Doña Milagros: 16
Capítulo XV
Tal vez lo que más duele de los dolores es no poder entregarnos libremente a ellos, prescindiendo de los demás cuidados y preocupaciones ruines de la vida. Cuando nos agobia la pena; diríase que también nos emborracha, y deseamos sumergirnos en ella hasta el fondo, sin sacar la cabeza fuera un instante, ni distraernos por cosa ninguna. Pero a mí no me era lícito este amargo gusto. Tenía que pensar en mi gente.
Por orden: ante todo la prosa vil: me encontraba sin recursos para hacer frente a las urgencias económicas de que me había enterado Feíta. Hasta junio no vencían las rentas, y hasta octubre o noviembre lo más pronto no se podía soñar en vender la cosecha del trigo, que estaría despuntando entonces. Rehusado, ¡y con el agua al cuello lo rehusaría! el ofrecimiento de doña Milagros, sólo me quedaban dos medios de salir del apuro: o escribir a Garroso proponiéndole la adquisición de alguna finca, o recordar las insinuantes palabras de Sobrado, que de fijo me echaría un cable sin ahorcarme con él. Todo menos vender la tierra heredada de mis antecesores, y a la cual se me figuraban que iban adheridas partículas de sus ya carcomidos huesos. Solicité, pues, una entrevista de mi casero, y con la vergüenza y el sofoco inevitables en el que pide, -aunque no pida gratis y por su cara bonita-, expuse mi necesidad y manifesté -apenas formaba palabras mi garganta seca- que si dos o tres mil pesetas... por poco tiempo... empeñando mi palabra de hombre de bien de que al vender la cosecha, sin falta...
Me tranquilicé algo viendo que Sobrado me recibía de la manera más cordial y campechana del orbe. No advertí en él ninguno de esos estremecimientos nerviosos que suelen producir, aun en los temperamentos más linfáticos, los ataques al bolsillo. Me tuvo un rato cogida la mano izquierda; ofreciome puros, aunque sabía que yo no fumaba jamás; me dirigió frases alegres y animadoras; ¿quién no se ha visto en algún ahogo? ¿de qué sirven los amigos? ¿para qué se ha inventado la moneda? y acabó por decirme que él arreglaría el asunto infinitamente mejor que yo mismo. -«Carta blanca»- exclamó mientras se retorcía el bigote siempre juvenil, y acariciaba a un gracioso perrillo canelo, de hocico negrísimo y poblada cola. «Usted, don Benicio -añadía el ricachón- está atortolado: es la primera vez que pide dinero... y la cosa se le hace una montaña. Si los negociantes nos aliviásemos así por miserias de déficits y de evoluciones del capital, en unas o en otras condiciones... estaríamos frescos. Nada: ánimo, y tome usted esto como la cosa más usual y corriente. Ninguno de los propietarios que ve usted por ahí tan orondos deja de tener su cachito de hipoteca encima... No; y yo le aseguro que voy a admitir la garantía que usted me ofrece... sólo por complacerle, por quitarle el empacho».
No recordaba haber ofrecido a Sobrado hipoteca alguna, antes al contrario, creía que el dinero se me daba a confianza; y poniéndome muy colorado, se lo hice observar así.
-¡A confianza! -refarfuyó risueño don Baltasar-. ¡Pues claro que a confianza se lo daré a usted! ¡Porque ya podían venir ahora la marquesa de Veniales, o los de Lobeira, o los Caudillos, a pedirme valor de una peseta dejándome en garantía cuanto tiene! Se volverían como vinieron. ¿Soy acaso prestamista? ¡La garantía de usted... fórmula, pura fórmula! Usted de sobra comprende que, aun cuando no pudiese abonarme a su tiempo la cantidad, yo no le iba a sacar a la vergüenza vendiendo los lugares. Hay más; si usted, ¡ni intereses ha de abonar por el préstamo! Los intereses, o los capitalizamos, o ¡mejor aún! los cargamos sobre la renta misma de esos lugarejos que aparece usted hipotecándome. ¡Ya ve usted si es sencillo! En vez de adquirir un gravamen, puede usted decir como Juan Palomo: «Yo me lo guiso, yo me lo como». ¡Habas contaditas!
No me salía a mí la cuenta de las habas, porque también estaba en la persuasión de que Sobrado me facilitaría la suma desinteresadamente. Indiqué, de un modo tímido:
-Pero... intereses... Supongo... usted me dijo...
