El rey de las montañas/II

De Wikisource, la biblioteca libre.

II

Fotini

Por la edad de mi indumentaria habrá usted adivinado que no tengo diez mil francos de renta. Mi padre es un hostelero arruinado por los ferrocarriles. Come pan en los buenos años y patatas en los malos. Añádase que somos seis hijos, todos con excelente dentadura. El dia que obtuve por concurso una pensión del Jardín de Plantas, celebramos una fiesta en la familia. Mi marcha no sólo aumentaba la ración de cada uno de mis hermanos, sino además yo iba a cobrar doscientos cincuenta francos al mes, más quinientos, pagados de una vez, para gastos de viaje. Desde este momento se abandonó la costumbre de llamarme el doctor. Me llamaban el tratante en ganado: ¡tan rico parecia! Mis hermanos daban por descontado que me nombrarian profesor de la Universidad cuando volviese de Atenas. Mi padre abrigaba otros pensamientos: ¡esperaba que volviese casado! Su oficio de hostelero le habia hecho asistir a algunas novelas, y estaba convencido de que las bellas aventuras sólo se encuentran por los caminos reales. Tres veces por semana, cuando menos, citaba el matrimonio de la princesa Ipsoff y del teniente Reynauld. La princesa ocupaba el departamento número 1, con sus dos doncellas y su correo, y pagaba veinte florines por dia. El teniente francés estaba encaramado en el 17, bajo el tejado, y pagaba florin y medio por el hospedaje completo; y, con todo, después de un mes de estancia en la fonda, habia partida en silla de posta con la dama rusa. ¿Y para qué habría de conducir una princesa a un teniente en su coche sino para casarse con él? Mi pobre padre. con ojos de padre, me veia más guapo y más elegante que el teniente Reynauld, y no dudaba de que yo encontraría tarde o temprano la princesa que debería enriquecernos. Si no la veia en la mesa redonda, me la tropezaría en el ferrocarril; si los ferrocarriles no me eran propicios, teniamos todavia los buques de vapor. La noche de mi partida bebimos una vieja botella de vino del Rhin, y el azar decidió que la última gota fuese a caer en mi vaso. El buen hombre lloró de alegría: era un presagio cierto, y nada podía impedir que me casase dentro de un año.

Yo respetaba sus ilusiones y me guardaba muy bien de decirle que las princesas no viajan en tercera. En cuanto al alojamiento, mi presupuesto me condenaba a elegir fondas modestas, donde no suelen parar las princesas. Lo cierto es que desembarqué en el Pireo sin haber esbozado ni la más pequeña novela.

El ejército de ocupación habia encarecido todas las cosas en Atenas. El hotel de Inglaterra, el hotel de Oriente y el hotel de los Extranjeros estaban inabordables. El canciller de la legación de Prusia, para quien habia llevado una carta de recomendación, fué tan amable que me buscó un alojamiento. Me llevó a casa de un pastelero llamado Cristódulo, en la esquina de la calle de Hermes y la plaza del Palacio real. Allí encontré hospedaje por cien francos al mes. Cristódulo es un viejo palikaro, condecorado con la cruz de Hierro, en memoria de la guerra de la independencia. Es teniente de la falange, y cobra la paga detrás de su mostrador. Lleva el traje nacional, el gorro rojo de borla azul, la chaqueta de plata, el zagalejo blanco y las polainas doradas, para vender helados y pasteles. Su mujer, Marula, es enorme, como todas las griegas de más de cincuenta años. Su marido la compró por ochenta piastras en lo más duro de la guerra, cuando este sexo costaba bastante caro. Nació en la isla de Hidra; pero se viste a la moda de Atenas: chaqueta de terciopelo negro, zagalejo de color claro, en el pelo un pañolón trenzado. Ni Cristódulo ni su mujer saben una palabra de alemán; pero su hijo Dimitri, que es guía y se viste a la francesa, comprende y habla un poco todos los dialectos de Europa. Por lo demás, yo no tenia necesidad de intérprete. Sin haber recibido el don de las lenguas, soy un poliglota bastante distinguido y destrozo el griego tan corrientemente como el inglés, el italiano o el francés.

Mis patronos eran buenas gentes; más de tres puede uno encontrar en la ciudad. Me dieron una pequeña habitación enjalbegada, una mesa de madera blanca, dos sillas de paja, un buen colchón bastante delgado, una manta y sábanas de algodón. Una cama es algo superfluo de que los griegos prescinden sin dificultad, y nosotros viviamos a la griega. Me desayunaba con una taza de salep, comia un plato de carne con muchas aceitunas y pescado seco; cenaba legumbres, miel y pasteles. Los dulces no eran raros en la casa, y de vez en cuando evocaba el recuerdo de mi pais obsequiándome con una pierna de carnero y compota. No hay que decir que tenia mi pipa y que el tabaco de Atenas es mejor que el de ustedes. Lo que contribuyó sobre todo a aclimatarme en casa de Cristódulo, fué un vinillo de Santorin que iba él a buscar no sé dónde. Yo no soy un bebedor exigente, y la educación de mi paladar ha sido, por desgracia, un poco deficiente; sin embargo, creo poder afirmar que aquel vino se ria apreciado en la mesa de un rey; es amarillo como el oro, transparente como el topacio, brillante como el sol, alegre como la sonrisa de un niño. Creo verle todavia en su botella de ancha panza en medio del hule que nos servia de mantel. Alumbraba la mesa, querido amigo, y hubiéramos podido comer sin otra luz. Yo no bebia nunca mucho, porque se subia a la cabeza; y, sin embargo, al final de la comida citaba versos de Anacreonte y descubria restos de belleza en la faz lunar de la gorda Marula.

