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La vida de los insectos/IV

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IV


El escarabajo sagrado.

La larva.—La metamorfosis.—La camara de nacimiento

La cámara natal es un nicho ovalado de un centímetro de diámetro próximamente. En el fondo de este nicho está fijo el huevo, cilíndrico, redondeado en los dos extremos, de color blanco amarillento y volumen como el de un grano de trigo, pero más corto. La pared del nicho está enjalbegada de una materia parda verdosa, reluciente, semiflúida, verdadera crema destinada a los primeros bocados de la larva. ¿Habrá recogido la madre la quintaesencia de la basura para este refinado alimento? El aspecto del manjar me dice y me afirma que es un puré elaborado en el estómago materno. La paloma ablanda el grano en su buche y lo convierte en una especie de papilla para darlo a sus pichones. El escarabajo tiene idénticas ternuras: digiere a medias alimentos selectos y los vomita en fino caldo, con el que tapiza la pared del nicho en que ha depositado el huevo, y en cuanto sale la larva encuentra un alimento de fácil digestión, que le fortalece el estómago rápidamente y lo dispone para atacar las capas subyacentes, que carecen de aquel refinamiento de preparación.

Un cambio progresivo en el régimen alimenticio queda aquí de manifiesto. El gusanillo, débil a la salida del huevo, lame el fino puré de las paredes de su vivienda. Poco hay, pero es fortaleciente y de alto valor nutritivo. Al caldo de la tierna infancia sucede la papilla del crío destetado.

Las audacias industriales del insecto no me han mostrado espectáculo tan extraño como el que ahora voy a presenciar. Deseoso de observar al gusano en la intimidad de su alojamiento abro en la panza de la pera un pequeño tragaluz de medio centímetro cuadrado. En el acto aparece en el portillo la cabeza del recluso para informarse de lo que pasa. Reconocida la brecha, desaparece la cabeza. Entreveo el espinazo blanco rodando en la estrecha habitación, y al instante la ventana que acabo de abrir se cierra con una pasta obscura y blanda, que se endurece pronto.

El interior de la habitación, me decía yo, es sin duda puré semiflúido. La larva, girando sobre sí misma—como lo atestigua su brusca torsión—, ha cogido una brazada de esta materia, y acabado el circuito ha depositado su carga, a guisa de mortero, en la brecha que creía peligrosa. Quito el tapón de cierre, y la larva vuelve a empezar; asoma la cabeza por la ventana, la retira, piruetea sobre sí misma como el huevo que da vueltas dentro de su cáscara, y al instante aparece otro tapón tan copioso como el primero. Prevenido de lo que iba a suceder, esta vez he visto mejor.

¡Qué equivocado estaba yo, y qué grande ha sido mi confusión! En su industria defensiva, el animal emplea muchas veces medios en que nuestra imaginación jamás se atrevería a pensar. No es la cabeza la que se presenta en la brecha después del giro previo, sino el extremo contrario. El gusano no trae una brazada de su pasta alimenticia, cogida royendo la pared, sino que deyecta en la abertura que ha de cerrar, lo que es mucho más económico. La ración, que fué medida parsimoniosamente, no debe despilfarrarse, porque apenas hay lo justo para vivir. El cemento es, de otra parte, de la mejor calidad; fragua rápidamente. En fin, la urgente reparación es más rápida si el intestino tiene las complacencias requeridas.

Y las tiene, en efecto, y en grado asombroso. Cinco, seis y más veces quito sucesivamente el tapón depositado, y cada vez se eyacula copiosamente el mortero, cuyo recipiente parece inagotable, siempre al servicio del albañil, sin intervalo de reposo. El gusano tiene ya algo del escarabajo, cuyas proezas estercoráceas conocemos; es un deyector consumado. Posee, como ningún otro en el mundo, una docilidad intestinal que la anatomía se encargará pronto de explicarnos en parte.

El albañil tiene su llana. El gusano, celoso restaurador de las brechas abiertas en su domicilio, tiene también la suya. El último segmento, truncado oblicuamente, forma en la cara dorsal una especie de plano inclinado, ancho disco, ceñido por un reborde carnoso. En el centro del disco, configurado como un ojal, se abre el orificio para la masilla. Esta es la amplia llana, aplanada y provista de un reborde para que la materia comprimida no se derrame inútilmente.

