La zarpa de la esfinge: 06

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La zarpa de la esfinge
La tarde de gloria​
 de Antonio de Hoyos y Vinent


Segunda parte[editar]

I - La tarde de gloria[editar]

A los sones del pasodoble torero desfilaban las cuadrillas en río de luz. Un cielo anubarrado entoldaba la plaza, y sobre el fondo azul-gris, las gayas notas de la fiesta nacional eran más vivas, más pintorescas, más armónicas que en la bárbara crudeza del sol. Un público abigarrado llenaba las localidades bajas con loco desbordamiento de alegría, en que de trecho en trecho ponía la borrachera de sus colorines un mantón de Manila llevado por alguna moza de trapío. Arriba, en los palcos, triunfaban los sombreros en exótica exhibición de plumas y de flores.

Entre el Roncalito, de rosa y oro, y Fontanitas, de oro y violeta, el Cautivo, vestido de rojo, recamado con áureos bordados y relucientes alamares, caminaba tristemente. Estaba muy pálido, y un pliegue de honda preocupación cruzaba su frente.

Impresiones varias y heterogéneas habían agitado su espíritu rudimentario, durante aquellos cuarenta días con vaivenes de marea. Primero fue una incredulidad temerosa, como si aquello todo no fuese sino pesada broma o solamente se tratase de un sueño suyo. Al primer momento de estupor siguió el triunfo de su vanidad profesional de novillero de pueblo, convertido de la noche a la mañana en matador de cartel, recibiendo la alternativa nada menos que de manos del Roncalito, el primero de los toreros. Y vinieron las apoteosis, las exhibiciones con el gran sevillano, la elección de apoderado, el corro de antiguos aficionados y hasta el alternar con críticos taurinos de autoridad y categoría. Al fin aproximose el día supremo y vio su nombre impreso en el cartel. Algunas líneas más abajo la palabra fatídica: «Miuras».


¡Mejor! Así sabría lucirse y colocarse de un salto entre los primeros. Ni por un segundo sintió el menor temor. Recordaba la promesa de Cayetana de estar allí, y tenía la seguridad de encontrar en sus ojos la energía precisa para vencer. Pero según el día se aproximaba, experimentaba una vaga inquietud. ¿Había olvidado la bailarina su promesa? Nada sabía fijamente de ella, de vez en cuando, un suelto lacónico inserto en algún periódico hablaba de sus triunfos, de aquellas peregrinas creaciones del Empayer de Londres, de la Danza del Silencio, la Danza de la Locura, y la Danza de la Voluptuosidad, pero nada más. Faltaban tres días para la tarde de la alternativa y, según las probabilidades de que Judith llegase se alejaban, Cipriano sentía fundirse su bravura. Asaltábanle deseos de echarlo todo a rodar, de fingirse enfermo, de pretextar un viaje, cualquier cosa antes de verse así, solo y desamparado, cara a cara con la muerte. Pero era ya tarde; su pundonor, su reputación, su carrera y hasta su bienestar material, esa cosa bárbara que un gran torero definió en una frase heroicamente salvaje, «más cornás da el hambre» estaban en juego y había que vencer... o morir. Morir no. ¿Por qué morir? Quizá la Israel llegaría a tiempo, quizás él mismo se creciese ante el peligro... Las horas pasaron, la bailarina no acudió a la cita, y Cipriano, desesperado, convencido de que solo no vencería nunca, vio llegar la hora fatídica de la corrida. Por eso, en vez de alegre como un saludo triunfal, la música de las charangas sonaba en sus oídos como el «Ave César» de los gladiadores que iban a la muerte.

Al pisar el callejón, sus ojos recorrieron ansiosamente, con un último rayo de esperanza, la hilera de palicos. Nada. Niñas zangolotinas con presuntuosos sombreros; gordas mamás que charlaban de sus cosas sin hacer gran caso del espectáculo; alguna matrona que defendía sus ruinosas gracias con el encaje de la mantilla; de Cayetana, ni rastro. Un solo palco permanecía vacío, no debía de haberse vendido, pues no se veía allí ni criado, ni preparativos, ni nada que anunciase la próxima llegada de un dueño posible.

