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El Robinson suizo/Capítulo XLIX

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El Robinson suizo (1864)
de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo XLIX


CAPÍTULO XLIX.


El molino de harina.—El caiak.—La vaca marina.


La molestia que se toma el hombre para alcanzar un fin cualquiera es nada en comparacion de su pesar cuando se malogra el fruto de su trabajo. Mi situacion era análoga á la del labrador que pasa meses enteros labrando la tierra, y que en un dia de pedrisco ve arrebatadas todas sus esperanzas.

Relaté á mi esposa lo sucedido, y como era natural, se afligió sobremanera, en términos de no hacer el menor caso de los lechoncillos muertos. Sin embargo, la persuadí á considerarlos como caza que no debia desperdiciarse, y á prepararlos para la mesa, asando el más pequeño para la cena, en lo cual la ayudó Ernesto. Un lomo entero se espetó en el asador, y las patatas puestas en la grasera fuéron empapándose de la pringue que goteaba.

Al anochecer, y cuando ya me daba algun cuidado la prolongada ausencia de los niños, compareció Santiago montado en el avestruz, seguido á corta distancia de sus hermanos, encargados de traer todo el botin, porque como decia Santiago, el avestruz no aguantaba más peso que el del jinete. Federico y Franz llegaron luego con dos morrales llenos de caza, que por lo visto habia sido afortunada, consistiendo en cuatro pájaros grandes de los que ya bautizáramos con el nombre de picudos; veinte ondatras, un mono, un kanguró, y dos nuevas variedades de animales almizcleros encontrados en el lago. La primera era el castor moschaten [1], que no se diferencia del ondatra sino en el hocico, más prolongado y en forma de trompa. En la otra creí reconocer el tolay de Buffon. Venian ademas una docena de ratas de agua.

Federico presentó tambien una especie de cardos con puas corvas que podian sernos de grande utilidad para cardar el pelo de los fieltros y demas tejidos de lana. Todos estaban rabiando á cual más por contar los detalles de la expedicion; pero Santiago, segun su costumbre, se constituyó en narrador y comenzó así:

—Ante todo, loor al avestruz, al hipógrifo [2] más ligero que el viento. Corre tan rápido que las más veces tengo que cerrar los ojos sin poder apénas respirar. Lo primero que ahora necesito para cabalgar seguro es una careta con anteojos de vidrio. V. me la hará, ¿no es cierto, papá? Es preciso.

—Lo siento, señor mio, pero no te la haré.

—¿Por qué?

—Por dos razones: la primera, por el modo con que lo pides, olvidando que el es preciso nunca debes decirlo á tu padre; y la segunda, porque en vez de recurrir á la industria ajena debias valerte de la tuya. Cuando el hombre no ejecuta por sí lo que está al alcance de sus facultades, peca de indolente y perezoso. Con que así, si quieres careta, háztela.

—Dice V. bien, papá, respondió Santiago; perdone V. mi mal término, que ya procuraré enmendarme.

—Corriente, dijo Federico; cada cual mire por sí, así lo hemos hecho esta mañana; á nadie hemos necesitado para prepararnos la comida en el desierto. Pero, papá, ¿qué le parece á V. esta abundancia de pieles que traemos?

—Que las agradezco como se merece, le respondí; pero hubiera preferido que los cazadores contaran con su padre para ganarlas, en vez de marcharse á la francesa dejándome en cuidado.

—Ya lo pensámos luego, repuso Federico, cuando estábamos á una legua; esté V. seguro que no volverá á suceder.

La franqueza de esta confesion me calmó, y mudé plática invitándoles á descargar el ganado.

Miéntras los niños llevaban las bestias al establo donde les esperaba fresco heno, la buena madre pensaba en ellos dando la última vuelta al asador, y en breve nos sentámos todos á la mesa.

—Por cierto, dijo Franz al aspirar el delicioso olor del asado, el manjar que aquí se adereza en nada se parece á la comida propia de salvajes que hemos tomado esta mañana, y así ya me voy convenciendo de que no he nacido para la vida nómada, en la que la frugalidad es á la vez la virtud del comensal y la única salsa de sus platos.

—Me alegro, hijo mio, respondió la madre riendo, que ahora tengas ocasion de desquitarte.

Y de aquí tomóla para hacernos reparar con el mayor énfasis en los tesoros gastronómicos que estaban sobre la mesa. Al lado del cochinillo asado se veia un gran cuenco lleno de la más fresca y variada ensalada que producia la huerta; y armonizando con aquel ostentábase una tartera colmada de la celebrada jelatina que tan buena acogida tuvo en el último viaje á Falkenhorst. Flanqueando estos escogidos platos servian de postres varias frutas simétricamente colocadas, ricos buñuelos, una fritada de guayaba, canela en almibar y aguamiel. Una botella de víno del Cabo y otra de Canarias completaban el lujo semioriental de la opípara cena, que en vez de tener algo de rústico, brillaba por el refinamiento de la moderna civilizacion.

Durante el banquete y de sobremesa cada cual contó sus aventuras. Federico nos refirió su entrada en el gran valle inmediato á Waldek, los lazos y trampas que se habian dispuesto para coger los ondatras y ratas de agua con los cebos que más agradaban á estos animales.

—Uno de aquellos equivocado, añadió, ha sido causa de que cayesen en la trampa dos de las bestias picudas que forman parte del botin. Por toda comida hemos tenido algunos peces pescados con caña, y unas cuantas raíces de ginsen asadas al rescoldo. Ya ven VV. que hemos estado bien frugales.

