El rey de las montañas/III
III
Mari-ann
Los estudios de mi juventud han desenvuelto en mi una pasión que ha acabado por anular todas las demás: el deseo de saber, o, si prefiere usted llamarla de otro modo, la curiosidad. Hasta el dia en que partí para Atenas, mi único placer habia sido aprender; mi única pena, ignorar. Amaba la ciencia como a una mujer, y nadie habia venido todavía a disputarle mi corazón. En cambio, es preciso convenir que yo no era nada tierno, y que la poesia y Hermann Schultz entraban rara vez por la misma puerta. Me paseaba por el mundo, como en un vasto museo, con la lupa en la mano. Observaba los placeres y los sufrimientos de los demás como hechos dignos de estudio: pero indignos de envidia o de piedad. No envidiaba más a un matrimonio feliz que a una pareja de palmeras acopladas por el viento; sentía idéntica compasión de un corazón desgarrado por el amor, que de un geranio tostado por la helada. Cuando ha disecado uno animales vivos, no queda sensibilidad para los gritos de la carne palpitante. Hubiera estado bien entre el público de un combate de gladiadores.
El amor de Fotini por John Harris hubiese apiadado a cualquiera que no hubiese sido naturalista.
La pobre criatura amaba a tontas y a locas, según la bella expresión de Enrique IV, y podía esperarse que su amor seria vano. Era demasiado tímida para dejar que su amor se transparentase, y John demasiado atolondrado para adivinarlo. Aunque hubiese notado algo, ¿cómo podía esperarse que se interesase por una feucha ingenua de las orillas del Iliso? Fotini pasó con él otros cuatro dias, los cuatro domingos de abril. Le miró de la mañana a la tarde con ojos lángidos y desesperados; pero nunca se atrevió a abrir la boca en su presencia. Harris silbaba tranquilamente; Dimitri gruñia como un perro jo ven, y yo observaba sonriendo esta extraña enfermedad de que mi constitución me había preservado siempre.
Mi padre me escribió por aquellos días para decirme que los negocios iban bastante mal, que los viajeros eran escasos, que la vida estaba cara, que nuestros vecinos de enfrente acababan de emigrar, y que si yo habia encontrado una princesa rusa no podia hacer nada mejor que casarme con ella sin tardanza. Le respondi que no me habia tropezado con nadie a quien seducir, como no fuese la hija de un pobre coronel griego; que ella se hallaba seriamente enamorada, pero no de mi; que un poco de maña podría hacerme su confidente, pero que nunca sería su marido. Por lo demás, mi salud era buena, y mi herbario, magnifico. Mis investigaciones, limitadas hasta aquel momento a los alrededores de Atenas, se podrian extender pronto más lejos. La seguridad renacia; los bandoleros habian sido derrotados por los gendarmes, y todos los periódicos anunciaban la dispersión de la banda de Hadgi—Stavros Dentro de un mes, lo más tarde, podria ponerme en camino de vuelta para Alemania, y solicitar un puesto que nos proporcionase el pan a toda la familia.
Habiamos leido, el domingo 28 de abril, en El Siglo, de Atenas, la gran derrota del Rey de las montañas. Los informes oficiales decian que el gran bandolero habia tenido veinte hombres fuera de combate; que su campamento habia sido quemado; que el resto de la partida quedaba disperso, y que la gendarmería lo habia perseguido hasta los pantanos de Maratón. Estas noticias, muy agradables para todos los extranjeros, parecian haber ocasionado menos satisfacción a los griegos, y particularmente a nuestros patronos. En Cristódulo, para ser un teniente de la falange, se echaba de menos el entusiasmo, y la hija del coronel Juan había estado a punto de llorar al oir la derrota del bandido. Harris, que había llevado el periódico, no disimulaba su alegría. En cuanto a mí, el suceso me hacía dueño del campo y me proporcionaba un gran contento. El 30, por la mañana, me puse en camino con mi caja y mi bastón. Dimitri me despertó a las cuatro. El ioa a recibir órdenes de una familia inglesa, llegada algunos días antes al Hotel de los Extranjeros.
Bajé por la calle de Hermes hasta la plaza de la Bella Grecia, y tomé la calle de Eolo. Al pasar ante la plaza de los cañones, saludé la pequeña artilleria del reino, que dormita bajo un cobertizo, soñando la toma de Constantinopla, y llegué en cuatro zancadas al paseo de Patissia. Las melias que la bordean por los dos lados comenzaban a entreabrir sus flores olorosas. El cielo, de un azul profundo, blanqueaba ligeramente entre el Himeto y el Pentélico. Ante mí, en el horizonte, las cimas del Parnés se alzaban como una muralla desmantelada: alli estaba el objeto de mi viaje. Bajé por un atajo hasta la casa de la condesa Yantha Theotoki, ocupada por la legación de Francia; bordeé los jardines del principe Miguel Sutzo y la Academia de Platón, rifada hace algunos años por un presidente del Areópago, y entré en el bosque de olivos. Los tordos madrugadores y los mirlos, sus primos hermanos, saltaban en el follaje argentado, y charlaban alegremente sobre mi cabeza.
