Doña Milagros: 04
Capítulo III
Tenía muy mal naipe. Generalmente, al final de la temporada me encontraba con un mediano déficit en los escasos fondos que para el bolsillo me otorgaba mi prudente esposa. La cual era dueña absoluta de la llave de la gaveta, o dígase de la cómoda donde guardábamos el dinero... Costábame trabajo confesar mis pérdidas; y por eso (lo escribo con rubor) me reservé el importe de ciertas pensiones que se me abonaban por conducto de un procurador amigo mío, a fin de poder asegurar a Ilduara que habíamos salido de la temporada pie con bola. Asusta pensar de lo que hubiera sido yo capaz, a dominarme otras pasiones menos inocentes que la del tresillo. La ocultación de las pensiones demuestra que no es oro todo lo que reluce en mi hombría de bien.
Hacía ya un mes que la cuna había vuelto a salir del desván, y, limpia de telarañas, ocupaba un rincón de nuestra reducida alcoba, cuando mi esposa dio en mostrarse peor humorada que nunca, y en renegar de su estado, que ella afirmaba no haber sido jamás tan penoso, quejándose de síntomas extraños, de inusitado peso y volumen, de raras perturbaciones y de anormales sufrimientos. Por esparcir mi ánimo acongojado, frecuenté más la Sociedad de Amigos, y justamente entonces apretó mi mala suerte en el juego. Racha tan fatal, no la recordaba nadie. Me vi en la precisión de confesar a mi mitad las reiteradas pérdidas. Solía Ilda ponerme como un trapo en ocasiones semejantes; pero observé con sorpresa que prefería verme salir y jugar, a que me quedase en casa, asistiendo a la tertulia que formaban mis hijas con la vecina del principal y los del tercero de la derecha. Aprovechando benignidad tan desusada, me cebé en la partida con el afán del desquite, que así acudía al febril ruletero, como al morigerado tresillista.
Casi todo el mes de octubre estuve tan de malas, que alrededor de nuestra mesa se formó un corro alborozado, sólo para jalear mi perra suerte. Me crucificaban a chistes. Estas bromitas llegaban a veces a sacarme de mis casillas; peor para mí, pues las guasas llovían más espesas. Una de las estúpidas matracas favoritas, era la de suponerme felicísimo en empresas galantes, por aquello de «afortunado en amores», etc. Si esta chanza se contuviese en justos límites, anda con Dios; pero la llevaban a tal extremo y la adornaban con pormenores tan feos y chabacanos, que serían capaces de ruborizar a los bustos de piedra del paseo de las Filas. Aquella gente se relamía de gusto oyendo las impertinencias de Primo Cova, bufón de la Sociedad. Descuajábanse de risa al asegurar Primo que me había visto con sus propios ojos, al anochecer, atravesando la calle del Varadero (la más sospechosita de Marineda), muy embozado y en compañía de la graciosa modista B o la salada cigarrera H. Últimamente el pesado guasón daba en la flor de embromarme con la venia del principal, la esposa del comandante del regimiento de Otumba... y aunque el marido, un colosal asturianazo, andaba por allí dando vueltas, no había modo de conseguir que Cova pusiese término a crianza tan inconveniente.
Cierta noche -¡noche memorable!- me dirigió una sonrisa la coqueta de la suerte, en forma de solo de esos llamados de Fernando Séptimo. Seis triunfos de espada, mala, rey, caballo, en palo corto; dos fallos y un monarca. Imperdible. Mi cara lo estaba proclamando a voces; mis ojos bailaban de gusto, y mis manos temblaban ligeramente, estrujando contra el pecho el haz de cartas. Para mayor fortuna andaban en el platillo dos puestas gemelas, encimadas -al tanto a que se jugaba, representarían un duro.
Ante todo importa declarar que no era sólo el vil interés causa de la placentera excitación que me obligaba a teclear sobre las cartas y sonreír de júbilo. No se me estaban pudriendo en el bolsillo los pesos; sin embargo, lo que irradiaba triunfalmente en mis pupilas era el puro e ideal deleite de la victoria. Era el amor propio, interesado en chafar a los majaderos mirones que me acribillaban a chirigotas. Por ellos, por ellos me alegraba. ¡Condenados! Yo creo que aquellos malditos, sospechando la condición suspicaz de mi Ilduara, tenían gusto en propalar ciertos absurdos a fin de producirme desazones.