Apenas depositado en globo el chorro plástico, funciona el instrumento igualador y compresor para introducir bien el cemento en las anfractuosidades de la brecha, distribuirlo por todo el espesor de la parte arruinada, darle consistencia y aplanarlo. Dado el golpe de llana, el insecto se vuelve; golpea y comprime la obra con su ancha frente y la perfecciona con la punta de las mandíbulas. Esperemos un cuarto de hora, y la parte repasada será tan sólida como el resto de la corteza, pues el cemento fragua rápidamente. Por fuera se nota la reparación en el saliente irregular de la materia colocada, pues la llana no puede trabajar allí; pero dentro no hay indicio alguno de fractura. En el punto comprometido ha vuelto a aparecer el actual pulimento. El estucador que tapa un agujero en la pared de nuestras habitaciones no lo haría mejor.

Pero no paran aquí los talentos del gusano. Con su masilla sabe recomponer pucheros rotos. Expliquémonos. La parte exterior de la pera, que, comprimida y seca se convierte en robusta corteza, la he comparado a una tinaja para conservar los víveres frescos. En mis excavaciones—a veces en terreno difícil—me ocurría alguna vez que rompía esta tinaja con los golpes de mi azadilla mal dirigida. Entonces juntaba los cascos, volvía a ajustarlos poniendo el gusano en su sitio, y sujetaba el conjunto envolviéndolo en un pedazo de periódico.

Al llegar a casa encontraba la pera algo deformada, como es natural, llena de cicatrices, pero tan sólida como antes. El gusano había arreglado durante el trayecto su casa arruinada. La masilla inyectada en las hendeduras soldaba entre sí los pedazos, y dentro un espeso estuco reforzaba la pared. De modo que la corteza restaurada valía tanto como la corteza intacta, salvo las irregularidades del exterior. En su estuche, artísticamente recompuesto, el gusano encontraba la profunda paz que le era necesaria.


Larva del escarabajo sagrado.
Demos ahora un sumario croquis de la larva, sin detenernos en enumerar los artejos de palpos y antenas, pormenores enojosos y de poco interés en este lugar. Es un gusano corpulento, de piel fina y blanca con pálidos reflejos pizarrosos que provienen de los órganos digestivos, vistos por transparencia. Encorvado en arco roto, en forma de gancho, recuerda un poco el gusano del abejorro, pero de aspecto menos gracioso. En el lomo, en el codo brusco del gancho, los tres, cuatro y cinco segmentos del abdomen se hinchan en gibosidad enorme, como una hernia, como una bolsa tan prominente, que la piel parece a punto de romperse bajo el empuje del contenido. Como rasgo dominante diremos que el animal es jorobado.

Cabeza pequeña con relación al cuerpo, débilmente convexa, de color rojizo claro, erizada de raras pestañas pálidas. Patas bastante largas y robustas, terminadas en tarso puntiagudo. El gusano no las usa como órgano de progresión. Extraído de su concha y depositado en la mesa, se agita y se contorsiona torpemente, sin lograr desplazarse.

El infeliz denuncia entonces sus inquietudes mediante repetidas erupciones de su mortero.


Aparato digestivo del escarabajo sagrado.
Mencionemos también la paleta terminal, el último segmento truncado en disco oblicuo que tiene un reborde carnoso. En el centro de este plano se abre el ojal estercolar, que por un cambio insólito ocupa la cara superior. Giba enorme y paleta; tal es el animal, descripto en dos palabras.

No terminaremos la historia del gusano sin decir algo de su estructura interna. La anatomía nos mostrará la fábrica en que se elabora la masilla de manera tan original. El estómago o ventrículo quilífico es un cilindro largo y grueso que empieza en el cuello del animal, después de un esófago muy corto. Su longitud es triple que la del animal. En su último cuarto lleva lateralmente una bolsa voluminosa distendida por el alimento. Es un estómago suplementario, en el que se almacenan los alimentos para ceder enteramente sus principios nutritivos. El ventrículo quilífico, demasiado largo para permanecer derecho en los costados de la larva, vuelve sobre sí mismo por delante de su apéndice y forma un asa considerable que ocupa la cara dorsal. Para contener esta asa y la bolsa lateral se hincha el dorso en gibosidad. La alforja del gusano es, pues, una segunda panza, una sucursal del vientre, incapaz de contener por sí solo el voluminoso aparato de la digestión. Cuatro tubos muy finos, muy largos y confusamente enredados, cuatro vasos de Malpighi, marcan los límites del ventrículo quilífico.