El impetuoso Santiago tomó en seguida la palabra con su acostumbrada fanfarronería.

—Sí, buena caza la de mis hermanos: peces, ratas y cosas por el estilo. Mi corcel y mi chacal no se entretienen en esas fruslerías; á ellos debemos la mejor presa, una presa real, el noble y bello kanguró.

—Y por cierto, añadió Franz, que poco trabajo te ha costado atraparlo. A diez pasos de nosotros se hallaba pastando tranquilamente, y sin duda aun no habia sentido el olor de la pólvora.

—Pues yo, continuó Federico, he tenido la suerte de encontrar una planta que de seguro vale más que el kanguró. Examínela V., papá; vea la buena disposicion y solidez de las espinas de estos cardos. ¿No es verdad que podrán servir para cardar el fieltro, peinar y alisar el pelo de nuestros sombreros? Para que lo tengamos á mano he traido tambien algunos piés con raíz, que trasplantados en la huerta serán pronto arbustos.

—¡Qué cardos, ni qué niño muerto! replicó Santiago; más vale mi caza, y lo mejor es que se la debemos al chacal. ¡Y luego dirán que no está bien enseñado!

El variado botin que habian traido los niños yacia á nuestra vista por el suelo. Las ratas llamaron poco la atencion; el castor moschaten tuvo el honor de ser examinado más despacio. Los cardos de Federico cumplian efectivamente al objeto por él indicado; pero el kanguró se juzgó lo más selecto de la cacería. Era ya el segundo animal de esta especie que habíamos encontrado desde el naufragio. Maese Ernesto, ya más ducho en el ramo de la historia natural, no desaprovechó la coyuntura de disertar algo sobre la tal bestia.

—El kanguró, dijo, es uno de los más raros animales del nuevo mundo. Los hay que tienen hasta nueve piés de largo desde la punta del hocico hasta la de la cola, y pesan sobre cincuenta libras. Su pelo es corto y suave, de color gris rojizo, algo más claro en los costados y el vientre. Tiene la cabeza pequeña y entrelarga; las orejas grandes y derechas, y un mostacho en la nariz; el cuello es delgado y el lomo va gradualmente aumentando de volúmen hácia las ancas y el bajo vientre. Las patas delanteras de los mayores kangurós tienen á lo más diez y ocho pulgadas de largo, y sírvenles para escarbar la tierra, abrirse madrigueras y llevas á la boca el alimento. El movimiento para andar lo hace principalmente con las piernas traseras, saltando á distancia de siete á ocho piés. Se le cuentan tres dedos en cada pata, siendo el de en medio mucho más largo y fuerte, y de notable estructura: examinándolo de cerca se reconoce que realmente está dividido en su mitad y tambien al traves del pulgar que le corresponde, de manera que la separacion parece hecha con instrumento cortante. La cola del kanguró es larga, gruesa en su orígen y termina en punta; de ella se sirve para su defensa, y con un coletazo es capaz de romper la pierna á un hombre.

Los jóvenes aventureros siguieron dándonos otros mil detalles de la memorable expedicion, y hasta Franz, novicio como era, nos quiso persuadir de que se habia estrenado con verdaderas proezas. No les fuí á la mano en sus alardes, pues sin ser perjudiciales servíanles de noble estímulo, y pensé seriamente en el partido que podia sacar de los productos de la jornada. Los cardos de Federico me parecieron una conquista preciosa. Eran un instrumento más sobre los recursos industriales de que ya disponíamos. Entre esos cardos, sin saberlo el mismo que tanto se vanagloriaba de ellos, encontré algunos piés de manzano dulce, y un vástago de canela. La buena madre lo recibió toda alborozada, y al otro dia lo plantó en el huerto.

En seguida convenia buscar el medio más expedito para desollar el kanguró, é inventé una máquina que dió mucho que reir á los niños. La caja de instrumentos quirúrjicos del médico del buque me suministró la idea.

Entre otros instrumentos encontré uno muy sencillo y vulgar: una gran lavativa, la cual bastó para mi máquina. A los lados del cilindro hice dos válvulas destinadas á llenar las funciones de máquina neumática, y sin decir nada á mis hijos, que asombrados contemplaban mi operacion, les encargué que colgasen de un árbol por las patas traseras al kanguró, de modo que el pecho estuviese á la altura del mio. Dispuesta así la res, practiqué en la piel una incision; en seguida me adelanté solemnemente con la jeringa en ristre y con aire de enfermero, en medio de la risa general de que suele ser objeto este desgraciado cuanto útil instrumento.

A pesar de las risotadas no perdí la gravedad.

—Aguardad un instante, dije á los bromistas, y juzgaréis de mi obra por los resultados.

Introduje el cañoncito en la abertura practicada en la piel y comencé á empujar; aquella fué hinchándose el términos que se desprendia de la carne, bastando algunos minutos para terminar con la mayor limpieza una operacion que por el método ordinario hubiera costado mucho más tiempo y trabajo, sin salir tan bien. El kanguró así desollado era una masa informe. Con solo un corte hecho á lo largo del vientre y algunos esfuerzos, la piel acabó de desprenderse.

—¡Bravo! ¡bravo! exclamaron los niños; papá es un verdadero brujo.