Comía en familia con Cristódulo y los huéspedes de la casa. Éramos cuatro internos y un externo. El primer piso se dividia en cuatro habitaciones, la mejor de las cuales era ocupada por un arqueóloge francés, el señor Hipólito Mérinay. Si todos los franceses se pareciesen a este caballero, seriais un pueblo bien miserable. Era un señor pequeño, de diez y ocho a cuarenta y cinco años, de un rubio rojizo, muy dulce, muy hablador y armado de dos manos tibias y húmedas que no sueltan a su interlocutor.

Sus dos pasiones dominantes eran la arqueologia y la filantropia; era, pues, miembro de muchas Sociedades sabias y de muchas Asociaciones benéficas.

A pesar de ser gran apóstol de la caridad y de haberle dejado sus padres una hermnosa renta, no me acuerdo de haberle visto dar un céntimo a un pobre. En cuanto a sus conocimientos en arqueologia, todo me induce a creer que eran más serios que su amor a la humanidad. Habia sido coronado en no sé qué academia de provincias por una Memoria 80bre el precio del papel en tiempos de Orfeo. Animado por este primer éxito, habia emprendido el viaje a Grecia para recoger los materiales de un trabajo más importante: se trataba nada menos que de determinar la cantidad de aceite consumido por la lámpara de Demóstenes, mientras escribía la segunda Filipica.

Mis otros dos vecinos no eran tan sabios, ni mucho ménos, y las cosas pasadas les tenian sin cuidado.

Giacomo Fondi era un pobre maltés empleado en no sé qué Consulado; ganaba ciento cincuenta francos al mes por sellar cartas. Me imagino que cualquier otro empleo le hubiese sentado mejor. La naturaleza, que ha poblado la isla de Malta para que el Oriente no carezca nunca de mozos cuerda, habia dado al pobre Fondi las espaldas, los brazos y las manos de Milon de Crotona: había nacido para manejar la maza y o para quemar barras de lacre Gastaba, sin embargo, dos o tres diariamente: el hombre no es dueño de sus destinos. Este insular, fuera de su sitio, no entraba en su elemento más que a la hora de comer; ayudaba a Marula a poner la mesa, y, sin que yo se lo diga, adivinará usted que llevaba siempre la mesa a pulso. Comia como un capitán de la Iliada, y nunca olvidaré el crujido de sus amplias mandíbulas, la dilatación de las ventanas de su nariz, el brillo de sus ojos, la blancura de sus treinta y dos dientes, instrumentos formidables de su molino. Debo confesar que su conversación me ha dejado pocos recuerdos; no costaba gran trabajo encontrar el límite de su inteligencia, pero jamás se ha conocido el término de su apetito. Cristódulo no ganó nada con su hospedaje durante cuatro años aunque le hizo pagar diez francos al mes por exceso de alimentos. El insaciable maltés absorbia todos los días, después de la comida, un enorme plato de nueces, rompiéndolas entre sus dedos por la simple aproximación del pulgar y del indice. Cristódulo, antiguo héroe, pero hombre positivo, seguía este ejercicio con una mezcla de admiración y de espanto; temblaba por su postre y, con todo, sentiase halagado de ver a su mesa un cascanueces tan prodigioso. El rostro de Giacomo no hubiese estado mal en una de esas cajas de sorpresa que dan tanto miedo a los niños pequeños. Era más blanco que un negro; pero la diferencia era sólo un ligero matiz. Su pelo espeso bajaba hasta las cejas como una gorra. Por contraste bastante singular, este Caliban tenia el pie más menudo, el tobillo más fino y la pierna mejor dibujada y más elegante que pudieran ofrecerse al estudio de un estatuario; pero eran detalles que no llamaban nuestra atención.

Para quien le habia visto comer, su persona comenzaba al nivel de la mesa; el resto no tenía importancia.

Del pequeño William Lobster no hablo más que de pasada. Era un ángel de veinte años, rubio, sonrosado y mofletudo; pero un ångel de los Estados Unidos de América. La casa Lobster and Sons, de Nueva York, lo habia enviado a Oriente para estudiar el comercio de exportación. Trabajaba durante el día en casa de los hermanos Philip; por la noche leia a Emerson; por la mañana, a la hora radiante eu que amanece, iba a la prisión de Sócrates a ejercitarse en el tiro de pistola.

El personaje más interesante de nuestra colonia era, sin contradicción, John Harris, tio materno de Lobster. La primera vez que comí con este extraño muchacho comprendi a América. John ha nacido en Vandalia—Illinois—. Ha respirado al nacer ese aire del Nuevo Mundo, tan vivaz, tan chispeante y tan joven, que se sube a la cabeza como el vino de Champaña y emborracha cuando se le respira. No sé si la familia de Harris es rica o pobre, si puso a su hijo en el colegio o si ha dejado que él mismo se diera su educación. Lo cierto es que, a los veintisiete años, no cuenta más que consigo mismo; no confía en nada fuera de si mismo, no se asombra de nada, no cree nada imposible, no retrocede nunca, lo cree todo, lo espera todo, lo ensaya todo, triunfa de todo, se levanta si cae, vuelve a comenzar si fracasa, no se detiene nunca, no se desalienta nunca y marcha en linea recta silbando su canción. Ha sido agricultor, maestro de escuela, abogado, periodista, buscador de oro, industrial, comerciante; lo ha leido todo, lo ha visto todo, practicado todo y recorrido la mitad del mundo. Cuando trabé conocimiento con él, mandaba en el Pireo un aviso de vapor, sesenta hombres y cuatro cañones; trataba la cuestión de Oriente en la Revista de Boston; hacía negocios con una casa de añil en Calcuta, y le sobraba tiempo para venir tres o cuatro veces por semana a comer con su sobrino Lobster y con nosotros.

