Liliana/I

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II

I

En septiembre del año 1849—decía el capitándesembarqué en Nueva Orleáns, que por aquel entonces era una ciudad semifrancesa, y de allí me trasladé al alto Misisipí, donde encontré trabajo y buen salario en una importante plantación de azúcar. Mas, joven y emprendedor como era, me aburría sobremanera aquel trabajo de oficina y aquella insoportable y forzosa estada en un mismo sitio. Así es que muy pronto dejé mi destino y empecé a vivir una vida indómita y selvática. Con algunos compañeros, y entre cocodrilos, serpientes y mosquitos, pasé unos años a orillas de los lagos de Luisiana, viviendo de la pesca y de la caza; de vez en cuando mandaba también grandes cargamentos de madera por la vía fluvial hasta Nueva Orleáns, donde me los pagaban a buen precio. Llegaban a menudo nuestras expediciones a países muy remotos, penetrando hasta el sangriento Arkansas— Bloody Arkansas—, país hoy todavía poco poblado y casi desierto en aqueIla época. Aquella vida, llena de penalidades, de peligros y de luchas sangrientas con los piratas del Misisipí y con los indios, que tan numerosos eran en Luisiana, Arkansas y Tennessee, fortaleció mi salud, dió vigoroso temple a mis nervios, ya de natural poco comunes, y me permitió adquirir un tan acabado conocimiento de la estepa, que sabía yo leer en aquel gran libro tan bien como cualquier guerrero rojo. Merced a tal conocimiento, una caravana de emigrantes de aquellas que casi diariamente salían de Boston, Nueva York, Filadelfia y otras ciudades orientales en dirección a California, atraídas por las minas de oro recientemente descubiertas, me propuso que la acompañara en calidad de guía explorador, o, como decimos nosotros, de capitán.

Las maravillas que se contaban de California habían despertado en mí, hacía ya mucho tiempo, el deseo de visitar aquel remoto Occidente, y, acicateado por este deseo, acepté la proposición de la caravana, por más que no se me ocultasen los peligros de la empresa. Hoy día, la distancia que hay entre Nueva York y San Francisco se salva en una semana de ferrocarril, y el verdadero desierto sólo empieza en Omak; pero en aquel tiempo era muy distinto. Las ciudades, villas y pueblos que, innumerables cual amapolas en campo de trigo, se extienden entre Nueva York y Chicago no existían aún, y la misma Chicago, surgida más tarde como una seta después de la lluvia, era tan sólo una mísera e ignota pesquería que ni siquiera mencionaban los mapas. Era, pues, necesario atravesar con carros y mulas países del todo salvajes, habitados por terribles tribus indias: «pies negros», «sinksis», «arikaris, etc.; tribus que era imposible evitar, porque, movedizas como la arena, no tenían residencia fija, sino que constantemente recorrían la estepa entera, persiguiendo las manadas de búfalos y antílopes. Muchos y extraordinarios percances nos aguardaban; pero todo el que se decide a marchar al lejano Occidente debe darlos por descontados y aun estar dispuesto a dejar en ellos el pellejo. Lo que más me preocupaba era la responsabilidad que iba a asumir; pero en cuanto fué fijada la fecha de la marcha, no hubo más remedio que ocuparse de los preparativos para el viaje; preparativos que duraron bien dos meses, pues fué menester hacer venir los carrosde Pensilvania y de Pittsburgo, comprar mulas, caballos y armas y acumular enormes provisiones de víveres. Sin embargo, hacia los últimos días del invierno estuvo todo preparado.

Quise partir en aquel tiempo para atravesar en primavera las dilatadas landas que se extienden entre el Misisipí y las Montañas Rocosas, pues sabía que en verano los ardores del sol en aquellos parajes descubiertos hacían enfermar a los viajeros y les hacían sucumbir a veces. Por esto mismo decidí no llevar la caravana por la carretera meridional que corre a lo largo de Saint—Louis, sino por la que se extiende a orillas del Yowa, de la Nebraska y del Colorado septentrional; mucho más peligrosa por lo que a los indios se refiere, pero evidentemente menos expuesta a los rigores de la estación. Este proceder mío encontró al principio cierta oposición entre la gente de la caravana; pero al declararles que si no se querían someter a mis condiciones no les quedaba otro recurso que buscarse otro capitán, acabaron por consentir en cuanto les propuse, después de reflexionarlo un poco, y en el comienzo de la primavera nos pusimos en camino.

Penosísimas fueron para mí las primeras jornadas; sobre todo hasta que la gente no estuvo acostumbrada a mi mando y a las condiciones del viaje. Es indudable que mi persona inspiraba confianza, ya que mis aventuradas expediciones por el Arkansas me habían dado cierta fama entre las inquietas poblaciones limítrofes, y que el nombre de Rig Ralf (Gran Ralf), con el que se me conocía en la estepa, había llegado más de una vez a oídos de la mayor parte de mis compañeros actuales.