—Y bien, pregunté á Santiago, ¿comprende V. ahora, señor burlon, la eficacia de mi procedimiento?

—¡Y tanto! contestó aquel, como que lo estoy viendo. Pero no atino el por qué de esta maravilla.

—Pues te lo diré en dos palabras. Debes saber que la piel de los animales está adherida á la carne por fibras en extremo ténues y delicadas, dotadas de bastante elasticidad; pero si esta se apura demasiado aquellas se rompen y con ellas el lazo que une la carne y la piel. Tal ha sido el efecto de la jeringa sobre el kanguró; introduciendo entre cuero y carne cierto volúmen de aire, con la hinchazon de aquel y la tension de las fibras la piel se ha desprendido fácilmente.

—¡Vea V. qué cosa tan sencilla despues de explicada! replicó el aturdido.

—¿Quién le ha enseñado á V. eso, papá?

—Nadie; basta discurrir y razonar un poco. Lo que acabo de hacer lo ejecutan mejor que yo los groelandeses. En cuanto cogen una lija ú otro pez por el estilo, valiéndose de este medio hinchan la piel, con lo cual consiguen que el animal, ya más ligero que el agua por el aire que le han introducido, pueda ser remolcado por el caïak. Tambien hay quien dice que algunos tratantes de carne se valen de esta treta para dar más apariencia á las reses y sacar mayor ganancia.

Reiteré la operacion con los otros animales cazados y fuí adquiriendo más destreza con la práctica. Con esto y con destazar la carne, salarla y demas operaciones, se invirtió todo el dia.

A más de las numerosas tareas domésticas que en este tiempo se ejecutaron para acrecentar las comodidades de nuestra modesta y pacífica existencia, faltaba una de grande entidad, cuya realizacion se habia dilatado por los grandes preparativos que exigia; mas como la estacion la iba ya reclamando, fue preciso no demorarla más: reducíase la nueva obra á un mortero para majar el grano y reducirlo á harina.

En seguida se derribaron los árboles marcados en mi último paseo por el bosque; se dividieron los troncos en trozos de cuatro piés de largo unos, y otros más pequeños que sirviesen de mazas ó pisones, y eligiendo del esqueleto de la ballena entre las grandes vértebras de su enorme espinazo seis que me parecieron á propósito para morteros, se fijaron sobre los maderos para que no hiciesen movimiento. Los mazos que habian de machacar el grano, suspensos perpendicularmente sobre la boca de los morteros, al extremo de una báscula horizontal, subian y bajaban por medio de un contrapeso puesto al otro extremo, consistente en un pilon de madera vacío ó lleno de agua, con que ascendiendo y descendiendo las mazas, verificábase la molienda con la natural presion del peso.

Para que en este mecanismo no se necesitara fuerza de sangre, ahorrando trabajo á los niños, tuve que discurrir la segunda parte de la máquina, ó sea el aparato hidráulico para que el agua por sí sola corriese desde el depósito que estaba cerca de la casa hasta llenar continua y uniformemente los pilones de las seis vásculas; á cuyo efecto, por debajo del salto de agua del arroyo coloqué un acueducto hecho de una gruesa caña de bambú, el cual se subdividia en otros seis conductos menores, destinados á llenar y vaciar sucesivamente los pilones como arcaduces de noria. De este modo, á fuerza de paciencia, de multiplicadas tentativas, y echando á perder mucha madera como tributo de mi aprendizaje, aunque imperfecta tuve á mis disposicion una aceña con honores de batan, la más conveniente en nuestra posicion, y que más se adaptaba á nuestros recursos, pues labrar una rueda de noria con sus accesorios y una muela lo juzgué superior á nuestras fuerzas. La lentitud de la máquina nos inquietó poco desde que estuvímos seguros de que iba bien por sí sola, sin más que estar á la mira, é ir poco á poco echando el grano en los seis morteros, desocupándolos despues de molido. El que en esto se invirtiese más ó ménos tiempo ¿qué nos importaba? En algo habia de emplearse; no teníamos que satisfacer ajenas exigencias, ni estar sujetos á campana, ó á la voz de algun maestro ó sobrestante, ni mercado alguno que proveer, y por consiguiente podíamos gastar en nuestros trabajos todo el tiempo que exigiesen.

La máquina se estrenó echando mi esposa arroz en los morteros, y tanto ella como mis hijos se estuvieron todo el dia embobados viéndola funcionar. Antes de anochecer el grano estaba ya reducido á harina y dispuesto para amasar. Durante la molienda las gallinas y el avestruz eran asiduos centinelas de los morteros, de los que no se escapaba un grano que inmediatamente no se lo echasen al buche; era de ver el avestruz con sus largas zancas, alargando el cuello y picoteando la tierra entre las otras aves lilliputienses en comparacion de su gigantesca talla. Así, todo era vida y movimiento á nuestro alrededor: la actividad de mis hijos, la presencia de los animales domésticos que se amansaban cada vez más, todo prestaba á la morada de Felsenheim el aspecto de una alquería donde por do quier se respiraba riqueza y abundancia.

—¡Esto sí que es bueno! exclamaron los niños al ver funcionar el molino por sí solo, ahora sí que tendrémos siempre harina para el consumo de casa, sin necesidad de la pesada mano del mortero.

