El Robinson suizo/Capítulo XXIX
Una mañana que me levanté más temprano de lo acostumbrado, discurriendo en qué me entretendria, miéntras la familia estaba todavía acostada ocurrióseme la idea de averiguar el tiempo que habia trascurrido desde nuestra llegada á la isla, y con gran sorpresa vine á saber, computando las fechas con la posible exactitud, que aquel dia era justamente la víspera del aniversario de tan grande acontecimiento. Iba pues á cumplir un año justo en que Dios nos tendió su clemente mano salvándonos del naufragio. Este recuerdo despertó en mi alma un nuevo sentimiento de profunda gratitud, y resolví celebrar esta fiesta con la solemnidad que permitiese nuestra situacion.
Sin decir palabra á nadie de mi designio, hice que todos se levantasen temprano, y el desayuno pasó como de costumbre; la mañana se empleó en las faenas ordinarias, y por la tarde, despues de la comida, que hice anticipar como una media hora, cuando estábamos de sobremesa anuncié con acento grave la gran festividad del dia siguiente:
—Hijos mios, dije, es menester prepararnos para celebrar mañana dignamente el aniversario de nuestro desembarco en esta isla.
Estas palabras unidas al anuncio de una fiesta y por consecuencia de un dia de asueto, alborozaron á mis hijos. Su madre no quedó ménos pasmada que ellos al saber que ya habia trascurrido un año desde nuestro naufragio.
—Nada tiene de particular, la dije, pues el trabajo abrevia el tiempo. Para el hombre ocioso los dias corren con alas de plomo, y para el ocupado vuelan con la rapidez del águila.
Federico no comprendia el motivo de celebrar aquel recuerdo, y le hice comprender que iba encaminado á dar gracias á Dios por sus inagotables mercedes, en especial por la que nos dispensó en aquel memorable dia salvándonos de tan inminente peligro. De aquí nació en todos la curiosidad de saber el medio de que me habia valido para ajustar la cuenta del tiempo trascurrido en la isla.
—Es muy sencillo, respondí. Encallámos el 30 de enero, faltaban pues once meses y un dia para otro año, y como ningun dia ha trascurrido sin que lo tuviera presente, van ya pasadas cuatro semanas del nuevo; por lo tanto, si son exactos mis cálculos, mañana será el 29 del mismo mes y por consecuencia el que finaliza el año de nuestro desembarco en este desierto suelo. Pero si mi memoria ha podido recordar estos veinte y ocho dias, quizá podrá fallarme con el tiempo. Realmente se me ha perdido el calendario, y como al parecer, añadí riendo, mi librero de Zurich no trata de mandarme el de este año, es preciso que compongamos uno para regirnos.
—Pues arreglemos uno á lo Robinson, dijo Ernesto, haciendo una raya en cualquier tabla.
—Precisamente; pero no basta, añadí; las rayas nada representarán si al propio tiempo no sabes los dias que corresponden á cada mes y el órden que guardan las estaciones.
Picado el doctorcillo de mi réplica, dióme una leccion sobre la division del tiempo.
—Los meses, dijo, unos tienen 30 dias y otros 31, únicamente febrero consta de 28 ó 29. El año tiene 365 dias, el dia 24 horas, la hora sesenta minutos, y cada uno de estos otros tantos segundos.
—¡Bravo! exclamé, eso está bien para la inteligencia común; ¿pero para tí, señor doctor, el año consta de 365 dias justos?
—Tiene 5 horas, 48 minutos y 45 segundos más.
—¿Y qué haces de esas horas, minutos y segundos?
—Los voy dejando, y cada cuatro años forman un dia más que añado al año que se llama bisiesto.
—Perfectamente; mas me parece que á pesar de la ciencia que ostentas, trabajo nos costaria orientarnos ahora sobre la medida del tiempo. ¿Quién nos dirá cuándo corresponde ser bisiesto el año, y cuáles los mese de 28, 29, 30 ó 31 dias? ¿No es probable que con tu calendario de madera se confundan el tiempo y las estaciones?
—De ningun modo, papá, contamos para diferenciar los meses y fijar su duracion con un almanaque vivo que jamás nos abandona, el cual bastará para regirnos de una manera cierta y conocer exactamente cualquier punto de partida que se adopte.
