La zarpa de la esfinge: 03

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La zarpa de la esfinge
La Esfinge

de Antonio de Hoyos y Vinent


II - La Esfinge[editar]

¡Judith Israel! Como las emperatrices legendarias del pasado remoto, alzó su trono sobre cadáveres. No mató, pero dejó morir. Una leyenda extraña, la hacía andar por el desierto con los pies desnudos, calcinados por las ardientes arenas y la cabellera negra y revuelta, por única defensa del sol. Otra la hacía dormir bajo el puente de Triana envuelta en la luna como en un manto real. Ella sonreía y dejaba hacer.

La verdad era que todo aquello no tenía de cierto sino que anduviese muchos días desgarrándose los pies en los guijarros de las calles y durmiendo con el cielo por dosel. No era árabe ni el Simeu habíala arrastrado entre olas de polvo, ni habían arrullado su sueño los rugidos de los tigres y los leones. Lo único positivo es que, pese a la nobleza suprema de su tipo, pertenecía al misterio del pueblo. Era madrileña. Su madre, allá en las horas felices de la juventud, tuvo un salón de peinar. Luego vinieron días malos en que el reuma y la vejez dieran al traste con el relativo bienestar, y comenzó para las dos mujeres una miseria negra. La señora Segunda, siempre práctica, pensó, y pensó bien, que la chica podía ganarse su vida (y hasta la de ella si se terciaba), entrando en un taller de costura mientras llegaba la hora de dedicarla, si era posible (y su naciente belleza decía a voces que sí), a más elevados menesteres. Pero la chiquilla tenía un alma brava y sublevose ante la perspectiva del encierro. Ella quería ser florista, o vendedora de periódicos, o pordiosera, o golfa, cualquier cosa con tal de ser libre y poder volar lejos, muy lejos, como vuelan los pájaros, para correr el mundo. Ni las zurras, ni los airados apóstrofes, ni las amenazas truculentas, tuvieron virtud para disuadirla de sus arriesgados proyectos, y un día, en los linderos de los quince años, salió para no volver. Anduvo muchos días librándose milagrosamente de los absurdos peligros que rodean la vida del hampa, sola siempre, un poco salvaje y otro poco niña, hasta que una noche conoció a Cipriano.

Hacía un frío espantoso. Después de caminar horas y horas en busca de unos céntimos que la permitiesen refugiarse en un cafetín, llegó rendida de sueño a los escalones de la Plaza Mayor. En aquella posada, harto ventilada, donde toda incomodidad tiene lecho y toda miseria yantar, dormían hacinados una veintena de pobres, prestándose mutuamente el calor que bien habían menester. Un hedor insoportable, pese al aire helado que se colaba por allí, flotaba sobre ellos. Pero Cayetana, la Narditos, no era persona que anduviese en remilgos de damisela delicada, y sin que los demás huéspedes la hicieran maldito el caso (no eran bastante cortesanos para recibirle con palio, ni tan egoístas que una durmiente más les importase), instalose con todo confort entre dos personajes que desaparecían bajo un montón de carteles y periódicos, y se quedó dormida.

Un puntapié aplicado con cierta consideración la hizo despertar. Tenía la cabeza apoyada en las rodillas de un caballero hampón, de unos diez y seis años, y frente a ella, de pie, inexorable como la imagen de la sociedad severa, estaba un guardia que conminó perentorio:

-¡A ver si sus largáis! ¡Pues hombre, me gusta! ¡Las siete de la mañana y tumbados aquí a la bartola!

Al caballerete debió de sentarle muy mal la intemperancia de la autoridad, pues rumió no sé qué sordas imprecaciones, pero su miedo superaba indudablemente a su furor, y dispúsose a obedecer.

Ella le interrogó con extrañeza:

-Pero, ¿por qué no me despertaste?

Sonrió con cierta galantería bárbara:

-Estabas tan guapísima dormía. Amos, que de mistó.

El guardia les azuzaba:

-¡A ver si os largáis!

Comenzaron a caminar juntos. Cayetana, tras examinar a su galán de pies a cabeza, interrogó con ingenuo descaro:

-¿Tú, qué eres?

Irguiose el chiquillo con infantil petulancia:

-Yo... torero.

Y como ella, ante las alpargatas rotas, el pantalón con flecos y la chaquetilla mugrienta, pareciese incrédula, arrancose la gorra que cubría las revueltas greñas, y mostró triunfalmente una larga coleta.

