La vida de los insectos/VI

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VI
Los Onthophagus.

Después de las notabilidades de la gente pelotera, en el radio muy limitado de mis investigaciones, queda la plebe de los Onthophagus, de los que podría recoger una docena de especies alrededor de mi casa. ¿Qué nos enseñarán estos pequeños?

Más celosos aún que sus grandes colegas, son los primeros que acuden a la explotación de la plasta que deja el mulo al pasar. Vienen en tropel, permanecen allí mucho tiempo trabajando bajo la cubierta que les da sombra y frescura. Dad la vuelta con el pie a la boñiga y os sorprenderá la bulliciosa población, cuya presencia nada denota al exterior. Los mayores tienen apenas la amplitud de un guisante; pero los hay mucho más pequeños todavía, enanos, no menos afanosos que los otros en su labor, no menos ardientes en el desmenuzamiento de la inmundicia, cuya pronta desaparición reclama la higiene general.

En los trabajos de mayor interés no hay nada como los humildes concertando su debilidad para realizar un esfuerzo inmenso. Abultado por el número, lo cercano de la nada componen un total enorme.

Los minúsculos Onthophagus, que acuden a escuadrones a las primeras noticias del acontecimiento, y ayudados, de otra parte, en su saludable tarea por sus asociados los Aprodius, tan débiles como ellos, pronto limpian las manchas del suelo. Y no es que su apetito sea capaz de consumir tan copiosas vituallas, porque ¿qué alimento necesitan tales enanos? Un átomo. Sino que este átomo, escogido entre las exudaciones, deben buscarlo entre las pajitas del forraje triturado. De aquí proviene la división y subdivisión indefinida de la plasta, su resolución en migajas, esterilizadas pronto por el sol y disipadas por el viento. Hecha la obra, y muy bien hecha, la banda de saneadores se pone en busca de otro taller de limpieza. El paro les es desconocido, a no ser en la estación de los grandes fríos, que suspende toda actividad.

Y no vayamos a creer que esta labor de basurero requiera forma sin elegancia y vestido andrajoso. El insecto no conoce nuestras miserias. En su mundo, un cavador lleva suntuosa casaca, un enterrador se adorna con triple banda purpúrea, un leñador trabaja con traje de terciopelo. También el Onthophagus tiene su lujo. Cierto es que su vestido es siempre severo; en él dominan el negro y el pardo, a veces mate, otras con el brillo del ébano; pero sobre este fondo de conjunto, ¡cuántos detalles de sobria y graciosa ornamentación!

El trabajo del buril completa la belleza del vestido. Delicadas cinceladuras de surcos paralelos, rosarios nudosos, finas hileras de asperezas, siembras de mamelones perlados se encuentran, en casi todos, profusamente distribuidos. Sí, verdaderamente, los menuditos Onthophagus son bellos, con su cuerpo recogido y su ligero trotecito.

Y, además, ¡qué originalidad en sus adornos frontales! Estos seres tan pacíficos se complacen en tener panoplias belicosas, como si quisieran guerrear, ellos, inofensivos. Muchos llevan en la cabeza cuernos amenazadores. Citemos un cornudo de éstos, cuya historia nos va a ocupar de manera especial. Es el Onthophagus toro —Onthophagus taurus— vestido enteramente de negro. Está dotado de dos largos cuernos graciosamente encorvados hacia los lados. No hay toro, entre los predilectos de las montañas de Suiza, que lleve cuernos comparables en elegancia y curvatura a los de nuestro Onthophagus.

El Onthophagus es un artista muy mediano; su nido es obra rudimentaria, casi vergonzosa. De las seis especies, criadas en mis bocales y tiestos, los obtengo con profusión. El Onthophagus toro por sí solo me suministra casi un ciento, y no encuentro dos exactamente semejantes, como deberían serlo piezas salidas del mismo molde y de la misma oficina.

A este defecto de exacta similitud, más o menos acentuada, se añade la incorrección de formas. No obstante, es fácil reconocer en el conjunto el prototipo conforme al cual trabaja el torpe nidificador. Es un odre en figura de dedal dispuesto verticalmente, el casquete esférico abajo, la abertura circular arriba.

El insecto se establece a veces en la región central de mis aparatos, en el seno de la masa terrosa. En este caso en que la resistencia es igual en todos sentidos, la configuración utricular es bastante precisa; pero el Onthophagus, que prefiere las bases sólidas a los apoyos polvorientos, edifica generalmente contra las paredes del bocal, sobre todo la del fondo. Si el apoyo es vertical, el saquito es un corto cilindro seccionado según su longitud, con carita lisa y plana contra el vidrio y convexidad rugosa en lo demás. Si el soporte es horizontal —caso más frecuente—, la habitación es una especie de pastilla oval, plana por debajo, gibosa y formando bóveda por encima. A la incorrección de estas formas, no regidas por idea alguna bien definida, se añade la tosquedad de las superficies, todas ellas, a excepción de las partes en contacto con el vidrio, incrustadas por una corteza de arena.