Entre tanto, por los frecuentes viajes que los avestruces pequeños hacian á los sembrados y lo saciados que volvian dudé si las mieses estarian ya en sazon. No habian pasado mas que cinco meses desde la sementera, y bien que el tiempo me parecia corto, fuí á verlos y encontré las espigas en completa sazon, precocidad extraordinaria que me colmó de alegría. ¡Ya estaba seguro de poder recoger dos cosechas al año!

Si bien este descubrimiento me halagó sobremanera, abrumóme con la idea de que á la vez se me venian encima todos los trabajos de la colonia; el paso de los arenques estaba al caer; la caza de las lijas le seguia inmediatamente, y mi buena esposa, aturdida, no sabía cómo dar vado á todo, pensando en las demas faenas que habrian de seguirse indispensablemente á las de la salazon y preparaciones de la pesca, como las del acopio de yuca, patatas, maíz y otras mil plantas y raíces para pasar el invierno; para todo lo cual, junto con la doble recoleccion de cereales, no creia bastasen los trescientos sesenta y cinco dias del año.

Tranquilicéla como pude, diciéndola que la yuca podia sin peligro quedar en la tierra, aun cuando estuviese madura, así como las patatas, sin temor de que se echasen á perder con los grillos que echan en Europa por poco que se tarde en arrancalas despues de estar en sazon, cuanto más que su recoleccion era ménos trabajosa en esta tierra ligera que en la áspera y pedregosa de nuestro país; y respecto al grano, que haríamos cuanto estuviera á nuestro alcance para que se abreviase todo lo posible la cosecha, verificando la siega y trilla al estilo de Italia, y si por eso se perdia algo, con creces se recobraria en la temporada inmediata.

Acordóse pues comenzar por el trigo las faenas agrícolas; como era el principal y mejor de mis recursos, desde luego puse por obra un plan que tenia ideado y que ahorraba mucho tiempo y fatiga á los jóvenes labradores.

Principié allanando el terreno frontero á la gruta y disponiendo en él una era que cubrí con estiércol de nuestras bestias, apisonándola lo mejor que se pudo hasta dejarla firme y compacta. Cuando el calor de la atmósfera absorbió la humedad, quedó una superficie lisa y llana sin grieta alguna, tan impenetrable al agua como á los rayos del sol. En Suiza habia aprendido este modo de preparar las eras, el mismo que usan generalmente los colonos de nuestras montañas.

Concluido esto enganché el búfalo y el toro al célebre ceston de mimbres que con el pomposo nombre de palanquin fue para el pobre Ernesto un instrumento de suplicio y de crueles pullas. Santiago y Federico no dejaron de recordarle aquella triste escena y de invitarle á que se arrellanara de nuevo en el canasto entre las dos bestias de carga, prometiéndole formalmente no abusar de aquella posicion; pero el sabio no era de aquellos á quienes se engaña dos veces, y negóse al cortes ofrecimiento, llegando vacío el cesto hasta el campo que habia de segarse.

Llegados allí, mi esposa pidió ataderos para las gavillas, y mis hijos hoces y rastrillos para cortar y reunir las espigas.

—¡Pues no exigis pocas ceremonias! exclamé. Nada, nada; la recoleccion se hará á la italiana. Aquella gente, enemiga del trabajo y perezosa de sobra, se pasa sin ataderos y sin esas herramientas que encuentra demasiado pesadas.

—Entónces, replicó Federico, ¿cómo se componen aquellos haraganes para sujetar las gavillas y trasladarlas á la era?

—De la manera más sencilla del mundo, respondí; el italiano no se para en eso, no agavilla, y trilla el grano en el mismo terreno en que lo ha cogido.

—En ese caso debe ser originalísima una recoleccion á la italiana.

—Por tí mismo vas á juzgar.

Tomé en la mano izquierda cuantas espigas pude abarcar, apreté el puño, y con un cuchillo las corté á unas seis pulgadas de la raíz; eché en seguida en el ceston este primer puñado, y volviéndome á Federico, le dije riendo:

—Hé aquí el primer acto de la recoleccion italiana.

Este nuevo método agradó sobremanera á los nuevos segadores, y en ménos que canta un gallo el campo presentó una superficie desigual erizada de tallos cercenados, entre los que de vez en cuando se divisaba alguna que otra espiga olvidada, y el enorme ceston quedó atestado hasta las asas.

—¡Vaya una economía! exclamó mi esposa atribulada al ver aquel campo devastado. Confieso con toda mi alma que esa moda italiana no merece mi aprobacion. ¡Dios eterno! la sangre se le caeria á los zancajos al labrador suizo que viese el resultado de este estrago que llamais siega por mal nombre, y las infinitas espigas perdidas entre la paja.

—Poco á poco, no hablar tan de ligero, señora ama, repliqué sonriéndome; condenas con demasiada ligereza este método, y sería locura pensar que la haraganería del italiano llegase al extremo de desperdiciar esos preciosos restos, pues prefieren bebérselos á comérselos.

—Hé aquí un enigma que necesita explicacion.