El doncel, que sólo deseaba ocasiones para hacer gala de su clara inteligencia, nos enseñó el puño cerrado, demostrándonos siguiendo las coyunturas de los dedos y las cavidades que alternativamente se suceden al nacimiento de aquellos el órden alternativo de los meses de treinta y treinta y un dias. Sus hermanos se maravillaron de su ciencia, y yo le felicité por haber retenido en la memoria una cosa, al parecer tan pueril, y que en ocasiones podia ser útil.
Departímos todavía sobre otras cosas, hasta que se dió la señal de retiro. Tiempo habia que se acostaran los niños, y aun les oia calcular y preguntarse lo que el papá tendria dispuesto para solemnizar el dia siguiente. Hice como que no les oia, y á poco todos dormíamos profundamente.
No bien comenzó á clarear el dia, cuando nos despertó el estampido de un cañonazo que resonó en la costa. Saltámos del lecho preguntándonos qué podria ser aquello. Tranquilos los niños en apariencia estaban acostados, y Santiago, aparentando dormir roncaba á más no poder; pero no pudiendo disimular más, apénas estuve cerca, me dijo:
—¿Cómo es posible, papá, que una gran fiesta como esta dejase de anunciarse sin una salva? ¿No es verdad que hemos acertado?
—La idea no ha sido mala, respondí algo serio; pero has hecho mal en no prevenirnos ántes para evitar el susto, sin contar que no nos trae cuenta malgastar la pólvora en salvas, siendo tan preciosa para nosotros.
Tanto él como Federico, que estaban en el secreto, me pidieron perdon por su ligereza, y como no queria turbar la fiesta con ningun disgusto, olvidé la niñada.
Vestímonos aprisa, y aunque el tocador fue corto, sin embargo nos aseámos un poco. Rezadas las oraciones matinales, siguió el desayuno, que en honor del dia fue más selecto que de costumbre. La mañana se pasó en los quehaceres de la casa y varios ejercicios y devotas pláticas, trascurriendo así el tiempo dulcemente hasta la hora de comer. Entónces anuncié á los niños que el resto del dia se emplearia en diversiones, añadiendo:
—Llevamos ya un año, hijos mios, de estancia en esta tierra desierta, y este es el momento oportuno de hacer, aunque breve, una reseña de lo que hemos hecho en ese tiempo.
Y sacando del bolsillo el cuaderno donde estaba exactamente apuntado lo acaecido en cada dia, lo leí en alta voz, deteniéndome en las circunstancias más importantes de nuestra permanencia en la isla. Terminada la lectura, tanto yo como mi auditorio dímos de nuevo gracias al Señor por las mercedes que con pródiga mano habia derramado sobre toda la familia, prometiendo continuar siéndole fieles y sumisos, y cumplir los deberes que tiene prescritos.
Llenado tan sagrado deber, y dejando el tono grave que el asunto requeria, expliquéles el resto del programa para celebrar el dia, de esta manera:
—En el año que acaba de trascurrir habeis hecho grandes progresos en los ejercicios corporales, como son la lucha, carrera, honda, gimnasia y equitacion; ha llegado pues el momento de recompensar estos adelantos, mediando ántes las pruebas competentes en presencia de vuestros padres, quienes ceñirán la corona al vencedor; añadiendo con tono enfático: con que, bravo campeones, cumplidos caballeros, está abierta la liza, ¡á la lid, pues, á la lid! ¡Y vosotros, heraldos de este torneo, proseguí dirigiéndome al arroyo donde estaban los patos y los gansos, ¡que suenen las trompetas! ¡llegó la hora del combate!
No pareció sino que los animales me entendieron: sea porque hablé fuerte y con cierta entonacion, ó no sé por qué, lo cierto es que las aves me contestaron con sus desapacibles graznidos. Puede cualquiera figurarse cuánto celebraríamos la oportunidad.