-¿Que se lo prestaría sin réditos? Claro está, porque el seis no se considera rédito nunca: menos del doce o del quince, nadie se arriesga a estas alturas en que andamos. El seis no es interés, puesto que casi lo produce la misma propiedad hipotecada, de modo que el interés de lo puede usted sacar a la suma, quedando ras con ras... En fin, don Benicio, salta a la vista que usted no entiende de estas cosas. Si tiene el menor reparo, no hay nada perdido: usted busca esa cantidad por ahí; a mí crea usted que me causa... no extorsión, pues por usted eso y mucho más estoy dispuesto a hacer, pero, en fin..., cierta mala obra el distraer fondos... Tanto, que si usted no quiere perjudicarme mucho, le agradeceré que acepte, en vez de un préstamo de dos mil, uno de cinco mil... La suma redonda no me trastornará tanto. ¡Para usted, más respiro; para mí, la ventaja de no desmembrar capital! Pero carta blanca... Y serenidad, ¡qué demontre! No merece la pena.
Entre aturdido y receloso; no viendo más salida y anhelando librarme cuanto antes de pensar en la ingrata cuestión de la escasez de numerario, concedí la famosa carta blanca. Por un lado, me parecía caer en una red tendida hábilmente, y experimentaba la angustia del que sabe que bajo sus pies se abre un precipicio; por otro, la inmediata posesión de cinco mil pesetazas representaba tanto descanso en mi espíritu y tanta alegría en mi hogar, que se necesitaba heroica virtud para no tender la mano y recoger la cantidad tentadora. ¡Cinco mil pesetas! ¡Desahogo lo menos hasta el invierno! ¡Y sin vender, sin deshacerme de una mota de tierra! Lo que acabó de decidirme fue que el negociante, desabrochándose y echando mano a una cartera, me puso en las manos, a guisa de arras, cinco billetes de a cien. «Ya formalizaremos el trato» -murmuró-; «Esto es para que tape usted los primeros agujerillos». ¡Ay si había agujerillos que tapar! La víspera había estado en mi antesala María la tocinera, con los brazos en jarras y la lengua en erupción, exigiendo doscientos veintiséis reales de rancio y fresco que se le debían por delante de la cara de Dios, y poniéndonos de tramposos, hambrones y señores de papel de estraza, que no había más que oír... Por librarme de semejante arpía, era yo capaz de dar el dedo meñique. «Ya formalizaremos», repitió Sobrado al despedirme. En efecto, formalizó bien pronto como se verá. No le hipotecaba mis buenos lugares de Cardobre; los intereses del dinero, el seis, se cobrarían sobre la renta actual y futura; el plazo era de un año; pero Baltasar aseguraba que a los seis meses -¡claro, hombre!- liquidaría yo con él. Sí; era un pasajero desequilibrio en mi hacienda, debida a las circunstancias realmente extraordinarias de aquella temporada azarosa. Muertes, entierros, partijas, derechos del Estado... Una crisis.
-Oye, Feíta -dije reservadamente al trastuelo cuando hube saldado las cuentas pendientes y restablecido en apariencia el orden-; ya no tenemos pufos; y ahora, vida nueva. Se me ha ocurrido que acaso poseas tú más juicio que todas tus hermanas juntas; te pongo al frente de la administración de esta casa; me irás pidiendo lo que necesites, y cada noche ajustaremos al céntimo el gasto del día. Hay que imponerse una economía severa y no derrochar ni el valor de un perro chico. ¡No sabes..., no puedes saber el sacrificio que me ha costado salir de este aprieto! Desde hoy se han de contar aquí hasta los garbanzos de la olla.
Feíta me escuchaba en reflexiva actitud, con el dedo puesto sobre los labios, y fijos en mi cara los diminutos ojuelos verdes, que destellaban atención e inteligencia. Aquel día, la muchacha tenía más que nunca su gracioso aspecto hombruno, de chiquillo travieso y diabólico; se había cortado el pelo no sé de qué empaquetada manera, y en su frente se alzaban aborrascados unos mechoncillos indómitos, mal sujetos atrás por un cordón deshilachado y viejo; vestía un largo delantal-blusa de hilo del Norte, gris, que ocultaba las formas y no descubría ninguna turgencia femenil; además, en una mejilla ostentaba un churrete de tinta, formidable. Sólo contestó a mis disposiciones económicas con una mueca y un suspiro.