La marcha del trabajo explica este revestimiento tan poco gracioso. Al acercarse la hora de poner, el Onthophagus perfora un pozo cilíndrico y baja al subsuelo, a media profundidad. Allí, trabajando con la caperuza, el lomo y las patas anteriores, dentadas en rastrillo, rechaza y amontona a su alrededor los materiales removidos, a fin de obtener de cualquier manera un nido de amplitud conveniente. Después hay que cimentar las paredes de la cavidad que amenazan ruina.

El insecto vuelve a subir a la superficie por la vía de su pozo; en el umbral de su puerta coge una brazada del mortero procedente de la galleta bajo la cual escogió el domicilio, vuelve a bajar con su carga y la extiende sobre la pared arenosa y la comprime. De esta manera obtiene una cubierta de hormigón, cuyos guijarros los ha suministrado la pared misma, y el cemento lo extrae del producto de las ovejas. En unos cuantos viajes, y repitiendo las paletadas, queda el silo revocado por todas partes; las paredes, incrustadas enteramente de granos de arena, no están ya expuestas al hundimiento. La cámara está preparada, sólo falta poblarla y amueblarla.

Primeramente dispone en el fondo un vasto es pacio libre, la cámara natal, en cuya pared deposita el huevo. Después viene la recolección de los víveres destinados al gusano, la cual se hace con delicadas precauciones. Antes, cuando el insecto edificaba, explotaba lo exterior de la masa pastosa sin tener en cuenta las manchas de tierra. Ahora penetra en el corazón de la misma plasta por una galería que parece hecha con sacabocados. Para probar un queso, el comerciante emplea una sonda cilíndrica hueca, que se hunde profundamente y se saca cargada de una muestra cogida en las capas centrales. El Onthophagus, cuando recoge para su gusano, obra como si estuviese dotado de semejante sonda.

Abre en la pieza explotada un agujero exactamente redondo; va derecho al centro, en el que la materia, no expuesta al contacto del aire, se conserva más sabrosa y blanda. Allí es donde únicamente coge las brazadas que almacenadas en la cueva a medida que se recogen, amasadas y apelmazadas en la forma requerida, llenan el saquito hasta la boca. En fin, un tapón del mismo mortero, cuyas paredes son mitad de arena y mitad de cemento estercoráceo, cierra rústicamente la celda, de manera que el examen del exterior no permite distinguir lo que es lo de delante y lo que es lo de atrás.

Para juzgar de la obra y de sus méritos hay que abrirla. Un vacío espacioso, de configuración oval, ocupa el extremo posterior. Es la cámara natal, de enorme amplitud con relación a su contenido —el huevo fijo en la pared—, una veces en el fondo de la habitación y otras lateralmente. El huevo es un cilindrito blanco, redondeado en las dos puntas y de un milímetro de longitud, inmediatamente después de la postura. Sin más apoyo que el punto en que lo ha implantado el oviducto, se levanta en su extremo posterior y se proyecta en el vacío.

Una mirada, por poco interrogadora que sea, se sorprende de ver tan mínimo germen incluído en tan grande espacio. ¿A qué fin una habitación tan grande para un huevo tan pequeño? Examinado atentamente el interior, la pared de la cámara suscita otra pregunta. Está untada de una fina papilla verdosa, semiflúida y reluciente, cuyo aspecto no se acomoda con lo que nos muestra por fuera y por dentro la pieza de donde el insecto extrajo los materiales.

Semejante revoque se observa en el nicho que el escarabajo —Scarabæus—, el Copris, el Sisyphus, el Geotrupes y otros preparadores de conservas estercoráceas disponen en el seno mismo de los víveres para recibir el huevo; pero en parte alguna lo he visto tan copioso —atendidas proporciones— como en la cámara natal del Onthophagus. Intrigado mucho tiempo por este barniz de pure, cuyo primer ejemplo me lo ofreció el escarabajo sagrado, supuse al principio que la cosa sería una capa de humor que destilara de la masa de los víveres y se depositaba en la superficie del recinto sin más trabajo que el de la capilaridad. Tal fué mi primera interpretación.

Pero me equivoqué. La verdad es otra y muy digna de atención. Hoy, mejor instruído por el Onthophagus, sé que aquel barniz, aquella crema semiflúida, es producto de los cuidados maternales. ¿Qué es, pues, ese enlucido que cubre toda habitación? La respuesta es inequívoca: un producto de la madre, un caldo especial, una leche elaborada para el recién nacido.

El palomino introduce el pico en el de los padres, los cuales le ingurgitan, con esfuerzos convulsivos, primero, un puré caseoso, segregado por el buche; más tarde, una papilla de granos ablandados por un principio de digestión. Así, pues, se nutre de alimentos desembuchados, propios para las debilidades de un estómago novicio. Casi de igual manera se cría el gusanillo del Onthophagus en sus principios. Para facilitarle los primeros bocados, la madre le prepara en su buche una nata ligera y fortaleciente.

A esta madre le es imposible transmitir la golosina de boca a boca, porque la construcción de otras celdas la retiene en otra parte. Además, y ésta es una circunstancia más grave, la postura se hace huevo por huevo, a intervalos muy espaciados, y el nacimiento es bastante tardío; si tuviera que criar la familia a la manera de las palomas, le faltaría tiempo. Así, pues, le es forzoso emplear otro método.