Pero generalmente un conductor de caravana, un «capitán», se encuentra con frecuencia, por la indole misma de su cometido, en desagradables condiciones frente a frente de los emigrantes. Yo estaba encargado de escoger el sitio de las paradas nocturnas, de vigilar la marcha durante el día, de no perder de vista a toda la caravana—que a veces se extendía una milla a lo largo de la estepa—,de poner en sus puestos a los guardias y de conceder descanso en los carros a los pelotones exploradores.

Los norteamericanos poseen en alto grado, hay que reconocerlo, el espíritu de organización; pero a medida que crecen las dificultades del viaje disminuye su energía, les asalta el desaliento—aun a los más animosos—, y entonces se niegan a obedecer, a montar a caballo durante el día, a hacer las guardias durante la noche, y cada cual pretende verse dispensado del servicio de turno y permanecer constantemente en los carros. Además de esto, en sus relaciones con los yankees, el capitán debe saber conciliar la disciplina con cierta familiaridad amistosa; cosa que no es fácil de lograr. Sucedía, pues, que en marcha y durante los acampamentos nocturnos era yo dueño absoluto de la voluntad de todos mis compañeros; pero durante los descansos diurnos, en los cortijos y en las colonias que al principio encontrábamos en nuestro camino, mis funciones de comandante quedaban interrumpidas. Cada cual era dueño de sí mismo. Algunas veces tuve que encararme con algún arrogante aventurero; pero cuando se percataron, después de algunos rings, de que mi puño mazoviano era más eficaz que el norteamericano —y con esto aumentó mi fama—, ya no tuve que recurrir más a tales luchas y pugilatos para hacerme obedecer. Por otra parte, conociendo ya a fondo el carácter norteamericano, sabía muy bien el modo de contenerme, y, además, me ayudaban a cobrar aliento y a tener perseverancia dos ojos azules que me miraban por debajo del toldo de un carro con singular interés. Aquellos ojos, asestados hacia mí bajo la combada blancura de una frente sombreada por abundosos cabellos de oro, pertenecían a una muchacha muy joven llamada Liliana Moris, de Boston, en el Massachusetts; criatura—delicada, esbelta, de finísimas facciones y de rostro triste, a pesar de su tierna edad.

Aquella tristeza en una muchacha tan joven me impresionó ya desde el principio del viaje; pero las ocupaciones inherentes a mi cargo de capitán llevaron mi pensamiento y mi atención hacia otras cosas. Durante las primeras semanas, fuera del ritual good morning, apenas si dirigí a aquella jovencita otras palabras; pero luego, compadecido de la juventud y de la soledad de Liliana, que no tenía ningún pariente en la caravana, me propuse prestar, en cuanto fuera preciso, algún pequeño servicio a la pobre muchacha. No era menester, ciertamente, que yo la protegiese con mi autoridad de capitán y con mis puños contra la impetuosidad de los compañeros de viaje más jóvenes, porque toda mujer, por joven que sea, encuentra siempre en los norteamericanos, si no la galante solicitud de los franceses, sí, cuando menos, la más completa seguridad. No obstante, teniendo en consideración la delicada salud de Liliana, logré acondicionarla en el mejor carro, que guiaba el experto Smith; aderecé por mí mismo la yacija, de suerte que pudiese dormir cómodamente durante la noche, y le presté una de mis mejores pieles de búfalo. Por insignificantes que fueran aquellas muestras de atención, Liliana se sentía extraordinariamente agradecida a ellas y no despreciaba ocasión de demostrármelo. Era, en verdad, una criatura bien tímida y bien dócil. Las dos mujeres que compartían con ella el mismo carro, la señora Grossvenor y la señora Atkins, sintieron muy pronto por Liliana—atraídas por la dulzura de su trato—un grandísimo cariño, y acabaron por darle el sobrenombre de Pajarillo, con el cual fué en seguida llamada por toda la caravana. Y, sin embargo, mis relaciones con el Pajarillo continuaron siendo poco frecuentes, hasta el día en que observé que los ojos azules y casi angélicos de aquella muchacha me miraban con manifiesta simpatía y singular insistencia.

