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La vida de los insectos/I

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I


El escarabajo sagrado.

La construcción del nido, salvaguardia de la familia, da la más elevada expresión de las facultades instintivas. El ave, ingenioso arquitecto, nos lo enseña, y el insecto, todavía más diversificado en sus talentos, nos lo repite, diciéndonos: «La maternidad es la soberana inspiradora del instinto.» Encargada de la permanencia de la especie, de más grave interés que la conservación del individuo, la maternidad despierta previsiones maravillosas en el más soñoliento intelecto; es el foco, tres veces santo, en donde se incuban para brotar después súbitamente esos inconcebibles resplandores psíquicos que nos ofrecen el simulacro de una razón infalible. Cuanto más se afirma la maternidad, más se eleva el instinto.

Los más dignos de nuestra atención en este concepto son los himenópteros, a los que incumben en su plenitud los cuidados de la maternidad. Todos estos privilegiados de las aptitudes instintivas preparan para su descendencia víveres y cobijo. Son maestros en multitud de industrias, ejercidas en intención de una familia que jamás verán con sus ojos de facetas, y que, sin embargo, conoce muy bien la previsión maternal. Uno se hace tejedor de telas, y enfurte odres de algodón en rama; otro se establece de cestero, y trenza canastillas con pedazos de hojas; éste se hace albañil, edifica habitaciones de cemento y cúpulas de guitarrillos; aquél monta un taller de cerámica, en que el barro se modela en elegantes ánforas, jarras y panzudas ollas; esotro se dedica al arte de la minería, y abre en el suelo misteriosos hipogeos de tibias humedades. Para la preparación de la vivienda pónense en obra mil y mil artes análogas a las nuestras, y a veces hasta desconocidas por nuestra industria. Después vienen los víveres de las crías futuras: montones de miel, pasteles de polen, conservas de caza sabiamente aletargada. En semejantes trabajos, cuyo exclusivo objeto es el porvenir de la familia, brotan las más altas manifestaciones del instinto, bajo el estimulante de la maternidad.

En el resto de la serie entomológica los cuidados maternales son, en general, muy sumarios. En el mayor número de casos todo se reduce, poco más o menos, a depositar los huevecillos en lugares propicios, en que la larva, a su costa y riesgo, pueda encontrar cobijo y alimento. Con esta rusticidad de crianza está demás el talento. Licurgo desterraba de su república las artes, por motivos de molicie. De igual manera están desterradas las inspiraciones superiores del instinto en los insectos criados a la espartana. Y es tan cierto que la familia es fuente de perfeccionamiento, así para el animal como para nosotros, que cuando la madre se exime de las dulces solicitudes de la cuna, las prerrogativas de la inteligencia, las mejores de todas, se aminoran y se extinguen.

Si el himenóptero, cuidadoso en extremo de su descendencia, nos maravilla, los demás, abandonando la suya a las eventualidades de la fortuna, buena o mala, comparados con aquéllos, nos parecen de mediano interés. Mas estos otros son casi todos; que yo sepa, en la fauna de nuestros países no hay mas que, otro ejemplo de insectos que preparan a sus familias víveres y alojamiento, como lo hacen los colectores de miel y los que entierran a esportillas la caza.

Y, cosa extraña, estos émulos en delicadezas maternas de la gente apiaria que liba en las flores son cabalmente los escarabajos peloteros, explotadores de basura, saneadores de los céspedes contaminados por el rebaño. De manera que para volver a encontrar madres abnegadas y de fértiles instintos hay que pasar de las corolas perfumadas del jardín al montón de boñigas dejadas por el mulo en la carretera. En la Naturaleza abundan semejantes antítesis. ¿Qué es para ella lo que nosotros reputamos feo o bello, limpio o sucio? Con la inmundicia crea la flor; de un poco de estiércol nos extrae el grano bendito del trigo.

Los escarabajos peloteros, a pesar de su puerco trabajo, ocupan muy honroso rango. Con su tamaño, aventajado en general; su vestido severo, de brillo irreprochable; su apostura repleta, recogida en su corto espesor, y su extraña ornamentación, ya de la frente, ya del tórax, hacen excelente figura en las cajas del coleccionista, especialmente cuando a nuestras especies, casi siempre de color negro de ébano, se añaden algunas especies tropicales en que fulguran los resplandores del oro y las rutilancias del cobre bruñido.