A la salida del bosque, atravesé grandes campos de cebada verde, donde los caballos del Atica, cortos y rechonchos, como en el friso del Partenón, se consolaban del forraje seco y de la alimentación ardorosa del invierno. Bandadas de tórtolas huían cuando yo me acercaba, y las alundras moñudas subian verticales en el cielo como cohetes. De vez en cuando una indolente tortuga cruzaba por mi camino, con su casa a cuestas. Me detenia, la volvia sobre la espalda y proseguia mi camino dejándole el honor de salir del paso. Después de dos horas de marcha, entré en el desierto. Las huellas de cultivo desaparecían; no se veía por el suelo árido más que mechones de hierba raquítica, bulbos de ornitógalo, o largos tallos de asfódelos desecados. El sol se alzaba en el horizonte, y se veia claramente los abetos que erizan los costados del Parnés. El sendero que habia tomado no era un guia muy seguro; pero me encaminaba hacia un grupo de casas dispersas en la falda de la montaña, y que debian ser la aldea de Castia.
Atravesé de una zancada el Cefiso Eleusiniano, con gran escándalo de las pequeñas tortugas planas, que saltaban al agua como simples ranas. Cien pasos más lejos, el camino se pierde en un barranco ancho y profundo, excavado por las lluvias de dos o tres mil inviernos. Supuse, con alguna razón, que el barranco debia ser el camino. Habia notado en mis excursiones precedentes que los griegos se dispensan de trazar un camino siempre que el agua ha querido buenamente encargarse de la obra. En este pais, en que el hombre contraría poco el trabajo de la naturaleza, los torrentes son carreteras generales; los arroyos, caminos provinciales; los arroyuelos, caminos vecinales. Las tormentas desempeñan el oficio de ingeniero de caminos, y la lluvia, sin necesidad de inspección, se encarga de tener en buen estado las rutas de primero y segun lo orden.
Me meti, pues, en el barranco, y prosegui i paseo entre dos bordes escarpados que me ocultaban la llanura, la montaña y el término de mi viaje. Pero el camino caprichoso daba tantas vueltas, que pronto me fué difícil saber en qué dirección marchaba y si no volvia la espalda al Parnés. El partido más prudente hubiese sido trepar sobre uno de los dos bordes y orientarme en la llanura. Pero los taludes caían a pico; yo estaba cansado, tenía hambre y me encontraba bien a la sombra. Me senté sobre un pedazo de mármol, saqué de mi caja un trozo de pan, una pierna de carnero fría y una calabaza del vino que usted sabe. «Si me encuentro me dije para mis adentros — en un camino, acaso pase alguien y me informaré.» En efecto: cuando cerraba mi cuchillo para tenderme a la sombra, con esa plácida quietud que sigue al almuerzo de los viajeros y de las serpientes, crei escuchar el paso de un caballo. Apliqué el oido a tierra, y reconocí que dos o tres jinetes avanzaban por detrás de mi. Me eché la caja a la espalda, y me preparé a seguirles en caso de que se dirigieran hacia el Parnés. Cinco minutos después vi aparecer dos damas montadas sobre caballos de alquiler y equipadas como inglesas de viaje. Detrás de ellas marchaba uno a pie, a quien reconoci sin trabajo:
era Dimitri.
Usted, que ha corrido algo de mundo, no dejará de haber notado que el viajero se pone siempre en marcha sin ninguna preocupación de las vanidades indumentarias; pero que si se le ocurre tropezar con mujeres, aunque sean más viejas que la paloma del arca, sale bruscamente de esta indiferencia y echa una mirada inquieta sobre su envoltura polvorienta.
Aun antes de distinguir el rostro de las dos amazonas detrás de sus velos de crespón azul, habia yo pasado revista a toda mi persona y había quedado bastante satisfecho. Llevaba el traje que usted ve, y que está todavia presentable, aunque va a hacer pronto dos años que lo llevo. Lo único que he cambiado es el sombrero: una gorra, aunque fuese tan hermosa y tan buena como ésta, no protegeria a un viajero contra los dardos del sol. Entonces llevaba un sombrero de fieltro gris de anchas alas, en el cual no se notaba el polvo.
Me lo quité cortésmente al pasar las dos damas, que no parecieron inquietarse grandemente de mi saludo, y tendi la mano a Dimitri, que me instruyó en pocas palabras de lo que yo queria saber.
—¿Es este el camino del Parnés?
—Sí; nosotros también vamos allá.
—¿Puedo ir con ustedes?
—¿Por qué no?
—¿Quiénes son estas damas?
— Mis inglesas. El milord se ha quedado en el hotel.
—¿Qué clase de gentes son?
— ¡Psch! Banqueros de Londres. La vieja es la señora Simons, de la casa Barley et C.ª; el milord es su hermano, y la señorita es su hija.
—¿Bonita?
—Según los gustos. Yo prefiero a Fotini.
—¿Irán ustedes hasta la fortaleza de File?
Si. Me han tomado por una semana, a diez francos diarios y la comida. Yo seré quien organice los paseos. He principiado por este, porque sabia que me encontraria con usted. Pero ¿qué mosca les pica?