—No extraño que no lo comprendas; á veces es preciso recurrir á enigmas para obligar al entendimiento á que pare más la atencion en cosas que expuestas en otra forma quizá se olvidarian con el tiempo; y para explicar el logogrifo, te repetiré que el italiano se bebe la parte de su cosecha que no come, con la simple diferencia de que no lo hace bajo la misma forma. La Italia es un país tan poco adecuado á la cria de ganado mayor como fértil en todas clase de productos agrícolas. La yerba, las dehesas son allí muy raras, y el italiano suple esta escasez convirtiendo en forraje los restos de su cosecha. Por espacio de algunas semanas deja en pié el rastrojo para que la frescura natural que dan á la tierra sus espesos tallos haga crecer la yerba, y cuando esta llega á la altura del rastrojo formando juntos una especie de sembrado igual y compacto, el segador entónces empuña la hoz, y entre paja y yerba recoge para el ganado un precioso pasto, debido no tanto á su inteligencia como á la próvida naturaleza. Las espigas anteriormente olvidadas y que van envueltas en el mismo forraje, las encuentra y saborea la vaca al rumiar su pienso, y compensa generosamente con su exceso de leche la presunta prodigalidad de su dueño. Con que ya ves cómo el italiano bebe la parte de la cosecha que no come.

—Comprendo, replicó mi esposa; pero empleando de esa manera toda la paja como pienso para los animales, ¿qué les queda para echarse?

—Nada, ni lo necesitan; el clima de Italia es tan benigno que permite á las bestias echarse en el desnudo suelo sin el inconveniente que ofrece nuestro país por la humedad mal sana de la atmósfera. Pero no hay que perder tiempo en discusiones, y al avío. Hecha la siega á la italiana, resta trillar la mies y aecharla por el mismo estilo de aquella nacion. Con que largo de aquí, añadí á los niños; volvamos á la gruta, y allá proseguirémos la faena.

Abandonámos en seguida el campo reciend segado y los pacíficos portadores de la mies tomaron el camino de nuestra casa. En cuanto llegámos, Ernesto y su madre recibieron el encargo de extender por igual toda la mies en la extremidad del círculo de la era, miéntras mis tres correos aprestaban sus corceles y se disponian á montarlos á la primera señal. Semejantes preparativos para una trilla les eran enteramente desconocidos, y así preludiaban con bromas y risotadas la gran novedad que reputaban como una fiesta.

—¡Qué diferencia, decia Santiago, entre la ocupacion que ahora va á tener mi búfalo y la que yo te doy por la desierta vega!

—¡Trillar el grano á caballo! decia otro. ¡Eso sí que va á ser cómodo!

—¡No, que será á galope! exclamó el tercero.

Yo les oia con la sangre fria conveniente al que va á ensayar una idea nueva, y oponia á sus chanzonetas el aire de conviccion profunda que tenia en la infalibilidad de mi procedimiento. Cuando ví que la era estaba dispuesta á mi gusto y con bastante mies: ¡A montar, á montar! dije á mis hijos, indicándoles que su ocupacion estaba reducida á galopar, trotar y hacer toda clase de evoluciones hollando las espigas.

Puede cualquiera figurarse la algazara que se moveria con semejante órden; el toro, el onagro y el avestruz rivalizaron en ligereza, convirtiendo la era en picadero, miéntras mi esposa, Ernesto y yo, armados con horquillas, cuidábamos por la parte interior de meter en línea y bajo las pezuñas de los animales las espigas que desparramaban en lo violento de la carrera.

Todo iba á las mil maravillas, cuando dos incidentes imprevistos avivaron la verbosidad irónica de mi esposa, que aun no las tenia todas consigo con el método italiano. El toro olvidó su cortesía hasta el punto de hacer sus necesidades naturales sobre las espigas, y no contento con eso, de concierto con el onagro, atrapaban de vez en cuando alguna que otra espiga.

Federico, el primero que vió la indecencia del toro, me dijo:

—Papá ¿entra tambien esto en el método italiano?

—¿Y la racion más que mediana que se acaban de zampar esos señores, continuó la madre con aire satírico, será tambien economía italiana?

Fue preciso responder de contado á las maliciosas interpretaciones de madre é hijo.

—En cuanto al inoportuno desahogo del toro, respondí á Federico, es un percance inevitable, que á lo más debe causar risa, y el clima bajo cuya influencia estamos neutralizará sus consecuencias. Respecto al acto de gula que mi señora esposa acaba de echar en cara á esos pobres animales, creo poder justificarles, y por mi parte les perdono en virtud de aquel versículo de la Sagrada Escritura: No atarás la boca al buey que trilla en la era tus mieses [3]. Ademas, dice un proverbio: A buey que trilla la boca llena. Por otra parte, con la cosecha que el cielo nos ha concedido ¿por qué hemos de ser avaros y sentir la pérdida de unos cuantos granos?

La cita bíblica y el refran volvieron por la fama del método italiano, tan burlado y zaherido.

Trillado el trigo, era preciso limpiarle de polvo y paja, operacion la más dificil y trabajosa de todas. Colocámos la mies desgranada sobre una especie de cañizo tupido, y con palas de madera lo fuímos aventando para que el polvo y la paja menuda se fuése por un lado y el grano cayese en otro por su propio peso. Este aecho se hizo á costa de los ojos, boca y nariz de los pobres braceros que estornudaban á más y mejor, tanto que hubo que dividir el trabajo, relevándose unos á otros. Ya estábamos casi á la mitad de la faena, cuando me acordé de las caretas que nos sirvieron para llegarnos á los enjambres de abejas. Se aprovechó este recurso, y á los que estaban de servicio no les vino mal mi oportuna idea.

La colonia plumífera del corral, que durante estos trasiegos estaba apartada, acudió en masa á la era para cobrar grano á grano el diezmo de la cosecha que el toro y el onagro se habian ya adjudicado de una tragantada.

