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La vida de los insectos/III

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III


El escarabajo sagrado.

El modelado

¿Cómo obtiene el escarabajo la pera maternal? Desde luego es cierto que ésta no se modela por el mecanismo del acarreo por el suelo; la forma es incompatible con la rodadura en todos sentidos y a la ventura. Para modelar la panza de la calabaza, pase; ¡pero el cuello, el mamelón elipsoidal, excavado en cámara de nacimiento! Esta delicada obra no puede resultar de choques violentos, no medidos. La joya del orfebre no se forja en el yunque del herrero. De acuerdo con otras razones de perfecta evidencia, ya invocadas, la configuración piriforme nos libra para siempre, así lo espero, de la antigua creencia que ponía el huevo en una bola vehementemente traqueteada.

El escultor, para obtener su obra maestra, se encierra. Así lo hace también el escarabajo. Se encierra en el fondo de su cripta para modelar, en el recogimiento, los materiales introducidos. Dos casos se presentan para la obtención del bloque que ha de trabajar. Unas veces el insecto, siguiendo el método que nos es conocido, coge del montón un pedazo selecto, amasado en el mismo sitio en forma de bola y ya esférico antes de ser partido. Si se tratase de víveres destinados a su propia alimentación no obraría de otra manera.

Cuando juzga que la bola es bastante voluminosa, si el lugar no le conviene para cavar la madriguera se pone en marcha con su carga rodadiza y anda a la ventura hasta que encuentra un sitio propicio. Durante el trayecto, la píldora, sin perfeccionarse como esfera perfecta que era al principio, se endurece un poco en la superficie, y en ella se incrustan granitos de arena y tierra. Esta corteza terrosa, recogida en el camino, es señal auténtica de un viaje más o menos lejano. Este detalle tiene su importancia y pronto nos será útil.

Otras veces, el insecto encuentra lugares que le gustan para cavar la cripta, muy cerca del montón de donde ha extraído el pedazo. El suelo, poco pedregoso, es de fácil excavación. En este caso no es necesario el viaje, ni tampoco la bola favorable para el acarreo. Coge el blando bizcocho de las ovejas y lo almacena tal como está, entra en el taller en masa informe, toda de una pieza, o bien en pedazos, si es necesario.

Este caso es raro en el estado natural, a causa del terreno, generalmente rico en cascajo. Los sitios en que pueda cavarse sin dificultad están muy diseminados, y el insecto tiene que errar con su carga para encontrarlos. En cambio, en mis jaulas, cuya capa de tierra está expurgada en el tamiz, es, por el contrario, el caso habitual. En todos los puntos es fácil la excavación, y la madre, que trabaja para poner, se limita a enterrar el pedazo próximo, sin darle forma alguna determinada.

Pero efectúese el almacenamiento sin bola y acarreo previos, en el campo o en mis jaulas, el resultado final es siempre de lo más admirable. Un día vi desaparecer en el subterráneo una masa informe. Pues al siguiente o al otro que visité el taller encontré al artista enfrente de su obra. Aquella masa sin gracia del principio, aquellos jirones desordenados introducidos a brazadas, se han convertido en pera de perfecta corrección, meticulosamente concluída.

El artístico objeto lleva consigo las señales de su modo de fabricación; la parte que descansa en el suelo de la gruta tiene incrustadas partículas terrosas; todo lo demás está brillantemente pulido. Por efecto de su peso, y también por efecto de la presión cuando el escarabajo la elaboraba, la pera, blanda todavía, está manchada de granos de tierra en la cara en contacto con el suelo del taller; pero el resto, que es la mayor parte, conserva el delicado acabamiento que el insecto ha sabido darle.

Las consecuencias de estos pormenores minuciosamente comprobados saltan a la vista: la pera no es obra de tornero; no se ha obtenido por rodadura en el suelo del espacioso taller, porque en este caso estaría manchada de tierra por todas partes. Además, su cuello prominente excluye este género de fabricación. Ni aun siquiera ha sido vuelta de un lado a otro, pues su cara superior, libre de manchas, lo afirma indefectiblemente. El escarabajo la ha amasado en el mismo sitio en que yace, sin moverla ni darle vuelta; la ha modelado a golpecitos con sus anchas patas, de igual manera que le vimos modelar su bolita al aire libre.

