Liliana/II

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I
III

II

Cuando hubimos pasado el Misisipí nos detuvimos una vez para pernoctar a la orilla del río Cedar, cuyas márgenes, cubiertas de algodoneros, nos prometían leña para toda la noche.

Al regresar al tabor, después de haber dejado en el bosque a varios de nuestros hombres con hachas, me encontré con que toda nuestra gente, aprovechando el buen tiempo y lo apacible de la tarde, se había esparcido por los ámbitos de la estepa. Era todavía muy temprano, porque, de ordinario, ya a las cinco nos deteníamos a pernoctar, a fin de emprender de nuevo la marcha al día siguiente antes del amanecer.

Muy pronto divisé a miss Moris; descabalgué y, tomando al caballo por la brida, me acerqué a Liliana, feliz de poder permanecer solo con ella, siquiera fuese no más que por un momento. Empecé preguntándole por qué, siendo tan joven y sola, se había atrevido a aventurarse en aquel viaje, capaz de acabar con las fuerzas de los hombres más robustos.

—Nunca hubiera consentido—díjela—en aceptarla a usted en nuestra caravana si no hubiese creído que era usted hija de la señora Atkins.

Ahora ya no es posible retroceder; pero ¿tendrá usted suficientes fuerzas para continuar, niña mía?

Ya puede prepararse, porque el viaje que nos queda por hacer no va a ser tan cómodo como hasta ahora.

—¡Sir! —contestó alzando hacia mí sus ojos azules, llenos de tristeza—, es muy cierto lo que usted dice; pero para mí es indispensable este viaje, y me siento casi feliz de no poder volverme atrás.

Mi padre está en California, y por carta que me llegó del Cabo Horn supe que desde hace unos meses se encuentra enfermo de calenturas en Sacramento. ¡Pobre papá! Acostumbrado a una existencia desahogada y a mis cuidados, marchó a California sólo por mí. Ignoro si lo encontraré con vida; pero este viaje siento que es para mí ei cumplimiento de un sagrado y dulce deber.

Estas palabras no tenían réplica alguna; todo cuanto hubiera podido yo decir contra semejante resolución habría resultado intempestivo. Así es que sólo me permití preguntar a Liliana algunos más amplios pormenores de su padre, que ella consintió de muy buena gana en darme. Supe que míster Moris era Gudje of the Supreme Court, o sea juez del Tribunal Supremo de Boston, y que, perdidos todos sus caudales, se había marchado a California con la esperanza de poder recuperar en las minas recientemente descubiertas su perdida fortuna y volver a reponer a su hija, que era la niña de sus ojos, en su antigua posición social.

Había caído enfermo de fiebres en el valle malsano de Sacramento, y, creyéndose ya al término de su vida, había mandado su última bendición a Liliana, la cual, recogiendo cuanto le quedaba, había querido irse a reunir con su padre. En un principio decidiera hacer el viaje por mar; pero, habiendo casualmente trabado amistad con la señora Atkins dos días antes de que partiese nuestra caravana, cambió de improviso de resolución. La señora Atkins era del Tennessee, y como tuviese llenos los oídos de la fama que mis amigos de las riberas del Misisipí iban esparciendo en torno a mis arriesgadas expediciones al famoso Arkansas, haciendo una leyenda de mi pericia en cruzar los campos—y de la tutela y ayuda que prestaba a los débiles, cosa que consideraba yo como un elemental deber—, describió mi persona a Liliana con tan vivos colores, que la joven, sin reflexionario mucho, quiso unirse a nuestra caravana. A aquellos exagerados discursos de la señora Atkins, que no dejaba de hacer constar además mi calidad de knight es decir, de hidalgo—, debíase atribuir, sin duda, el interés que miss Liliana sentía por mi persona.

—¡Querida y grácil criatura—exclamé así que hubo terminado su relato—, puede usted estar segura de que nadie ha de causarle daño, y que ya jamás habrá de faltarle ayuda! En cuanto a su padre, California es el país más sano del mundo; allí no se muere de tales calenturas, y, en todo caso, mientras yo viva no ha de quedar usted sola, y que Dios bendiga entretanto su rostro encantador.