Un solo rasgo, entre mil, le pintará a usted el carácter de Harris. En 1853 estaba asociado a una casa de Filadelfia. Su sobrino, que tenía entonces diez y siete años, va a hacerle una visita. Le encuentra en la plaza de Washington, de pie, con las manos en los bolsillos, delante de una casa que arde. William le toca en el hombro; él se vuelve.

¿Eres tú?—dice—. Buenos días, Bill; llegas en mala ocasión, hijo mío. Ahi tienes un incendio que me arruina. Tenía cuarenta mil dólares en la casa; no salvaremos nada.

—¿Qué vas a hacer?—le preguntó el muchacho, aterrorizado.

—¿Qué voy a hacer? Son las once, tengo hambre, me queda un poco de oro en el portamonedas; te convido a almorzar.

Harris es uno de los hombres más esbeltos y más t 23 elegantes que he conocido. Tiene el porte masculino, la frente alta, la mirada limpia y orgullosa.

Estos americanos no son nunca ni raquíticos ni deformes, y sabe usted por qué? Porqque no están ahogados en los pañales de una civilización angosta. Su espíritu y su cuerpo se desenvuelven sin trabas; tienen por escuela el aire libre, por maestro el ejercicio, por nodriza la libertad.

Nunca pude sentir interés por monsieur Mérinay; a Giacomo Fondi lo examinaba con la curiosidad indiferente que se tiene en una exposición de animales exóticos; el pequeño Lobster me inspiraba un interés mediocre; pero sentia amistad por Harris. Su rostro franco, sus ademanes sencillos; su rudeza, que no excluia la dulzura; su carácter impetu y, sin embargo, caballeresco; las extravagancias de su humor; lo fogoso de sus sentimientos, todo esto me atraía tanto más vivamente, cuanto que yo no soy ni fogoso ni apasionado. Nos gusta tener alrededor de nosotros lo que no encontramos en nosotros mismos.

Giacomo se vestía de blanco porque era negro; yo adoro a los americanos porque soy alemán.

Por lo que hace a los griegos, los conocia muy poco después de cuatro meses de estancia en Grecia.

Nada más fácil que vivir en Atenas sin frotarse con los naturales del pais. No iba al café, no leia ni la Pandora, ni la Minerva, ni ningún periódico indigena; no solía ir por los teatros, porque una nota falsa me hiere más cruelmente que un puñetazo: vivia en la casa con mis patronos, mi herbario y John Harris.

Hubiera podido hacerme presentar en palacio, gracias a mi pasaporte diplomático y a mi titulo oficial.

Había dejado mi tarjeta en casa del maestro de ceremonias y de la camarera mayor de palacio, y podia contar con una invitación para el primer baile de la corte. Para este caso guardaba un hermoso traje rojo bordado en plata que mi tia Rosenthaler me habia llevado la vispera de mi viaje. Era el uniforme de su difunto marido preparador de Historia Natural en el Instituto filomático de Minden. Mi buena tía, mujer de mucho sentido común, sabia que un uniforme es bien recibido en todos los paises, sobre todo si es rojo. Mi hermano mayor nos hizo notar que yo era más alto que mi tío, y que las mangas de mi traje no me llegaban por completo al extremo de los brazos; pero papá replicó vivamente que los bordados de plata deslumbrarian a todo el mundo, y que las princesas no miran tan de cerca.

Por desgracia, no hubo baile en la corte durante toda la temporada. En el invierno no tuvimos más diversiones que la floración de los almendros, los albaricoqueros y los limoneros. Se hablaba vagamente de un gran baile para el 15 de mayo; era un rumor de la ciudad, aceptado por algunos periódicos semioficiales; pero no habia que contar con ello.

Mis estudios iban como mis diversiones: a paso lento. Conocia a fondo el jardín botánico de Atenas, que no es ni muy hermoso ni muy rico; es un saco que pronto queda vacio. El jardín real ofrecia más recursos: un francés inteligente ha reunido en él todas las riquezas vegetales del pais, desde las palmeras de las islas hasta las saxifragas del cabo Sunium. He pasado alli muy buenos dias en medio de las plantaciones del señor Bareaud. El jardín no es público más que a ciertas horas; pero hablaba en griego a los centinelas y, por amor del griego, me dejaban entrar. El señor Bareaud no se aburría conmigo; me llevaba por todas partes por el gusto de hablar de botánica y de hablar francés. Si estaba ausente, buscaba a un jardinero alto, flaco, con el pelo escarlata, y le preguntaba en alemán: es conveniente ser poliglota.

