado de buscar en la verdad racional consuelo y de convencer a los hombres, aunque los que de ello trataran no estuviesen en sí mismos convencidos, de que hay motivos de obrar y alicientes de vivir, aun estando la conciencia humana destinada a desaparecer un día.
La posición epicúrea, cuya forma extrema y más grosera es la de “comamos y bebamos, que mañana moriremos”, o el carpe diem horaciano, que podría traducirse por “vive al día”, no es, en el fondo, distinta de la posición estoica con su “cumple con lo que la conciencia moral te dicte, y que sea después lo que fuere”. Ambas posiciones tienen una base común, y lo mismo es el placer por el placer mismo que el deber por el mismo deber.
El más lógico y consecuente de los ateos, quiero decir de los que niegan la persistencia en tiempo futuro indefinido de la conciencia individual, y el más piadoso a la vez de ellos, Spinoza, dedicó la quinta y última parte de su Ética a dilucidar la vía que conduce a la libertad y a fijar el concepto de la felicidad. ¡El concepto! ¡El concepto y no el sentimiento! Para Spinoza, que era un terrible intelectualista, la felicidad, la beatitudo, es un concepto, y el amor a Dios un amor intelectual. Después de establecer en la proposición 21 de esta parte quinta que “la mente no puede imaginarse nada ni acordarse de las cosas pasadas sino mientras dura el cuerpo”, lo que equivale a negar la inmortalidad del alma, pues un alma que separada del cuerpo en que vivió no se acuerda ya de su pasado, ni es inmortal ni es alma, procede a decirnos en la proposición 23 que “la mente humana no puede destruirse en absoluto con el cuerpo, sino que queda algo de ella que es eterno”, y esta eternidad de la mente es cierto modo de pensar. Mas no os dejéis engañar; no hay tal eternidad de la mente individual. Todo es sub aeternitatis specie, es decir, un puro engaño. Nada más triste, nada más desolador, nada más antivital que esa felicidad, esa beatitudo spinoziana, que consiste en el amor intelectual a Dios, el cual no es sino el amor mismo de Dios, el amor con que Dios se ama a sí mismo (proposición 36). Nuestra felicidad, es decir, nuestra libertad, consiste en el constante y eterno amor de Dios a los hombres. Así dice el escolio a esta proposición 36. Y todo para concluir en la proposición final de toda la Ética, en su coronamiento, con aquello de que la felicidad no es el precio de la virtud, sino la virtud misma. ¡Lo de todos! O dicho en plata: que de Dios salimos y a Dios volvemos; lo que, traducido a lenguaje vital, sentimental, concreto, quiere decir que mi conciencia personal brotó de la nada, de mi inconsciencia, y a la nada volverá.
Y esa voz tristísima y desoladora de Spinoza es la voz misma de la razón. Y la libertad de que nos habla es una libertad terrible. Y contra Spinoza y su doctrina de la felicidad no cabe sino un argumento incontrastable: el argumento ad hominem. ¿Fue feliz él, Baruc Spinoza, mientras para acallar su íntima infelicidad disertaba sobre la felicidad misma? ¿Fue él libre?
En el escolio a la proposición 41 de esta misma última y más trágica parte de esa formidable tragedia de su Ética, nos habla el pobre judío desesperado de Amsterdam, de la persuasión común del vulgo sobre la vida eterna. Oigámosle: “Parece que creen que la piedad y la religión y todo lo que se refiere a la fortaleza de ánimo son cartas que hay que deponer después de la muerte, y esperan recibir el precio de la servidumbre, no de la piedad y la religión. Y no sólo por esta esperanza, sino también, y más principalmente, por el miedo de ser castigados con terribles suplicios después de la muerte, se mueven a vivir conforme a la prescripción de la ley divina en cuanto les lleva su debilidad y su ánimo impotente; y si no fuese por esta esperanza y este miedo, y creyeran, por el contrario, que las almas mueren con los cuerpos, ni les quedara el vivir más tiempo sino miserables bajo el peso de la piedad, volverían a su índole, prefiriendo acomodarlo todo a su gusto y entregarse a la fortuna más que a sí mismos. Lo cual no parece menos absurdo que si uno, por no creer poder alimentar a su cuerpo con buenos alimentos para siempre, prefiriese saturarse de venenos mortíferos, o porque ve que el alma no es eterna o inmortal, prefiera ser sin alma (amens) y vivir sin razón; todo lo cual es tan absurdo, que apenas merece ser refutado (quae adeo absurda sunt, ut vix recenseri mereantur)”.