Semejante interés podía tener su explicación en el hecho de que era yo, entre todos aquellos emigrantes, la única persona que no estaba desprovista de cultura social, y, por consiguiente, Liliana, que demostraba poseer una educación esmeradísima, veía en mí a un ser más próximo a su nivel. Pero yo interpreté entonces todo aquello de muy distinto modo; el interés de la jovencita espoleó mi vanidad, y esa vanidad fué la que me hizo prestar mayor atención a sus encantos y mirar con más asiduidad sus bellos ojos. Más tarde yo no sabía explicarme por qué había podido aguardar tanto a colmar de atenciones a tan excelente criatura, que bien capaz era de inspirar inmediatamente los más tiernos sentimientos a toda persona que tuviera aunque no más fuera un adarme de corazón. Desde entonces sentí una singular complacencia en rondar, montado a caballo, por las inmediaciones de su carro. Durante la tarde, cuando el Sol, a pesar de hallarnos aún en los primeros días de primavera, nos hería con sus ardientes rayos; cuando los mulos nos arrastraban perezosamente y se extendía la caravana por la estepa de tal modo que, estando junto al primer carro, apenas si podía distinguirse el último, recorría yo muy a menudo y sin necesidad todo el tabor de una a otra extremidad, sólo para poder contemplar de paso aquella rubia cabeza y aquellos ojos que no se apartaban ni un instante de mi pensamiento.

En un principio, más interesada estaba mi fantasía que mi corazón, y, sin embargo, la idea de no ser completamente extraño a toda aquella gente, de tener entre ella a una tierna alma gentil que con tanta simpatía parecía interesarse por mí, me proporcionaba un gran consuelo y como una suave esperanza. Tales sentimientos acaso ya no tenían su origen en la sola vanidad, sino en el afán tal vez que en este mundo siente el hombre por no esparcir las propias ideas y sentimientos sobre cosas tan poco determinadas como son los bosques y las estepas, sino por resumirlos en una criatura viviente de carne y hueso y, en vez de perderse en la lejanía de las cosas y en los espacios infinitos, encontrarse asimismo en un corazón amado.

Me sentía entonces menos solo, y el viaje fué adquiriendo cada día para mí nuevos atractivos, hasta entonces ni siquiera sospechados. Antes, cuando se extendía la caravana, como ya he dicho, por la estepa, de tal modo que los últimos carros casi se perdían de vista, sólo sabía encontrar en ella la displicencia y el desorden, que me irritaban hasta lo infinito. Ahora, por el contrario, cuando, parado en alguna altura, contemplaba aquellos carros blancos y polvorientos, iluminados por el sol, moviéndose a manera de navíos en un mar de hierbas, y a aquellos hombres armados y a caballo, diseminados en pintoresco desorden a lo largo del convoy, sentía llenárseme el alma de beatitud y entusiasmo, y, sin saber de dónde me venían las comparaciones, parecíame que aquélla fuese una caravana bíblica que yo conducía, transformado en patriarca, a la tierra de promisión. Los cascabeles de los mulos y los melódicos Cheer up! lanzados por los carreteros acompañaban como una música los pensamientos que despertaban en mi el corazón y la naturaleza.

Sin embargo, no me atrevía a pasar con Liliana de aquella conversación con los ojos a otra conversación cualquiera, cohibido por la presencia de las dos mujeres que con ella viajaban. Además, desde que me percaté de que existía entre nosotros una cosa que no sabía aún cómo calificar, pero que ciertamente existía, me asaltó una timidez bien singular. Muchas atenciones prodigaba a aquellas mujeres, y muy a menudo echaba una ojeada al interior del carro, preguntando por la salud de la señora Atkins y de la señora Grossvenor, a fin de justificar y contrabalancear de este modo los cuidados de que rodeaba a Liliana. Esta, sin embargo, comprendía perfectamente mi táctica, y aquella inteligencia entre los dos, que los compañeros ignoraban, constituía para nosotros un inestimable secreto.

Pero muy pronto las miradas, las fugaces expresiones de cortesía y las tiernas atenciones no fueron suficientes para mí. Aquella muchacha, de cabellos brillantes como el oro y mirada suavísima, me atraía con una fuerza desconocida e invencible.

Cuando, fatigado por las exploraciones a los apostaderos, con la voz enronquecida por el continuo gritar All right!, subía por fin a mi carro y, envolviéndome en mi piel de búfalo, cerraba los ojos para dormir, parecíame que los mosquitos y los cínifes zumbantes me cuchicheaban al oído su nombre: ¡Liliana!, ¡Liliana!, ¡Liliana! Su semblante se me aparecía en sueños, y al despertar, mi primer pensamiento, cual golondrina, volaba hacia ella. Sin embargo, ¡cosa extraña!, no me di cuenta en seguida de que este aliciente que a mis ojos iban tomando todas las cosas, de que el teñirse todos los objetos en mi espíritu con áureos colores, de que, en fin, el volar de mis pensamientos tras del carro de aquella muchacha fuese debido no a una amistad o inclinación por la huérfana, sino a un sentimiento mucho más avasallador, del que, una vez adueñado de nuestro ánimo, no nos es posible ya desprendernos.