Son huéspedes asiduos de los rebaños, y por eso muchos exhalan suave olorcillo de ácido benzoico, el aroma de los apriscos. Sus costumbres pastoriles llaman la atención de los nomenclaturistas, quienes, poco cuidadosos casi siempre de la eufonía, esta vez han mudado de parecer para poner a la cabeza de sus diagnosis las denominaciones de Melibea, Títiro, Amintas, Corydon, Alexis y Mopsos. Aquí encontramos toda la serie de nombres bucólicos hechos célebres por los poetas de la antigüedad. Las églogas virgilianas han suministrado su vocabulario para la glorificación de los escarabajos peloteros.

¡Qué celo alrededor de una misma boñiga! Los aventureros que acuden de las cuatro partes del mundo jamás pusieron tal fervor en la explotación de un placer californiano. Antes de que el sol apriete, allí están a cientos, grandes y pequeños, todos revueltos, de todas las especies, de todas formas, de todos tamaños, apresurándose por arrancar una parte del pastel común. Los hay que trabajan a cielo abierto y raen la superficie; otros se abren galerías en el espesor mismo del montón en busca de filones más selectos; los hay que explotan la capa inferior para enterrar inmediatamente su botín en el suelo subyacente; y algunos, los más pequeños, desmigan en un lugar apartado un pedazo desprendido de las grandes excavaciones de los colaboradores mayores. Otros, los últimos que llegan, y, sin duda, los más hambrientos, se comen el manjar allí mismo; pero el mayor número de ellos procura establecer un depósito que les permita pasar largos días en la abundancia, en el fondo de un escondrijo seguro. Una boñiga reciente y a punto no se encuentra siempre que se quiere en medio de las estériles llanuras del tomillo; semejante ganga es una verdadera bendición del cielo; sólo a los favorecidos por la suerte puede tocarles tal premio, y, por eso, las riquezas encontradas hoy las guardan prudentemente en almacén. El husmo estercoráceo ha llevado la feliz noticia a un kilómetro a la redonda, y todos acuden a recoger provisiones. Todavía llegan algunos rezagados, volando o a pie.

¿Quién es ése que a pasos menuditos trota hacia el montón, como si temiera llegar demasiado tarde? Sus largas patas se mueven con brusca torpeza, como si las impulsara un mecanismo que el insecto llevase en el vientre, y sus pequeñas antenas rojizas se abren en abanico, signo evidente de inquieta codicia. Por fin llega, pero no sin derribar algunos convidados. Es el escarabajo sagrado—Scarabæus sacer L.—vestido enteramente de negro, el mayor y más célebre de nuestros escarabajos peloteros. El antiguo Egipto lo veneraba, considerándolo como símbolo de la inmortalidad. Ya está en el banquete, mano a mano con sus compañeros, que, valiéndose del plano de sus anchas patas anteriores, dan a golpecitos la última forma a la bolita o la enriquecen con otra capa antes de retirarse e ir a gozar en paz del fruto de su trabajo. Sigamos en todas sus fases la confección de la famosa bola.

La caperuza, es decir, el borde de la cabeza, ancha y plana, está dentada con seis salientes angulares alineados en semicírculo. Este es el instrumento que sirve para excavar y despedazar; el rastrillo, que levanta y rehusa las fibras vegetales no nutritivas, tiene por objeto raer y juntar. De este modo se hace una selección, pues para estos finos conocedores estas últimas operaciones valen más que las otras; ligera selección cuando el escarabajo se ocupa en sus propias vituallas, pero de un escrupuloso rigor cuando hay que confeccionar la bolita materna.