La vieja, aburrida de ver que yo le acaparaba su servidor, habia puesto al trote su cabalgadura en un EL REY DE LAS MONTAÑAS 4 paso por donde, de memoria de caballo, nadie habia trotado nunca. El otro animal, estimulado por el ejemplo, trataba de tomar el mismo paso, y si hubiésemos seguido hablando algunos minutos más, nos hubiésemos quedado muy lejos. Dimitri corrió a juntarse con las damas, y yo oi a la señora Simons decirle en inglés:
—No se aleje usted. Soy inglesa y quiero ser bien servida. No le pago a usted para que vaya de conversación con sus amigos. ¿Quién es ese griego con quien hablaba usted?
—Es un alemán, señora.
—¡Ah!... ¿Qué hace?
—Busca plantas.
—¿Es acaso un boticario?
—No, señora; es un sabio.
—¡Ah!... ¿Sabe inglés?
—Si, señora, muy bien.
—¡Ah!...
Los tres ««jah!» de la vieja señora fueron dichos en tres tonos diferentes, que me hubiese gustado anotar si hubiese sabido música. Por matices muy sensibles, indicaban los progresos que había hecho en la estimación de la señora Simons. No me dirigió, sin embargo, la palabra, y seguí a la pequeña caravana a algunos pasos de distancia. Dimitri no se T'atrevía a hablar conmigo; marchaba delante como un prisionero de guerra. Todo lo que pudo hacer en mi favor fué lanzarme dos o tres miradas que querian decir en francés: «¡Qué impertinentes son estas inglesas!» Miss Simons no volvía la cabeza, y yo me veia imposibilitado de decir en qué su fealdad diferia de la de Fotini. Lo que pude ver sin indiscreción es que la joven inglesa era alta y muy bien formada. Tenía un busto amplio, una cintura redonda como un junco y flexible como una caña. Lo poco que se notaba de su cuello me hubiese hecho pensar en los cisnes del Jardin Zoológico, aun cuando yo no hubiese sido naturalist...
Su madre se volvió para hablarle y yo doblé el paso, con la esperanza de escuchar su voz. ¿No le he advertido a usted que soy apasionadamente curioso? Llegué justamente a tiempo de recoger la conversación siguiente:
—¡Mary Ann!
—¿Mamá?
—Tengo hambre.
—¿Tienes?
—Sí, tengo.
—Yo, mamá, tengo calor.
—¿Tienes?
—Si, tengo.
¿Cree usted que este diálogo eminentemente inglés me hizo sonreír? De ningún modo, amigo miome encontraba bajo el efecto de un sortilegio. La voz de Mary—Ann había seguido yo no sé qué camino para penetrar yo no sé dónde; el hecho es que escuchándola experimentaba como una angustia deliciosa, y me sentia muy agradablemente ahogado. En mi vida había oído algo más juvenil, más fresco, más argentino que esta vocecilla. El sonido de una lluvia de oro al caer sobre el techo de mi padre me hu UNIVERSITY OF ILLINOIS LIBRARY biese de seguro parecido menos dulce. «¡Qué desgracia, me decia para mi, que los pájaros más melodiosos sean necesariame.ite los más feos!» i temía ver su rostro, y me moria por verla de frente: tanto imperio tiene sobre mi la curiosidad.
Dimitri pensaba que las dos viajeras aimorzasen en el khan de Calyvia. Es una posada construída con tablas mal ajustadas: pero en toda estación puede encontrarse en ella un pellejo de vino resinoso, una botella de rhaki, es decir, de anisado; pan moreno, huevos, y todo un regimiento de gallinas venerables que por virtud de la metempsicosis quedan transformadas en pollos. Des graciadamente, el khan estaba desierto y la puerta cerrada. A esta noticia, la señora Simons riñó agriamente a Dimitri, y al volverse atrás me mostró un rostro tan anguloso como la hoja de un cuchillo de Sheffield y dos filas de dientes semejantes a empalizadas.
—Soy inglesa—decia—y tengo la pretensión de comer cuando siento hambre.
—Señora— replicó humildemente Dimitri—, almorzará usted dentro de media hora en la aldea de Castia.
Yo, que me habia desayunado, me entregué a reflexiones me' ancólicas sobre la fealdad de la señora Simons, y murmuré entre dientes un aforismo de la gramática de Fragman: «Cuál la madre, tal la hija»; Qualis mater, talis filia. Desde el khan hasta la aldea, el camino es particularmente detestable. Es una rampa estrecha entre una roca a pico y un precipicio que daria vértigo a las cabras monteses mismas. La señora Simons antes de penetrar por este sendero diabólico donde los caballos no encontraban más que el sitio preciso para sus cuatro herraduraspreguntó si no habia otro camino.
—Soy inglesa—dijo—y no estoy hecha a rodar por los precipícios.
Dimitri hizo el elogio del camino; aseguraba que había otros en el reino cien veces peores.
—Al menos—replicó la buena señora—, tenga usted la brida de mi caballo. Pero ¿qué va a ser de mi hija? ¡Guie usted el caballo de mi hija! Sin embargo, es preciso que yo no me rompa la cabeza. ¿No podría usted sujetar los dos caballos al mismo tiempo? Este sendero es verdaderamente detestable. Acaso sea bueno para los griegos, pero no está hecho para inglesas. ¿No es cierto, caballero? — añadió dirigiéndose graciosamente hacia mi.