Viene después el intestino, estrecho, cilíndrico, que sube hacia adelante. Al intestino le sigue el recto, que vuelve atrás. Este último, de amplitud excepcional y de vigorosa pared, está plegado de través, enteramente hinchado y distendido por su contenido. Tal es el espacioso depósito en que se amontonan las escorias de la digestión; tal es el poderoso eyaculador, siempre dispuesto a suministrar cemento.

La larva crece, comiéndose la parte interior de la pared de su casa. La panza de la pera se va excavando poco a poco hasta convertirse en una celda cuya capacidad crece proporcionalmente al crecimiento del habitante. El recluso, en el fondo de su ermita, donde tiene víveres y casa, se pone gordo y grande. ¿Qué más quiere?

En cuatro o cinco semanas adquiere todo su desarrollo. El departamento está dispuesto. El gusano se despoja y se convierte en ninfa. En el mundo entomológico pocos lucharían en severa belleza con la tierna criatura que, con los élitros tendidos adelante en forma de faja de gruesos pliegues, las patas anteriores replegadas bajo la cabeza, como cuando el escarabajo adulto se hace el muerto, despierta la idea de una momia mantenida por vendas de lino en postura hierática. Medio transparente y de color amarillo de miel, parece tallada en un pedazo de ámbar. Supongámosla endurecida en este estado, mineralizada, hecha incorruptible, y sería espléndida joya de topacio.

En esta maravilla, noblemente sobria de forma y de coloración, un punto me cautiva, sobre todo, dándome, al fin, la solución de un problema de alto alcance. ¿Están, o no están, dotadas de un tarso las patas anteriores? He aquí el gran problema que me hace olvidar la joya por un pormenor de estructura. Volvamos, pues, sobre un asunto que me apasionaba al principio, puesto que al fin llega la respuesta, tardía, es verdad, pero cierta, indiscutible.

Por una excepción muy extraña, el escarabajo sagrado adulto y sus congéneres están privados de tarsos anteriores; en las patas delanteras les falta ese dedo de cinco artejos que es lo regular en los coleópteros de la serie más elevada, los pentámeros. En cambio, las otras patas siguen la ley común y poseen un tarso muy bien conformado. ¿Es original, o es accidental, la constitución de los brazos dentados?

A primera vista parece muy probable un accidente. El escarabajo es rudo minero y valiente peatón. Las patas anteriores, siempre en contacto con las asperezas del suelo, para la marcha y las excavaciones, y constantes palancas de apoyo, cuando el insecto hace rodar su bolita a reculones, están más expuestas que las otras a doblarse por un esguince su delicado dedo, desarticularlo y perderlo enteramente, aun desde los primeros trabajos.

Si tal explicación provoca la sonrisa de alguno, me apresuro a desengañarlo. La ausencia de los dedos anteriores no es efecto de un accidente. Ante mis ojos tengo la prueba, sin réplica posible. Examino con la lente las patas de la ninfa: las delanteras no tienen el menor vestigio de tarso; la pata dentada se trunca bruscamente, sin indicio alguno de apéndice terminal. Por el contrario, en las otras está el tarso claro y distinto, a pesar del estado deforme y nudoso que le dan los pañales y los humores de la ninfosis. Diríase que era un dedo hinchado por sabañones.

Si la afirmación de la ninfa no fuese suficiente vendría la del insecto perfecto, que, al despojarse de su camisa de momia y removerse por primera vez en su cáscara, agita brazos sin dedos. Queda, pues, establecido sobre bases la certidumbre que el escarabajo nace mutilado y que su mutilación es original.

