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La zarpa de la esfinge: 04

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La zarpa de la esfinge
La mascarada

de Antonio de Hoyos y Vinent


III - La mascarada

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A media calle de Villanueva se detuvo un momento para contemplar el espectáculo de la agonía del Carnaval. Llegaban hasta ella como alaridos de endemoniada cohorte, horrísonos, inacordes, los destemplados gritos de las máscaras. Anochecía, la lluvia, que después de caer durante toda la mañana en incesantes chaparrones había dado una tregua al festejo popular, recomenzaba nuevamente, y en la neblinosa tristeza del crepúsculo, al través del tenue velo de agua, pasaba lamentable y grotesco el cortejo de Momo. Desfilaban las carroza, rotas, sucias, deslucidas por la humedad, manchadas por el lodo, bamboleándose como si a cada sacudida fuesen a desplomarse sobre los coches que pasaban a su lado. Sobre los desalmenados torreones medievales, en los lomos de los elefantes de cartón sin cola ni trampa, en los maltrechos canastillos de flores, las máscaras, los atavíos (rotos, sucios, perdido todo carácter después de cuatro días de batalla) pegados al cuerpo por la lluvia, se agitaban epilépticas con gestos bruscos, rotundos, violentos, que la distancia hacía aún más incoherentes, dándoles cierto aspecto de embrujados conducidos a la hoguera inquisitorial en una estampa del tiempo de Carlos II, el Hechizado, echaban flores marchitas y confetis desteñidos sobre las damas que pasaban a su alcance. Tras los desvencijados armatostes, un ejército de golfos, puercos, haraposos, las caras llenas de churretes y desgarrados los trajes, luchaban por apoderarse de los dulces y ramilletes que caían en el barro, gritaban como energúmenos, se peleaban, caían al suelo, forcejeaban allí, y al fin alzábanse triunfantes con su presa para arrojar las rosas llenas de lodo a las espléndidas victorias o a los abiertos automóviles, donde las mujeres, tiritando de frío, empapadas hasta los huesos, se impacientaban ante las interminables lentitudes del desfile. Grupos de máscaras pasaban en una promiscuidad gris e inquietadora, de la que se destacaba de vez en cuando la nota rabiosa de un diablillo rojo, o la tétrica de negro encapuchado que hacía pensar en los misteriosos penitentes de los cortejos de disciplinantes. Por las aceras, en río humano deslizábase hacia la calle de Alcalá, formando una masa confusa y uniforme. De vez en cuando, una pandilla de enmascarados hendía la multitud profiriendo agudos chillidos; había un momento de confusión en que las gentes se arremolinaban, y luego la masa tornaba a fundirse para seguir rodando paseo abajo.


En vez de amilanarse, Judith Israel apresuró el paso. Sentía la atracción, irresistible del festejo, bárbaro como los antiguos festejos en honor de Baco y Venus, el encanto acre y malsano, hecho de alegría brutal y de hastío triste, de tensión nerviosa y de cansancio, de bestialidad, de estupidez y de lascivia, que como un perfume de podredumbre, de miseria, de suciedad, de lujuria y vino, emanaba de la multitud. La tarde interminable pasada a solas con un libro, la tristeza del ambiente y la confusa algarabía que llegara hasta sus oídos, había sacudido sus nervios. En uno de esos momentos de debilidad pasional, que eran a manera de talón de Aquiles en su voluntad firme y templada, sentía el deseo de confundirse con el cortejo báquico, de sentirse estrujada, sacudida, brutalizada por cien manos. La extraña fuerza que como una fascinación de pesadilla arrastrara a las antiguas emperatrices, desnudas bajo los velos, a ofrecerse a los caminantes como una prostituta en las calles de la Suburra, la llevaban a ella a confundirse con el pueblo que, entre dicharachos soeces y tragos de mosto, volvía de enterrar la sardina.

Un traje de paño negro muy sencillo, moldeaba la suprema elegancia de su cuerpo, una toca de nutria cubría sus cabellos, una piel al cuello y el espeso velo que tapaba su rostro concluían de hacerle, no insignificante, pues nada podía borrar la distinción suprema de su figura, pero sí anónima. Sin acobardarse por la lluvia ni por el frío, que se acentuaba por momentos, siguió bajando, y al fin, ya en Recoletos, confundiose con la multitud.

Cerraba la noche. Las carrozas encendían bengalas verdes y rojas, que tras brillar un momento con lívidos resplandores, eran apagadas por la lluvia. Mascarones de un hermafroditismo imbécil y chocarrero, bailaban con grandes brincos a los ecos de la música ratonera, tañida por otros fantasmones; máscaras sacrílegas entonaban con voz lúgubre cantos funerales; patudos bebés chillaban con voz de falsete, groserías y estupideces, mientras que diablos, magos, monjas y salvajes corrían atropellando a la gente y lanzando atroces alaridos. En los andenes del paseo, hombres y mujeres, a pesar del agua que caía cada vez con más fuerza, disparaban los últimos proyectiles. Alguna vez, en el calor de la batalla, un grupo de chulos o de soldados borrachos rodeaba a algunas mujeres con facha de criadas de servir que se defendían a puñetazos, y acabadas las municiones, eran las manos las que proseguían la batalla. Las hembras, como bacantes ebrias, eran las más procaces y desafiadoras, las primeras en excitar a los hombres con risas, con encontronazos, con gritos, cerrándoles el paso.