—Gracias, capitán—contestó conmovida.

Y continuamos conversando, latiéndome el corazón a mí cada vez más fuerte. Poco a poco, nuestra charla se iba haciendo cada vez más íntima y alegre, sin que ni uno ni otro previese las nubes que iban bien pronto a empañar aquel sereno cielo que nos cobijaba.

—¿Verdad que todos se muestran bondadosos y solícitos con usted, Liliana?—pregunté sin sospechar siquiera que aquella pregunta iba a originar una disensión entre nosotros.

—¡Oh, sí—contestó—, todos!: la señora Atkins, la señora Grossvenor, Henry Simpson... También Henry Simpson es muy bueno para conmigo...

El recuerdo de Simpson me hirió como el mordisco de una víbora.

— Henry es un carretero—contesté secamentey tiene que cuidarse de su carro...

Pero, absorta Liliana en sus pensamientos, no se percató del cambio de mi voz, y continuó cual si hablara consigo misma: — Henry tiene muy buen corazón y le quedaré eternamente agradecida.

—¡Miss—prorrumpí entonces muy resentido—, podéis concederle hasta vuestra mano! Sólo me extraña que me hayáis escogido a mí como confidente de vuestros amores.

Al terminar estas palabras miróme Liliana con ojos asombrados, sin proferir palabra, y así, en silencio, proseguimos nuestro camino, uno junto al otro. Yo no sabía qué decirle: mi pecho estaba lleno de rencor contra ella y contra mí; sentíame, en verdad, humillado por aquellos celos que Simpson me inspiraba, sin acertar, por otra parte, a dominarlos; y aquella situación se hizo para mí tan insostenible, que con acento áspero y brusco díjele a la muchacha: —¡Buenas noches, miss!

—¡Buenas noches!—contestóme en voz baja, volviendo el semblante para ocultar dos lágrimas que le rodaban por las mejillas.

Monté a caballo y me alejé hacia el lugar de donde llegaba el ruido de las hachas, y en que, entre otros, hallábase Henry Simpson abatiendo con su segur un algodonero. Al cabo de un rato, empero, me sentí asaltado por una profunda pena, cual si aquellas dos lágrimas hubiesen caído en mi corazón. Hice dar media vuelta a mi caballo, y en un instante volví a encontrarme junto a la jovencita; salté de la silla y, atajándole el camino, le pregunté: —¿Por qué lloras, Liliana?

—¡Oh, sir!—contestó—; sé que pertenece usted a una nobilísima familia, porque así me lo ha dicho la señora Atkins; pero tanta benevolencia para conmigo...

A pesar de un esfuerzo, no pudo contener las lágrimas, y el llanto le impidió terminar la frase.

Mucho habían lastimado a la pobrecilla mis palabras, en que le había parecido notar cierto aristocrático desdén, del que ni remotamente era yo consciente. Sentíame dominado por los celos; pero al verla tan trastornada, hubiera querido poder cogerme por el cuello y darme a mí mismo unos zurriagazos. Le cogí una mano y le dije con vivacidad: —¡Liliana, Liliana!, no comprendió usted mis palabras. Dios es testigo de que no fué el orgullo lo que las inspiró. Mire: fuera de estos dos brazos, nada tengo en el mundo; mi abolengo me importa un comino; otro sentimiento tormentoso me impulsó a separarme de usted; pero no puedo tolerar sus lágrimas. Las palabras que pronuncié—se lo juro—, más daño me hacen a mí que a usted. No es usted para mí una persona indiferente, Liliana.

¡Oh, no! Si así fuese, nada me importaría que pensara en Henry, que, por lo demás, es un excelente muchacho. ¡Ya ve usted, ya ve cuánto daño me hacen sus lágrimas; concédame, pues, su perdón con la misma sinceridad con que yo se lo pido!