Para sus propias necesidades, el escarabajo es poco exigente; se contenta con una selección poco detenida. La caperuza dentada revienta las boñigas, escarba, elimina y reúne casi al azar. Las patas anteriores concurren poderosamente a la tarea. Son aplastadas, encorvadas en arco de círculo, provistas de fuertes nervios y armadas al exterior de cinco dientes robustos. Si el escarabajo pelotero necesita hacer acto de fuerza, derribar un obstáculo o abrirse camino en lo más espeso de un montón, pone en juego los codos, es decir, despliega a derecha e izquierda sus patas dentadas, y con un golpe vigoroso de rastrillo desmonta un semicírculo. Hecho sitio, las mismas patas ejecutan otro género de trabajo; recogen a brazadas la materia rastrillada por la caperuza y la conducen bajo el vientre del insecto, entre las cuatro patas posteriores, que están formadas para el oficio de tornero. Estas patas, sobre todo las del último par, son largas y delgadas, ligeramente encorvadas en arco y terminadas en una garra muy aguda. Basta verlas para reconocer en ellas un compás esférico que con sus ramas curvas enlaza un cuerpo globuloso a fin de calibrar y corregir su forma. En efecto, el oficio de estas patas es modelar la bola.

Una brazada tras otra, y la materia se va amontonando bajo el vientre, entre las cuatro patas, que, mediante una sencilla presión, le comunican su propia curvatura y le dan una primera forma. Después, y a ratos, desbastada la píldora, se pone en movimiento entre las cuatro ramas del doble compás esférico; gira bajo el vientre del escarabajo pelotero y se perfecciona mediante esta rotación. Si la capa superficial carece de plasticidad y amenaza desconcharse, si algún punto demasiado fibroso no obedece a la acción del giro, las patas anteriores retocan los sitios defectuosos; dando golpecitos con sus anchas palas en la píldora, la nueva capa va tomando cuerpo y empasta en la masa las fibras recalcitrantes.

Maravilla la febril presteza del tornero cuando el sol calienta y la obra urge. El trabajo va de prisa. Lo que antes era una pildorita es ahora una bola del tamaño de una nuez y pronto será del tamaño de una manzana. He visto glotones que hacían bolas como puños.

Dispuestas las provisiones, se trata ahora de retirarse de la refriega y llevar los víveres a lugar conveniente. Y aquí empiezan los rasgos más admirables de las costumbres del escarabajo. En el acto se pone en camino; abraza la esfera con sus dos largas patas posteriores, cuyos garfios terminales, implantados en la masa, sirven de ejes de rotación; se apoya en las patas intermedias, y haciendo palanca con los brazales dentados de las patas anteriores, que se aseguran alternativamente en el suelo, anda a reculones con su carga, con el cuerpo inclinado, la cabeza abajo y el cuarto trasero arriba. Las patas posteriores, órgano principal de la mecánica, están en movimiento continuo; van y vienen, desplazan el garfio para cambiar el eje de rotación, mantener la carga en equilibrio y hacerla avanzar mediante empujes alternativos a derecha e izquierda. De esta manera la bola se encuentra sucesivamente en contacto con el suelo por todos los puntos de su superficie, y esto contribuye a perfeccionar la forma y dar igual consistencia a la capa exterior mediante una presión uniformemente repartida.

¡Adelante! La bola avanza rodando y, aunque con obstáculos, ya llegará. Primer paso difícil: el escarabajo camina a través de un talud, y la pesada masa tiende a seguir la pendiente; pero el insecto, por motivos que él conoce, prefiere cruzar este camino natural, proyecto audaz, cuyo fracaso depende de un paso en falso o de un grano de arena que perturbe el equilibrio. Ya está dado el mal paso, la bola rueda al fondo del valle; el insecto, derribado por el empuje de su carga, patalea, vuelve a ponerse derecho y corre a engancharse. El mecanismo funciona a más y mejor. Pero, mucho ojo, no te atolondres, aturdido; sigue por el fondo del valle y te ahorrarás trabajo y contratiempos; ese camino es bueno y liso, y la píldora rodará por él sin esfuerzo alguno. ¡Que si quieres! El insecto se propone volver a subir el talud que tan fatal le ha sido. Quizá le conviene volver a las alturas. Nada tengo que oponer a ello; la opinión del escarabajo es más clarividente que la mía en lo tocante a la oportunidad de mantenerse en lugar alto. Pero al menos toma ese sendero, que por suave pendiente te conducirá a la altura. Tampoco; si se encuentra cerca de algún talud muy empinado, imposible de subir, ése es precisamente el que prefiere el muy testarudo. Y entonces empieza el trabajo de Sísifo. La bola, enorme carga, es izada penosamente paso a paso, con mil precauciones, hasta una cierta altura, siempre a reculones. No se comprende qué milagro de estática pueda retenerla en la pendiente. Un movimiento mal combinado destruye en un instante el efecto de tantas fatigas; la bola cae arrastrando al escarabajo. Otra intentona de subida, seguida de nueva caída. Vuelta a subir por los pasos difíciles; pero esta vez en mejores condiciones, porque ha sabido rodear prudentemente una maldita raíz de césped que fué causa de las precedentes volteretas. Otro tirón, y ya estamos; pero despacito, muy despacito, pues la rampa es peligrosa y la menor cosa puede comprometerlo todo. En efecto; una pata resbala en un guijarro liso, y la bola cae rodando junto con el escarabajo pelotero. Pero éste, con infatigable obstinación, vuelve a empezar la subida. Diez veces, veinte veces intentará el infructuoso escalo, hasta que su obstinación haya triunfado de todos los obstáculos, o que, pensándolo mejor, y reconociendo la inutilidad de sus esfuerzos, escoja el camino llano.