Regular o no, mi presentación estaba hecha. Un personaje bien conocido en las novelas de la Edad Media, y que los poetas del siglo XIV llamaban Peligro, se había encargado de hacerla. Me incliné con toda la elegancia que la naturaleza me ha concedido, y respondi en inglés:
—Señora, el camino no es tan malo como parece a primera vista. Esos dos caballos tienen el pie seguro; los conozco por haberlos montado. En fin, disponen ustedes de dos guías si quieren ustedes permitir lo: Dimitri para usted, y yo para la señorita » Tan pronto dicho como hecho: sin esperar la respuesta, me adelanté audazmente y cogi la brida del caballo de Mary—Ann, volviéndome hacia ella; y como su velo azul acababa de volarse hacia atrás, vi la cara más adorable que jamás ha podido trastornar el espíritu de un naturalista alemán.
Un encantador poeta chino, el célebre A. Scholl, pretende que todo hombre tiene e. el corazón un rosario de huevos, cada uno de los cuales contiene un amor. Para romper la cáscara basta la mirada de una mujer. Soy demasiado sabio para ignorar que esta hipótesis no descansa sobre ninguna base sólida, y que se halla en contradicción formal con todos los hechos revelados por la anatomia. Con todo, debo decir que la primera mirada de mis Simons me causó una sensible sacudida en la parte del corazón. Senti un estremecimiento completamente desusado, y que no tenía, sin embargo, nada de doloroso, y me pareció que algo se había roto en la caja ósea de mi pecho, debajo del hueso llamado esternón. En el mismo instante corrió mi sangre con ritmo viclento y mis sienes palpitaron con tanta fuerza, que podia contar las pulsaciones.
¡Qué ojos tenía, mi querido amigo! Deseo, para su tranquilidad, que no encuentre usted nunca otros parecidos. No eran de un tamaño sorprendente y no desarmonizaban con el resto de la cara. No eran ni azules ni negros, sino de un color especial y propio, hecho para ellos, y molido expresamente en un rincón de la paleta: un castaño oscuro ardiente y aterciopelado, que no se encuentra más que en el granate de Siberia y en ciertas flores de los jardines.
Le enseñaré a usted una escabiosa y una variedad de malvarrosa casi negra, que recuerdan, sin igualarlo, el matiz maravilloso de sus ojos. Si alguna vez ha visitado usted fraguas a media noche, habrá podido notar el resplandor extraño que proyecta una placa de acero calentado al rojo—oscuro; tal era justamente el color de su mirada; su encanto, ninguna comparación podria traducirlo. El encanto es un don reservado a un corto número de individuos del reino animal. Los ojos de Mary—Ann tenian un no sé qué ingenuo y espiritual, una vivacidad cándida, un chisporroteo juvenil y saludable, y a veces una languidez conmovedora. Toda la ciencia de la mujer y toda la inocencia de la niña se leian en ellos como en un libro; pero se hubiese uno quedado ciego de leer largo tiempo en ese libro. Su mirada quemaba, tan verdad como me llamo Hermann. Hubiera bastado para madurar los melocotones de la huerta ¡Cuando pienso que el pobre Dimitri la encontraba menos bella que Fotini! ¡Verdaderamente el amor es una enfermedad que atonta de un modo singular a sus enfermos! Yo, que no he perdido nunca el uso de mi razón y que juzgo todas las cosas con la sabia indiferencia del naturalista, le certifico que el mundo no ha visto nunca una mujer comparable a MaryAnn. Quisiera poder enseñarle a usted su retrato tal como ha permanecido grabado en el fondo de mi memoria. Vería qué largas eran sus pestañas, cómo sus cejas trazaban una curva graciosa por encima de los ojos, qué mona era su boca, cómo reia al sol el esmalte de sus dientes, qué rosada y transparente era su oreja menuda. He estudiado su belleza en los menores detalles, porque tengo el espíritu analitico y el hábito de la observación. Uno de los rasgos que me han impresionado más en ella era la finura y transparencia de la piel; su epidermis era más fina que la pelicula aterciopelada que envuelve los hermosos frutos. Los colores de sus mejillas parecian hechos con ese polvo impalpable que pinta las alas de las mariposas. Si no hubiese yo sido doctor en ciencias naturales, hubiera temido que el roce de su velo se llevase el frágil brillo de su belleza. No sé si a usted le gustan las mujeres pálidas, y no quisiera herir sus ideas, si por acaso le impresiona ese género de elegancia moribunda que ha estado en moda durante cierto tiempo: pero, en mi calidad de sabio, nada admiro tanto como la salud, esa alegria de la vida. Si alguna vez hago la carrera de médico, seré un hombre muy útil a las familias, pues es seguro que no me enamoraré nunca de una de mis enfermas. La vista de un lindo rostro, sano y vivo, me produce casi tanto placer como el hallazgo de un bello arbusto vigoroso, cuyas flores se abren alegremente al sol, y cuyas hojas no han sido nunca atacadas ni por las orugas ni por los saltones. Y cuando vi por primera vez el rostro de Mary Ann, senti una violenta tentación de decirle «¡Señorita, muchas gracias por la salud espléndida que usted respira! » Se me ha olvidado decirle que las líneas de su rostro carecian de regularidad, y que no tenía un perfil de estatua. Fidias acaso se hubiese negado a hacer su busto; pero vuestro Pradier le hubiese pedido de rodillas algunas sesiones. Confesaré, a riesgo de destruir sus ilusiones, que tenía en la mejilla izquierda un hoyuelo que faltaba por completo en su mejilla derecha: cosa contraria a todas las leyes de la simetría. Sepa usted, además, que su nariz no era recta ni aguileña, sino francamente arremangada a la francesa. Pero lo que negaría hasta el cadalso es que esta conformación la hiciese menos bonita. Era tan bella como las estatuas griegas, pero lo era de diferente modo. La belleza no se mide por un tipo inmutable, aunque Platón lo haya afirmado en sus divagaciones sublimes. Varia según los tiempos, según los pueblos y según la cultura de los espiritus. La Venus de Milo era hace dos mil años la más hermosa muchacha del archipiélago: no creo que fuese en 1856 la más bonita mujer de Paris.