Y así diciendo, acerqué a mis labios la mano que tenía apretada entre las mías, y esta alta prueba de estima, unida a la llaneza que se transparentaba en mis palabras, lograron tranquilizar un poco a la muchacha. Liliana no cesó en seguida de llorar; pero eran ya sus lágrimas muy distintas, porque entre ellas asomaba una sonrisa cual rayo de sol entre nieblas. También sentía yo un nudo en la garganta, y no acertaba a dominar mi emoción, al par que se iban adueñando de mí los más tiernos sentimientos.

Otra vez caminábamos en silencio; pero ahora éranos dulce y agradable el andar así uno junto al otro. Declinaba el día; el tiempo era espléndido, y en el ambiente crepuscular se difundía tanta luz, que toda la estepa, la espesura lejana de los algodonales, los carros del tabor y las bandadas de ocas silvestres que volaban hacia el Norte, atravesando el cielo, aparecían rosados, con reflejos de oro.

Ni un ligero hálito movía las hierbas; oíase sólo en lontananza el rumor de las cascadas que forma en aquellos parajes el río Cedar y, mezclado con él, el relinchar de los caballos hacia la parte del campamento. El anochecer lleno de melancolía, aquellas tierras vírgenes, la proximidad de Liliana, todo me disponía de tal modo, que mi alma deseaba casi escapar de mi cuerpo para volar hacia el cielo. Antojábaseme vibrar cual una campana sacudida; asaltábame de vez en cuando el deseo de coger la mano de Liliana y de llevarla a mis labios para tenerla apretada contra ellos largo rato; pero temía que aquello la ofendiera. Y ella, mien—tras tanto, caminaba a mi lado apacible, dulce y pensativa. Sus lágrimas se habían secado ya, y, alzando de vez en cuando hacia mí sus ojos luminosos, llegamos en cariñosa charla hasta el campamento.

Aquel día, que tantas emociones había causado en mi alma, debía terminar alegremente. Regocijada la gente por la belleza del tiempo, había decidido celebrar un pic—nic, o sea una fiesta al aire libre. Después de la cena, más copiosa que de costumbre, encendióse una gran hoguera para bailar a su alrededor. Henry Simpson había segado para este objeto una extensión de hierba equivalente a unas cuantas toesas cuadradas, y después de apisonarla convenientemente, a guisa de era, habíala cubierto con una capa de arena traída del Cedar. Cuando los espectadores estuvieron reunidos, aquel joven comenzó a bailar la jiga, acompañado por los caramillos de los negros, despertando la admiración de todo el mundo. Con los brazos pendientes y el cuerpo inmóvil, movía los pies batiendo el suelo, ora con el tacón, ora con los dedos, tan rápidamente, que no era posible seguir con la mirada aquellos movimientos. Sonaban los caramillos frenéticamente, y pronto se presentó un nuevo bailarín, y luego otro, y otro, cundiendo la alegría y la algazara por todas partes.

A los negros que tocaban los caramillos uniéronse también los espectadores, sacudiendo unos las escudillas de hoja de lata que se utilizan para limpiar la tierra aurífera, y llevando otros el compás sirviéndose de trozos de costillas de buey, que, puestos entre los dedos de ambas manos, dan un sonido muy parecido al de las castañuelas.

De pronto resonaron por el campamento gritos de Minstrels! Minstrels!; abrieron los espectadores el ring es decir, el círculo alrededor de la explanada y aparecieron en el centro nuestros dos negros Dzim y Crow: el primero con un pequeño tamboril cubierto por una piel de serpiente, y el otro con unos trozos de costilla de buey, empuñados en la forma que hemos dicho ya. Miráronse ambos unos momentos, girando lo blanco de sus ojos, y empezaron luego una canción negra, ora triste, ora salvaje, interrumpida de vez en cuando por furiosos pataleos y violentos saltos y contorsiones. Las voces Dinah! Ah! Ah! con que terminaba cada estribillo convertíanse en gritos, en aullidos casi bestiales. A medida que los danzarines se iban entusiasmando e inflamando, más y más frenéticos iban siendo sus movimientos, hasta que, por último, pusiéronse a topetear uno contra otro con la cabeza, con tanta vehemencia, que unos cráneos europeos se hubieran espachurrado como cáscaras de nuez.