Volvamos ahora al caso habitual, a la libertad del campo. Los materiales vienen ahora de lejos y se han introducido en la madriguera en forma de bola manchada de tierra en toda su extensión superficial. ¿Qué va a hacer el insecto de esta esfera en que la panza de la futura pera se encuentra ya hecha? Obtener la respuesta no presentaría seria dificultad si, limitando mi ambición a los resultados, hiciese el sacrificio de los medios empleados: bastaría—lo que he hecho muchas veces-capturar a la madre en su madriguera con su píldora y transportar todo a mi casa, a mi laboratorio de animalitos, para observar de cerca los acontecimientos.

Un amplio bocal está lleno de tierra tamizada, humedecida y amontonada al punto deseado. En la superficie de este suelo artificial deposito a la madre con su querida píldora, que tiene abrazada. Dispongo el aparato a media luz y espero. El insecto no ha puesto a prueba mucho tiempo mi paciencia. Estimulado por el trabajo de los ovarios, vuelve a emprender la labor interrumpida.

En ciertos casos le veo, siempre en la superficie, destruir la pelota, destriparla, acuchillarla, desparramarla. En manera alguna es esto un acto desesperado, del que encontrándose cautivo y llevado de su extravío, rompe el objeto amado, sino que es acto de sabia higiene. El pedazo cogido apresuradamente entre competidores desenfrenados requiere frecuentemente una visita escrupulosa; y este examen no siempre es posible en los lugares de recolección en medio de ladrones. La píldora puede contener englobados minúsculos Onthophagus y Aphodius, en los que no pudo fijarse durante la fiebre de la adquisición.

Estos intrusos involuntarios, encontrándose muy bien en el seno de la masa, explotarían también la futura pera con gran detrimento del legítimo consumidor. Hay que expurgar la pelota de esta famélica estirpe. Por eso la destruye la madre, la reduce a migas, la monda. Después, recogidos los despojos, se rehace la bola, despojada también de su costra terrosa. La arrastra bajo tierra y la convierte en pera, sin más mancha que la del punto de apoyo.

Más frecuente todavía es que la madre hunda la bola en el fondo del bocal tal como la he extraído de la madriguera, con la capa rugosa de tierra que le prestó el rodar por los campos en el trayecto desde el lugar de adquisición hasta el punto en que el insecto se proponía utilizarla. En este caso, vuelvo a encontrarla en el fondo de mi aparato convertida en pera, rugosa, incrustada de arena y de tierra por toda la superficie; prueba de que la configuración piriforme no ha exigido la refundición general de la masa, que interesa tanto al interior como al exterior, sino que ha sido obtenida por simple presión, estirando el cuello.

En la gran mayoría de los casos, así es como ocurren las cosas en el estado normal. Casi todas las peras que exhumo en el campo llevan su correspondiente costra, privada de pulimento, unas más y otras menos. Perdiendo de vista las inevitables incrustaciones debidas al acarreo, estas manchas parecen afirmar un rodar prolongado en el interior de la habitación subterránea. Pero las raras peras que encuentro lisas, especialmente las que me suministran mis jaulas, éstas, sobre todo, disipan enteramente este error. Nos advierten que con materiales cogidos muy cerca y almacenados sin forma alguna, sin haberlas movido, la pera es modelada por entero, sin rodarla; y nos afirman que para las demás las rugosidades terrosas de la corteza no son signos de una manipulación por rodadura en el fondo del taller, sino simples señales de un viaje bastante largo por la superficie del suelo.

Asistir a la confección de la pera no es cosa fácil, porque el tenebroso artista se niega obstinadamente a todo trabajo en cuanto le da la luz. Necesita obscuridad completa para modelar; y yo necesito claridad para verle operar. Imposible asociar las dos condiciones. No obstante, ensayémoslo, sorprendamos por fragmentos la verdad que se esconde en su plenitud. He aquí la disposición adoptada.