El escarabajo no trabaja siempre solo en el acarreo de su preciosa bolita; frecuentemente se asocia con un compañero, o, mejor dicho, el compañero se junta con él. He aquí cómo suele ocurrir la cosa. Preparada la bola, un escarabajo sale de entre la multitud y abandona el taller, empujando a reculones su botín. Un vecino, de los últimos que han llegado, y cuya tarea está apenas bosquejada, deja bruscamente su trabajo y corre hacia la bola que rueda a prestar ayuda al feliz propietario, que parece aceptar benévolamente el socorro. En lo sucesivo, los dos compañeros trabajan en calidad de asociados. Y poniendo todos sus esfuerzos, encaminan la píldora a lugar seguro. ¿Acaso hubo pacto en el taller, convenio tácito de repartirse el pastel? ¿Abría el uno ricos filones para extraer de ellos materiales selectos, a fin de unirlos a las provisiones comunes, mientras el otro amasaba y modelaba la bola? Nunca he sorprendido semejante colaboración; siempre he visto a cada escarabajo pelotero ocupado exclusivamente en sus propios quehaceres en el lugar de explotación. Luego el recién venido no tiene derechos adquiridos.

¿Será acaso una asociación de los dos sexos, una pareja que se disponen a vivir juntos? Así lo creí durante algún tiempo. Los dos escarabajos, empujando la pesada pelota con el mismo celo, uno por delante y otro por detrás, me recordaban ciertas parejas que, en tiempos, tocaban el armonio de manubrio. «¿Cómo haremos para subir nuestro ajuar? Tú delante y yo detrás empujaremos el carrito.» Pero el escalpelo me hizo renunciar a este idilio de familia. En los escarabajos no se distinguen los sexos por diferencia alguna exterior. Así, pues, sometí a la autopsia los dos peloteros ocupados en el acarreo de una misma bola, y casi siempre los encontré del mismo sexo.

No hay comunidad de familia ni comunidad de trabajo. ¿Cuál es entonces la razón de la aparente sociedad? Sencillamente una tentativa de robo. El solícito compañero, bajo el falaz pretexto de echar una mano, abriga el proyecto de apoderarse de la bola en la primera ocasión. Hacer la píldora en el montón requiere fatiga y paciencia; cogerla cuando está hecha, o, por lo menos, imponerse como convidado, es cosa más cómoda. A poco que se descuide el propietario, huirá con el tesoro; y si la vigilancia es estrecha, se sentarán los dos a la misma mesa, alegando los servicios prestados. Con semejante táctica se gana siempre, y por eso se ejerce el pillaje como industria de las más fructuosas. Algunos se dedican disimuladamente a ella, como acabo de decir. Acuden a ayudar a un compañero que para nada los necesita, y, bajo las apariencias de caritativo concurso, ocultan indelicadas codicias. Otros, más atrevidos, quizá más confiados en su fuerza, van derechos al bulto y saquean brutalmente.

A cada instante se ven escenas del género de ésta. Sale un escarabajo, solito y tranquilo, rodando su bola, propiedad legítima, adquirida con paciente trabajo. De pronto, sin saber de dónde, llega otro volando, se deja caer pesadamente, repliega bajo los élitros sus alas ahumadas, y con el revés de sus brazales dentados derriba al propietario, impotente para detener el golpe por la forma en que está enganchado a la bola. Mientras el ex propietario se agita y vuelve a ponerse sobre sus patas, el otro sube a lo alto de la pelota, posición más ventajosa para repeler al asaltante.