Judith sentíase zarandeada implacablemente y vuelta a sus años de juventud cuando, golfa, viciosa y andariega, y en compañía de Cipriano, frecuentaban los bailes de los Cuatro Caminos donde se rindió culto al dulce parcheo, y los más sombríos del Puente de Toledo y Carabanchel, acabados muchas veces a golpes, era casi feliz.

Súbitamente, como un eco de sus evocaciones, una voz conocida, una voz que era en sí la misma evocación, murmuró a su oído:

-¡Cayetana, nena!

Volviose rápidamente y se encontró frente a frente del Cautivo.

-¡Tú!

-¡Si tú supieras! -murmuró él.

Le miró sonriendo provocadora.

-¿Qué hay que saber?

-Desde ayer no vivo. Toíta la noche pensando en mi chavala.

Tornó a clavar en él los ojos, y le examinó entre curiosa y enternecida. Después sonrió con leve ironía.

-¡Vamos, que ya sería algo menos!

-¡Nena, no me hagas sufrir, que te quiero más que a las niñas de mis ojos!

Llegaban a la Cibeles. Allí la confusión era enorme. Coches y carrozas obstruían el paso, pese a los esfuerzos de los guardias que, entre los empujones de los de a pie, las protestas de los que ocupaban los coches y los soeces dicharachos de las máscaras, luchaban por ordenar el desfile.

Cipriano propuso.

-Vámonos por el Prado...

-Bueno.

Lo dijo con la misma naturalidad con que la mañana de su primera entrevista aceptó andar juntos por el mundo.

Ahora, por el Prado abajo, muy pegaditos, como dos enamorados, Cipriano volvía a su tema. Con palabra ardiente, pintábale su pasión, el amor inmenso que sentía por ella, la tristeza de su soledad después de los años dichosos... El entusiasmo le prestaba una elocuencia tosca y convincente, una elocuencia que acariciaba y hería a un tiempo.

Cayetana, muy cerca de él, casi abandonada sobre su pecho en las lentitudes de la marcha, espiábale. Era el mismo. Aquel su rostro cínico de golfo vicioso; aquellos sus ojos pequeños, pero vivos, ardientes algunas veces; aquella su boca grande de labios sensuales y dientes fuertes y blancos, que tantas veces la habían mordido en las horas de amor. Sentíase languidecer ante el deseo intenso y sincero que sentía latir allí. La voluptuosidad salvaje con que Calimante palpitara bajo las garras del león, se apoderaba de ella en una necesidad absurda, canalla, de entrega. ¡Ah, si en lugar de implorarle como a una criatura civilizada, pudiera tomarla allí mismo como una presa entre zarpazos y mordiscos que la cubriesen de sangre, haciéndola retorcerse en un dolor imposible que fuera a la vez dolor y voluptuosidad! ¡Ah, el encanto áspero y amargo de sentirse deseada así, en la tarde de lluvia, entre lodo, brutalidad y grosería!

-¡Nena, Cayetana! -gemía el torero-. ¡Quiéreme una vez, una siquiera, aunque luego me pidas que me deje coger por el toro!

La bailarina consiguió dominarse un momento.

-¿Por qué no luchas? Me prometiste que serías un gran torero: ¿qué has hecho?

-Es que yo sin ti no soy nada, ni me siento nada. Es que, cuando estoy a tu vera, sería capaz de tóo, pero cuando tú te vas, se acabó. Si vieras...

Siguió hablando, hacíase apremiante, rogaba, exigía...

Judith, presa otra vez en el malsano encanto, resistía débilmente.

Él imploró:

-¿Quieres, di, nena?

No contestó ella, pero se dejó llevar. Por la calle de Cervantes fueron a parar a la de Jesús, y desde allí a la de Lope de Vega. A la puerta de una casa de sospechosa catadura, dos mujeres pintarrajeadas, vestidas una de odalisca y la otra de niña chica, hablaban con unos soldados de caballería que retozaban con ellas entre grandes risotadas. El torero entró en el portal y Judith le siguió. Dejaron a un lado una sala en que tres hombres vestidos de mamarracho bebían vino en compañía de unas hembras, y subieron una escalera que crujía bajo sus pies de un modo lamentable. Al fin se hallaron en una habitación fría y triste.

Cipriano acercose a su amada y quiso hablar, pero ella envolviole en una inmensa caricia, mientras gemía quedamente: ¡Nene!



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