-¿Cómo te llamas?

-El Cautivo.

Lo dijo con el mismo orgullo que pudo decir el «Espartero», el «Bomba», o el «Machaco»; luego, a su vez, interrogó:

-Y tú, ¿qué eres?

-Yo... florista.


-¿Tienes novio que te hable?

-No.

-Pues si quieres que andemos juntos... -propuso el futuro astro.

Desdeñosa para la fatalidad del destino encogiéndose ella de hombros:

-Bueno...

Y juntos anduvieron. Cipriano la quería con un amor vehemente y apasionado. Ella también le quería, pero en vez de vivir del presente deliraba con algo misterioso y vago, ese algo de los sueños habidos de niño y cuyo recuerdo es, al través de la vida, como la confusa evocación de una ciudad de maravilla apenas entrevista. Cipriano, el Cautivito, era un golfo. Pendenciero y vicioso jugábase al cané o a la brisca, la bufanda, la camisa, las botas, y un día llegó a jugarse la coleta. Perdido, sus compañeros, compadeciéronse de él y respetaron aquel trofeo de su gloria futura. Cayetana asistía a las partidas; impávida, sentada en el suelo, las piernas encogidas, los brazos cruzados sobre las rodillas y la barba en la palma de las manos presenciaba insensible la hecatombe. La cabeza ladeada la cabellera caída sobre la frente y los ojos verdes fijos en la baraja, tenía el equívoco aspecto de una terracotta. Otras veces, cuando venía la buena, íbanse los dos de paseo a merendar en los ventorrillos de los alrededores. Vagaban todo el día errantes por lomas y barrancos, y luego, a la caída de la tarde, tras comprar comestibles, tumbábanse a descansar en algún tejar. Entonces Cipriano, dejando galopar su fantasía, divagaba evocando futuros días de gloria en que los aplausos serían los himnos triunfales y el oro tejería un tapiz a su paso. Tendida junto a él, Cayetana le escuchaba embelesada; ella también soñaba con cosas confusas y magníficas, con sedas, con joyas y con trenes, con una mascarada fastuosa y extrambótica.

Pero la vida es muy cruel, y hay que comer casi todos los días. Los triunfos taurinos, aquellas corridas pueblunas de las que se volvía unas veces maltrecho y zurrado por el toro, otras entre la pareja de la guardia civil, casi nunca con un puñado de pesetas en el bolsillo, no resolvían el problema de la existencia, y Cipriano, incapaz de trabajar, volvió a las amables artes que permiten hacerse con lo ajeno contra la voluntad de su dueño y con el menor esfuerzo posible. Al principio todo fue bien; pero un día...

El Cautivo tenía dinero largo y ofreciose un banquete, en compañía de su amada, en uno de los merenderos de la Bombilla. La tarde era primaveral; en el cielo, azul pálido, algunas nubecillas blancas y luminosas volaban como las cigüeñas de un paisaje japonés. El río, pintoresco entre las frescas verduras, relucía a trechos, y como fondo, divisábanse las frondas de la Casa de Campo. Un organillo desgarraba en el aire sus notas cascabeleantes que hacían danzar a algunas parejas. Y en aquel ambiente de poesía popular, unos policías zafios y vulgares detuvieron a Cipriano, acusándole de no sé qué desaguisado. El no pareció inmutarse gran cosa, y acercándose a su novia besola con pasión y luego interrogó:

-¿Me esperarás?

Pareció ella reflexionar un rato. Al fin, con voz firme, ofreciole:

-¡Te esperaré!

Desde entonces, sabiendo a su amante en la Modelo, Cayetana iba todos los días a los desmontes de la calle de Romero Robledo, y echada en el suelo pasaba horas y horas con los ojos fijos en las ventanas enrejadas. Tendida cuan larga era, las piernas juntas, el torso erguido sobre los codos y la cabeza echada hacia atrás, lo violento de la postura doblándose en arco hacía destacarse, bajo el liviano cendal de la blusa, los pechos redondos y suaves, dándole la inquietante apariencia de una esfinge. El rostro impasible, con un no sé qué de inmutable, y las cabalísticas esmeraldas que brillaban sombreadas por la revuelta maraña de sus cabellos, aumentaban su belleza trágica, pero no con la trágica belleza de Carmen, sino con la belleza implacable de Hécate o de Pentesílea.