Sea, responderá la teoría en boga; el escarabajo está mutilado de nacimiento, pero sus remotos antepasados no lo estaban. Conformados según la regla general, eran correctos de estructura aun en ese minúsculo detalle dígito. Hubo algunos que en su ruda tarea de excavadores y rodadores desgastaron ese órgano delicado, molesto e inútil y, encontrándose bien para el trabajo con esta amputación accidental, la dejaron en herencia a sus sucesores, para mayor ventaja de la raza. El insecto actual aprovecha esta mejora obtenida por una larga serie de antepasados, estabilizando de cada vez más, bajo el látigo de la competencia vital, un estado ventajoso, efecto del azar.

¡Oh cándida teoría, tan triunfante en los libros, tan estéril frentre a las realidades! Escúchame otro poco. Si la privación de los dedos anteriores es buena circunstancia para el escarabajo, que se transmite con toda fidelidad la pata fortuitamente estropeada en antiguas edades, ¿qué no sería de los otros miembros si llegasen a perder también por acaso su apéndice terminal, menudo filamento sin vigor, de servicio casi nulo, y, por su delicadeza, causa de enojosos conflictos con la aspereza del suelo?

El escarabajo, que no es trepador, sino simple peatón que se apoya en la punta de un bastón con regatón de hierro, quiero decir, en la sólida espina de que está armada la punta de la pata, y no tiene que sostenerse por medio de garfios de alguna rama suspensora, como hace el abejorro, me parece que le sería muy ventajoso deshacerse de los cuatro dedos restantes, ociosos en la marcha e inactivos en la confección y el acarreo de la píldora. Sí, sería un progreso, por la sencilla razón de que cuanto menos presa se deje al enemigo, mejor. Queda por saber si el azar produce algunas veces tal estado de cosas.

Lo produce, en efecto, y con mucha frecuencia. A fines de verano, en octubre, cuando el insecto está extenuado de tantas excavaciones, acarreo de bolitas y modelado de peras, los mutilados, inválidos del trabajo, forman la gran mayoría. Así, en mis jaulas como en el campo veo todos los grados de amputaciones. Unos han perdido totalmente los dedos de las cuatro patas posteriores; otros conservan pedazos de ellos, un par de artejos o uno solo; los menos estropeados conservan algunos miembros intactos.

Aquí tenemos la mutilación invocada por la teoría. Y conste que este accidente no ocurre a intervalos lejanos, sino que todos los años dominan los mutilados en la época en que van a tomar sus cuarteles de invierno. Y en sus trabajos finales no los veo más embarazados que los que han respetado las tribulaciones de la vida. En todos observo idéntica presteza de movimientos, igual destreza para amasar el pan de munición, que les permitirá soportar filosóficamente bajo tierra las primeras crudezas del invierno. En el trabajo de peloteros rivalizan los mancos con los otros.

Y estos amputados forman raza; pasan el invierno bajo tierra; se despiertan en primavera; suben a la superficie, y asisten por segunda vez, y a veces por tercera, a las grandes fiestas de la vida. Su descendencia debería aprovecharse de esta mejora que, repitiéndose todos los años desde que hay escarabajos en el mundo, ya ha tenido tiempo de estabilizarse y convertirse en costumbre perfectamente asentada. No hay nada de eso. Todo escarabajo que rompe su corteza sale, sin excepción alguna, con los cuatro tarsos reglamentarios.

¿Qué piensas de ello, teoría? Para las dos patas anteriores presentas una apariencia de explicación; pero las otras cuatro te dan un mentís formal. ¿Será que tomas por verdades tus fantasías?

¿Dónde está, pues, la causa de la original multilación del escarabajo? Confieso rotundamente que no lo sé en absoluto. Extraños son, en verdad, estos dos miembros mancos; tan extraños, en la interminable serie de los insectos, que han expuesto aun a los más preclaros maestros a equivocaciones lamentables. Escuchemos primero a Latreille, príncipe de la entomología descriptiva. En su Memoria concerniente a los insectos pintados o esculpidos por el antiguo Egipto en sus monumentos [1] cita los escritos de Horus Apolo, único documento que los papiros nos han guardado para la glorificación del insecto sagrado.

«A primera vista, dice, brota la idea de relegar a la categoría de ficción lo que dice Horus Apolo del número de dedos de este escarabajo, que, según él, son treinta. Pero tal cómputo, adecuado a la manera con que él considera el tarso, es perfectamente justo, porque esta parte está compuesta de cinco articulaciones; y si se toma cada una de ellas por un dedo, siendo seis el número de patas, terminada cada una por un tarso de cinco artejos, los escarabajos tienen evidentemente treinta dedos.»