—Dejadlas, dije á los niños que las querian espantar; lo que nos quiten aquí lo encontrarémos en otra parte; y si el monton de trigo disminuye, en cambio las gallinas engordarán. Ademas, esta especie de abandono tiene algo de patriarcal y se aviene bien con nuestra nueva vida.

Pero mi recomendacion no obtuvo sino en parte la aprobacion de mi esposa, que poco conforme con los nuevos principios de economía doméstica que acababa de proclamar, con un varejon ahuyentó de la era á la familia cacareadora.

Cuando todos estos trabajos estuvieron terminados, quisímos ántes de encerrar el grano saber la cantidad á que ascendia, y nos encontrámos ricos y dispuestos á desafiar el hambre por largo tiempo. Habíamos recolectado sobre sesenta fanegas de trigo, ochenta de cebada, y más de ciento de maíz. Este último era el que habia fructificado más, por lo que deduje que el terreno le era mucho más favorable que á los otros granos de Europa que sembrados al mismo tiempo y en igual cantidad á proporcion habian producido mucho ménos.

La preparacion del maíz no fue igual ni se hizo á la italiana como con el trigo y la cebada. Las mazorcas se fuéron deshojando con las manos, poniéndolas luego á secar. Cuando estuvieron en sazon las desgranámos á golpes con latas de madera. La hoja, mas elástica y consistente que la paja, sirvió para rellenar los jergones, y el remanente de las cañas y mazorcas se redujo á ceniza, cuya calidad alcalina la recomienda para las coladas.



Montados mis hijos sobre sus cavalgaduras trillaron toda la mies.


Habíase recogido una cosecha, y no por eso se me apartaba del pensamiento obtener otra segunda ántes de concluir el año. Encerrado que fue el grano y la paja á cubierto de la intemperie, comenzámos á limpiar el terreno del rastrojo, á cuyo sencillo trabajo se reducia la previa labor para la nueva siembra.

Apénas llegámos al campo para principiar el trabajo, surgió del rastrojo una bandada de codornices y perdices mayores que las de Europa. Aprovechando los dos dias de nuestra ausencia, á la golosina del grano que habia quedado esparcido acudieron como buenas espigaderas á recogerlo para que no se desaprovechase. Como no esperábamos tal sorpresa, por pronto que se acudió, una sola codorniz pudo matar Federico, y eso de una pedrada. La presencia de estas aves de paso despues de la recoleccion fue para mí una indicacion preciosa para los años siguientes, prometiéndome para en adelante que el mismo campo que nos diese la provision de maíz ó de trigo, previniéndose ántes con buenas redes, nos proporcionaria infaliblemente á los dos ó tres dias abundante caza de codornices y perdices.

Desembarazado el terreno y limpia la rastrojera, lo sembré de nuevo; pero recordando lo que se practica en Europa para no cansar la tierra, si bien á esta como vírgen debia sobrarla sávia, me contenté, por lo que pudiera suceder, con sembrar esta segunda cosecha, cambiando el grano por otro más débil y de ménos arraigo, como cebada y avena que ya habia recogido el año precedente ántes de la estacion lluviosa.

No bien se acabó la sementera, cuando se apareció el banco de arenques á la altura de la Bahía del salvamento. Como contábamos con bastantes provisiones, por esta vez nos contentámos con aderezar y llenar un barril de arenques salados y otro de curados al humo. Cogímos tambien algunos otros peces vivos que se depositaron en albercas que es habian dispuesto en el Arroyo del chacal, donde podíamos ir á buscarlos cuando quisiésemos pescado fresco.

Las lijas acudieron á su vez inmediatamente. Su importante caza no quedó desatendida. La jeringa neumática ensayada en el kanguró siguió haciendo prodigios, y merced á ella las desollámos fácilmente, con mucha limpieza y brevedad. A más de las pieles, las vejigas y los intestinos se utilizaron igualmente, y adiestrados ya en el arte de preparar estas riquezas y aprovecharlas, todo se ejecutó con prontitud y destreza admirables. Entónces pudímos terminar el aparejo del caïak, del que nos ocupámos luego proveyéndole de más vejigas y tripas hinchadas para aumentar su ligereza y mantenerle siempre flotante.

Finido este trabajo, se trató de verificar la prueba de la nueva embarcacion. De hecho y de derecho Federico debia ser designado para obtener el honor del primer ensayo, que le conceptuó como una gran fiesta, á la que todos quisieron contribuir. Luego que se revistió á Federico con el traje de marino que ya conoce el lector, se le invitó á ocupar el asiento que le correspondia en el barco de cuero, ya provista la quilla de una ruedecita de cobre á cada lado, restos de una polea doble de la nave, que en caso de necesidad permitian al tripulante convertir el caïak en el ligero tílburi. Esta doble ventaja dió márgen á la familia menuda para hacer de las suyas y dar á los preparativos de la ceremonia una pompa inusitada. Federico se instaló en su barco con toda la arrogancia de un Neptuno que parte sobre el líquido elemento para algun viaje lejano. Hasta la forma del caïak se prestaba á la ilusion, pues poco se diferenciaba de las grandes conchas que la fábula convertia en carros de los dioses marinos. La gravedad del héroe que sujetaba con la diestra un remo á guisa de tridente, los esfuerzos de sus hermanos, que empujando el caïak y tocando los caracoles ó trompas representaban el papel de tritones y acompañantes de Neptuno; todo esto formaba un conjunto tan original como animado y pintoresco, que nos hizo desternillar de risa. Mi esposa únicamente, rencorosa siempre contra el traidor Océano, sin participar de la alegría general, disimulaba como podia las gruesas lágrimas que de sus ojos brotaban al considerar los para ella inminentes riesgos á que iba su hijo mayor á exponerse navegando solo en tan frágil esquife. Para tranquilizarla desamarré la piragua sujeta á la orilla, asegurándola que, dispuesta como ya estaba, volaríamos al instante en auxilio del navegante groelandes si fuese necesario, llegando á tiempo de evitar cualquier peligro real. Lo que es por mí, estaba sin inquietud, por constarme las buenas condiciones del bote, como lo buen nadador que era Federico, y porque podia contar con su vigor y serenidad en cualquier apretura.