Llevadla a casa de una costurera de la plaza de Vendôme y a casa de una modista de la calle de la Paz.
En todos los salones en que la presentéis tendrá meuos éxito que la señora Fulana o Zutana, que tiene los rasgos menos perfectos y la nariz menos recta.
Cabía admirar a una mujer geométricamente bella en tiempos en que la mujer no era más que un objeto de arte destinado a halagar los ojos, sin decir nada al espíritu; un pájaro del paraíso, cuyo plumaje se contemplaba sin invitarle a cantar nunca. Una hermosa ateniense era tan bien proporcionada, tan blanca y tan fria como la columna de un templo. El señor Mérinay me ha hecho ver en un libro que la columna jónica no era más que una mujer disfrazada. El pórtico del Erecteon en la Acrópolis de Ate nas descansa todavia sobre cuatro atenienses del siglo de Pericles. Las mujeres de hoy son pequeñas criaturas aladas, ligeras y, sobre todo, pensantes, creadas no para llevar templos en sus cabezas, sino para despertar el genio, para alegrar el trabajo, para animar el valor y para alumbrar el mundo con los destellos de su espíritu. Lo que amamos en ellas, lo que constituye su belleza, no es la regularidad acompasada de sus rasgos, sino la expresión viva y móvil de sentimientos más delicados que los nuestros; la radiación del pensamiento alrededor de esta frágil envoltura que no basta para contenerlo; el juego petulante de una fisonomia despierta. No soy escultor; pero si supiese manejar el desbastador y me encargasen la estatua alegórica de nuestra época, le juro a usted que tendria un hoyuelo en la mejilla izquierda y la nariz arremangada.
Llevé a Mary—Ann hasta la aldea de Castia. Lo que me dijo a lo largo del camino, y lo que yo le pude responder, no ha dejado más huellas en mi espiritu que en el aire el vuelo de una golondrina. Su voz sonaba tan dulce, que acaso no he escuchado lo que me decía. Me hallaba como si asistiera a la Opera, donde la música no permite a menudo compren., der la letra.
Y, sin embargo, todas las circunstancias de esta primera entrevista han quedado imborrablemente grabadas en mi espiritu. No tengo más que cerrar los ojos para creer que me encuentro alli todavía.
El sol de abril lanzaba ligeramente sus dardos sobre mi cabeza. Por encima y por debajo del camino. los árboles resinosos de la montaña expandian sus aromas en el aire. Los pinos, las tuyas y los terebintos parecían quemar un incienso áspero y rústico al paso de Mary—Ann. Ella aspiraba con dicha visible esta esplendidez olorosa de la naturaleza.
Su naricilla insolente agitaba las aletas y se estremecía, sus ojos, sus hermosos ojos corrian de un objeto a otro con un placer resplandeciente. Viéndola tan bonita, tan viva y tan feliz, la hubiese usted creido una driada escapada del árbol. Veo todavia desde aquí el caballo que montaba: era el Psari, un caballo blanco del picadero de Zimmerman. Su traje de amazona era negro; el de la señora Simons, que me cerraba el horizonte, de una excentricidad que atestiguaba la independencia de su gusto. La señora Simons tenia un sombrero negro, de esa forma absurda y desagradable que han adoptado los hombres en todos los países; su hija llevaba el sombrero de fieltro gris, caracteristico de las heroinas de la Fronda. Una y otra llevaban guantes de gamuza. La mano de Mary Ann era un poco grande, pero admirablemente formada. En cuantoa mí, nunca he podido llevar guantes. ¿Y usted?
La aldea de Castia se encontraba desierta como el khan de Calyvia. Dimitri no se explicaba lo que ocurría. Echaron pie a tierra cerca de la fuente, delante de la iglesia. Cada uno de nosotros fué a llamar de puerta en puerta: ni un alma. Nadie en casa del papas, nadie en casa del paredro. La autoridad se había trasladado siguiendo a la población.