-También -añadí-, quiero que te encargues de impedir que tus hermanas vuelvan a casa de doña Milagros. Bajo ningún pretexto -¿entiendes?- bajo ninguno. Fíjate bien en lo que te digo: bajo nin-gu-no. Haced cuenta que... que he reñido con esa señora... o que esa señora se ha muerto... o... en fin... ¡Basta de explicaciones! Yo saldré con las que quieran salir a la calle; yo las acompañaré a todos lados, al paseo, a las tiendas, adonde vayan... pero que no sepa que ponen los pies abajo... ¿estás? ¡Cuidado conmigo!
Feíta bajó la mano, castañeteó los dedos y sonrió.
-¡Ay papá! Me envía con la embajada a mí... porque no se atreve a decírselo a ellas. ¿Pero no ve que a mí también me mandan al rábano? Lo que sucede es que no se necesitan semejantes prohibiciones, porque los de Llanes han tomado la delantera.
Me sentí palidecer.
-¿Los de Llanes...?
-No nos reciben ya... Esta mañana bajó Rosa con Mizucha y yo con el ama y las pequeñas, y nada... cara de palo. Abre la puerta el Vicente... y la defiende lo mismo que un perro de presa: no permite que entremos ni en el recibimiento. «Que la señora está indispuesta... que ahora no se pasa... que necesita descansar... que el señor también ha salido...». ¡Y si viese con qué cara dice eso Vicente! Los ojos le echan fuego. Debe de estar enfermo también él, como doña Milagros, porque parece un difunto. ¿Qué ha sido, papá? Cuéntemelo, que le prometo no decir ni esto a las mosconas, que andan muertas de curiosidad.
-Hija mía -murmuré turbadísimo y con desfallecida voz- no ha sido nada; vamos, una tontería; pero hay cuestiones de delicadeza que... los niños no podéis comprender... Cuando seas más grande, te diré a ti... ¡a ti sola!
-¿Y a esas? ¿Se lo dirá ahora porque son mayores?
-No, tampoco... es decir, dentro de algún tiempo... Soy vuestro padre, y no tengo para qué justificar una determinación que he adoptado en provecho vuestro. Creo que aquí debo mandar en jefe... Digo, estoy seguro; debo mandar, y mandaré. Es preciso enderezar esta casa.
-Papaíño -contestó la muchacha, echándoseme encima y besándome a bulto, creo que en la nariz- ya se sabe que usted debe mandar; pero también se sabe que no manda ni pizca. A mamá la obedecían esas mezquinas, por miedo, porque las zorregaba. Desde que falta mamá, cada cual va por su lado; y me alegro que hablemos de eso, que así le diré lo que conviene que sepa. Argos, aunque usted la prohibió ir sola a la iglesia, allá se larga todas las mañanitas, mientras usted está en la cama aún. Tula tiene amores... Se lo juro, papá: tiene amores con un cojo, un escribiente de la Diputación... Se cartean... Los tendría con el palo de una escoba, créame, con el afán que ahora la ha entrado por novio... El cojo es un infeliz: se me figura que maldito lo que le encanta el noviajo; con cuatro gritos que usted le pegue, no volverá a acordarse de Tula. Rosita también me parece a mí que tiene sus maulas... Están de atar -añadió con el profundo desdén de un filósofo viejo hacia las humanas flaquezas. Viendo que yo callaba atónito, continuó-. Aún falta que sepa lo que sucede con Froilán. Usted me ha encargado que le repase las lecciones, y yo se las repasaba siempre. Nunca daba pie con bola; no se le quedaban en la memoria ni las cosas más insignificantes. Su cabeza es una perilla de balcón. Sólo a fuerza de machacar... Pero ya, ni eso: ya no coge el libro.
-Le voy a matar -exclamé levantándome trémulo, con los nervios como cuerdas de guitarra.
-¡Jesús! -respondió la chiquilla, riendo y deteniéndome-. ¡Matar! ¡Mataban! ¡Si usted no es capaz ni de arrearle un lapito! Óigame a mí, guíese por mí. ¿Por qué se empeña en que Froilán sea un sabio?
-¡Hija mía... es el único varón de la casa! Sólo de él podéis esperar alguna protección cuando yo muera. No hay más recurso sino que estudie, que siga una carrera con lucimiento, y hoy o mañana podrá seros útil... ¡Acaso ampararos a todas!