Herborizaba todos los dias un poco en el campopero nunca tan lejos como hubiera querido; los bandidos acampaban alrededor de Atenas. No soy co barde, y más adelante se probará este relato; pero tengo apego a la vida. Es un regalo que he recibido de mis padres, y quiero conservarlo el más tiempo posible en recuerdo de mi padre y de mi madre. En el mes de abril de 1858 era peligroso salir de la ciudad, y hasta permanecer en ella era imprudente. No me aventuraba por la vertiente del Licabeto sin pensar en la pobre señora X..., que fué desvalijada alli en pleno mediodía. Las colinas de Dafne me recordaban el cautiverio de los oficiales franceses. Por el camino del Pireo pensaba sin querer en esa banda de ladrones que paseaba en seis coches de punto como en una juerga, y disparaba por las portezuelas sobre los transeuntes. El camino del Pentélico me recordaba la detención de la duquesa de Plasencia o la aventura tan reciente de Harris y Lobster. Volvían de paseo montados en dos caballos persas que pertenecían a Harris; de repente caen en en una emboscada. Dos bandidos, pistola en mano, les detienen en la mitad de un puente. Miran a su alrededor y ven a sus pies, en el barranco, una docena de granujas, armados hasta los dientes, que custodiaban a cincuenta o sesenta prisioneros. Todo el que había pasado por allí había sido desvalijado y atado después, para que nadie corriese a dar la alarma. Harris estaba sin armas, como su sobrino.

Le dijo en inglés: «Echemos el dinero; no se deja uno matar por veinte dólares.» Los bandidos recogen los escudos sin abandonar la brida de los caballos, y después, mostrándoles el barranco, les indican por signos que es preciso bajar. Esta perspectiva le hace a Harris perder la paciencia; le repugna verse atado; no es de la madera de que se forman los haces. Dirige una mirada al pequeño Lobster, y en el mismo instante dos puñetazos paralelos caen como dos bombas sobre las cabezas de ambos bandidos. El adversario de William cae de espaldas, descargando su pistola; el de Harris, lanzado más rudamente, pasa por encima del pretil y va a caer en medio de sus compañeros. Harris y Lobster estaban ya lejos, reventando sus cabalgaduras a fuerza de espuelas. La banda se levanta como un solo hombre y dispara con todas sus armas. Los caballos caen muertos, los jinetes se desembarazan de ellos, hacen uso de sus piernas y van a avisar a la gendarmeria, que se puso en camino dos dias después, de madrugada.

Nuestro excelente Cristódulo supo con verdadera pena la muerte de los dos caballos; pero no encontró ITO 27 una palabra de censura para los matadores. «¿Qué quiere usted?—decia con encantadora sencillez—; es su oficio.» Todos los griegos comparten un poco la opinión de nuestro patrón. No es que los bandidos perdonen a sus compatriotas y guarden sus rigores para los extranjeros; pero un griego despojado por sus hermanos se dice con cierta resignación que su dinero no sale de la familia. La población ve que los bandidos, le roban como una mujer del pueblo siente que le zurra su marido: admirando lo bien que pega. Los moralistas indígenas se quejan de todos los excesos cometidos en el campo, como un padre deplora las calaveradas de su hijo. Le regaña en voz alta, pero le ama por lo bajo; sentiria mucho que se pareciese al hijo del vecino, del que nunca ha hablado la gente.

Tan exacto es esto, que, en época de mi llegada, el héroe de Atenas era precisamente el azote del Atica. En los salones y en los cafés; en las barberias, donde se reúne la gente humilde, y en las boticas, donde se congregan los señoritos; en las calles fangosas del bazar, en la plaza polvorienta de la Bella Grecia, en el teatro, en la música del domingo, y por el camino de Patissia, no se hablaba más que del gran Hadgi—Stavros, no se juraba más que por Hadgi—Stavros: Hadgi—Stavros, el invencible; HadgiStavros, el terror de los gendarmes; ¡Hadgi—Stavros, el rey de las montañas! Se hubiese podido hacer —¡Dios me perdone!—la letania de Hadgi—Stavros.

Un dia que John Harris comía con nosotros, era poco después de su aventura, llevé al buen Cristó dulo hacia el tema de Hadgi—Stravros. Nuestro patrón lo habia tratado mucho en otro tiempo, durante la guerra de la Independencia, en un tiempo en que el bandidaje era menos discutido que hoy.

Vació su vaso de vino de Santorin, se atusó el bigote gris y comenzó un largo relato entrecortado de algunos suspiros. Nos dijo que Stavros era hijo de un papas o sacerdote de la isla de Tino. Nació Dios sabe en qué año; los griegos del buen tiempo no conocen su edad, pues los registros civiles son un invento de la decadencia. Su padre, que le destinaba a la Iglesia, hizo que aprendiese a leer. Hacia los veinte años, fué a Jerusalén, y añadió a su nombre el titulo de Hadgi, que quiere decir peregrino. Al volver a su pais, Hadgi—Stavros fué cogido por un pirata. El vencedor le encontró disposiciones, y de cautivo lo hizo marinero. Así es como principió a guerrear contra los navios turcos, y, en general, contra todos los que no tenian cañones a bordo. Al cabo de algunos años de servicio, se aburrió de trabajar para otros y resolvió establecerse por su cuenta. No tenía ni barco ni dinero para comprar uno; fuele, pues, forzoso ejercer la piratería en tierra. El levantamiento de los griegos contra Turquia le permitió pescar en agua turbia. Nunca se supo muy exactamente si era bandido o insurrecto, si mandaba ladrones o facciosos. Su odio a los turcos no le cegaba hasta el punto de pasar por una aldea griega sin verla y registrarla. Todo dinero era bueno para él, viniese de los amigos o de los enemigos, del simple robo o del glorioso pillaje.