Aquellas formas negras, iluminadas por el chispeante resplandor de la hoguera, agitándose en cabriolas desenfrenadas, ofrecían una visión realmente fantástica. A los gritos que lanzaban, en medio de la zambra del tamboril, de los caramillos, de las escudillas de hoja de lata y del castañeteo de los huesos de buey, uníanse los gritos de los espectadores: Hurra for Dzim!, hurra jor Crow!, y aun algunos disparos de pistola. Cuando los negros, rendidos de fatiga, cayeron por tierra jadeantes, híceles distribuir un poco de brandy, que inmediatamente les puso otra vez en pie. Pero en cuanto se empezó a exigir de mí un speach cesaron el ruido y la música como por ensalmo. Tuve que dejar el brazo de Liliana y subí en seguida al tablado de un carro para hablar a los presentes.

Al contemplar desde allí arriba aquellas personas iluminadas por las llamas de la hoguera, altas, nervudas, de luengas barbas, con los cuchillos en el cinto, con sus enormes gorros adornados con plumas de milano, parecíame asistir a una escena histórica o me imaginaba ser el capitán de una cuadrilla de bandidos. Pero por más que la vida de muchas de aquellas personas fuese tumultuosa y aun semisalvaje, palpitaban, sin embargo, en aquellos pechos corazones honrados y generosos. Formábarnos allí un mundo diminuto separado del resto de la sociedad, encerrado en sí mismo, entregado a una suerte común, amenazado por los mismos peligros; unos brazos debían ayudar a los otros; cada cual sentíase hermano de los demás, y aquellos parajes inaccesibles, aquellos desiertos sin fin que nos circundaban, imponían a aquellos mineros, endurecidos por el trabajo, un recíproco sentimiento de amistad. La visión de Liliana, de la pobre indefensa criatura, tranquila en medio de todos ellos, y segura como bajo el techo paterno, suscitó en mí semejantes pensamientos, y de ellos hablé sencillamente, tal como los sentía, y tal como era de esperar de un soldado conductor y hermano a la vez de aquellos emigrantes.

A cada momento me interrumpían con aplausos y gritos de Hurra for Pole!, hurra for Captain!, hurra for Rig Ralf!; y lo que me colmaba de felicidad era distinguir entre aquellas manos bronceadas y vigorosas que palmoteaban dos manecitas coloreadas de rosa por las llamas de la hoguera, que se agitaban por los aires como dos palomas blancas.

Entonces sentí que era capaz de arrostrarlo todo: el desierto, los animales feroces, los indios y los outlawys: «Todo lo llevaré a cabo—exclamé, lleno de entusiasmo—; a quienquiera que se atraviese en mi camino lo mataré, conduciré al tabor, aunque fuera hasta el extremo límite de la Tierra; y si no es cierto lo que os digo, que Dios me quite la mano derecha.» Un hurral todavía más imponente acogió mis palabras, y, entusiasmados, pusiéronse todos a entonar el himno de los emigrantes. I crossed Mississippi. I shall cross Missouri (1). Luego habló Smith, el más anciano de los emigrantes, minero de las cercanías de Pittsburgo, en Pensilvania, el cual me dió las gracias en nombre de todo el campamento y encomió mi pericia de capitán; después de él puede decirse que en cada carro se discurseaba. Decíanse algunas cosas bufas, sobre todo Henry Simpson, que a cada momento gritaba: —¡Gentlemen, ya podéis ahorcarme si no digo la verdad!

Cuando, por fin, a fuerza de perorar, tuvieron todos la voz tomada, sonaron de nuevo los caramillos y las castañuelas y volvióse a bailar la jiga.

Mientras tanto, la noche había ido avanzando; la Luna brillaba en lo alto del firmamento con tan vivos resplandores, que las llamas de la hoguera casi palidecían bajo su fulgor, y las gentes y los carros aparecían iluminados por la doble claridad rojiza y blanca. Era una noche espléndida, y la zambra del campamento ofrecía un singular y (1) Atravesé el Misisipí, atravesaré el Misuri.