Con los brazales plegados bajo el pecho y dispuesto a la respuesta espera los acontecimientos. El robado da vueltas alrededor de la bola, buscando un punto favorable para intentar el asalto; el ladrón gira en la cúspide de la ciudadela y constantemente le hace cara. Si el primero se levanta para subir, el segundo le suelta un zarpazo y lo tira de espaldas. El sitiado, inexpugnable en lo alto de su fortaleza, frustraría indefinidamente las tentativas de su adversario si éste no cambiase de táctica para volver a entrar en posesión de su hacienda. La zapa entra en juego para arruinar la ciudadela con su guarnición. La bola, sacudida por abajo, vacila y rueda, arrastrando consigo al escarabajo salteador, que trabaja lo indecible para sostenerse encima. Lo consigue, pero no siempre, gracias a una gimnasia precipitada que le permite ganar en altitud lo que la rotación del soporte le hace perder. Si por un falso movimiento llega a poner pie en tierra, las suertes se igualan y la lucha se convierte en pugilato. Ladrón y robado se agarran cuerpo a cuerpo, pecho contra pecho. Se mezclan las patas y se agitan, se enlazan las articulaciones, las armaduras córneas chocan y rechinan con agrio ruido de metal limado. Después, el que consigue derribar a su adversario y desprenderse de él sube apresuradamente a lo alto de la bola y vuelve a empezar el sitio, unas veces por el ladrón y otras por el robado, según lo deciden las luchas cuerpo a cuerpo. El primero, atrevido filibustero y, sin duda, corredor de aventuras, gana casi siempre. Entonces, después de haber sufrido dos o tres derrotas, el expropiado se cansa y vuelve filosóficamente al montón a construirse otra bolita. El otro, disipado todo temor de sorpresa, se engancha y empuja la bola conquistada adonde mejor le place. Algunas veces he visto sobrevenir a un tercer salteador que roba al ladrón. Y, francamente, he de decir que, en conciencia, me alegraba.

En vano me pregunto cuál es el Proudhon que estableció en las costumbres del escarabajo la audaz paradoja: La propiedad es un robo; y cuál es el diplomático que les comunicó la salvaje proposición: El derecho es la fuerza. Me faltan datos para remontarme hasta las causas de tales expoliaciones, que han adquirido la categoría de costumbres, de este abuso de la fuerza para la conquista de una boñiga; lo más que puedo afirmar es que el robo es de uso general entre los escarabajos. Estos rodadores de boñigas se roban entre sí con tal descaro, que no conozco otro ejemplo tan desvergonzadamente caracterizado. Dejo a los futuros observadores el cuidado de elucidar este curioso problema de la psicología de los animales, y torno a los asociados que de común acuerdo van rodando su píldora.

Llamamos asociados, aunque ésta no sea la palabra adecuada, a los dos colaboradores, uno de los cuales se impone y el otro acepta quizá oficios extraños tan sólo por evitar un mal peor. No obstante, el encuentro es de los más pacíficos. El propietario no se desvía ni un instante de su trabajo en el momento en que llega el acólito; y éste parece animado de las mejores intenciones y se pone incontinenti a la obra. El enganche es diferente para cada asociado. El propietario ocupa la posición principal, el sitio de honor; empuja la carga por detrás, con las patas posteriores en alto y la cabeza abajo. El acólito se pone delante, en una posición inversa: la cabeza arriba, los brazos dentados en la bola y las largas patas posteriores en el suelo. La píldora camina entre los dos, empujada ante él por el primero, arrastrada por el segundo.

