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La vida de los insectos/VII

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VII


Los Onthophagus.

Estéril promesa

En el borde anterior del protórax de la ninfa del Onthophagus toro se yergue un cuerno impar, tan potente como los otros dos y configurado en forma de cilindro terminado en un botón cónico. Se dirige hacia delante y se mete en el centro de la media luna frontal, que desborda un poco. Es una disposición magnífica y original. Los grabadores de jeroglíficos parece que en él vieron la media luna de Isis en que se sumerge el promontorio del mundo.

Otras rarezas completan la curiosa ninfa. El vientre está armado a derecha e izquierda de cuatro cornículos semejantes a espinas de cristal. Total: once piezas en la panoplia, dos en la frente, una en el tórax, ocho en el abdomen. La bestia de otros tiempos se complacía en la posesión de extraños cuernos; ciertos reptiles de las épocas geológicas se ponían un espolón puntiagudo sobre el párpado superior. El Onthophagus, más audaz, se pone ocho a los lados del vientre, además del chuzo que se implanta en la espalda. Los cuernos frontales, de uso bastante frecuente, pasen; mas ¿para qué quieren los otros? Para nada. Son fantasías pasajeras, joyas de la primera juventud; el adulto no conservará ni la menor huella de ellas.

En cuanto madura la ninfa, los apéndices de la frente, al principio totalmente hialinos, dejan ver, por transparencia, una raya de color pardo rojizo encorvada en arco. Es el verdadero cuerno, que va tomando forma, se endurece y toma color. En cambio, en el apéndice del protórax y en los del vientre persiste el aspecto vítreo. Son bolsas estériles, privadas de germen apto para desarrollarse. El organismo las ha producido en un momento de entusiasmo; pero después, desdeñoso o quizá impotente, deja que la obra inútil se marchite.

Cuando se despoja la ninfa y se desgarra la fina túnica de la forma adulta, estos extraños cuernos se arrugan en guiñapos que caen con el resto de la túnica. Esperando encontrar por lo menos una huella de las cosas desaparecidas, la lente explora en vano las bases antes ocupadas. Nada apreciable se encuentra; lo liso reemplaza a lo saliente, lo nulo sucede a lo real. De la panoplia accesoria que tanto prometía no queda absolutamente nada; todo se ha desvanecido, se ha evaporado, por decirlo así.

El Onthophagus toro no es el único dotado de estos apéndices fugaces, que desaparecen enteramente cuando la ninfa se despoja. Los otros miembros de la tribu poseen otros semejantes en el vientre y en el protórax. Todas estas cornamentas desaparecen por entero en el insecto perfecto.

Puesto que la simple exposición de los hechos no nos satisface, desearíamos entrever el motivo de este lujo de cuernos. ¿Es, por ventura, vaga reminiscencia de usos de otro tiempo, cuando la vida gastaba su exceso de joven savia en creaciones caprichosas, desterradas hoy de nuestro mundo, mejor ponderado? El Onthophagus, el representante empequeñecido de una raza antigua de individuos provistos de cuernos ahora en desuso, ¿nos da acaso débil imagen de lo pasado?

Tal sospecha no descansa en razón alguna valedera. El escarabajo pelotero es reciente en la cronología general de los seres; se clasifica entre los últimos aparecidos. Con él no hay medio de retroceder a las nubes de lo pasado, tan favorable a la invención de imaginarios precursores. Las capas geológicas, ni aun las lacustres, ricas en dípteros y gorgojos, no han dado hasta ahora la menor reliquia concerniente a los explotadores de la inmundicia. Por consiguiente, es prudente no invocar lejanos antepasados cornudos, del que el Onthophagus fuera un derivado por decadencia.

Y puesto que lo pasado no explica nada, volvámonos hacia lo venidero. Si el cuerno torácico no es una reminiscencia, puede ser una promesa. Representa un tímido ensayo, y los siglos lo endurecerán convirtiéndolo en armadura permanente. Ese cuerno nos permite presenciar la elaboración lentamente gradual de un órgano nuevo; nos muestra la vida trabajando una pieza que no existe todavía en el protórax del adulto, pero que algún día existirá. Hemos sorprendido la génesis de las especies; lo presente nos enseña cómo se prepara lo futuro.