Señalé el órden de los ejercicios que iban á tener lugar: primero el tiro al blanco con carabina y pistola, y despudes el arco, la carrera, la equitacion, el lazo, natacion y gimnasia. Dispuse al punto lo necesario para el tiro, es decir, un blanco consistente en una tabla figurando un canguró, muy á disgusto de Santiago, que hubiera preferido figurase un salvaje: Federico, apoyándole, lo encontraba más belicoso; pero yo no estuve por esos alardes de gloria, repitiendo á los niños lo que tantas veces les tenia inculcado, que la guerra entre los hombres era la mayor de las calamidades, debiendo limitarnos á ser diestros en la de los animales, ya para seguridad personal como para la indispensable subsistencia.
Cada cual echó mano á su carabina cargándola con bala, excepto Franz, que como más pequeño, no pudo tomar parte en el ejercicio. Federico puso el proyectil en la cabeza del canguró, Ernesto en el cuerpo, y Santiago derribó una de las orejas. Pasámos á otra prueba. Tiré al aire, tan alto como pude, un trozo de corteza, y cada uno de los niños disparó con perdigones á fin de dar en ella ántes de caer al suelo. Ernesto y Federico acribillaron el blanco; Santigo no acertó á tocarle. Se repitió la misma operacion con las pistolas, y el resultado fue el mismo á corta diferencia.
Siguió el ejercicio del arco, que tan indispensable nos habria de ser cuando faltase la pólvora. Noté que los mayores tiraban muy bien, y hasta Franz se lució en esta prueba. Con esto dió fin la primera parte. Al cabo de algunos momentos de descanso, comenzó la segunda con la carrera. Los competidores debian recorrer la distancia que mediaba desde la cueva hasta Falkenhorst, y para comprobacion de la victoria, el primero que llegase á este punto debia traerme un cuchillo que habia quedado sobre la mesa del comedor. Tres palmadas eran la señal. Puestos en ala los tres mayores, al oir la última, como una exhalacion desaparecieron de mi vista; y si bien Ernesto parecia ir más despacio con los codos pegados al cuerpo, pronto fué aumentando la velocidad. Auguré bien de su táctica reconociendo en ella como en todo la habilidad y prudencia del filósofo que jamás hacia nada sin haberlo reflexionado ántes. Pasaron tres cuartos de hora y se presentó Santiago, montado en el búfalo, trayendo arrendados al onagro y al asno.
—¿Qué es esto? dije, ¡buen modo de correr tenemos! tus piernas y no las del búfalo eran las que deseaba ejercitar.
—¡Bah! exclamó apeándose, como conocí que me vencerian, no he querido cansarme, y como supongo que despues vendrá la equitacion, traigo las cabalgaduras para ganar tiempo.
No habia acabado de pronunciar la última palabra cuando llegó Federico jadeando y cayéndole el sudor á chorro, siguiéndole como á cincuenta pasos Ernesto con el cuchillo en la mano, que me entregó en señal de su victoria.
—¿Y cómo llegas el postrero, le dije, y eres el vencedor?
—Es muy sencillo, respondió Ernesto; mi hermano se imaginó que por correr mucho al principio adelantaria más, y se llevó chasco, porque no pudo sostener el paso y tuvo que pararse á descansar, miéntras que yo, con avanzar ménos, proseguí corriendo siempre y llegué mucho ántes que él. A la vuelta aprovechó mi leccion, y moderando su ardor, á la par que pegaba los codos al cuerpo y respiraba con la boca cerrada, se ha persuadido de que la victoria únicamente es cuestion de piernas y resistencia, y como cuenta tres años más, ha regresado ántes que yo.
Alabéles la respectiva agilidad, proclamando vencedor á Ernesto.
Algo picado Santiago por haberse quedado á la cola, montado gallardamente en el búfalo, reclamó el ejercicio de equitacion; tal era su confianza con él.
—¡A montar, á montar, caballeros! dijo á sus hermanos; ahora conocerémos quién es el más directo picador; á ver si sois tan hábiles en guiar un corcel como en menear las piernas.