Vuelvo a coger el amplio bocal de antes, y en el fondo deposito una capa de tierra de algunos dedos de espesor. Para obtener el taller de paredes transparentes que me es indispensable, sobre la capa terrosa pongo unas trébedes, y sobre este soporte, de un decímetro de altura, asiento una rodaja de abeto del mismo diámetro que el bocal. La cámara de paredes de vidrio, delimitada de esta manera, representará la espaciosa cripta en que trabaja el insecto. La rodaja de abeto está entallada en el borde de una escotadura suficiente para el paso del insecto con su píldora. En fin, sobre la pantalla he puesto una capa de tierra tan alta como lo permite el bocal.

Durante la operación, una parte de la tierra superior se desmorona por la escotadura y baja al departamento inferior por ancho plano inclinado; condición prevista e indispensable para mi propósito. Por medio de esta pendiente, cuando el artista haya encontrado la trampa de comunicación llegará a la habitación transparente que le he preparado. No la alcanzará, bien entendido, más que en tanto esté en perfecta obscuridad. Fabrico, pues, un cilindro de cartón, cerrado por arriba, y con él envuelvo el aparato de cristal. Este estuche opaco, puesto en su lugar, dará las tinieblas que reclama el escarabajo, y levantado bruscamente dará la luz que reclamo yo por mi parte.

Dispuestas así las cosas, me pongo en busca de una madre recientemente retirada en su habitación natural con su píldora. Una mañana me basta para proveerme como deseo. Deposito la madre y su bola en la superficie de la capa superior de tierra; tapo el aparato con su estuche de cartón y espero. El insecto, tenaz en su obra mientras no ha depositado el huevo, cavará otra madriguera, arrastrando a ella la píldora; atravesará la capa superior de tierra, de espesor insuficiente; encontrará la tablita de abeto, obstáculo análogo a los guijarros que a veces le cierran el paso en sus excavaciones normales; explorará la causa de su detención, y en cuanto encuentre la escotadura, bajará por ella a la habitación del fondo, que, espaciosa y libre, será para él la cripta de donde acabo de extraerlo. Así dicen mis previsiones; pero todo esto exige tiempo y conviene esperar hasta el día siguiente para satisfacer mi curiosa impaciencia.

Llegó la hora; en marcha. La puerta del gabinete quedó abierta la víspera, porque el ruido de la cerradura hubiera perturbado y detenido a mi desconfiado obrero. Para mayor precaución, antes de entrar me puse silenciosas zapatillas. Levanto el cilindro de cartón. ¡Perfectamente! Mis previsiones eran justas.

El escarabajo ocupa el taller de cristales, y lo sorprendo en su obra, con la pata puesta en el boceto de pera. Pero, aturdido por la repentina claridad, se queda inmóvil, como petrificado. Esto dura algunos segundos. Después me vuelve la espalda, y torpemente sube por el plano inclinado para llegar a las tenebrosas alturas de su galería. Echo un vistazo a su obra, tomo nota de su forma, posición y orientación, y produzco de nuevo la obscuridad con el estuche de cartón. No prolonguemos la indiscreción si queremos renovar la prueba.


Bolita del escarabajo sagrado modelada en copa para recibir el huevo.
Mi repentina y corta visita nos inicia en el misterioso trabajo. La píldora, al principio exactamente esférica, lleva ahora un fuerte rodete alrededor de una especie de orza poco profunda. La obra me trae a la memoria, en proporciones minúsculas, ciertas vasijas prehistóricas de panza redonda, de gruesos labios alrededor de la boca y cuello estrangulado por un estrecho surco. Este esbozo de la pera enseña el método del insecto, método idéntico al del hombre cuaternario, que desconocía el torno del alfarero.

La bola plástica, cercada circularmente por un lado, lleva una ranura, que es el punto de partida del cuello; además se ha estirado un poco en un saliente obtuso. En el centro de este saliente se ha operado una presión, que haciendo refluir la materia hacia los bordes, ha producido la copa con sus labios disformes. Para este primer trabajo bastan el enlazamiento circular y la presión.