Todas las casas del pueblo se componen de cuatro muros y un tejado, con dos aberturas, de las cuales una sirve de puerta y otra de ventana. El pobre Dimitri se tomó el trabajo de derribar dos o tres puertas y cinco o seis contraventanas para tener la seguridad de que los habitantes no se habían dormido en sus casas. Pero no consiguió más que poner en libertad un desgraciado gato olvidado por su amo, y que partió como una flecha con rumbo al monte.
Esto hizo ya perder la paciencia a la señora Simons.
— Soy inglesa — dijo a Dimitri — y nadie se burla de mi impunemente. Me quejaré en la legación.
¡De modo que le tomo a usted para un paseo por la inontaña, y me hace usted viajar entre precipicios!
¡Le mando que traiga provisiones, y me expone a morir de hambre! ¡Debíamos desayunar en el khan, y el khan estå abandonado! ¡Tengo la constancia de seguirle a usted en ayunas hasta esta horrible aldea, y todos los campesinos se han marchado!
Esto no es natural. He viajado por Suiza; Suiza es un país de montañas, y, sin embargo, nada me ha faltado; siempre he almorzado allí a mi hora; he comido truchas, ¿entiende usted?
Mary—Ann intentó calmar a su madre, pero la buena señora no prestaba oidos a nada. Dimitri le explicó como pudo que los habitantes eran casi to dos carboneros y que su profesión los dispersaba por la montaña. En todo caso, no se había aún per dido el tiempo; no eran más de la ocho, y a diez minutos de marcha él estaba seguro de encontrar una casa habitada y un almuerzo ya preparado.
—¿Qué casa? — preguntó la señora Simons.
La quinta del convento, Los monjes del Pentélico tienen vastos terrenos por encima de Castia, donde crian abejas. El buen viejo que cultiva la finca tiene siempre vino, pan, miel. gallinas; él nos dará de comer.
— ¿No habrá salido como todo el mundo?
— Si ha salido, no estará lejos. El tiempo de los enjambres se aproxima y no puede apartarse mucho de sus colmenares.
Vaya usted a ver; yo he viajado bastante desde esta mañana. Hago voto de no montar de nuevo a caballo antes de haber comido.
—Señora, no necesitará usted montar de nuevo a caballo — replicó Dimitri, paciente como un guia —.
Podemos atar nuestros animales al abrevadero, y llegaremos más pronto a pie.
Mary—Ann decidió a su madre. Tenía unas ganas locas de ver al buen viejo y a sus rebaños alados.
Dimitri fijó los caballos al lado de la fuente, poniendo sobre cada brida una gruesa piedra. La señora Simons y su hija se alzaron sus amazonas, y nuestra pequeña hueste se entró por un sendero escarpado, muy agradable de seguro para las cabras de Castia. Todos los lagartos verdes que estaban calentándose al sol se retiraron discretamente al aproximarnos, pero cada uno de ellos arrancó un chillido a la buena señora Simons, que no podía sufrir a los animales rampantes. Después de un cuarto de hora de vocalizaciones, tuvo al fin la alegria de ver una casa abierta y un rostro humano. Eran la quinta y el buen viejo.
La quinta era un pequeño edificio de ladrillos rojos, coronado por cinco cúpulas, ni más ni menosque una mezquita de aldea. Vista de lejos, no carecia de cierta elegancia. Limpio por fuera, sucio por dentro; es la divisa de Oriente. En los alrededores, al abrigo de un monticulo erizado de tomillo, se veían colmenas de paja puestas en tierra de cualquier modo y alineadas con una cuerda como las tiendas de un campamento. El rey de este imperio, el buen viejo, era un joven de veinticinco años, pequeño, regordete y vivaracho. Todos los monjes griegos disfrutan del titulo honorifico de buen viejo, sin que la edad tenga nada que ver con ello. Estaba vestido como un aldeano; pero su gorro, en lugar de ser rojo, era negro, y por esta señal lo reconoció Dimitri.
Al vernos llegar el hombrecito, levantó los brazos al cielo y dió señales de una estupefacción profunda.
¡Vaya un tipo extravagante! — exclamó la señora Simons. ¿De qué se asombra tanto? ¡Parece como si no hubiese visto nunca inglesas!
Dimitri, que corría a la cabeza, le besó la mano al monje y le dijo con una curiosa mezcla de respeto y familiaridad:
— Bendígame usted, padre. Tuércele el pescuezo a dos pollos, que se te pagarán biendijo el monje—, ¿qué vienen ¡Desgraciados!
ustedes a hacer por aquí?
— A almorzar.
1 —¿No has visto, pues, que el khan de abajo estaba abandonado?
— Si, lo he visto perfectamente.
¿Y que la aldea estaba desierta?
Si me hubiese tropezado en ella con alguien, no hubiese trepado hasta aqui.
—¿Estás, pues, de acuerdo con ellos?
—¿Ellos? ¿Quiénes?
—¡Los bandidos!
—¿Hay bandidos en el Parnés?
— Desde anteayer.
— ¿Dónde están?
En todas partes.
Dimitri se volvió vivamente hacia nosotros y nos dijo:
No tenemos un minuto que perder. Los bandidos están en la montaña. Corramos a nuestros caballos. Un poco de valor, señoras, y aprieten el paso, hagan el favorgritó la señora Si¡Esto ya es demasiado!
mons. ¡Sin haber almorzado!