Los esfuerzos de los dos no son siempre concordantes, tanto más cuanto que el ayudante da la espalda al camino que ha de recorrer y el propietario tiene la vista interceptada por la carga. De esto resultan repetidos accidentes, grotescas volteretas, que cada cual soporta alegremente, procura enderezarse de prisa y tomar su posición sin invertir el orden. En lo llano no responde este sistema de acarreo al gasto dinámico, por falta de precisión en los movimientos combinados; el escarabajo de atrás lo haría por sí solo más de prisa y mejor. Por eso, el acólito, después de haber dado pruebas de su buen deseo, ante el riesgo de perturbar el mecanismo, toma el partido de estarse quieto; pero sin abandonar la preciosa pelota, que mira ya como suya. Pelota tocada es pelota adquirida. Mas él no cometerá tal imprudencia, porque el otro lo dejaría plantado.

Así, pues, recoge las piernas bajo el vientre, se aplasta, se incrusta, por decirlo así, en la bola y forma cuerpo con ella. En adelante, la píldora y el escarabajo encaramado en la superficie de ella ruedan en bloque bajo el impulso del legítimo propietario. Poco le importa que la carga le pase por el cuerpo, ni ocupar la parte baja, ni la superior, ni la lateral de la bola que rueda; el ayudante resiste y está quieto. ¡Singular auxiliar, que se hace transportar en carroza para tener parte en los víveres! Pero que se presente una rampa ardua; entonces su cometido es importante. En aquella penosa pendiente se pone como jefe de fila, retiene con sus brazos dentados la pesada masa, mientras su compañero toma apoyo para izar la carga un poco más arriba. De esta manera, combinando bien sus esfuerzos, el de arriba reteniendo y el de abajo empujando, les he visto subir taludes en que la obstinación de uno solo se hubiera agotado inútilmente. Pero no todos tienen el mismo celo en momentos tan difíciles; hay algunos que, en las pendientes en que su concurso sería más necesario, no dan pruebas de enterarse de las dificultades que hay que vencer. Mientras el desdichado Sísifo se consume en tentativas para franquear el mal paso, el otro, incrustado en la bola, se deja llevar tranquilamente, rodando con ella en la caída y con ella izado de nuevo.

Supongamos que el escarabajo ha tenido la suerte de encontrar un asociado fiel, o, lo que es mejor, supongamos que no ha encontrado en el camino un compañero que se haya invitado a sí mismo. La madriguera está dispuesta. Es una cavidad abierta en terreno blando, generalmente en la arena, poco profunda, del volumen de un puño, y comunicando con el exterior por un corto gollete, lo suficiente para el paso de la píldora. Almacenados los víveres, el escarabajo se encierra en su casa, tapando la entrada con escombros que tiene en reserva en un rincón. Cerrada la puerta, nada denuncia por fuera la existencia de la sala del festín. Y ahora, ¡viva la alegría! La mesa está suntuosamente servida; el techo tamiza los ardores del sol, y solamente deja penetrar un calor suave y tibio; el recogimiento, la obscuridad, el concierto exterior de los grillos, todo favorece las funciones del vientre. Ilusionado por ello, alguna vez he acercado instintivamente el oído a la puerta, esperando oír el famoso trozo de la ópera de Galatea: «¡Qué dulce es no hacer nada cuando todo se agita alrededor de nosotros!»

¿Quién se atrevería a turbar las beatitudes de semejante banquete? Pero el deseo de aprender es capaz de todo; y aquella audacia la tuve yo. He aquí el resultado de mis violaciones de domicilio. La píldora sola llena casi toda la sala; tan suntuosa vitualla se levanta desde el suelo hasta el techo. Una estrecha galería la separa de las paredes. Allí están los convidados, a lo más dos, uno solo casi siempre, con el vientre en la mesa y la espalda en la pared. Escogido el lugar, ya no se mueve de allí; todas las potencias vitales están absorbidas por las facultades digestivas. Ni el menor movimiento, que haría perder algún bocado; ni ensayos desdeñosos, que harían desperdiciar víveres. Allí todo se realiza con orden y religiosamente. Al verlos tan recogidos alrededor de la basura, creeríase que tienen conciencia de su oficio de saneadores de la tierra, y que con conocimiento de causa se entregan a esa maravillosa química que de la inmundicia hace la flor, alegría de la vista, y el élitro de los escarabajos, adorno de los prados primaverales. El escarabajo tiene que estar provisto de herramientas especiales para ese trascendental trabajo que debe convertir en materia viva los residuos no utilizados por el caballo y la oveja, a pesar de la perfección de sus vías digestivas. Y en efecto; la anatomía nos permite admirar la prodigiosa longitud del intestino, que, plegado y replegado sobre sí mismo, elabora lentamente los materiales en sus múltiples circuitos y extrae hasta el último átomo utilizable. De donde el estómago del herbívoro no pudo extraer nada, este poderoso alambique saca riquezas que, mediante un simple retoque, se convierten en armadura de ébano en el escarabajo sagrado, en coraza de oro y de rubíes en otros escarabajos peloteros.