Perdón, ilustre maestro; la suma de los artejos da solamente veinte, porque las dos patas anteriores están desprovistas de tarsos. Se ha dejado usted arrastrar por la ley general. Perdiendo de vista la singular excepción, que ya le era conocida, ha visto usted treinta, dominado un momento por la ley, de afirmación abrumadora. Sí, ya conocía usted la excepción, y tan bien, que la figura del escarabajo que acompaña a su Memoria, figura dibujada teniendo por modelo el insecto, y no el de los monumentos egipcios, es de irreprochable corrección; no tiene tarsos en las patas anteriores. La equivocación es excusable; ¡tan extraña es la excepción!

¿Qué vió Horus Apolo? Al parecer, lo que nosotros vemos hoy. Si la explicación de Latreille es buena, como todo parece indicarlo, si el autor egipcio es el primero que cuenta treinta dedos con arreglo al número de los artejos de los tarsos, es porque hizo su enumeración espiritualmente, fundándose en los datos de la situación general. Cometió un descuido no muy censurable, cuando, algunos miles de años después, maestros como Latreille y otros lo cometen a su vez. El único culpable de todo esto es la organización tan excepcional del insecto.

«Pero podría decirse: ¿por qué Horus Apolo no vió la exacta verdad? Quizá el escarabajo de su tiempo tenía los tarsos de que está privado el de hoy. El paciente trabajo de los siglos lo habrá, pues, modificado.»

Para responder a esta objeción transformista espero que me enseñen un escarabajo natural contemporáneo de Horus Apolo. Los hipogeos, que tan religiosamente guardan el gato, el ibis y el cocodrilo, deben de poseer también el insecto sagrado. Yo tan sólo dispongo de algunas figuras que reproducen el escarabajo tal como se encuentra grabado en los monumentos o esculpido en piedra fina como amuleto de las momias. El antiguo artista es notablemente fiel en la ejecución del conjunto; pero su buril, su cincel no se han entretenido en pormenores tan nimios como el de los tarsos.

A pesar de mi pobreza en semejantes documentos, dudo mucho que la escultura y el grabado resuelvan el problema. Y aunque se encontrara una efigie con tarsos anteriores, la cuestión no adelantaría nada. Siempre podría invocarse el error, la distracción, la inclinación a la simetría. La duda, si persiste en algunos espíritus, no puede desvanecerse sino con el antiguo insecto natural, lo aguardo, convencido de antemano de que el escarabajo faraónico no diferirá del nuestro.

A pesar de su enigma, casi siempre impenetrable, con sus alegorías insensatas, no abandonemos todavía al viejo autor egipcio, porque a veces tiene datos de admirable exactitud. ¿Son fortuitos? ¿Son resultado de una observación profunda? Es tan perfecta la concordancia entre lo que dice y ciertos pormenores de biología, ignorados por nuestra ciencia hasta hoy, que de buena gana me inclinaría hacia esta última opinión. De la vida íntima del escarabajo, Horus Apolo sabe más que nosotros.

Particularmente nos dice esto: «El escarabajo hunde su bola en tierra, donde permanece oculta durante veintiocho días, espacio de tiempo igual al de una revolución lunar y durante el cual se anima la raza del escarabajo. El día veintinueve, que el insecto conoce por ser el de la conjunción de la luna con el sol y del nacimiento del mundo, abre aquella bola y la arroja al agua. De la bola salen animales que son escarabajos.»

Dejemos la revolución lunar, la conjunción de la luna con el sol, el nacimiento del mundo y otras extravagancias astrológicas, pero retengamos esto: los veintiocho días de incubación necesarios a la bola bajo tierra, veintiocho días durante los cuales nace el escarabajo a la vida. Retengamos igualmente la indispensable intervención del agua para que el insecto salga de su cáscara rota. He aquí hechos precisos, del dominio de la verdadera ciencia. ¿Son imaginarios? ¿Son reales? La cuestión merece examen.