Una imparcialidad tan prudente aumentó rápidamente su fortuna. Los pastores acudieron bajo su bandera, cuando se supo que con él se podía ganar en grande; su reputación le proporcionó un ejército. Las potencias protectoras de la insurrección tuvieron noticia de sus hazañas, pero no de sus economias; en aquel tiempo se veia todo por el lado bello.

Lord Byron le dedicó una oda, los poetas y los retóricos de Paris le compararon con Epaminondas, y hasta con el pobre Aristides. Bordaron para él banderas en el barrio de San Germán; le enviaron subsidios. Recibió dinero de Francia, lo recibió de Inglaterra y de Rusia; no quisiera jurar que no lo ha recibido jamás de Turquia. ¡Era un verdadero palikaro! Al final de la guerra vióse sitiado, con otros jefes, en la Acrópolis de Atenas. Habitaban en los Propileos, entre Margarytis y Lyrandas, y cada uno de ellos guardaba sus tesoros en la cabecera de la cama. Una hermosa noche de verano se derrumbó el techo, con tal acierto, que aplastó a todo el mundo, excepto Hadgi Stavros, que fumaba su narghile al aire libre. Recogió la herencia de sus compañeros, y todos pensaron que la habia ganado bien. Pero una desgracia, que no preveia, vino a detener el curso de sus éxitos: se hizo la paz. HadgiStavros, retirado al campo con su dinero, asistía a un extraño espectáculo. Las potencias que habian puesto a Grecia en libertad intentaban fundar un reino. Palabras malsonantes venían a zumbar en torno a los peludos oidos del viejo palikaro: se hablaba de gobierno, de ejército, de orden público.

Cuando le anunciaro que sus propiedades estaban comprendidas en una subprefectura, se rió de muy buena gana. Pero al presentarse en su casa el empleado del censo para cobrar los impuestos, se puso serio. Echó al cobrador con cajas destempladas, no sin haberle desembarazado antes del peso de todo el dinero que llevaba consigo. La justicia.pretendió inquietarle; él tomó el camino de los montes.

Después de todo, se estaba aburriendo en casa. Comprendia hasta cierto punto que se tuviese un techo, pero a condición de dormir encima.

Sus antiguos compañeros de armas estaban dispersos por todo el reino. El Estado les había dado tierras; las cultivaban refunfuñando y comian de mala gana el amargo pan del trabajo. Cuando supieron que el jefe habia reñido con la ley, vendieron sus campos y corrieron a ponerse bajo sus órdenes. El, por su parte, contentóse con arrendar sus tierras, porque tiene cualidades de administrador.

La paz y la ociosidad le habían puesto enfermo. El aire, las montañas, le rejuvenecieron tanto, que en 1846 pensó en casarse. Había seguramente pasado de los cincuenta; pero los hombres de este temple no tienen que ver nada con la vejez; la muerte misma lo mira dos veces antes de emprenderla con ellos. Se casó con una rica heredera de una de las mejores familias de Laconia, y entró así en relación de parentesco con los más importantes personajes del reino.

Su mujer le siguió a todas partes, le dió una hija, cogió unas fiebres y murió. El educó a la niña por si mismo, con cuidados casi maternales. Cuando hacia saltar a la pequeña sobre sus rodillas, los bandidos sus compañeros le decían riendo: «No te falta más que darle de mamar.»» El amor paternal dió un nuevo impulso a su espiritu. Para reunir a su hija una dote regia, estudió las cuestiones de dinero, sobre el cual habia tenido ideas demasiado primitivas. En lugar de amontonar sus escudos en arcas, los puso a rédito. Aprendió las vueltas y revueltas de la especulación, siguió el curso de los fondos públicos en Grecia y en el extranjero. Se ha llegado a pretender que, convencido de las ventajas de la comandita, tuvo la de poner el bandidaje en acciones. Hizo varios viajes por Europa, bajo la dirección de un griego de Marsella que le servia de intérprete. Durante su estancia en Inglaterra, asistió a una elección en no sé qué burgo podrido (1) del Yorkshire; este hermoso espectáculo le inspiró reflexiones profundas sobre el gobierno constitucional y sus ventajas. Volvió decidido a explotar las instituciones de su patria y a hacerse con ellas una renta. Quemó buen número de aldeas en servicio de la oposición; destruyó algunas otras en interés del partido conservador. Cuando se quería derribar un ministerio, no habia más que dirigirse a él; probaba con argumentos irrefu(1) Burgo podrido se llamaba en Inglaterra a las localidades que, habiendo tenido derecho a enviar un diputado al Parlamento, reducidas después a una casa o finca, conservaban este derecho, que utilizaba íntegro el propietario.—(N. del T.) tables que la policia estaba mal constituida y que no se obtendría un poco de seguridad sino cambiando de ministerio. Pero, en cambio, dió duras lecciones a los enemigos del orden, castigándoles por donde habían pecado. Tan notorio se hizo su talento político, que todos los partidos le estimaban en alto grado. Sus consejos, en materia de elecciones, eran casi siempre seguidos; tanto, que de un modo inverso al principio del gobierno representativo, según el cual un solo diputado expresa la voluntad de muchos hombres, él solo era representado por unos treinta diputados. Un ministro inteligente, el célebre Rhalettis, pezsó que un hombre que tocaba tan a menudo los resortes del gobierno acabaría acaso por descomponer la máquina, y procuro atarle las manos con un hilo de oro. Le dió cita en Carvati, entre el Himeto y el Pentélico, en la casa de campo de un cónsul extranjero. Hadgi—Stavros acudió, sin escolta y sin armas. El ministro y el bandido, que se conocian de tiempo atrás, almorzaron juntos como dos viejos amigos. A los postres, Rhalettis le ofreció amnistia completa para él y los suyos, un nombramiento de general de división, el titulo de senador y diez mil hectáreas de bosque.