Cuando se dice de algo que no merece siquiera refutación, tenedlo por seguro, o es una insigne necedad, y en este caso ni eso hay que decir de ella, o es algo formidable, es la clave misma del problema. Y así es en este caso. Porque sí, pobre judío portugués desterrado en Holanda, sí, que quien se convenza, sin rastro de duda, sin el más leve resquicio de incertidumbre salvadora, de que su alma no es inmortal, prefiera ser sin alma, amens, o irracional, o idiota, prefiera no haber nacido, no tiene nada, absolutamente nada de absurdo. Él, el pobre judío intelectualista definidor del amor intelectual y de la felicidad, ¿fue feliz? Porque éste y no otro es el problema. “¿De qué te sirve saber definir la compunción si no la sientes?”, dice el Kempis. ¿Y de qué te sirve meterte a definir la felicidad si no logra uno con ello ser feliz? Aquí encaja aquel terrible cuento de Diderot sobre el eunuco, que, para mejor poder escoger esclavas con destino al harén del sultán, su dueño, quiso recibir lecciones de estética de un marsellés. A la primera lección, fisiológica, brutal y carnalmente fisiológica, exclamó el eunuco compungido: “¡Está visto que yo nunca sabré estética!” Y así es; ni los eunucos sabrán nunca estética aplicada a la selección de mujeres hermosas, ni los puros racionalistas sabrán ética nunca, ni llegarán a definir la felicidad, que es una cosa que se vive y se siente, y no una cosa que se razona y se define. Y ahí tenemos otro racionalista, éste no ya resignado y triste, como Spinoza, sino rebelde, y fingiéndose hipócritamente alegre cuando era no menos desesperado que el otro; ahí tenéis a Nietzsche, que inventó matemáticamente (!!!) aquel remedo de la inmortalidad del alma que se llama la vuelta eterna, y que es la más formidable tragicomedia o comitragedia. Siendo el número de átomos o primeros elementos irreductibles finito, en el universo eterno tiene que volver alguna vez a darse una combinación como la actual y, por lo tanto, tiene que repetirse un número eterno de veces lo que ahora pasa. Claro está, y así como volveré a vivir la vida que estoy viviendo, la he vivido ya infinitas veces, porque hay una eternidad hacia el pasado, a parte ante, como la habrá en el por venir a parte post. Pero se da el triste caso de que yo no me acuerdo de ninguna de mis experiencias anteriores, si es posible que me acuerde de ellas, pues dos cosas absoluta y totalmente idénticas no son sino una sola. En vez de suponer que vivimos en un universo finito, de un número finito de primeros elementos componentes irreductibles, suponed que vivamos en un universo infinito, sin límite en el espacio —la cual infinitud concreta no es menos inconcebible que la eternidad concreta en el tiempo—, y entonces resultará que este nuestro sistema, el de la vía láctea, se repite infinitas veces en el infinito del espacio, y que estoy yo viviendo infinitas vidas, todas exactamente idénticas. Una broma, como veis, pero no menos cómica, es decir, no menos trágica que la de Nietzsche, la del león que se ríe. ¿Y de qué se ríe el león? Yo creo que de rabia, porque no acaba de consolarle eso de que ha sido ya el mismo león antes y que volverá a serlo.