-Pero, papaíño -respondió Feíta cruzando las manos y acentuando más la expresiva mirada de sus ojos y la firmeza singular de su cara infantil-, si Dios ha querido que el único varón de la casa sea un desaplicado y un bodoque... no nos vamos a reponer contra Dios. Es un dolor que esté usted derrochando dinero y paciencia con Froilán. Lo que gasta usted con él en matrículas y libros, ¿por qué no lo gasta conmigo? Yo tengo muy buena memoria. Con una vez que lea las lecciones, lo más dos, se me quedan. ¿Y qué piensa usted? entiendo lo que leo; me gusta muchísimo... Me trago el libro de texto, y no crea usted, también otros que no son de texto y... que... me los prestan. Sobrado me envió dos novelas de Víctor Hugo; Moragas me trajo obras de Camilo Flammarion...; hasta don Tomás Llanes me regaló unos novelones muy disparatados de ladrones y de moros. ¿Qué se había usted figurado? ¿Que soy una burra? Pues no hay tal. Me ha entrado un flus de leer... Leería toda la biblioteca del Puerto de un tirón. Hasta me zampo los libros de Argos divina, la Filotea, los escritos de Santa Teresa y los del Padre Faber... Si ya sé mucho: sé más de lo que parece. Haga usted un cambio: Froilán que vigile al ama y registre la cesta de la criada cuando vuelve de la compra, y yo iré al instituto en lugar de Froilán. Verá usted como los dos quedamos bailando de contentos.
Era tan cómica la proposición de aquel diablejo, que tuyo la virtud de hacerme olvidar por un instante mis penalidades y zozobras y de hacerme soltar una carcajada.
-Mira, Marisabidilla, tú dices que tus hermanas están de remate... Pues lo que es a ti... te voy a mandar al manicomio ahora mismo. Si te pillo en esas lecturas de autores malos, que te enseñan lo que no te importa, tengo energía... ¡ah, para eso sí que la tengo! Quemo el librote..., a ver si te prestan otro. ¿Pues no quiere estudiar en vez de su hermano? ¿Y para qué, si puede saberse?
-Para graduarme de bachillera.
-¡Magnífico! ¿Y después de graduarte? ¡Ya lo eres!
-Para seguir carrera mayor.
-¡Divino! ¿Y después?
-Para tener un título en forma...
-¡Ya! ¡Caramba! ¿Y luego?
-Para ejercer una profesión... la que sea... y ganar cuartos... y fama... vivir de mi ciencia y de mi trabajo... como había de vivir Froilán, si no fuese un camueso.
La risa me salía a borbotones por las ventanas de la nariz, por la apretada boca que espurriaba saliva, por los hijares convulsos. Me retorcía en el sillón.
-¡Chiquilla... delicioso! Vales cuanto pesas, te lo aseguro... Ven acá, te voy a plantar un beso... porque no quiero plantarte una azotaina.
La acaricié como a un niño chiquito, y proseguí:
-Muy bien. ¿Conque estudiar y ejercer una profesión? ¿No sabes que las mujeres no pueden? Te vestiremos de hombre...
-Sí pueden -respondió con gran aplomo-. ¿Usted cree que yo no he preguntado? Cuando quiero saber una cosa... se la pregunto hasta a las lápidas de seguros mutuos y a los guardacantones. He charlado largo y tendido con el señor de Moragas. Puedo estudiar las asignaturas en el Instituto, en la Universidad o en mi casa; examinarme como alumno oficial, o como alumno libre. Y si sigo la carrera de medicina, puedo ejercerla; hay señoritas que la ejercen. Además, con el tiempo, ya nos permitirán que ejerzamos otras profesiones. ¿Por qué se ríe así? ¿Tengo en la cara una danza de monos?
-En la cara no... Tienes en la cabeza una olla de grillos. ¿Qué quieres: que esté serio cuando ensartas despropósitos?
-Sí señor... Yo bien seria estoy. No es cosa de risa.
-Es que si no riese, te remangaría las faldas... y ¡pum!
-¿Por qué? ¡Me va a decir por qué!