El palíkaro dudó algún tiempo y terminó por responder que no. «Hubiera acaso aceptado hace vein te años — dijo; pero hoy soy demasiado viejo. No puedo a mi edad cambiar de manera de vivir. El polvo de Atenas no me seduce; me dormiria en el Senado, y si me dieses soldados a mandar, sería capaz de descargar mis pistolas sobre sus uniformes, tida y que sino cam i duras lecndoles por sn talento alto an en ones, eran odo inversegún el 1 de ma por unos , el céle caba tan ia acaso arle las Jarvati., » campe dió, sin io, que »s como ofreció mbranador r res vein r. El el 7 caPS.

33 por la fuerza de la costumbre. Vuelve, pues, a tus negocios y déjame entregado a los mios. » Rhalettis no abandonó la partida. Intentó ilustrar al bandido sobre la infamia del oficio que ejercia.

Hadgi—Stavros se echó a reír y le dijo con amable cordialidad:

¡Compadre! El dia que escribamos nuestros pecados, ¿quién de los dos tendrá la lista más larga?

— Piensa, en fin—añadió el ministro—, que no podrás escapar a tus pecados; morirás un día u otro de muerte violenta.

— ¡Allah Kerim! — respondió en turco—. Ni tú ni yo hemos leido en las estrellas. Pero yo, al menos, tengo una ventaja; mis enemigos llevan uniforme y les reconozco de lejos. Tú no puedes decir lo mismo de los tuyos. Adiós, hermano.

Seis meses después el ministro murió asesinado por sus enemigos políticos; el bandido vive todavía.

Nuestro patrón no nos refirió todas las hazañas de su héroe; el día no hubiese bastado. Se contentó con enumerar las más salientes. No creo que en ningún pais los émulos de Hadgi Stavros hayan heche nunca nada más artístico que la detención del Niebuhr. Es un vapor del Lloyd austriaco, que fue desvalijado en tierra por el palikaro, a las once de la mañana. El Niebuhr venia de Constantinopla; depositó su carga y sus pasajeros en Calamaki, al oriente del istmo de Corinto. Cuatro furgones y dos ómnibus recogieron los pasajeros y las mercancias para transportarlo todo al otro lado del EL REY DE LAS MONTAÑAS 3 istmo, al pequeño puerto de Lutraki, donde les esperaba otro barco. Y los esperó largo rato. HadgiStavros, en pleno día, en un hermoso camino, en país llano y sin árboles, se llevó las mercancías, los equipajes, el dinero de los viajeros y la municiones de los gendarmes que escoltaban el convoy. «¡Fué una jornada de doscientos cincuenta mil francos!», nos dijo Cristódulo con cierto matiz de envidia.

Se ha hablado mucho de las crueldades de HadgiStavros. Su amigo Cristódulo nos probó que no hacia daño por gusto. Es un hombre sobrio que no se emborracha con nada, ni aun con sangre. Si acaso llega a calentar excesivamente los pies de un labrarico, es para saber dónde el avaro ha escondido sus escudos. En generai, tata cun auizura a los prisioneros de los cuales espera un rescate. En el verano de 1804, bajó una tarde con su banda a casa de un rico mercader de la isla de Eubea, el señor Voidi. Encontró a la familia reunida, y, además, a un viejo juez del tribunal de Calcis que jugaba a las cartas con el dueño de la casa. Hadgi—Stavros propuso al magistrado que jugasen su libortad; perdió él y cumplió la condición de huena gana. Se llevó al señor Voidi, su hija y su hijo, y dejó a la mujer para que pudiese ocuparse del rescate. El dia del rapto, el comerciante sufria de gota, su hija tenia fiebre y el muchachito estaba pålido e hinchado.

Volvieron dos meses después, curados todos por el ejerci, el aire libre y el buen trato. Toda la familia recobró la salud por cincuenta mil francos. ¿Era demasiado caro?