63 — Señora, su almuerzo podria costarnos caro.
¡Vamos de prisa, por amor de Dios!
— ¡Pero esto es ya una conspiración! ¡Usted ha jurado matarme de hambre! ¡Ahora sale con los bandidos! ¡Como si hubiese bandidos! ¡No creo en los bandidos! ¡Todos los periódicos dicen que ya no los hay! ¡Además, soy inglesa, y si alguien tocase un pelo de mi cabeza...!
Mary—Ann estaba mucho menos segura. Se apoyó en mi brazo y me preguntó si yo creía que estuviésemos en peligro de muerte.
— De muerte, no. De robo, si..
— ¿Qué me importa?—replicó la señora Simons—.
Que me roben todo lo que llevo encima y que me den de almorzar.
He sabido más tarde que la pobre mujer estaba sujeta a una enfermedad bastante rara, que el vulgo llama hambre canina, y que nosotros los sabios hemos bautizado con el nombre de bulimia. Cuando el hambre se apoderaba de ella, hubiese dado su fortuna por un plato de lentejas.
Dimitri y Mary—Ann la cogieron cada uno por una mano y la arrastraron hasta el sendero por donde habiamos subido. El frailecillo la seguia gesticulando, y yo sentía una violenta tentación de empujarla por detrás; pero un pequeño silbido claro e imperativo nos dejó a todos clavados en el suelo.
¡St, st!
Levanté los ojos. Dos bosquecillos de lentiscos y madroños se apretaban a ambos lados del camino.
De cada matorral salian tres o cuatro cañones de fusil. Una voz gritó en griego:
Siéntense en el suelo.
Esta operación me resultó tanto más fácil, cuanto que mis piernas se me doblaban ya involuntariamente. Pero me consolé pensando que Ayax, Agamenón y el fogoso Aquiles, si se hubiesen visto en situación semejante, no hubiesen rehusado el asiento que se me ofrecia.
Los cañones de los fusiles bajaron hacia nosotros.
Creí ver que se alargaban desmesuradamente y que sus extremidades venian a juntarse en torno de nuestras cabezas. No es que el miedo me turbase la vista; pero nunca habia notado de una manera tan sensible la longitud desesperante de los fusiles griegos. Todo el arsenal desembocó en seguida en el camino, y cada cañón mostró su culata y su dueño.
La única diferencia que existe entre los diablos y los bandidos es que los diablos son menos negros de lo que se dice, y los bandidos, más sucios de lo que se supone. Los ocho facinerosos que se pusieron en círculo, en torno de nosotros eran de una tal suciedad, que yo hubiese deseado darles mi dinero con pinzas. Con un poco de esfuerzo se adivinaba que sus gorros habían sido rojos. Pero ni la misma lejía hubiese podido encontrar el color originario de sus trajes. Todas las rocas del reino habían comunicado su color a sus faldillas de percal, y sus chaquetas conservaban una muestra de los distintos terrenos sobre los cuales habían descansado. Sus manos, sus rostros y hasta sus bigotes eran de un gris rojizo, como el suelo que los sostenía. Cada animal se colorea según su domicilio y sus costumbres: las zorras de Groenlandia son de color de nieve; los leones, color del desierto; las perdices, color de surco, y los bandidos griegos, color de carretera.
El jefe de la pequeña tropa que nos habia hecho prisioneros no se distinguia por ninguna señal exterior. Sin embargo, acaso su rostro, sus manos y su traje eran más ricos en polvo que los de sus camaradas. Se inclinó hacia nosotros desde lo alto de su estatura elevada, y nos examinó tan de cer a, que senti el roce de sus bigotes. Parecia tigre que huele EL REY DE LAS MONTAÑAS 5 su presa antes de saborearla. Una vez satisfecha su seguridad, dijo a Dimitri:
—Vacia tus bolsillos.
Dimitri no dejó que se lo repitieran dos veces, y arrojó al suelo un cuchillo, una bolsa de tabaco y tres duros mejicanos, que componian una suma de unos diez y seis francos.
—¿Es esto todo?—preguntó el bandido.
—Si, hermano.
—¿Tú eres el criado?
—Si, hermano.
— Coge uno de los duros. No debes volver a la ciudad sin dinero.
Dimitri regateó.
—Ya podías dejarme dos — dijo. Tengo abajo dos caballos. Han sido alquilados en el picadero.
Tendré que pagar el alquiler del dia.
—Explicarás a Zimmermann que te hemos cogido el dinero.
" —¿Y si a pesar de todo quiere que le pague?
—Respóndele que se contente con haber recobrado los caballos.
—El sabe perfectamente que ustedes no cogen los caballos. ¿Para qué les servirían en la montaña?
—¡Basta! Dime quién es este hombre alto y flaco que está a tu lado.
Yo mismo le respondi:
—Un honrado alemán, cuyos despojos no le harán a usted rico.
—Hablas bien el griego. ¡Vacía tus bolsillos!
Deposité sobre el camino una veintena de francos, mi tabaco, mi pipa y mi pañuelo.
—¿Qué es esto?—preguntó el gran inquisidor.
—Un pañuelo.
—Para qué?
—Para limpiarme las narices.