-¡Tienda usted las cartas, hombre! -me decía el coronel de ingenieros Díaz del Alimón-. ¡Si es rodado! ¡Qué carabina!
-No -respondía yo alardeando de modestia para disimular el gozo-. Jugarlo, señores, jugarlo, que no sabemos todavía... Si la contra está en una sola mano... Salgo de espada... no me la fallen ustedes... (la gracia de esta agudeza, que suele repetirse por término medio quince veces cada noche, sólo pueden percibirla los que conocen la marcha del tresillo).
Convencidos de la infalibilidad del coronel de ingenieros, autoridad en la materia (aunque por economía no jugase jamás) y espejo de la ciencia matemática, los compañeros se rindieron, y volqué en mi exangüe cesto el platillo repleto de fichas. Dieron nuevamente, y... ¡ah, qué brinco pegó mi corazón de tresillista! Otro solo, morrocotudo, un solo que pararía en bola quizá.
-¿Don Benicio? -articuló a mis espaldas una voz sumisa y oficiosa.
-¿Eh? ¿Es por mí? ¿Qué se ofrece? -respondí sin volver la cabeza, por no distraerme en momentos tan dulces.
¡Implacables mirones! Ellos fueron los que gritaron, llenos de feroz contento:
-Es el mozo, que quiere hablar con usted... ¡Cómo se ceba en las ganancias este hombre!
Me volví.
-¿Qué hay, Antón?
-Una joven, que pregunta por usted.
¡Cristo, qué alboroto! Tuve que alzar la voz y exclamar.
-¡Tengan ustedes miramientoooo...! ¿A ver? ¿Por mí? ¿Una joven?
-Sí, señor... Una chica así... bastante simpática, no despreciando. Dice que es la de usted...
-¿La mía? Cuidado con lo que se habla... ¿La mía? ¿Qué es eso de la míiiiiaaa?
Expectación.
-Ella dijo así... Y que se llama Eduarda.
-¡Acabáramos! La criada, señores... Ya me parecía... Pregúntele, Antón, a ver, qué ocurre... ¡Eh, sigamos el juego!... Tres bazas... y arrastro...
No podía dudarse, era una bola. Sí, una bola, de esas que bien llevadas no las corta ni el verbo. Estaba en lo más comprometido de la jugada, cuando he aquí que vuelve el mozo, arrastrando los pies.
-Señor, que vaya usted a casa... La señora, su mujer, está con dolores.
¡Con dolores!... ¡Ah, conocidísima frase! Sí; eran los dolores clásicos, los dolores por antonomasia, los únicos que no necesitan más calificativo: los dolores... Recordé. A la hora de comer y por la tarde, Ilduara ya se había quejado, no muy fuerte, pero varias veces. Mas a los veteranos en estas lides no incruentas, nos sucede lo mismo que a los de otras cruentísimas: nos dormimos sobre el cañón cargado, fumamos sobre el barril de pólvora, y disfrutamos del más regalado descuido momentos antes de la batalla. Mi mujer con los dolores... ¡Pobrecita! Bueno... El mozo insistió.
-Con dolores... vamos, de parir.
Toda la Sociedad soltó la carcajada. Creo que se rieron hasta las alfombras y las fichas del tresillo.
-Esas tenemos, ¿eh? ¿Aumento de familia? Don Benicio... ¡Pillín! Pero ¿cuándo se jubila usted con el haber que por clasificación le corresponde? ¿Chiquillos a estas alturas?
-Digo que es una inmoralidad... Debía prohibirse... Raya en desvergüenza.
-Hombre, que le pensione a usted el Estado... ¿De qué taberna gasta usted el vino? Queremos las señas... (Esto fue Primo Cova).
-Miramiento, señores... Permítanme dar un recado al mozo... -exclamé con desconsuelo, porque faltaban dos bazas no más para ganar aquella bola suspiradísima-. Oiga... dígale que voy ahora mismo... Que vaya avisando al señor de Moragas, ¿eh? Al médico, para que se haga cargo.