La antigüedad ignoraba las maravillas de la metamorfosis. Para ella, una larva era un gusano nacido de la corrupción. La miserable criatura no tenía porvenir que la sacase de su estado abyecto; gusano había nacido y gusano debía morir. No era un disfraz bajo el cual se elaboraba una vida superior; era un ser definitivo, soberanamente despreciable y que volvía pronto a la podredumbre de que era hijo.

Para el autor egipcio era, pues, desconocida la larva del escarabajo. Y si por ventura hubiese tenido alguna vez ante su vista la cáscara del insecto habitada por un panzudo gusano, jamás hubiera sospechado que aquella inmunda y desgraciada bestezuela era el futuro escarabajo de severa elegancia. Según las ideas de la época—ideas largo tiempo conservadas—, el insecto sagrado no tenía padre ni madre, aberración excusable en medio de la antigua simplicidad, porque en este caso los dos sexos son imposibles de distinguir exteriormente. Nacía de la basura de su bola, y su nacimiento databa de la aparición de la ninfa, la joya de ámbar en que se mostraban perfectamente visibles los rasgos del insecto adulto.

Para toda la antigüedad, el escarabajo empezaba a nacer a la vida en el momento en que podía ser reconocido, no antes; porque entonces vendría el gusano de filiación aun no sospechada. Los veintiocho días durante los cuales se anima la raza del insecto—según el dicho de Horus Apolo—representan, pues, la fase de ninfa. En mis estudios ha sido objeto esta duración de especial atención. Es variable, pero en estrechos límites. Las notas recogidas mencionan treinta y tres días para el período más largo, y veintiuno para el menor. La media, dada por veinte observaciones, es de veintiocho días. Éste número veintiocho, este número de cuatro semanas aparece más veces que los otros. Horas Apolo decía verdad: el insecto verdadero adquiere vida en el intervalo de una lunación.

Transcurridas las cuatro semanas, ya tenemos el escarabajo en su forma final; la forma sí, pero no la coloración, muy extraña cuando se despoja del ropaje de ninfa. Cabeza, patas y tórax son de color rojo sombrío, menos las dentaduras ahumadas de pardo. El abdomen es blanco opaco; los élitros, de color blanco translúcido, muy débilmente teñidos de amarillo. Este majestuoso ropaje, en el que están asociados el rojo del manto cardenalicio y la blancura del alba sacerdotal, vestido en armonía con el insecto hierático, es temporal y se va obscureciendo por grados para dar origen al uniforme negro de ébano. Un mes próximamente necesita la armadura de cuerno para adquirir consistencia firme y coloración definitiva.

Por fin ya está maduro el insecto. Se despierta en él la deliciosa inquietud de una próxima libertad. Le urgen las alegrías de la luz al que hasta aquel momento ha sido hijo de las tinieblas. Grande es su deseo de romper la cáscara para emerger del suelo y salir al sol; pero la dificultad de libertarse no es pequeña. ¿Saldrá de la cuna natal, ya convertida en odiosa prisión? ¿No saldrá? Según.

En agosto es generalmente cuando el escarabajo está maduro para libertarse: mes tórrido, seco y calcinado, salvo raras excepciones. Si entonces no sobreviene algún aguacero que alivie un poco la tierra jadeante, la celda que ha de romper y la muralla que ha de perforar desafían la paciencia y las fuerzas del insecto, impotente ante semejante dureza. Una desecación prolongada ha convertido en baluarte infranqueable la blanda materia del principio; se ha transformado en una especie de ladrillo cocido al horno de la canícula.

Ya se comprenderá que no he dejado de observar al insecto en tan difíciles circunstancias. Recojo cortezas de peras que contienen al insecto adulto a punto de salir, en vista de la época ya tardía. Tales cortezas, secas y muy duras, las deposito en una caja en que conservan su sequedad. Más pronto en unas y más tarde en otras, empiezo a oír en el interior el agrio chirrido de una lima. Es el prisionero, que trabaja para abrirse una salida raspando el muro con el rastrillo de la caperuza y de las patas anteriores. Pasan dos o tres días y la liberación parece que no adelanta.

Acudo en ayuda de un par de ellos abriendo yo mismo una ventana con la punta del cuchillo, creyendo que tal principio de brecha favorecería la salida, presentando al recluso un punto de ataque que bastará agrandar. Pero nada de eso; estos privilegiados no adelantan en su trabajo más de prisa que los demás.