Accedí gustoso á sus deseos; Federico montó el onagro, y Ernesto el asno. Santiago salió al galope con el búfalo, y le hizo maniobrar en todo sentido con la mayor destreza. Impulsarle á la carrera, parar de repente, andar de costado y alzarle de manos, era para él un juego, llegando hasta el punto de ponerse en pié encima del bruto como los volatines, evolucion que le prohibí repetir como peligrosa é inútil. Sus hermanos se condujeron bastante bien en esta prueba; pero nunca pudieron sobrepujarle. Hasta el pequeño Franz entró en liza con el ternerillo. Para mayor seguridad habíalo enjaezado con su correspondiente silla de piel de canguró labrada por su madre. Apoyaba los piés en los estribos, y dos correas, pasadas por el aro que pendia de la nariz del animal, le servian de riendas para manejarse á su antojo. Sus hermanos se rieron al verle tan ufano, preguntándole si pensaba sobrepujar á Santiago; pero el niño, sin hacer caso de sus bromas, salió al trote con el torito, despues lo hizo correr circularmente como en un picadero, luego trotar, galopar, saltar, y cuando estaba en lo mejor de su carrera, obligarle á arrodillarse y hacer piernas como el más adiestrado potro. Todos quedámos asombrados al ver unos progresos que hasta entónces fueran un secreto, y Franz fue aclamado como acreedor al accesit en el ejercicio de equitacion.
Llegó su turno al lazo, y en esta prueba Ernesto y Santiago demostraron mayor habilidad que Federico, quien por demasiada violencia lo disparaba con ménos tino que sus hermanos. Terminóse despues la natacion, en la que Federico se llevó la palma. No parecia sino que las ondas eran su elemento natural, tal era su maestría en surcarlas; sin embargo, Franz dió tambien notables muestras de llegar á ser gran nadador. Por último, hubo tambien su poco de gimnasia; cada cual hizo lo que pudo en el ejercicio de la cuerda y de escalar los árboles, con que dí por terminado el acto, y tributándoles el justo elogio que respectivamente merecian, anuncié que se iba á proceder á la distribucion de premios y coronas á los vencedores.
Era ya de noche cuando regresámos á la gruta, que estaba espléndidamente iluminada. Al frente se alzaba un estrado con un sillon muy adornado de ramos y flores, en el que mi esposa, como reina de la fiesta, se instaló majestuosamente, y yo, sentado á su lado, era el encargado de llamar á los laureados. La buena madre se prestó gustosa á tan inocente ceremonia, y conforme iban llegando los niños les distribuia los ramos y coronas, acompañando el acto con un tierno beso.
Vencedor en el tiro y en la natacion, Federico recibió por premio una magnífica carabina inglesa con adornos de plata y un cuchillo de monte, al que habia echado el ojo tiempo hacia.
Ernesto, por premio de la carrera, un reloj de oro igual al que tenia su hermano.
Santiago, el gran jinete, obtuvo un par de espuelas de acero lujosamente labradas y un látigo de ballena.
Y por último, Franz recibió un par de estribos y una bonita caja de colores forrada en tafilete, como accesit al premio de equitacion por la habilidad que habia demostrado en la educacion del ternero.
Concluida la distribucion, levantéme del asiento, y dirigiéndome á mi esposa ofrecíla con la mayor galantería un lindísimo estuche inglés con cabos de plata y nácar, donde estaban las chucherías que son el encanto de una mujer laboriosa, como tijeras, agujas, punzones, devanadores, etc.
—Recibe tú tambien, buena y dignísima compañera mia, la dije, el justo premio que mereces, y al que te han hecho acreedora tu paciencia, celo, constancia y los desvelos que te debe esta colonia en un año de destierro: recíbelo en mi nombre y en el de nuestros queridos hijos como débil muestra de gratitud, de cariño y tierno amor que todos te profesamos: ¡dulces sentimientos que para tí deben ser el mayor y más grato galardon!
Sorprendida mi esposa con esta demostracion, se arrojó á mis brazos con toda la efusion de su alma: estrechó de nuevo en los suyos á los niños, y en el apogeo de la emocion, lágrimas de ternura bañaron nuestros rostros, ¡desahogo del pecho que ya no podia soportar tanta alegría!
El dia acabó como comenzara: todo fue dicha, júbilo y contento, gozando todos de aquella pura y sin igual felicidad que prestan solamente una vida sin tacha, exenta de remordimientos, junto con el amor al trabajo que engendra la paz de un alma que todo lo dirige al Señor.