Inmóvil bajo la caricia del sol de agosto, indiferente al fuego que caía del cielo, dando la sensación de algo eterno e indestructible, como esos monstruos de piedra, mitad mujer y mitad león que surgen de la lava que cubrió antaño las viejas urbes de pecado y abominación, la vio una mañana Javier Fontaura, el pintor de la Lujuria, el pobre artista que, enamorado de las creaciones de Gustavo Mareau, soñó con las heroínas fuertes y crueles como la muerte, con los cortejos fastuosos, los paisajes de maravilla y los símbolos oscuros y alucinantes que evocan la locura, y que, incapaz de crear aquello apenas entrevisto, moría de su obra. Viola, y una sacudida eléctrica conmovía sus nervios. Durante un rato permaneció petrificado, incapaz de arrancarse a la contemplación de la chiquilla. Al fin, aproximose a ella:

-¿Quieres ser modelo?

Mirole con salvaje desconfianza.

-Y eso, ¿qué es?

-Venir a mi estudio para que te pinte en un cuadro.

Pareció vacilar aún; al fin preguntó:

-¿Y por eso se gana dinero?

-Te daré un duro por cada vez que vengas.

Sus pupilas verdes posáronse en él con un resto de desconfianza, pero la perspectiva de la moneda de plata que relucía ante ella acabó por decidirla.

-Bueno, iré.

Desde el día siguiente comenzaron las sesiones.

En el estudio de Javier Fontaura vivía la Quimera, y a la sombra de sus alas Cayetana fue Daltagut, Salomé, la Reina de Saba, la Lujuria, la Locura, la Muerte. Semidesnuda bajo imprevistos joyeles que la imaginación y el arte de Fontaura creaba, apenas velada por sutiles estofas que unas pinceladas convertían en portentoso velo de Cachemira o peregrina seda de Smirna, entregose a Satanás o danzó ante Herodes, desfiló por el desierto sobre un tapiz de Oriente en el fulgor de sus collares, fue apasionada, atrabiliaria y trágica.

Pero el pintor enamorose de su obra, y un día cayó a los pies de su modelo. Entonces sucedió un fenómeno extraño. En el alma de la chiquilla brotó una energía desconocida, un ansia de ser y de llegar. Ella misma no sabía definir sus deseos. Quería... quería que las ficciones se convirtiesen en realidades; ser aquello: danzarina de ensueño o princesa de leyenda, tener joyas, sedas, alfombras que pisar y caballos que le arrastrasen por un nuevo jardín de las Espérides. No sería nunca suya. Si la quería, era preciso que primero le diese todo aquello. Fue inexorable, y Javier, enloquecido, comenzó la lucha. El que hasta entonces viviera encerrado en su torre de marfil, comenzó a batallar, a buscar periódicos que le alabasen, potentados que comprasen sus cuadros...

Un atardecer habían encarnado en Cayetana la inquietante figura de Astarté, la Venus fenicia. En la semipenumbra que comenzaba a invadir el estudio, la chiquilla, sentada sobre unas rocas, su cuerpo, de una lividez trasparente y azulada, como hecho de una piedra más fina que el alabastro, tenía una belleza casi impúber, malsana y andrógina, que contrastaba con la absurda serenidad del rostro en que, bajo el arco de la ceja y engastadas en los finos tramos de azabache de las pestañas, lucían claras, trasparentes, luminosas como dos pálidas esmeraldas, las pupilas. La cabellera, de un negro imposible, de un negro desconocido, alucinante, ponía su casco de sombra sobre la mascarilla de eucarística blancura. Una serpiente, de un azul metálico, resbalaba por su hombro, y al llegar al regazo tendía su achatada cabeza de ojos triangularse y abiertas fauces.

Anunciaron la visita de Gutiérrez Sarmiento, el millonario americano instalado en España para sus negocios, y Fontaura, loco de contento, precipitose a su encuentro. Cayetana, ni se movió; tenía el impudor magnífico de las cortesanas antiguas, el desdén altivo de las criaturas lejanas. Ante ella quedó el prócer encantado; su admiración fue entusiasta y efusiva. Jamás he visto una belleza al mismo tiempo más serena y más inquietadora -habló con entusiasmo-. Sería una bailarina única para esas danzas que gustan ahora, y que son como una evocación del mundo antiguo.

Halagado por el triunfo de su modelo, el pintor le interrogó:

-¿No sabes bailar? A ver, prueba.