Tomadas todas las precauciones, grité á Federico: ¡Al mar, al mar! Repitieron los niños mis voces, y el caïak se deslizó sobre las ondas con rapidez inconcebible. La superficie de la bahía se encontraba tersa como el cristal y tranquila como un lago, y luego meciéndose en su barco entonó mi hijo con voz firme y sonora el alegre canto del pescador groelandes. En seguida, como marino hábil, comenzó á ejecutar una serie de evoluciones á cuál más diestras y atrevidas; ora avanzaba en línea recta como un rayo hasta perderse de vista, ora virando de pronto, retrocedia hasta nosotros con la misma rapidez; ya desaparecia unas veces con espanto de su madre, envuelto en una nube de espuma, ya se le veia con la cabeza erguida levantando un remo como para demostrarnos que habia sabido triunfar del peligro.

Cada vez más entusiasmado con nuestros aplausos el jóven navegante, no contento con volar, si así puede decirse, por las olas, viró hácia la desembocadura del Arroyo del chacal, intentando remontar su corriente; pero esta tuvo más fuerza que él, y arrebatándole en alta mar cual disparada flecha, en un abrir y cerrar de ojos le perdímos completamente de vista.

Tan súbito y violento retroceso me alarmó sobremanera. Saltar en la piragua y volar al socorro del pobre groelandes todo fue obra de un instante. Santiago y Ernesto me acompañaron; Franz quedó en la playa con mi esposa, poseida en aquel momento del más profundo terror que el amor maternal es capaz de inspirar á una madre en semejante circunstancia. La rueda de la piragua nos parecia muy lenta, y miéntras funcionaba llenándonos de espuma con sus paletas, mis dos hijos echaron mano de los remos. A pesar de la velocidad de la canoa que apénas dejaba surco en el agua, nada percibíamos todavía. Llegámos al banco de arena donde encalló nuestra nave, creyendo fundadamente que hasta allí arrastraria la corriente al aventurero pescador. Nuestros gritos eran sólo contestados por el eco de las rocas y escollos que se encontraban casi á flor de agua en tan peligroso sitio. Salvándolos nos engolfámos en un laberinto de islotes escarpados unidos á un lejano promontorio de aspecto salvaje.

Aquí se redobló mi zozobra. Limitada la vista por do quiera que la giraba á un estrechísimo horizonte, se dificultaba cada vez más descubrir el paradero del caïak, ¡y quién sabía dónde estaba!

Oprimido el corazon en términos que ya casi no podia respirar, esforzábame para ocultar á los niños la inquietud que me devoraba, cuando de repente ví alzarse á lo léjos sobre la punta de una roca una nubecilla de humo. Llevé la mano á mi pulso, y á los cuatro latidos se siguió una detonacion como de arma de fuego.

Sentí renacer mi valor y dilatárseme el pecho.

—¡Se ha salvado! exclamé, ¡se ha salvado! ¡Esta señal es de Federico, sin duda! ¡está allí cerca del humo que acabais de ver! ¡Antes de un cuarto de hora estarémos á su lado!

Un pistoletazo que disparé fue contestado inmediatamente por otra detonacion procedente al parecer de la misma parte que la primera. Correspondímos con otro disparo, y remando todos con ardor indecible, á los diez minutos distinguíamos ya á Federico, y segun el reloj de Ernesto, á los quince le alcanzábamos, conforme mi promesa.

Encontrámos al héroe del mar en su caïak entre las rocas, y delante de él una morsa ó vaca marina que el intrépido aventurero habia herido de muerte con su arpon, la cual tendida sobre la peña y bañada en sangre estaba agonizando.

En medio del inmenso júbilo que me embargaba al ver á mi hijo en salvo, no pude ménos de reconvenirle por el gran susto que nos causara su imprudencia.

—Papá, respondió, no tengo yo la culpa, la corriente es la que ha arrastrado á pesar mio; los remos eran impotentes para contenerla, y sin repararlo me encontré á tanta distancia de VV. que ya no divisaba la costa ni la vela de la piragua. En medio de eso ni aun tuve siquiera tiempo para acobardarme, distraido como estaba viendo en torno una bandada de morsas que me seguian. Arrojar el arpon y clavarle en uno de esos cetáceos fue negocio de un instante; pero la herida que le causé no era mortal, y en vez de disminuir sus fuerzas aumentaban. El rastro de sangre que dejaba y la vejiga hinchada que flotaba en la cuerda del arpon me servian de guia para seguir y acercarme al mónstruo, en términos de poderle clavar otro arpon en el costado, que fue el golpe decisivo que le ha traido moribundo sobre la roca en que le veis. Recordando sin embargo lo que aconteció á Santiago con el coletazo del boa que lo echó por tierra cuando ya le creia muerto, para asegurarme le traspasé con dos balas cuyos disparos son los que V. debe de haber oido.