En menos de quince días quedan en silencio todas las peras. Los prisioneros, extenuados por vanas tentativas, han perecido todos. Rompo los ataúdes en que yacen los difuntos. Un pellizquito de polvo, cuyo volumen apenas representa el de un guisante mediano, es todo lo que las robustas herramientas, raedera, sierra, grada y rastrillo han conseguido desprender de la indomable muralla.

Cojo otras cortezas de durezas semejantes, las envuelvo en un paño mojado y las encierro en un frasco. Cuando la humedad las ha penetrado, les quito la envoltura y las mantengo en el frasco cerrado. Esta vez toman los acontecimientos distinto rumbo. Las cortezas, ablandadas a punto por el trapo mojado, se abren, destripadas por el empuje del prisionero, que, apoyándose en las patas, forma palanca con el dorso; o bien, arañadas en un punto, caen en migajas y abren ancha brecha. El éxito es completo. Todos salen sin haber encontrado estorbo alguno; unas cuantas gotas de agua les han procurado las alegrías del sol.

Horus Apolo tenía razón por segunda vez. Ciertamente, no es la madre la que arroja la bola al agua, como dice el viejo autor; es la nube la que ejecuta la libertadora ablución; es la lluvia la que hace posible la última liberación. Al estado natural, las cosas deben de pasar como en mis experimentos. En agosto, en un suelo calcinado, bajo una pantalla de tierra de poco espesor, las cortezas, cocidas como ladrillos, poseen casi todas la dureza del guijarro. El insecto es impotente para desgastar su ataúd y salir. Pero cae un aguacero, bautismo vivificante esperado con ansia por la simiente de la planta y por la familia del escarabajo; cae un poco de lluvia, y en los campos se realiza como una resurrección.

La tierra se embebe. He aquí el paño mojado de mi experimento. Al contacto del agua, la corteza recupera la blandura de los primeros días, la caja se ablanda; el insecto pone en juego las patas y empuja con el dorso; ya está libre. Y en efecto: en el mes de septiembre, con las primeras lluvias, preludio del otoño, es cuando el escarabajo deja la madriguera natal y va a animar los prados pastoriles, como los animaba en primavera la precedente generación. La nube, hasta aquella época tan avara, viene al fin a libertarlo.

En condiciones de excepcional frescura del suelo, la ruptura de la corteza y la salida del habitante pueden sobrevenir en época anterior; pero en terreno calcinado por el implacable sol del verano, el escarabajo, por mucha prisa que se dé para salir a la luz, tiene que esperar forzosamente a que las primeras lluvias ablanden su indomable cáscara. Un chaparrón es para él cuestión de vida o de muerte. Horus Apolo, eco de los magos de Egipto, había visto bien al hacer intervenir el agua en el nacimiento del insecto sagrado.

Pero dejemos el laberinto antiguo y sus pedazos de verdad; no descuidemos los primeros actos del escarabajo al salir de su concha; asistamos a su aprendizaje de la vida al aire libre. En agosto rompo el cofre en que oigo agitarse al cautivo impotente. Pongo el insecto solo en una jaula, en que los víveres son frescos y abundantes. Es el momento, me decía yo, de restaurarse, después de tan larga abstinencia. Pues no; el principiante no hace caso de los víveres, a pesar de mis invitaciones y mis llamadas hacia el apetitoso montón. Ante todo, ansia los goces de la luz. Trepa por el enrejado metálico, se pone a plena luz, y allí, inmóvil, se embriaga de sol.

¿Qué ocurre en su obtuso cerebro de pelotero durante este primer baño de claridad radiante? Probablemente, nada. Tiene la inconsciente felicidad de la flor que se abre al sol.

Por fin, acude a los víveres, y confecciona una bolita siguiendo todas las reglas. No hay aprendizaje; desde el primer ensayo queda la bolita tan perfecta y regular como después de larga práctica. Abre un agujero para consumir en paz el pan que acaba de amasar. El novicio está versado a fondo en su arte. La experiencia prolongada no añadirá nada a sus talentos.


  1. Mémoires du Muséum d'Histoire Naturelle, tomo V, página 249.