El rey de las montañas/I
I
El señor Hermann Schultz
El 3 de julio de este año, hacia las seis de la mañana, regaba yo mis petunias sin pensar en nada malo, cuando vi entrar a un joven alto, rubio, imberbe, cubierto con una gorra alemana, y armado de unos lentes de oro. Un amplio abrigo de lasten flotaba melancólicamente en torno de su persona, como la vela a lo largo del mástil, cuando el viento cesa de soplar. No llevaba guantes; sus zapatos, de cuero crudo, descansaban sobre poderosas suelas, tan amplias que el pie parecia rodeado de una pequeña acera. En un bolsillo del lado del corazón, una gran pipa de porcelana se modelaba en relieve y dibujaba vagamente su perfil, bajo la tela reluciente. No se me ocurrió siquiera preguntar al desconocido si había hecho sus estudios en las Universidades de Alemania; dejé mi regadera y le saludé con un sonoro Gut Morgen.
—Caballero—me dijo en francés, pero con acento deplorable—, me llamo Hermann Schultz; acabo de pasar algunos meses en Grecia, y su libro de usted ha viajado por todas partes conmigo.
Este exordío infundió en mi corazón una dulce alegria; la voz del extranjero me pareció más melodiosa que la música de Mozart, y dirigí a sus lentes de oro una mirada chispeante de agradecimiento.
No puedes figurarte, amigo lector, cuánto queremos a los que se han tomado el trabajo de descifrar nuestros palotes. De mi puedo decir que si alguna vez he deseado ser rico es para señalar una renta a todos los que me han leido.
Cogi de la mano al excelente joven. Hice que se sentase en el mejor banco del jardin, porque tenemos dos. Me comunicó que cultivaba la botánica y estaba disfrutando una pensión del Jardin de Plantas de Hamburgo. Mientras completaba su herbario, habia observado lo mejor posible el pais, los animales y las gentes. Sus descripciones ingenuas, su visión limitada, pero exacta, me recordaban un poco la manera del buen Herodoto. Se expresaba pesadamente, pero con un candor que imponía la confianza; acentuaba sus palabras con el tono de un hombre profundamente convencido. Pudo darme noticia, si no de toda la ciudad de Atenas, al menos de los principales personajes que he nombrado en mi libro. En el curso de la conversación enunció algunas ideas generales que me parecieron tanto más razonables, cuanto que yo las había desenvuelto antes que él.
Al cabo de una hora de conversación éramos íntimos amigos.
No sé quién de los dos pronunció primero la palabra bandidaje. Los viajeros que han recorrido Italia hablan de pintura; los que han visitado Inglaterra hablan de industria: cada país tiene su especialidad.
—Querido amigo—pregunté al inestimable desconocido—, ¿ha encontrado usted bandidos? ¿Es verdad, como se pretende, que hay todavía bandidos en Grecia?
—Por desgracia, es verdad—respondió gravemente. Yo he vivido quince dias en manos del terrible Hadgi—Stavros, llamado el Rey de las montañas; puedo, pues, hablar por experiencia. Si está usted desocupado y no le intimida un largo relato, estoy dispuesto a darle detalles de mi aventura. Puede usted hacer de este relato el uso que quiera: una novela, un cuento o, más bien—pues es histórico—, un capítulo adicional a ese librito donde ha reunido usted tan curiosas verdades.
—Es usted muy bondadoso—le dije—, y mis dos oidos están a sus órdenes. Entremos en mi cuarto de trabajo. Al menos, tendremos menos calor que en el jardín, y el perfume de las resedas de los guisantes de olor no dejará de llegar a nosotros.
Me siguió de muy buen talante, y mientras marchaba iba tarareando en griego un canto popular:
Un Clefta ojinegro baja a la llanura; su fusil dorado a su paso suena; a los buitres dice: Venid a mi lado; porque he de serviros el baja de Atenas!» Se acomodó en un diván, plegó las piernas debajo del cuerpo, como los narradores árabes; se despojó de su abrigo para ponerse fresco, encendió su pipa, y comenzó el relato de su historia. Yo me habia sentado a la mesa de despacho, y tomaba taquigráficamente lo que él me iba dictando.