-Vamos, vamos, juicio... Mete esa cabeza en agua fresca, y que se te quite la fiebre. Como yo vuelva a oírte barbarizar... Hija mía. Dios hizo a la mujer para la familia, para la maternidad, para la sumisión, para las labores propias de su sexo... ¡de su sexo! No lo olvides nunca, y que nadie tenga que recordártelo, o serás la criatura más antipática, más ridícula y más despreciable del mundo: un marimacho; ¡puh! La mujer a zurcir medias... no se ha visto no se verá nunca que truequen los papeles a no ser en San Balandrán.
-Pues sí señor que se ha visto -respondió con brío la muñeca, reprimiendo trabajosamente una lagrimilla de rabia-. Porque mamá le mandaba a usted y usted obedecía a mamá lo mismo que un borrego. ¿Y sabe en qué consistía? En que mamá tuvo más disposición para el mando que usted. Cada quisque debe hacer aquello para que tiene disposición. ¿Dios me da a mí talento para estudiar? Estudio. ¿Dios le dio a Froilán disposición para jugar a la billarda y tirar piedras? Que juegue y que las tire. ¡Y vamos! es una picardía muy gorda eso de que las mujeres, cuando sirven para esto o para aquello... hagan precisamente lo otro y lo de más allá. Yo sé barrer y coser y cuidar de una casa, y sé criar un chiquillo, como crié a las gatas monas... pero me gusta estudiar, y estudiaré. ¡Sólo faltaba! Aquí todo el mundo se pronuncia para hacer disparates... Pues me pronuncio yo para hacer una cosa justa y buena. Quiero estudiar, aprender, saber, y valerme el día de mañana sin necesitar de nadie. Yo no he de estar dependiendo de un hombre. Me lo ganaré, y me burlaré de todos ellos.
Todavía prevaleció en mí la risa contra el enojo, y seguí echando a broma la estrambótica resolución de Feíta, que ni era posible que pasase a mayores ni debía en buena ley considerarse más que como una genialidad cómica. Sin embargo, me contrariaba su insubordinación, porque repitió con entereza que estaba decidida a no auxiliarme en lo referente a las lecciones de Froilancito ni en el gobierno de la casa.
-No, papá, no me meto más en eso, se acabó -decía con insistencia en que ya se advertía la tenacidad de la mujercita formada, y el desarrollo repentino de un carácter-. Atenderé a las gatiñas, sobre todo ahora que doña Milagros no las atiende; las atenderé, porque las quiero mucho y me dan lástima; no bajaré a casa de Llanes, ya que usted lo prohíbe... pero en cosas de mis hermanas mayores no me mezclo: no y no. Papá, para disponer hay que tener mando, y para tener mando hay que tener autoridad; yo no la tengo; soy una chiquilla; y usted no está para guardarme las espaldas, porque su genio de usted es... así... ¡ya se sabe! Froilán se me repone; y las otras... ¿Vio cómo pegaba Tula en la mesa una noche? Pues mire... ayer.
Desabrochó el puñito del delantal-blusa, y subió la manga, enseñando un cardenal, o por mejor decir, una magulladura profunda más arriba del codo.
-Esto fue que ayer Tula quería arañarme, porque la amenacé con contar a usted lo del cojo si le seguía escribiendo papelitos... Saqué uñas para uñas, y nos peleamos; yo la eché contra la pared, y ella me arreó piñas en la cabeza y luego en el brazo: parecía un basilisco... Papá, bien debe usted conocer que no es para mí el gobernar la casa. Si me da un duro, me lo despabilarán en sus caprichos antes de que yo pague con él la cuenta. ¡Gracias! Mejor lidio con las presas de la cárcel que con mis hermanitas.
Me contrarió sobremanera la actitud de la muchacha. ¿De modo que ya -sobre faltarme doña Milagros, la dulce confidente- me abandonaba el diablejo, el marimacho angelical, la activa organizadora, mi sostén de los primeros días?
Aquella tarde Rosa vino a decirme que «estaba desnuda», que iba a aliviar el luto, y que ella y sus hermanas necesitaban ropa «como el pan»; y Argos, si no pidió moños, ni cosa que lo valiese me causó mayor disgusto: desapareció de casa a eso de las tres, aunque salí escapado a buscarla, no la encontré en la iglesia ni en parte alguna. A las ocho dadas regresó, con los ojos extraviados, demudado el rostro, la respiración congojosa; la oímos que se dejaba caer en la cama, sin desnudarse, suspirando hondamente. Salí; compré un candado; lo mandé colocar en la puerta, y me tomé el trapajo de ir a abrirlo cada vez que era preciso salir o entrar. ¡Qué infierno!