Pero es que tanto Spinoza como Nietzsche eran, sí, racionalistas, cada uno de ellos a su modo; pero no eran eunucos espirituales; tenían corazón, sentimiento y, sobre todo, hambre, un hambre loca de eternidad, de inmortalidad. El eunuco corporal no siente la necesidad de reproducirse carnalmente, en cuerpo, y el eunuco espiritual tampoco siente hambre de perpetuarse.
Cierto es que hay quienes aseguran que con la razón les basta, y nos aconsejan desistamos de querer penetrar en lo impenetrable. Mas de éstos que dicen no necesitar de fe alguna en vida personal eterna para encontrar alicientes de vida y móviles de acción, no sé qué pensar. También un ciego de nacimiento puede asegurarnos que no siente gran deseo de gozar del mundo de la visión, ni mucha angustia por no haberlo gozado, y hay que creerle, pues de lo totalmente desconocido no cabe anhelo, por aquello de nihil volitum quin praecognitum; no cabe querer sino lo de antes conocido; pero el que alguna vez en su vida o en sus mocedades o temporalmente ha llegado a abrigar la fe en la inmortalidad del alma, no puede persuadirme a creer que se aquiete sin ella. Y en ese respecto apenas cabe entre nosotros la ceguera de nacimiento, como no sea por una extraña aberración. Que aberración y no otra cosa es el hombre mera y exclusivamente racional.
Más sinceros, mucho más sinceros, son los que dicen: “De eso no se debe hablar, que es perder el tiempo y enervar la voluntad; cumplamos aquí con nuestro deber, y sea luego lo que fuere”, pero esta sinceridad oculta una más profunda insinceridad. ¿Es que acaso con decir: “De eso no se debe hablar”, se consigue que uno no piense en ello? ¿Que se enerva la voluntad?… ¿Y qué? ¿Que nos incapacita para una acción humana? ¿Y qué? Es muy cómodo decirle al que tiene una enfermedad mortal que le condena a corta vida, y lo sabe, que no piense en ello.
Meglio oprando obliar, senza indagarlo, questo enorme mister de l’universo! “¡Mejor obrando olvidar, sin indagarlo, este enorme misterio del universo!”, escribió Carducci en su Idilio maremmano, el mismo Carducci que, al final de su oda Sobre el monte Mario nos habló de que la tierra madre del alma fugitiva, ha de llevar en torno al sol gloria y dolor: hasta que bajo el Ecuador rendida a las llamadas del calor que huye, la ajada prole una mujer tan sólo tenga, y un hombre, que erguidos entre trozos de montañas, en muertos bosques, lívidos, con ojos vítreos te vean sobre inmenso hielo, ¡oh, sol, ponerte! Pero ¿es posible trabajar en algo serio y duradero, olvidando el enorme misterio del universo y sin inquirirlo? ¿Es posible contemplarlo todo con alma serena, según la piedad lucreciana, pensando que un día no se ha de reflejar eso todo en conciencia humana alguna?
“¿Sois felices?”, pregunta Caín en el poema byroniano a Lucifer, príncipe de los intelectuales, y éste le responde: “Somos poderosos”; y Caín replica: “¿Sois felices?”, y entonces el gran intelectual le dice: “No, ¿lo eres tú?” Y más adelante este mismo Luzbel dice a Adah, hermana y mujer de Caín: “Escoge entre el Amor y la Ciencia, pues no hay otra elección”. Y en este mismo estupendo poema, al decir Caín que el árbol de la ciencia del bien y del mal era un árbol mentiroso, porque “no sabemos nada, y su prometida ciencia fue el precio de la muerte”, Luzbel le replica: “Puede ser que la muerte conduzca al más alto conocimiento”. Es decir, a la nada.
En todos estos pasajes donde he traducido ciencia, dice lord Byron knowledge, conocimiento; el francés science y el alemán Wissenschaft, al que muchos enfrentan la wisdom —sagesse francesa y Weisheit alemana— la sabiduría. “La ciencia llega, pero la sabiduría se retarda, y trae un pecho cargado, lleno de triste experiencia, avanzando hacia la quietud de su descanso”.