Nunca he sentido desconfianza, sobre todo con los que se muestran atentos conmigo. Sin embargo, el amable extranjero me contaba cosas tan sorprendentes, que me pregunté varias veces si no se estaba burlando de mi. Pero su palabra era tan segura, sus ojos azules me enviaban una mirada tan límpida, que mis veleidades de escepticismo se extinguian en el mismo instante.
Habló, sin parar, hasta las doce y media. Si se detuvo dos o tres veces, fué para encender la pipa.
Fumaba sin cesar, en bocanadas iguales como la chimenea de una máquina de vapor. Siempre que levantaba la vista hacia él, veiale tranquilo y sonriente en medio de una nube, como Júpiter en el quinto acto del Anfitrión.
Vinieron a anunciarnos que el almuerzo estaba servido. Hermann se sentó enfrente de mi, y las ligeras sospechas que vagaban por mi cabeza no resistieron al'espectáculo de su apetito. Un buen estómago, me decia para mis adentros, rara vez va unido a una conciencia culpable. El joven alemán hacia demasiado honor a la mesa para ser un narrador infiel, y su voracidad me respondía de su veracidad. Bajo la impresión de esta idea le confesé, ofreciéndole más fresas, que había dudado un instante de su buena fe, y él me respondió con una sonrisa angelical.
Pasé el dia a solas con mi nuevo amigo, y no se me ocurrió quejarme de la lentitud del tiempo. A las cinco de la tarde apagó su pipa, se puso su abrigo, y me estrechó la mano despidiéndose. Yo le respondi: «¡Hasta la vista!» — No replicó sacudiendo la cabeza —; me marcho hoy en el tren de las siete, y no me atrevo a esperar que nos volvamos a ver nunca más.
. Déjeme usted sus señas. No he renunciado todavia al placer de los viajes, y acaso vaya por Hamburgo.
— Por desgracia, no sé yo mismo dónde plantaré mi tienda. Alemania es grande, y no es seguro que siga siendo ciudadano de Hamburgo.
¡Pero, si publico su relato, al menos es preciso que pueda enviarle un ejemplar!
— No se tome usted esa molestia. En cuanto el libro se hay a publicado, lo imprimirån en Leipzig, en casa de Wolfgang Gerhard, y lo leeré. Adiós.
Él se marchó; yo relei atentamente la narración que me había dictado; encontré en ella algunos de talles inverosímiles; pero nada que contradijese formalmente lo que yo habia visto y oido durante mi estancia en Grecia.
Sin embargo, en el momento de dar el manuscrito a la imprenta, me detuvo un escrúpulo: ¿no se habrian deslizado algunos errores en el relato de Hermann? En mi calidad de editor, ¿no resultaba también un poco responsable? Publicar sin más la historia del REY DE LAS MONTAÑAS, ¿no era exponerse a las reprimendas paternales del Journal des Débats, al mentis de los gaceteros de Atenas y a las groserias del Espectador del Oriente? Este perspicaz periódico habia ya inventado que yo era giboso. ¿Debía proporcionarle la ocasión de llamarme ciego?
En esta perplejidad, tomé la decisión de sacar dos copias del manuscrito. Envié la primera a un hombre digno de confianza, a un griego de Atenas, el señor Patriotis Pseftis (1). Le supliqué que me señalase sin ambages y con sinceridad griega los errores de mi joven amigo, y le prometi imprimir su respuesta al fin del volumen.
Mientras tanto, entrego a la curiosidad pública el texto mismo del relato de Hermann. No cambiaré una palabra; respetaré—hasta las más enormes inverosimilitudes. Si me pusiese a corregir al joven alemán, me convertiria por este hecho mismo en su colaborador. Me retiro discretamente; le cedo el sitio y la palabra; mi alfiler está fuera de juego; Hermann es quien os habla, fumando su pipa de porcelana y sonriendo detrás de sus lentes de oro.
(1) Estas dos palabras significan en griego patriota embustero.—(N. del T.)