-¡Hombre, qué lástima! -exclamó uno de los tresillistas, el secretario del Gobierno civil-. Ahí estaba Moragas no hace un cuarto de hora en el salón de lectura.
-Sí, pero son las diez y media largas -detallé-; ya se recogió a casa, de seguro- objetó el Comandante del puerto.
Todos aprobaron. En Marineda, y particularmente en aquel foco de hablillas que se llama la Sociedad de Amigos, sábese puntualmente a qué hora está cada quisque en su domicilio o en el ajeno, sin que en el cálculo de probabilidades quepa más error que el de minutos arriba o abajo. A no mediar caso análogo al mío, Moragas se encontraría en su alcoba, leyendo, para conciliar el sueño, alguna revista francesa: hasta de esta clase de pormenores estábamos al corriente. Seguro, pues, de que la fámula acertaría con el comadrón y este correría a mi casa, me creí con derecho a terminar la jugada, que, según mis presentimientos, resultó bola. Alguien me preguntó si liquidaba: ¡liquidar! el favor de la suerte me embriagaba de tal modo, que manifesté deseos de dar un par de vueltecillas más, hasta sacar todas las puestas. A la verdad, también me satisfacía tener un pretexto para dilatar el regreso adonde me esperaba una escena siempre desagradable; desacostumbrado ya de ella por el largo interregno, me infundía ahora ese sentimiento que yo llamaría pavor doméstico, miedo que cobramos a ciertos deberes y actos de la vida familiar, y que tal vez no es sino una forma del hastío. Y al mismo tiempo que me dejaba dominar por la cobardía, sin ver que las más elementales nociones del deber conyugal me llamaban al lado de Ilda, deseaba aturdirme, matar la fiebre de mi emoción con el choque de las fichas y el zumbido de la charla.
-Cerca de treinta años hace que me casé, señores, y he visto nacer diez y seis hijos, sin contar el que está llamando a la puerta.
Felicitaciones, vítores.
-Pero no me viven todos. Sólo conservo diez. Los otros... -esto debí de decirlo con los ojos algo húmedos y la voz ronca- andarán allá pidiendo por mí... Crean ustedes que, desde el tercero, preferiría uno que no viniesen; pero si uno los ve aquí, no desea que se vayan. Sobre todo, el de la desgracia, el mayorcito, Moncho... señores, me dejó unos recuerdos... es decir, empezaba a deletrear... ¡Juego! Una entradita...
Gané una jugada magnífica, y la satisfacción me puso más excitado. Proseguí:
-A mí nadie me quita de la cabeza que aquella criatura, si no llega a desgraciarse, honra a la familia... ¡Era mucho despejo el suyo!
A esto contestó Mauro Pareja, por sobrenombre el Abad, que acababa de entrar y miraba por cima de mi hombro el juego.
-Señor de Neira, más valió que se le muriese a usted ese niño de tantísimo talento, que sus preciosas hijas. Al menos, nosotros los solteros opinamos así.
Se alzó un clamor aprobando el parecer del Abad y a renglón seguido acercose a la mesa mi vecino el comandante de Otumba, a quien la noticia de mi nueva paternidad traía desde el cuarto de lectura a darme la enhorabuena. Y para repetir los términos en que me la dio el bueno de don Tomás Llanes, yo me vería en mediano apuro, si no recordase cómo su propia esposa explicaba aquel modo pintoresco de hablar, diciendo que su marido, al despertarse, lo primero que soltaba era una colección de peinetas y otra de moños.
Don Tomás, que tenía las proporciones y el aspecto de un oso velludo, de aquellos que se merendaron al rey astur, acercose a mí y dándome, con su finura acostumbrada, una palmadaza en el hombro, exclamó:
-Moño, y qué suerte de hombre... Peineta, otro chiquitín... y con veinticuatro lo menos que ha tenido ya... ¡Moño, y para los demás ninguno! ¡Yo que llevo diez años de casado, y ni noticia!