¿Fue una intuición? ¿Fue como el violento surgir de una vocación oculta? Cayetana alzose lentamente y avanzó al través del estudio en un paso de danza inverosímil. Bailaba serena, sin romper la armonía de sus líneas, y aquel baile era una mezcla bárbara de las estatuarias posturas vividas en los lienzos con los ritmos de los bailes populares, era la gracia perversa de la hija de Herodías, fundida en la vehemencia pasional de Carmen, la ecuánime elegancia de Belkis desgarrada en los procaces cimbreos de la Camarona; era algo turbador, de una perversidad exquisita que, ora tenía la gravedad de las marchas triunfales, ora la canallería voluptuosa del tango chulesco; era una rapsodia de danzas, desde las sagradas danzas de la India hasta los retorcimientos de los cafés de cante. Y en aquel incongruente danzar destacábase la bailarina, unas veces con la elegancia rígida de esas figuras que decoran los vasos etruscos, otras con la armonía suprema de los Tanagras, de vez en cuando con la resbaladiza elasticidad de los invertebrados, algunas con la hórrida inarmonía de los caprichos goyescos.

-Sería una bailarina única -afirmó convencido don Francisco Gutiérrez Sarmiento, cuando acabó la chiquilla-. ¿Por qué no baila? -Y encarándose con ella-. ¿No te gustaría trabajar en un teatro?

Ocho días después, Cayetana era la querida de Sarmiento, y Javier Fontaura aparecía muerto en su estudio con un balazo en la sien, tendido a los pies de la imagen de Astarté. Y entre los millones del banquero y la sangre del artista, la Narditos, trasformada en Judith Israel, debutaba con éxito clamoroso.

Cuando la señora Segunda, reconciliada ya con su hija, la vio convertirse en una artista de postín, sonrió beatíficamente. No la engañaba su corazón (el corazón de una madre no engaña nunca) cuando le decía que su hija tenía porvenir. Aquella, aquella era la única carrera que convenía a una mujer decente. Gracias a Dios que, por fin, se había dejado de golferancia y había entrado por el buen camino. Verdad que en ella no veía la necesidad de meterse en aquellos trotes de teatro, pudiendo ganarse la vida honradamente, y menos ponerse motes de hereje; pero, en fin, mientras hubiese cuartos y la cabeza rigiese bien...

Sin embargo, no las tenía todas consigo; y cada vez que se acordaba del Cipriano, aquel chulo de mala muerte con que su hija anduvo descarriá, dábale un vuelco el corazón. ¿Qué haría el muy golfo cuando saliese de la cárcel? ¿Conformaríase con dejar las cosas como estaban o intentaría cambiar el curso de los acontecimientos? Ante el posible de tal monstruosidad, la señora Segunda bufaba de indignación.

Y hete aquí, que un día al salir a la calle, lo primero con que se tropieza es el Cautivo, el cual, con una frescura sin precedentes, se acerca a ella y le pregunta por la Cayetana. La Cayetana, señor, la Cayetana. Creyó morirse del berrinche, y mandando noramala al importuno, siguió su camino. Desde aquel momento no pensó sino en la mejor manera de impedir que su hija se avistase con el gandul. De todos los caminos que podían conducirla a su fin eligió el peor, hablarla a ella, contando con que prorrumpía en exclamaciones de indignación y en airadas protestas. De una pieza se quedó cuando oyola manifestar su intención de avistarse con su antiguo amante. Invocó su condición de madre, los dolores habidos durante nueve meses, lo esmerado de la educación con que obsequió a su hija... Pero todo fue inútil.

Celebrose la entrevista una mañana otoñal allá por los altos del Hipódromo. El Cautivo, más enamorado que nunca, defendió su causa con calor, empleando toda su chulesca elocuencia (sin desdeñar el uso de las manos en los momentos álgidos) para convencerla. Ella le oyó presa de dulce turbación, los ojos entornados y entreabiertos los labios. Pero cuando él, creyéndola rendida, musitó apasionado: «¿Me quieres, nena?» Judith Israel irguiose:

-No puede ser -formuló con voz fría-. Te quiero, pero somos pobres y no comprendo la vida así.

Entonces habló Cipriano. El sería rico. Lucharía, sentiríase valiente y llegaría a ser un gran torero. Su verbo pintoresco de madrileño se inflamaba en locas llamaradas de gloria y de fortuna, y, en un incendio de apoteosis, un río de oro corría por su vida.

La bailarina sonrió:

-Triunfa -dijo por fin-; los que triunfan se encuentran siempre... arriba.

Después, hermética, inabordable, alejose de él.



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