LILIANA suave contraste en la quietud y la profunda soñolencia de la estepa. Dando el brazo a Liliana, recorrí con ella todo el campamento; nuestra mirada, desde los fuegos, vagaba a lo lejos, perdiéndose en la onda de los altos y delgados tallos de la estepa, plateados por los rayos de la Luna y misteriosos cual espíritus.

Así errábamos uno junto al otro, cuando en una de las hogueras dos highlanders escoceses empezaron a tocar con sus gaitas su triste canción montañesa Ronia Dundee. Detuvímonos a distancia y permanecimos en silencio, escuchando unos instantes. De pronto miré a Liliana; ella bajó los ojos, y yo, sin saber por qué, estreché con fuerza y por largo tiempo sobre mi pecho la mano que la joven apoyaba en mi brazo. El pobre corazón de Liliana empezó entonces a latir tan violentamente, que lo sentía yo cual si lo tuviera en la mano. Ambos nos estremecimos, pues adivinamos que algo se estaba operando en nuestro interior; algo que hacía esfuerzos para exteriorizarse y nos decía sin ambages que ya no podríamos ser en lo sucesivo lo que hasta entonces habíamos sido el uno para el otro. Yo me dejé llevar por donde aquella onda me arrastraba; me olvidé de que la noche era luminosa, de que no lejos de allí estaba la gente alrededor de las hogueras, y quise dejarme caer inmediatamente a las plantas de Liliana, o, al menos, contemplarla fijamente en los ojos. Mas ella, si bien se apretujó todavía más contra mi brazo, volvió el semblante cual si quisiera ocultarse en la sombra. Quise hablar, pero no pude; parecíame que si abría la boca para decir ¡Te amo!», caería por tierra sin sentido. Era tímido porque era joven, y en la exaltación de mis sentidos y de mi alma entera sentía que una vez proferidas las palabras «¡Te amo!», se habría corrido un velo sobre mi pasado, se habría cerrado una puerta y abierto otra, por la cual hubiera penetrado en una insospechada región. Y por más que desde aquel umbral divisara yo la felicidad, me detuve en él, sin embargo, porque su resplandor me deslumbraba. Además, cuando el amor brota, no de los labios, sino del corazón, nada es tan difícil como expresarlo con palabras. Sólo me atreví, pues, a apretar contra mi pecho la mano de Liliana; quedé mudo, porque, no pudiendo hablarle de amor, ¿de qué otra cosa podía yo hablarle en aquel instante? Por tin, en silencio alzamos ambos la cabeza hacia el firmamento y contemplamos las estrellas como quien reza.

De repente, unas voces que venían de una de las principales hogueras me llamaron al campamento, al que regresamos en seguida.

Las diversiones se estaban terminando; pero para acabarlas dignamente quisieron los emigrantes, antes de irse a descansar, entonar algunos salmos. Todos los hombres se descubrieron, y aunque entre ellos los había de diversas religiones, arrodilláronse todos sobre la verde alfombra de la estepa y entonaron el salmo Errando por el desierto. Durante las pausas, era el silencio tan grave, que se oía el chisporroteo de las centellas en las hogueras y el confuso rumor de las cascadas que desde el río llegaba. Arrodillado junto a Liliana, contempléla varias veces, y vi que tenía los ojos singularmente relucientes y alzados hacia el cielo, y que sus cabellos estaban en desorden.

Y tan devotamente cantaba y con una actitud tan parecida a la de un ángel, que la oración de los emigrantes casi podía dirigirse a ella.

Terminado el rezo, dispersóse la gente en dirección a los carros, y, como de ordinario, efectuada la inspección de los guardias, fuíme yo también a descansar. Pero cuando los insectos nocturnos empezaron a zumbarme en los oídos, como hacían todas las noches, ¡Liliana!, ¡Liliana!, pensé que en su carro dormía la niña de mis ojos, el alma de mi alma, y que en el vasto universo no existía ni podía existir un ser para mí más querido que aquella preciosa criatura.