Por la tarde, nueva y brusca visita en completo silencio. Repuesto de su emoción de la mañana, el modelador ha vuelto a bajar a su taller. Inundado de luz y desconcertado por los extraños acontecimientos que mis artificios le suscitan, se desprende al instante de la bola y corre a refugiarse en el piso superior. La pobre madre, perseguida por mis iluminaciones, se va a lo alto, al seno de las tinieblas, pero con pena, a pasos vacilantes. La obra ha progresado. La copa es más profunda, sus gruesos labios han desaparecido, se han adelgazado y estirado en cuello de pera. Pero el objeto no ha cambiado de lugar. Su posición y orientación son exactamente las que tenía anotadas. La cara que se apoyaba en el suelo sigue abajo, en el mismo punto; la cara que miraba a lo alto, continúa arriba; la boca de la orza que estaba a mi derecha reemplazada por el cuello, sigue estando a la derecha. De esto se deducen las conclusiones que acaban de establecer mis afirmaciones anteriores: no hay rodadura, sino simple presión, que amasa y modela.

Al día siguiente, tercera visita. La pera está acabada. Su cuello, que ayer era un saco entreabierto, ahora está cerrado. Luego el huevo está ya puesto; la obra, acabada, no exige ya mas que retoques de pulimento general, a los que sin duda procedía la madre cuando yo la importuné, esa madre tan escrupulosa en la perfección geométrica.

Lo más delicado de la obra se me ha escapado. He visto muy bien en conjunto cómo se obtiene la cámara en que se abre el huevo; el gran reborde que circunda la orza primitiva se adelgaza en lámina bajo la presión de las patas y se alarga en forma de saco, cuya boca va disminuyendo. Hasta aquí se explica perfectamente el trabajo; pero ya no se explica la exquisita perfección de la celda en que ha de abrirse el huevo, cuando se piensa en las rígidas herramientas del insecto, aquellos brazos largos y dentados cuyas bruscas torpezas parecen los movimientos de un autómata.

¿Cómo obtiene el escarabajo la cámara natal, el nicho ovalado pulimentado con tanta delicadeza y estucado en el interior, con utensilios tan toscos, excelentes para labrar la toba? ¿Es posible que aquella pata, verdadera sierra de cantero, de enormes dientes, rivalice en suavidad con el pincel al introducirla por el estrecho orificio del saco? ¿Por qué no? Ya lo hemos dicho en otra parte, y éste es el momento de repetirlo: la herramienta no hace al obrero. El insecto ejerce su aptitud de especialista con el instrumento de que está provisto. Una garlopa sabe emplearla como sierra, y una sierra como garlopa, lo mismo que el obrero modelo de que habla Franklin. De ese mismo rastrillo de fuertes dientes, con que el escarabajo abre la tierra, sabe hacer llana y pincel para alisar el estuco de la cámara en que ha de nacer el gusano.

Para acabar, anotaremos otro detalle respecto de esta cámara natal. En el extremo del cuello de la pera siempre se distingue, de manera clara y precisa, un punto erizado de briznas fibrosas, en tanto que el resto del cuello está cuidadosamente pulido. Es el tapón con que la madre ha cerrado la estrecha abertura, en cuanto ha puesto el huevo en su sitio, y este tapón, como lo demuestra su estructura hirsuta, no ha sido sometido a la presión que todo el resto de la obra empasta en la masa y hace desaparecer la menor brizna saliente.

¿Por qué este miramiento en el polo extremo, excepción muy singular, cuando en todas partes ha sufrido la pera los vigorosos golpes de la pata del insecto? El huevo se apoya en este tapón por su extremo trasero, y si el tapón se comprimiera y penetrara en la cámara, se transmitiría la presión al germen, y lo pondría en peligro. La madre, al corriente de tal peligro, obtura, pues, el estuche con un tapón sin amasar; de este modo podrá renovarse el aire en la cámara y el huevo quedará libre de la peligrosa conmoción del batidor compresor.

Lám. II.
1.—El escarabajo sagrado rechazando y derribando a un cofrade ladrón que trata de imponerse so pretexto de auxiliar.—2. Cripta en que el escarabajo modela en pera la provisión de una larva.