Confieso añadió Cristódulo — que nuestro amigo es implacable con los malos pagadores. Cuando un rescate no es estregado a su vencimiento, mata a los prisioneros con una exactitud comercial; es su manera de protestar las letras. Con toda mi admiración por él y la amistad que une a nuestras dos familias, no le he perdonado todavia el asesinato de las dos muchachitas de Mistra. Eran dos gemelas de catorce años, lindas como dos estatuillas de mármol, prometidas ambas a dos muchachos de Leondari. Se parecian tanto, que al verlas creía uno ver doole y se frotaba los ojos. Una mañana salieron a vender capullos de gusano de seda a la fábrica de hilados; llevaban juntas un gran cesto y corrian ligeras por el camino como dos palomas enganchadas al mismo carro. Hadgi—Stavros se las llevó a la montaña y escribió a su madre que se las devolveria por diez mil francos, pagaderos a fin de mes. La madre era una viuda acomodada, propietaria de dos hermosas moreras, pero pobre en dinero contante, como lo somos todos. Empeñó sus bienes, cosa nunca fácil, ni aun a veinte por cierto de interės. Necesitó seis semanas y más para reunir la suma. Cuando al fin tuvo el dinero, lo cargó sobre un mulo y partió a pie para el campamento de Hadgi—Stavros. Pero al entrar en la gran langada del Taigeto, en el sitio donde hay seis fuentes bajo un plátano, el mulo, que marchaba delante, se paró en seco y se negó a dar un paso más. Entonces la madre vió sobre el borde del camino a sus hijitas. Tenian el cuello cortado hasta el hueso, y las lindas cabezas apenas estaban sujetas al cuerpo. Recogió a las dos pobres criaturas, las puso sobre el mulo y se las llevó a Mistra. Nunca pudo llorar; así es que se volvió loca y murió. Yo sé que Hadgi—Stavros ha sentido lo que había hecho; creía que la viuda era más rica y que no queria pagar. Había matado a las dos niñas como ejemplo. Ciertamente, después de este suceso los pagos se han efectuado siempre con exactitud y nadie ha osado hacerle esperar.

—¡Brutta carogna! gritó Giacomo dando un golpe que estremeció la casa como un terremoto—.

Si alguna vez cae bajo mi mano, le entregaré un rescate de diez mil puñetazos, que le permitirá retirarse de los negocios.

— Yo—dijo el pequeño Lobster con su sonrisa tranquila— no deseo más que encontrármelo a cincuenta pasos de mi revólver. ¿Y usted, tio John?

Harris silbaba entre dientes una cancioncilla americana, aguda como lámina de estilete.

—¿Puede creerse esto?—añadió con su voz aflautada el buen señor Mérinay, mortal armonioso—.

¿Es posible que tales horrores se cometan en un siglo como el nuestro? Bien sé que la Sociedad para la mo ralización de los malhechores no ha establecido todavia sucursales en este reino; pero mientras tanto, ¿no tienen ustedes una gendarmeria?

Claro que si—replicó Cristódulo—; 50 oficiales, 152 cabos y 1.250 gendarmes, de los cuales 150 a caballo. Es la mejor tropa del reino, después de la de Hadgi—Stavros.

— Lo que me asombra—dije yo a mi vez— es que la hija del viejo granuja no se haya opuesto a esos actos.

— No está con él.

— ¡Ah, vamos! ¿Dónde está?

En un colegio.

¿En Atenas?

Me pregunta usted demasiado; no estoy informado hasta ese punto. De cualquier modo, el que se case con ella hará una buena boda.

— —Si—dijo Harris—. Se asegura también que la hija de Calcraft no es un mal partido.

—¿Quién es Calcraft?

— El verdugo de Londres.

A estas palabras, Dimitri, el hijo de Cristódulo, enrojeció hasta las orejas.

—Perdón, señor—dijo a John Harris—; hay una gran diferencia entre un verdugo y un bandido.

El oficio de verdugo es infame; la profesión de bandido es honrosa. El gobierno se ve obligado a guardar al verdugo en el fuerte de Palamedes, pues de otro modo seria asesinado; mientras que nadie quiere mal a Hadgi—Stavros, y las gentes más honradas del reino se sentirian orgullosas de darle la mano.

Harris abría la boca para replicar, cuando sonó la campanilla de la tienda. Era la criada, que volvia con una muchacha de quince a diez y seis años, vestida como el último figurin del Diario de las Modas. Dimitri se levantó, diciendo: «¡Es Fotini!» Señores—dijo el pastelero—, hablemos de otra cosa, si les parece. Las historias de bandidos no se han hecho para las señoritas.

Cristódulo nos presentó a Fctini como hija de uno de sus compañeros de armas, el coronel Juan, comandante de plaza en Nauplia. Se llamaba, pues, Fotini, hija de Juan, segun la costumbre del pais, donde no hay, hablando con propiedad, nombres de familia.

La joven ateniense era fea, como las nueve décimas partes de las hijas de Atenas. Tenia una bonita dentadura y un hermoso pelo; pero esto era todo.

Su cuerpo macizo parecía poco a gusto en un corsé de Paris. Sus pies gordezuelos, en forma de plancha; debían de sufrir un suplicio; estaban hechos para arrastrarse en babuchas, y no para que los estrujasen unas botas de Meyer. Su rostro distaba tanto de recordar el tipo griego, que carecía por completo de perfil. Era plano, como si una nodriza imprudente se hubiese sentado sobre la cara de la niña. No a todas las mujeres sientan bien los artificios de la moda, y a la pobre Fotini casi la hacian ridicula. Su falda de volantes, levantada por una poderosa crinolina, hacía resaltar la falta de gracia en su persona y la torpeza de sus movimientos. Las joyas del Palais Royal que la esmaltaban parecían otros tantos puntos de exclamación destinados a señalar las imperfecciones de su cuerpo. Semejaba una criada gorda y pequeña que se hubiese endomingado aprovechando los vestidos de su señorita.

A ninguno de nosotros produjo asombro que la hija de un simple coronel se hubiese vestido con tanto lujo para pasar el domingo en casa de un pastelero. Conociamos lo bastante el pais para saber que la indumentaria es la plaga más incurable de la zociedad griega. Las muchachas del campo hacen agujerear monedas de plata, las cosen juntas en forma de casco y se cubren con él los días de fiesta. Llevan su dote sobre la cabeza. Las muchachas de la ciudad lo gastan en las tiendas y lo llevan sobre todo el cuerpo.