—¿Por qué me has dicho que eras pobre? Solamente los milores se limpian las narices con pañuelos.
Quitate la caja que tienes a la espalda. ¡Bien!
¡Abrela!
Mi caja contenia algunas plantas, un libro, un cuchillo, un pequeño paquete de arsénico, una cantimplora casi vacia y los restos de mi almuerzo, que encendieron una mirada de codicia en los ojos de la señora Simons. Tuve el atrevimiento de ofrecérsclos antes de que mi equipaje cambiara de dueño. Ella los aceptó glotonamente, y se puso a devorar el pan y la carne. Con gran asombro mio, este apetito escandalizó a nuestros ladrones, que murmuraron entre ellos la palabra cismática. El fraile se persignó media docena de veces, según el rito de la iglesia griega.
—Tú debes de tener un reloj—me dijo el bandido; ponlo con lo demás.
Entregué mi reloj de plata, una alhaja hereditaria que pesaba cuatro onzas. Los malvados se la pasaron de mano en mano, y la encontraron muy hermosa. Yo esperaba que la admiración, que hace mejores a los hombres, los dispondría a devolverme algo, y supliqué al jefe que me dejase mi caja de latón. Pero él me impuso rudamente silencio.
¡Al menos— le dije —, entrégame dos escudos para volver a la ciudad!
Me respondió con un tono sardónico:
—No los necesitarás.
Le había llegado el turno a la señora Simons. Antes de poner la mano en su bolsillo interpeló a nuestros vencedores en ia lengua de sus mayores. El inglés es uno de los raros idiomas que se puede hablar con la boca llena.
—Reflexionen ustedes bien lo que van a hacer—dijo con un tono amenazador—. Soy inglesa, y los ciudadanos ingleses son inviolables en todas las partes del mundo. Lo que me cojan les servirá de poco y les costará caro. Inglaterra me vengará y seréis todos colgados, por lo menos. Ahora, si quiere usted mi dinero, no tiene más que hablar; pero le quemará las manos: ¡es dinero inglés!
¿Qué dice? —preguntó el orador de los bandidos.
Dimitri respondió:
—Dice que es inglesa.
—¡Mejor! Todos los ingleses son ricos. Dile que haga lo mismo que vosotros.
4 La pobre señora vació sobre la arena una bolsa que contenia doce soberanos. Como su reluj no se veía por fuera y no parecian pensar en registrarnos, lo conservó. La clemencia de los vencedores le dejó su pañuelo de bolsillo.
Mary—Ann arrojó su reloj juntamente con toda una colección de amuletos contra el mal de ojo. Con un movimiento lleno de gracia traviesa, lanzó ante si un saco de piel de zapa que llevaba en bandolera. El bandido lo abrió con una diligencia de aduanero. Sacó un pequeño neceser inglés, un frasco de sales inglesas, una caja de pastillas de menta inglesa y álgunos francos en dinero inglés.
—Ahora—dijo la bella impaciente—, puede usted dejarnos marchar: no podemos darles nada más.
Con un gesto amenazador se le indicó que la sesión no estaba levantada. El jefe de la banda se puso en cuclillas delante de nuestro despojos, llamó al buen viejo, contó el dinero en su presencia, y le entregó una suma de cuarenta y cinco francos. La señora Simons me empujó con el codo:
—Ya ve usted que el monje y Dimitri nos han entregado: entran a la parte.
—No, señora—repliqué yo enseguida —. Dimitri no ha recibido más que una limosna de lo que le habian robado. Es una cosa qne se hace en todas partes. A orillas del Rhin, cuando un viajero se n arruinado en la ruleta, el empresario del juego le da una cantidad para que vuelva a casa.
—Pero ¿y el monje?
—Ha percibido el diezmo del botín en virtud de un uso inmemorial. No se lo eche usted en cara, sino más bien agradézeale que haya querido salvarnossiendo así que su convento estaba interesado en nuestra captura.
Esta discusión fué interrumpida por la despedida de Dimitri. Acababan de devolverle la libertad.
—Espérame—le dije—; volveremos juntos.
El movió tristemente la cabeza, y me respondió que las damas le comprendiesen:
—Ustedes se quedan prisioneros por algunos dias, y no volverán a Atenas hasta haber pagado el rescate. Yo voy a avisar al señor. ¿Tienen estas señoras algunos encargos que darme para él?
—¡Digale—gritó la señora Simons—que corra a la embajada, que vaya en seguida al Pireo a ver al almirante, que se queje al Foreign—Office y que escriba a lord Palmerston! Nos arrancarán de aqui por la fuerza de las armas o por la autoridad de la politica; pero que no paguen de ningún modo un penique por mi libertad.
—Por mi parte—añadí sin tanta cólera—, te ruego que digas a mis amigos en qué manos me has dejado. Si es preciso algunos centenares de draemas para rescatar a un pobre diablo de naturalista, los encontrarán sin dificultad. Estos señores del camino real no habrán de cotizarme muy alto. Me entran ganas de preguntarles, mientras están todavia ahi, en cuánto me tasan.
—Inútil, querido señor Hermann; no son ellos los que fijarán su rescate.
—¿Y quién, pues?
—Su jefe, Hadgi—Stavros.