Sonó un toque de clarín, abriose la puerta del toril y, de un ciego impulso, el primer Miura se precipitó en la plaza y quedó inmóvil, atento y amenazador. Era un toro negro, enjuto de carnes, de fina lámina y afilados pitones. Tras mirar a un lado y a otro con reconcentrado furor, arrancó, y bajando la testuz embistió contra uno de los picadores. Por un momento, hombre, caballo y toro formaron un grupo de brutal belleza, del que manaba, la sangre en abundancia. Al fin, deshízose, y mientras el caballo, despanzurrado, agonizaba en doliente cocear, y el centauro gateaba innoble y grotesco bajo su dorado caparazón, el bruto, embravecido por el dolor y por la sangre, volvía al centro del redondel.

El Cautivo salió a su encuentro, algunos lances de capa fueron muy aplaudidos, y cobró valor. Unos cuantos quites oportunos y unas filigranas, que remató arrodillándose, acabaron de ganarle la simpatía del público. Pero Cipriano sentía flaquear su valor. Judith no llegaba. De vez en cuando, el torero fijaba los ojos en el palco vacío con infinita amargura. Nada. Y la hora suprema sonaba ya. Como la trompeta del juicio final escuchó el toque del clarín que avisaba a muerte.

En una pesadilla horrenda, vio al Roncalito acercarse a él con los trastos de matar en la mano. Lentamente, el maestro tomó el capote del neófito y entregole en cambio la muleta y el estoque.


El Cautivo, ante el palco presidencial brindó con voz ininteligible. Sus ojos buscaron por última vez el palco desocupado. Nada. Atroz desaliento le invadió. Ya era tarde. Cuando Judith llegara, si es que llegaba aún, sólo alcanzaría o su vergüenza o su muerte. Dirigiose al toro, la fiera, furiosa, crecida al castigo de las banderillas, escarbaba la arena tirando derrotes, sin moverse del sitio, a los peones que intentaban cansarla. Cipriano se aproximó: sentía flaquearle las piernas y una atroz sensación de malestar invadirle por momentos. La imposición de pavura de la tarde de Bilbao volvía más fuerte, más invencible. Era miedo, un miedo enorme que hacía de él una pobre criatura temblorosa y débil, incapaz de hacer cosa de provecho. El toro se le antojaba algo monstruoso, absurdo, una alimaña mágica que echaba fuego por ojos y nariz; los cuernos se agrandaban, se afilaban convirtiéndose en dos garfios puntiagudos que a cada movimiento amenazaban engancharle. Temblaba, y un sudor de agonía corríale por la frente. Aturdido, ciego y sordo, sólo pensaba en escapar. Daba capotazos absurdos, brincaba, huía, bailaba ante el toro una extraña zarabanda.

El público, asombrado primero, indignado después, chillaba, bramaba, apostrofaba con atroces epítetos. Un clamoreo horrísono, alzábase en todos los ámbitos del circo.

-¡Cobarde! ¡Cobarde!

-¡Fuera!

-¡Maleta!

-¡Ay, que te coge el toro, que te coge!

-¡Fuera! ¡Fuera!

-¡Que se vaya!... ¡Que se vaya!...

-¡Corre, que te coge!

-¡Ay, ay, ay!

-¡Que baile! ¡que baile!

-¡Que te coge tu padre!

-¡No, que ese era buey!

El escándalo arreciaba.

No contentos con la grita, arrojaban ahora toda clase de proyectiles al ruedo. Y eran botellas que volaban por el aire, y almohadillas a las que les brotaban alas, y naranjas disparadas con la fuerza de cañonazos.

El toro, extrañado ante la algarabía, miraba a un lado y otro indeciso.

De improviso, Cipriano sintió fundirse su miedo, una sangre más ardiente, más generosa, más viril, circuló por sus venas; el terror, como un fantasma que la luz del día disipa, se esfumó, e irguiose el torero ante la fiera. Dio una patada en el suelo y citó al toro. Arrancó el bruto, y el Cautivo, sin apenas hurtar el cuerpo, dio un pase magnífico, y volvió a citar. El público, desconcertado, inició un aplauso.

En el palco vacío acababa de aparecer en extraña evocación goyesca, Judith Israel.



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