Fotini estaba educándose en la Hetairia. Como us ted sabe, es un colegio establecido según el modelodel de la Legión de Honor, pero regido por leyes más amplias y más telerantes. En él se educan, no sólo las hijas de los soldados, sino a veces, también las herederas de los bandidos.

La hija del coronel Juan sabia un poco de francés y de inglés; pero su timidez no le permitía brillar en la conversación. Más tarde he sabido que su familia contaba con nosotros para perfeccionarla en las lenguas extranjeras. Su padre, habiendo sabido que en casa de Cristódulo se hospedaban extranjeros honorables e instruidos, habia rogado al pastelero que la sacase todos los domingos y que le sirvicse de corresponsal. Este trato parecía agradar a Cristódulo y, sobre todo, a su hijo Dimitri. El joven guia devoraba con los ojos a la pobre colegiala, que no se daba cuenta de ello.

Habiamos proyectado ir todos juntos a la música.

Es un hermoso espectáculo que los atenienses se dan a sí mismos todos los domingos. El pueblo entero acude, de gran gala, a un campo de polvo, para oir valses y pasosdobles tocados por una música de regimiento. Los pobres van a pie, los ricos en coche, los elegantes a caballo. La corte no faltaría por un imperio. Después del último pasodoble, todos vuelven a casa, con el traje lleno de polvo y el corazón contento, y se dicen entre si: «Nos hemos divertido en grande».

No cabe duda de que Fotini pensaba lucirse en la música, y a su admirador Dimitri no le disgustaba la idea de presentarse a su lado, pues llevaba una levita nueva que habia comprado hecha en el almacén de La Bella Jardinera. Por desgracia, la lluvia se puso a caer con tantas ganas, que tuvimos que quedarnos en casa. Para matar el tiempo, Marula nos propuso jugar bombones; era una distracción de moda entre la clase media. Cogió un bote en la tienda y distribuyó a cada uno de nosotros un puñado de bombones indigenas, de clavo, anis, pimienta y achicoria. En seguida se repartieron las cartas, y el primero que sabía reunir nueve del mismo color recibia tres bombones de cada uno de sus adversarios. El maltés Giacomo demostró, por su atención sostenida, que la ganancia no le era indiferente. El azar se declaró por él: hizo una fortuna y le vimos devorar seis u ocho puñados de bombones que se habían paseado por las manos de todo el mundo y por las del señor Mérinay.

Yo, que tenía menos interés en la partida, concentré mi atención en un fenómeno curioso que se producia a mi izquierda. Mientras las miradas del joven ateniense iban a romperse una a una contra la indiferencia de Fotini, Harris, que no la miraba, la atraía hacia él por una fuerza invisible. Tenia sus cartas con un aire bastante distraido; bostezaba de vez en cuando con un candor americano, o silbaba Yankee Doodle, sin respeto por la concurrencia.

Creo que el relato de Cristódulo le habia impresio na lo y que su espiritu trotaba por el monte en persecución de Hadgi Stavros. De todas maneras, si pensaba en algo no era seguramente en el amor.

Acaso la muchacha tampoco pensaba en él, porque las mujeres griegas tienen casi todas en el fondo del corazón un buen pavimento de indiferencia. Sin embargo, miraba a mi amigo John, como mira la alondra a un espejo. No le conocía; no sabia nada de él, ni su nombre, ni su pais, ni su fortuna. No le había oido hablar, y unque le hubiera oído, no era capaz de juzgar si tenia talento. Ella veia que era muy guapo, y esto le bastaba. Los griegos de antaño adoraban la belleza; es la única de sus diosas que no ha tenido nunca ateos. Los griegos de hoy, a pesar de la decadencia, saben todavia distinguir un Apolo de un mamarracho. En la colección de M. Fauriel encuéntrase una cancioneilla que puede raducirse asi:

«Muchachos, ¿queréis saber?; muchachas, ¿queréis aprender cómo el amor entra en nosotros? Entra por los ojos, de los ojos baja al corazón y en el corazón toma raiz. » Decididamente, Fotini sabía la canción, pues abria mucho los ojos para que el amor pudiese entrar sin necesidad de bajarse.

La lluvia no dejaba de caer, ni Dimitri de contemplar a la muchacha, ni la muchacha de mirar a Harris, ni Giacomo de comer bombones, ni el señor Mérinay de contar al pequeño Lobster un capitulo de historia antigua, que Lobster no escuchaba. A las ocho, Marula puso la mesa para la cana.

Fotini fué colocada entre Dimitri y yo, que no ofrecía peligro. Habló poco y no comió nada. A los postres, cuando la sirvienta habló de acompañarla al colegio, hizo un esfuerzo visible y me dijo al oido:

— El señor Harris ¿está casado?

Se me ocurrió confundirla un poco, y respondi:

— Si, señorita; se ha casado con la viuda de los duxes de Venecia.

—¿Es posible? ¿Y qué edad tiene esa señora?

—Es vieja como el mundo y eterna como él.

— No se burle usted de mi; soy una pobre muchacha y no comprendo sus bromas de Europa.

En otros términos, señorita, se ha casado con el mai; él es quien manda el aviso americano The Fancy Me dió las gracias con alegria tan radiante, que la encontré bonita durante un minuto por lo menos.