-¿Y eso, qué? -respondí demostrando fe inquebrantable en la fecundidad humana-. Ya cuajará... Mire usted, por mi casa hubo años estériles... y también tuvimos fracasos...
-¿Eso más? -preguntó Primo Cova-. Pero hombre, usted cultiva todas las formas de la paternidad, incluso la frustrada... la tentativa de paternidad.
Acababa de sacar otra puesta, y de buen humor con este triunfo, respondí:
-Tan cierto eso, que hasta tuvimos un embarazo falso... Se armó una greguería, y hube de dar explicaciones a los solteros, que se fingían asustados.
-Era lo que llaman una mole, señores... una mole... un pedazo de carne, sin hechura, sin ojos, sin cabeza...
No sé en qué pararían las risotadas que arrancó este boceto, a no haber distraído la atención un incidente, una disputa entre tresillistas y mirones.
-¿Pero cómo juega usted, Domingo, hombre? ¿No está usted viendo que ahí el arrastrar de bajo es una barbaridad?
-Manía de meterse en negocios ajenos. Si sabré lo que me hago, sin necesidad de que me aconsejen.
-Así dicen todos los chambones. Si sólo se perjudicase usted, corriente. Pero hace usted daño a los compañeros. Es una calamidad el que usted tenga que ir a la contra.
-Esas apreciaciones...
-Nada, yo soy así; antes que todo la franqueza.
-Cualquiera es franco metiéndose en camisa de once varas...
-Hay que pensar lo que se dice...
-¡Moño! ¡Peineta! Señores...
-¡Señores... miramiento, miramiento! -intervine yo, pues no gusta ver a dos personas regulares, o por lo menos obligadas a serlo, poniéndose como un trapo por si debieron soltar la sota y largaron el siete, verbigracia. La discusión empeñaba a aplacarse, cuando he aquí que el mozo, arrastrando los pies y con aquella cara de memo malicioso que hacía la felicidad de Primo Cova, entró y se acercó a mí, murmurando misteriosamente:
-Señor... Señor Neira... Está ahí su chica...
Me volví sobresaltado, restituido a la conciencia de mi deber.
-¿Qué... qué pasa? Voy, voy...
-Dice... -secreteó el mozo- que la señora, su mujer... ya... ya salió de apuros, vamos...
Respiré anchamente. ¡Tan pronto! Mejor, mejor; ya estamos fuera del paso: ¡gracias, San Ramón de mi vida! Entre el coro de plácemes, alcé la voz para preguntar:
-¿Te dijo si era niño o niña?
El mozo me miró con ojos que parecían los de un pez, y articuló soñolientamente:
-Dice que tiene una niña...
Los solteros vinieron a darme la mano, a sacudírmela con gran énfasis, y a repetir:
-Dentro de veinte años... cuente usted conmigo, don Benicio, cuente usted conmigo.
-Aunque sea dentro de quince -murmuró reposadamente el Abad.
-Aunque sea dentro de trece -balbució el sonámbulo Díaz del Alimón, aficionado al pan tierno.
Cuando me dejaron respirar, exclamé dirigiéndome al mozo que seguía allí hecho un poste:
-¿Estás seguro de que dijo niña?
Y entonces... ¡oh cielo pródigo, cielo que no mides, ni tasas, ni regateas los bienes de este mundo; cielo que siembras tus dádivas como quien siembra alcacer!... el mozo, columpiándose y sin alzar la voz, respondió:
-Dijo una niña, sí señor... y que vaya allá en seguida, que va a nacer otra.
¡Naturaleza, naturaleza! Me quedé lo mismo que el náufrago cuando una ola le zapatea contra el casco del buque. ¡Un parto doble! Me iluminó como luz fatídica el recuerdo de aquellos extraños fenómenos que contaba Ilda, de aquellos padecimientos raros, de aquella anormal gravidez. ¡Un parto doble! ¡Géminis!
Al verme en la calle, corrí como un loco. Y entre el desorden de mis pensamientos y la muchedumbre de mis cuidados, predominaban los siguientes:
-Hay que comprar otra cuna... hay que buscar dos amas... ¿Y dónde duermen, santo Dios? ¿Dónde? Lo dicho: como no se invente colgar las camas por la pared...