¿Y qué quiere hacer de su obra en proyecto el insecto, dominado por la ambición de ponerse más tarde un chuzo en el espinazo? Por lo menos, como adorno de la coquetería masculina, la cosa está de moda en diversos escarabajos extranjeros que también se alimentan, ellos y sus larvas, de materias vegetales en descomposición. Algunos colosos entre los acorazados de élitros asocian de buen grado su plácida corpulencia con alabardas de espantoso aspecto.

Ved, por ejemplo, el Dynastis Hércules, huésped de los troncos podridos bajo el ardiente clima de las Antillas. El pacífico gigante merece muy bien su nombre, pues tiene tres pulgadas de longitud. ¿Para qué puede servirle la amenazadora tizona del protórax y el cric dentado de la frente si no es para parecer hermoso ante la hembra, desprovista de semejantes extravagancias? Acaso también le sirve para ciertos trabajos, así como el tridente le sirve al Minotaurus para desmigajar las píldoras y acarrear los despojos. Una herramienta cuyo empleo no conocemos nos parece siempre cosa rara. Como nunca he tratado con el Hércules de las Antillas, me limito a sospechas en cuanto al papel de su terrible mecánica.

Pues bien; uno de los ejemplares de mis jaulas, si persistiese en sus tentativas, llegaría a tener semejante adorno de salvaje. Es el Onthophagus vacca. Su ninfa tiene en la frente un gran cuerno, uno solo, doblado hacia atrás; en el protórax tiene otro semejante inclinado hacia adelante. Los dos, acercando sus extremos, figuran unas pinzas. ¿Qué le falta al insecto para adquirir, en pequeño, el original adorno del escarabajo de las Antillas? Le falta la perseverancia. Madura el apéndice de la frente y deja perecer, anémico, el del protórax. El ensayo de un palo en el espinazo no le ha dado mejor resultado que al Onthophagus toro; le falta una ocasión magnífica de ponerse bello para las bodas y amenazador para la batalla.

Los otros no obtienen mejor éxito. Crío seis especies diferentes. En el estado de ninfa todas poseen el cuerno torácico y la corona ventral de ocho radios; ninguna saca partido de estas ventajas, que desaparecen enteramente en cuanto el adulto rompe su túnica de ninfa. En su estrecha vecindad se cuenta una docena de especies de Onthophagus; en el mundo entero se conocen centenares. Todas, indígenas y exóticas, tienen idéntica estructura general; todas poseen muy probablemente en su juventud el apéndice dorsal, y, no obstante, a pesar de la variedad de clima, en un sitio tórrido y en otro moderado, ninguna ha conseguido endurecerlo en un cuerno estable.

¿No podría terminar el porvenir esa obra cuyo plan está tan claramente trazado? La pregunta surge tanto más espontánea cuanto que todas las apariencias la provocan. Sometamos al examen de la lente la cornamenta frontal del Onthophagus toro en el estado de ninfa, y después consideremos con idéntico escrúpulo el chuzo del protórax. Al principio no se observa diferencia alguna entre ellos, a no ser la configuración del conjunto. En una y otra parte se advierte el mismo aspecto vítreo, la misma vaina hinchada de humor hialino, el mismo proyecto de órgano claramente acusado. Una pata en formación no se anuncia mejor que el cuerno del protórax y los de la frente.

¿Es que le falta tiempo al brote torácico para organizarse en apéndice rígido y permanente? La evolución de la ninfa es rápida; en pocas semanas se tiene el insecto perfecto. Aunque esta breve duración bastase para la madurez de los cuernos de la frente, ¿no podría suceder que la madurez del cuerno torácico exigiese más? Prolonguemos artificiosamente el período ninfal; demos al germen el tiempo necesario para desarrollarse.

Me parece que un descenso de temperatura, moderado y sostenido durante algunas semanas, o meses si fuese preciso, sería capaz de producir tal resultado retardando la marcha de la evolución. Entonces, con suave lentitud, propicia a las delicadas formaciones, el órgano anunciado cristalizará, por decirlo así, y se convertirá en el chuzo prometido por las apariencias.

Este experimento me animaba. No pude realizarlo por falta de medios para obtener una temperatura fría, constante y de larga duración. ¿Qué hubiera obtenido si mi penuria no me hubiese obligado a renunciar a mi empresa? Un retraso en la marcha de la metamorfosis; pero nada más, al parecer. El cuerno del protórax hubiera persistido en su esterilidad, y tarde o temprano habría desaparecido.