Acaso me hubiera percatado de ello más pronto si no me hubiese creído hechizado sencillamente, como lo estaban los demás, por la fascinación que Liliana ejercía sobre todo el mundo, a causa de su carácter suavísimo. Todos la querían como se quiere a una hija, y cada día adquiría yo más convincentes pruebas de ello. Eran sus compañeras de carro unas mujeres sencillas y bastante pendencieras, y, sin embargo, muchas mañanas veía yo a la señora Atkins besar con materna ternura los cabellos de Liliana, mientras la estaba peinando, y a la señora Grossvenor estrechar entre las suyas las manos de la muchacha porque la noche se las había entumecido. También los hombres la colmaban de atenciones y agasajos. Había en la caravana un tal Henry Simpson, joven aventurero del Kansas, cazador intrépido, buen muchacho en el fondo, pero tan pagado de sí mismo, tan arrogante y tan zafio, que me fué preciso golpearle un par de veces, durante el primer mes, para convencerle de que había en la caravana una persona con puños más eficaces que los suyos y digna del mayor respeto. Era de ver, pues, cómo este Henry hablaba con Liliana. Aquel joven, que no se hubiera inmutado lo más mínimo en presencia del presidente de los Estados Unidos, perdía ante la muchacha toda su entereza y osadía, descubríaso la cabeza y repetía a cada momento: I beg your pardon, miss Moris[1]; parecía un perro alano encadenado, un perro dispuesto a obedecer al menor gesto de aquella manita casi infantil. En las paradas procuraba siempre instalarse junto a Liliana para poder prestarle con mayor facilidad diversos pequeños servicios. Encendía la lumbre, escogíale un sitio bien resguardado del humo, cubriéndolo antes de musgo y poniendo luego encima un caparazón; ofrecíale los mejores pedazos de carne, y todo lo hacía con una tímida solicitud que nadie hubiera podido presumir en él y que despertaba en mí cierta animosidad bastante parecida a los celos.

Pero no me quedaba otro recurso que rabiar.

Henry, cuando no le tocaba estar de guardia, podía hacer cuanto le viniera en gana y estarse, por tanto, muchos ratos con Liliana, mientras que yo no gozaba en medio de mis ocupaciones de un momento de reposo. Cuando íbamos por la carretera seguíanse los carros unos a otros, mediando a veces entre ellos bastante distancia; pero al penetrar en las regiones desiertas quise, durante las paradas del mediodía, disponerlos, según el uso en las estepas, en una línea transversal, apretados de tal modo que entre las ruedas respectivas pudiese apenas pasar un hombre. No son fáciles de imaginar los esfuerzos que hice y las dificultades con que tropecé para obtener que semejante línea no se viese descompuesta. Los mulos, bestias de índole salvaje, no bien domados aún, en vez de estarse en línea recta, deteníanse obstinados, o no consentían en dejar el camino trillado, y mordían, relinchaban, coceaban. Los carros, al dar una vuelta repentina, volcaban con frecuencia, y se perdía mucho tiempo en levantar aquellas moles, verdaderas casas de madera y lona. El relinchar de los mulos, las blasfemias de los carreteros, el sonido de los cascabeles y los ladridos de los perros que nos seguían producían una zalagarda infernal. Luego, cuando, derrochando esfuerzos, había logrado un poco de orden, debía atender al desenganche de las bestias y disponer el trabajo de los conductores que habían de llevarlas al pasto y luego al río. Los que durante el día se habían internado en la estepa para cazar regresaban de todas partes con la caza capturada y asaltaban las hogueras. Apenas encontraba yo un momento para restaurar mi estómago y descansar un poco.

El cansancio era para mí casi doble cuando, después de los altos, se volvía a emprender la marcha, porque el enganchar los mulos producía más trastorno y alboroto que el desengancharlos. Los carreteros no querían moverse unos antes que otros por no tener que carretear luego de lado por un terreno con frecuencia desigual, de bruscas asperezas, y nacían de esto disputas, altercados, imprecaciones y retrasos fastidiosos. Todo había de vigilarlo yo, y cabalgar al mismo tiempo durante la marcha, inmediatamente después de los guías, para explorar el terreno y escoger lugares seguros, con agua abundante y que reunieran las mejores condiciones para las paradas nocturnas. Muy a menudo echaba pestes contra mis obligaciones de capitán; pero me sentía lleno de orgullo al pensar que era yo el dueño, el soberano de aquel desierto, de aquellos hombres, de Liliana, y que tenía en mis manos la suerte de toda aquella gente que erraba con los carros por las estepas.


  1. Le pido a usted mil perdone, señorita Moris—(N. del T.)