Knowledge comes, but wisdom lingers, and he bears a laden breast, Full of sad experience, moving toward the stillness of his rest, dice otro lord, Tennyson, en su Locksley Hall. ¿Y qué es esta sabiduría, que hay que ir a buscarla principalmente en los poetas, dejando la ciencia? Está bien que se diga, con Matthew Arnold —en su prólogo a los poemas de Wordsworth—, que la poesía es la realidad y la filosofía la ilusión; la razón es siempre la razón, la realidad la realidad, lo que se puede probar que existe fuera de nosotros, consuélenos o desespérenos.
No sé por qué tanta gente se escandalizó o hizo que se escandalizaba cuando Brunetière volvió a proclamar la bancarrota de la ciencia. Porque la ciencia, en cuanto sustitutiva de la religión, y la razón en cuanto sustitutiva de la fe, han fracasado siempre. La ciencia podrá satisfacer, y de hecho satisface en una medida creciente, nuestras crecientes necesidades lógicas o mentales, nuestro anhelo de saber y conocer la verdad; pero la ciencia no satisface nuestras necesidades afectivas y volitivas, nuestra hambre de inmortalidad, y lejos de satisfacerla, contradícela. La verdad racional y la vida están en contraposición. ¿Y hay acaso otra verdad que la verdad racional?
Debe quedar, pues, sentado que la razón, la razón humana, dentro de sus límites, no sólo no prueba racionalmente que el alma sea inmortal y que la conciencia humana haya de ser en la serie de los tiempos venideros indestructible, sino que prueba más bien, dentro de sus límites, repito, que la conciencia individual no puede persistir después de la muerte del organismo corporal de que depende. Y esos límites, dentro de los cuales digo que la razón humana prueba esto, son los límites de la racionalidad, de lo que conocemos comprobadamente. Fuera de ellos está lo irracional, que es lo mismo que se le llame sobre-racional que infra-racional o contra-racional; fuera de ellas está el absurdo de Tertuliano, el imposible del certum est, quia impossibile est. Y este absurdo no puede apoyarse sino en la más absoluta incertidumbre.
La disolución racional termina en disolver la razón misma en el más absoluto escepticismo, en el fenomenalismo de Hume o en el contingencialismo absoluto de Stuart Mill, éste es el más consecuente y lógico de los positivistas. El triunfo supremo de la razón, facultad analítica, esto es, destructiva y disolvente, es poner en duda su propia validez. Cuando hay una úlcera en el estómago, acaba éste por digerirse a sí mismo. Y la razón acaba por destruir la validez inmediata y absoluta del concepto de verdad y del concepto de necesidad. Ambos conceptos son relativos; ni hay verdad ni hay necesidad absolutas. Llamamos verdadero a un concepto que concuerda con el sistema general de nuestros conceptos todos; verdadera, a una percepción que no contradice al sistema de nuestras percepciones; verdad es coherencia. Y en cuanto al sistema todo, al conjunto, como no hay fuera de él nada para nosotros conocido, no cabe decir que sea o no verdadero. El universo es imaginable que sea en sí, fuera de nosotros, muy de otro modo que como a nosotros se nos aparece, aunque ésta sea una suposición que carezca de todo sentido racional. Y en cuanto a la necesidad, ¿la hay absoluta? Necesario no es sino lo que es y en cuanto es, pues en otro sentido más trascendente, ¿qué necesidad absoluta, lógica, independiente del hecho de que el universo existe, hay de que haya universo ni cosa alguna? El absoluto relativismo, que no es ni más ni menos que el escepticismo, en el sentido más moderno de esta denominación, es el triunfo supremo de la razón raciocinante.
Ni el sentimiento logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la verdad consuelo; pero esta segunda, la razón, procediendo sobre la verdad misma, sobre el concepto mismo de la realidad, logra hundirse en un profundo escepticismo. Y en este abismo encuéntrase el escepticismo racional con la desesperación sentimental, y de este encuentro es de donde sale una base —¡terrible base!— de consuelo. Vamos a verlo.