Mi convicción tiene sus razones. La vivienda del Onthophagus en su trabajo de metamorfosis es poco profunda, y allí se dejan sentir fácilmente las variaciones de temperatura. Por otra parte, las estaciones son caprichosas, y especialmente la primavera. Bajo el sol de Provenza, los meses de mayo y junio, si el mistral se pone de su parte, tiene períodos de retroceso termométrico que parecen volver al invierno.

A estas vicisitudes agreguemos la influencia de un clima más septentrional. Los Onthophagus ocupan en latitud ancha zona. Los del Norte, menos favorecidos por el sol que los del Mediodía, si las circunstancias cambiantes se prestan a ello en la época de la transformación, pueden experimentar durante varias semanas un descenso de temperatura que prolongue el trabajo de evolución, y esto debería permitir a la armadura torácica consolidarse en cuerno de cuando en cuando y de manera accidental. Así, pues, la condición de una temperatura moderada, y aun fría, en la época de la ninfosis, se realiza por doquiera sin intervención de nuestros artificios.

Ahora bien; ¿qué resulta de este aumento de duración puesto al servicio del trabajo orgánico? ¿Madura el cuerno prometido? De ninguna manera, sino que se marchita lo mismo que bajo el estimulante de un buen sol. Los archivos de la entomología jamás han hablado de un Onthophagus que llevase un cuerno en el protórax. Nadie sospecharía siquiera la posibilidad de semejante armadura si yo no hubiese desflorado el extraño aparato de la ninfa. La influencia del clima no interviene aquí para nada.

Si ahondamos más, la cuestión se complica; las cornamentas del Onthophagus, del Copris, del Minotaurus y de otros muchos son adorno exclusivo del macho; la hembra está desprovista de ellas o lleva solamente modestas reducciones. En estos productos córneos debemos ver atavíos más que instrumentos de trabajo. El macho se presenta bello para las nupcias, y a excepción del Minotaurus, que fija y mantiene con su tridente la seca píldora que ha de despedazar, no conozco otros que utilicen su armadura como herramienta. Cuernos y horcas de la frente, crestas y lúnulas protórax, son joyas de la coquetería masculina y nada más. Para atraer a los pretendientes, el otro sexo no tiene necesidad de semejantes atractivos; la feminidad le basta, y el adorno se descuida.

He aquí ahora lo que nos hace reflexionar. La ninfa del Onthophagus del sexo femenino, ninfa de frente inerme, lleva en el tórax un cuerno vítreo, tan largo y rico en promesas como el del otro sexo. Si esta última excrecencia es un proyecto de adorno incompletamente realizado, la primera lo sería también, y entonces los dos sexos, afanosos por embellecerse el uno y el otro, trabajarían con el mismo celo por llevar un cuerno en el tórax.

Asistiríamos a la génesis de una especie que no sería realmente un Onthophagus, sino un derivado del grupo; veríamos el principio de rarezas desterradas hasta ahora del dominio de los escarabajos peloteros, de entre los cuales, considerados los dos sexos, a ninguno se le ha ocurrido plantarse un palo en el dorso. Cosa más singular, la hembra, siempre más modesta de aparato en toda la serie entera entomológica, rivalizaría con el macho en la propensión a caprichosos embellecimientos. Tal ambición me deja incrédulo.

Es, pues, de creer que si las posibilidades de lo futuro dan por resultado alguna vez un escarabajo pelotero que lleve un cuerno en el protórax, este revolucionario de los usos presentes no será el Onthophagus, llegado a madurar el apéndice torácico de la ninfa, sino un insecto salido de un modelo nuevo. La potencia creadora rechaza los viejos moldes y los reemplaza por otros, amasados con nuevos materiales, conforme a planes de variedad inagotable. Su oficina no es una avara trapería donde el vivo se pone los despojos del muerto; es un taller de medallas en que cada efigie recibe la impronta de un cuño especial. Su tesoro, de formas de riqueza ilimitada, excluye la tacañería, que remienda lo viejo para hacerlo nuevo. Rompe los viejos moldes usados y lo inutiliza sin retoques mezquinos.

¿Qué significan, pues, esos apéndices corniculares, siempre marchitos antes de empezar a madurar? Sin que mi ignorancia me confunda, confesaré que no sé absolutamente nada. A falta de sabia forma de expresión, mi respuesta tiene por lo menos un mérito: el de la plena sinceridad.


Lám. IV
1. Onthophagus taurus L.—2. Onthophagus vacca L.—3. Geotrupes stercorarius L. 4. Scarabæus laticollis L. —5. Cleonus ophtalmicus.—6. Cerceris tuberculata —7. Buprestis bronceado.