Desembucha la papilla infantil por toda la pared de la cámara a fin de que el recién nacido encuentre a su alrededor abundante comida, en la que el pan, alimento de la edad fuerte, está representado por la materia sin preparativos, tal como la produce la oveja, mientras la confitura, manjar de la edad débil, está representada por la misma materia delicadamente desmigajada previamente en el estómago de la madre. Pronto vamos a ver el gusanillo relamiéndose primero con la confitura, para atacar después valientemente el pan. Un rorro de los nuestros no procede de otra manera.

Hubiera deseado sorprender a la madre desembuchando y extendiendo su papilla. Pero no he podido conseguirlo. Las cosas ocurren en estrecho reducto en donde la mirada no tiene acceso cuando la pastelera trabaja; además, la exposición a la luz detiene inmediatamente el trabajo.

Pero aunque falta la observación directa, al menos el aspecto de la materia habla claramente y nos enseña que el Onthophagus, émulo de la paloma en esto, pero con diferente método, vomita a sus hijos los primeros bocados. Otro tanto hay que decir de los demás peloteros, versados en el arte de construir una cámara de nacimiento en el seno de los víveres.

De otra parte, en toda la serie de los insectos, excepción hecha de los ápidos, preparadores de purés vomitados en forma de miel, no se encuentran ternuras semejantes. El explotador de la basura nos edifica con sus costumbres. Algunos se asocian en parejas y fundan un hogar; otros preludian la lactancia, soberana expresión de los cuidados maternales; su buche lo convierten en teta. La vida tiene sus caprichos. En la inmundicia es donde establece a los mejor dotados en cualidades familiares. Verdad es que de allí se eleva de un vuelo a las sublimidades de las aves.

En una semana próximamente sale el gusanillo, bicho muy extraño y paradójico. En la espalda tiene una giba enorme, como un pilón de azúcar, cuyo peso lo domina y le hace volcar en cuanto intenta sostenerse sobre las cuatro patas para andar. A cada instante vacila y cae bajo la carga de la giba.

Incapaz de sostener la giba a plomo, el gusano del Onthophagus se tiende de costado y lame alrededor de sí la natilla de la habitación. Por todas partes la encuentro: en el techo, en las paredes y en el suelo. Cuando ha desnudado completamente un punto, el consumidor se traslada un poco a favor de sus patas bien conformadas; vuelca otra vez y vuelve a lamer. Puesto que la habitación es amplia y está abundantemente provista, el régimen de la compota dura algún tiempo.

Los gordos críos del Geotrupes, del Copris y del Scarabæus acaban en breve sesión la golosina que tapiza las paredes de su estrecha habitación, golosina sobriamente servida y justamente la necesaria para abrir el apetito y preparar el estómago para un alimento menos delicado; pero el gusanillo del Onthophagus enano, endeble, tiene para más de una semana. La espaciosa cámara natal, desproporcionada con respecto al tamaño de la cría, permite tal prodigalidad. Por último, se ceba en el verdadero pan. En cerca de un mes lo consume enteramente, menos la pared del saco.

Ahora se va a revelar el magnífico papel de la giba. Unos tubos de vidrio, preparados para estos acontecimientos, me permiten seguir en su trabajo a la larva, cada vez más gordita y más gibosa. La veo retirarse a un rincón de la celda convertida en casucha ruinosa, donde se construye un cofrecito que le sirve para la transformación. Por materiales tiene los residuos digestivos almacenados en la giba y convertidos en mortero. Con su inmundicia reservada en tal recipiente, el arquitecto estercoráceo se va a construir una obra maestra de elegancia.

Las sigo con la lente en sus maniobras. Formando un rizo, cierra el circuito del aparato digestivo, pone en contacto los dos polos, y con la punta de las mandíbulas coge una pelota de inmundicia eyaculada en aquel momento. La coge muy limpiamente, modelada y dosificada perfectamente; mediante suave flexión de la nuca, pone la bola en su lugar. A ésta siguen otras superpuestas en capas de minuciosa regularidad. Golpeando un poco con los palpos, el gusano se informa de la estabilidad de los pedazos, de su exacta unión y ordenada disposición, y vuelve al centro de la obra, conforme el edificio se va elevando, como hace un albañil cuando construye una torrecilla.

A veces se desprende la pieza depositada porque el cemento ha cedido. El gusano la coge con las mandíbulas; pero antes de volverla a su lugar la unta de un humor adherente. Se la pone atrás, donde rezuma al instante un extracto gomoso consolidados apenas perceptible. La giba suministra los materiales; el intestino da la cola de adhesión, si es necesaria.

De este modo se obtiene una graciosa habitación de forma ovoide, estucada por dentro, adornada por fuera con escamas poco salientes comparables a las de una pina de cedro. Cada escama de éstas es uno de los sillares sacados de la giba. El cofrecillo no es grande: un hueso de cereza nos representaría casi el volumen; pero es tan correcto, tan lindamente modelado, que puede sostener la comparación con los productos más bellos de la industria entomológica.