Ahora bien; esta admirable metamorfosis de la porquería debe ejecutarse en el más breve plazo; la salubridad general lo exige. Por eso está dotado el escarabajo de una potencia digestiva quizá sin ejemplo en otros animales. En cuanto se acomoda en su guarida con los víveres, ni de día ni de noche cesa de comer y digerir hasta haber consumido todas las provisiones. Es fácil criar el escarabajo en cautividad en una jaula cuando se ha adquirido cierta práctica en el oficio. De este modo he obtenido el siguiente documento que nos va a informar de la alta facultad digestiva del célebre escarabajo:

Pasada la pelota entera por la hilera, el ermitaño vuelve a salir a la luz del día, busca fortuna, la encuentra, se construye otra bola, y vuelta a empezar.

Un día de ambiente muy caluroso, pesado y tranquilo, condiciones favorables para las alegrías gastronómicas de mis reclusos, vigilo, reloj en mano, a un consumidor al aire libre, desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche. Parece ser que el escarabajo ha encontrado un pedazo muy de su gusto, pues durante aquellas doce horas no dejó ni un instante su francachela, siempre agarrado al pedazo, inmóvil, en el mismo punto. A las ocho de la noche lo visité por última vez. El apetito no había disminuido. El glotón manifestaba estar en tan buena disposición como si empezase en aquel momento. El festín debió de durar algún tiempo más, hasta la total desaparición del pedazo. En efecto; al día siguiente no estaba allí el escarabajo, y de la opulenta pieza atacada el día anterior no quedaban mas que migajas.

Medio día o más para una sesión de mesa es admirable glotonería; pero aun es mucho más admirable la celeridad de digestión. Mientras en la parte delantera del insecto se masca y se engulle continuamente la materia, en la parte de atrás reaparece, también continuamente, despojada de sus partículas nutritivas e hilada en forma de cuerdecita negra, semejante al cabo de los zapateros. Es tal la prontitud de su trabajo digestivo, que el escarabajo solamente deyecta mientras come. Su hilera se pone a funcionar desde los primeros bocados, y no cesa hasta momentos después de los últimos. El fino cordón, sin rotura alguna desde el principio hasta el fin de la comida, y siempre suspendido del orificio evacuador, forma un montón fácilmente desarrollable mientras la desecación no lo ha endurecido.

Funciona con la regularidad de un cronómetro. Cada minuto, para ser más exacto digamos cada cincuenta y cuatro segundos, se produce una erupción que alarga el hilo tres o cuatro milímetros. De cuando en cuando pongo en juego las pinzas, desprendo el cordón y desenrollo el montón en una regla graduada para medir el producto. El total de las medidas me da, en las doce horas, una longitud de 2,88 metros. Como el banquete y su complemento obligado, el trabajo de la hilera, han continuado durante algún tiempo después de mi última visita de las ocho de la noche, se ve que mi insecto ha hilado, sin interrupción de su longitud, una cuerda estercolar de unos tres metros.

Conocido el diámetro y la longitud del hilo, es fácil calcular su volumen. También se encuentra el volumen exacto sin dificultad alguna midiendo el agua que su inmersión desaloja en un estrecho cilindro. Los números obtenidos no carecen de interés; nos enseñan que de una sentada de doce horas el escarabajo digiere casi su volumen de comida. ¡Qué estómago, y, sobre todo, qué rapidez, qué potencia de digestión! Desde los primeros bocados, los residuos se moldean en un hilo que se alarga indefinidamente mientras dura el banquete. En este sorprendente alambique, que quizá no huelga jamás, si no es cuando faltan las vituallas, la materia no hace mas que pasar, los reactivos del estómago la tratan inmediatamente y se agota en seguida. Es de creer que un laboratorio tan rápido en el saneamiento de la inmundicia tenga importante influencia en la higiene general.