—Tu victoria, dije, ha sido un hecho verdaderamente heróico, y aun ignoras tú mismo el gran peligro á que te has expuesto en esa lucha. La morsa es un mónstruo terrible, y si en vez de huir de ti como Dios ha permitido, se hubiera revuelto furiosa contra tu embarcacion, ¡quién sabe lo que hubiera sido de tí, pobre hijo mio, si llegan á tocar sus afilados y largos dientes el débil tejido de tu navecilla de cuero! Pero ¡bendito sea el Señor! Te has salvado, lo cual vale más que la caza de todos los cetéceos, y este sobretodo que acabas de matar no creo que pueda servirnos de gran cosa á pesar de los catorce ó quince piés que tendrá de largo, que no es todavía la magnitud á que suelen llegar estas vacas marinas [4].

—Pues si no podemos sacar partido de ella, repuso Federico, al ménos consentirá V. que me lleve la cabeza, y disecada la fijaré á la proa del caïak como insignia del barco, que á más de causar grande efecto con su formidable dentadura, servirá para darle el pomposo y sonoro nombre de morsa.

—No hallo inconveniente, respondí; si algo merece aprovecharse de la morsa son los dientes, cuya dureza y blancura igualan al mejor marfil. Pero si has de hacer algo apresúrate, le añadí, porque veo muy cargado el horizonte y mucho será que no estalle una tempestad.

—¡Qué bonito estará el caïak con ese adorno! dijo Santiago, que no dejaba de mirar la vaca marina.

—Sí, replicó Ernesto, para apestarnos con el mal olor de pescado podrido.

—No pase el doctor cuidado por eso, repuso el navegante, yo adobaré de tal modo la cabeza del mónstruo, y será tal su disecacion que despedirá el mismo olor que los animales del museo de Zurich.

Sacó Federico su cuchillo de monte y se puso á cortar la cabeza al mónstruo.

—Yo creia, me dijo Ernesto, que las focas, las morsas y demas cetáceos de esta especie no se encontraban sino en los mares del Norte. ¿Cómo se explica su aparicion en estar ardientes latitudes?

—No hay duda, respondí, que estos anfibios pertenecen principalmente á los mares del Norte; pero el fenómeno de su presencia en estos climas se explica fácilmente. Una tempestad deshecha, un trastorno cualquiera en los abismos del mar ha podido trasportar hasta aquí á estos animales. A más de eso, se sabe que existe otra especie á la altura de cabo de Buena Esperanza, á la que llaman los naturalistas dugon [5], y quizá este sea uno de ella. Son ligeras las diferencias que hay entre todos ellos, y viven poco más ó ménos de la misma manera, alimentándose de yerbas marinas ó mariscos, que con sus largos dientes consiguen arrancar de las rocas de la costa.

En esto Federico habia concluido su operacion, y miéntras cortábamos algunas tiras de la piel del mónstruo, de la parte del espinazo y los costados, pidióme unas cuantas adiciones al completo equipo de su caïak, tales como una brújula para el caso de extraviarse de la costa en una tempestad, y á más un hacha y una lanza para defenderse en lances como el reciente. Hallé justa y motivada la demanda, prometiéndole, en cuanto á la brújula, que le arreglaria una á la proa de su esquife para que pudiera guiarse en todo tiempo; y respecto al hacha y la lanza, accedí con tanto más gusto á dárselas, cuanto que ambas armas, sobre ahorrar municiones de guerra, favorecian más al abordaje que una pistola ó cualquiera otra arma de fuego.

Terminado nuestro trabajo ofrecí á Federico un puesto en la piragua, proponiéndole que esta remolcase el caïak hasta nuestra llegada á Felsenheim; pero lo rehusó, prefiriendo volver como habia salido y precedernos para anunciar cuanto ántes nuestra llegada á la buena madre, que debia estar doblemente sobresaltada por la prolongada ausencia de todos.

Le dejé pues obrar y salímos juntos; pero á poco el caïak nos tomó la delantera, alejándose rápido.




  1. Moschaten significa almizclero. (Nota del Trad.)
  2. El hipógrifo es un animal fabuloso con alas, mitad caballo y mitad grifo (Nota del Trad.)
  3. Cap. XXV, vers. IV del Deuteronomio. (Nota del Trad.)
  4. La morsa, segun clasificacion moderna, pertenece á la especie de anfibios carniceros. La morsa dek Norte, que es la que aquí se cita, es la más vulgarmente conocida con los nombres de vaca marina, caballo marino, bestia del gran diente, y á veces con el de elefante de mar. Llega á adquirir mayor corpulencia que el toro, y la extension de veinte piés; el marfil de sus colmillos, aunque áspero, tiene uso en las artes. (Nota del Trad.)
  5. Los llamados dugongos (que es su verdadero nombre) son una de las especies de cetáceos herbívoros clasificada por Cuvier. El más notable es el dugongo de las Indias, encontrado tambien en las costas de Nueva Holanda. Su talla es de 10 á 12 piés y á veces mayor. Este se alimenta de las yerbas que encuentra en el fondo del mar ó en las orillas. (Nota del Traductor.)